Un
gran cambio en el lenguaje del escenario. Ese es el principal emergente de la
primera jornada del nuevo período.
Mirado
cuando ya es pasado, la duda que hubiera existido sobre la decisión final de
Mauricio Macri en el sentido de solicitar la certeza judicial sobre el inicio
de su mandato ha sido un paso más que acertado. La reacción de la ex presidenta
y su equipo al conocer la resolución judicial desnudaron sus frustradas
intenciones: convertir la ceremonia de traspaso –y las propias horas previas-
en un infierno de decisiones irracionales y conflictivas, con el ritmo que ya
habían adoptado en los últimos días, algunas de las cuales llegaron a
concretarse en el propio Boletín Oficial publicado el propio día 9.
De
la forma que ocurrieron, el cambio de tiempo fue más nítido, tal vez gracias a
la separación temporal de la simpática “presidencia Pinedo”, que interpuso un
período neutral de transición entre el cese y el comienzo.
Las
“cara y ceca” fueron el último discurso de CK y el inicial de MM.
El
9, en la Plaza de Mayo, fue claro en su agenda de pasado. Representó los
últimos estertores de un tiempo agotado, reproduciendo el debate circular del
siglo XX que la realidad del mundo abandonó definitivamente hace ya un par de
décadas. El escenario de la confrontación entre sistemas enfrentados, entre
visiones ideológicas, entre formas autoritarias de imaginar la relación del
poder con los ciudadanos. Un escenario indiferente ante la destrucción del
planeta –el discurso presidencial se pronunciaba mientras en París la Argentina
recibía el premio a la hipocresía ambiental, y en el país CK presionaba al
Senado para que aprobara su última ley, ¡impulsando una empresa
carbonífera!...; aislacionista, intolerante, faccioso, despreciativo de la
pluralidad de visiones y del sano intercambio de ideas diferentes; agresivo con
las instituciones, descalificador de la independencia judicial, ignorante de
las normas, silencioso con el narcotráfico y la corrupción.
El
10, en el Congreso, la agenda del siglo brilló en plenitud. No más “unos contra
otros” sino “unos con otros”. Intolerancia contra la corrupción, lucha sin
cuartel contra el narcotráfico, trabajo incansable para terminar con la
pobreza. Recreación de la educación apoyado en la recuperación de la
excelencia, universalización de la protección social a aquellos despreciados
por el populismo, o sea los que se animan a forjar su propio camino en forma de
pioneros a los que, por su audacia y valentía, se les priva de derechos concedidos
a los demás. Una agenda abierta a la región y al mundo sin temores ni
prevenciones, defendiendo el trabajo argentino pero sabiendo que el crecimiento
sólo llegará si también llegamos a los mercados globales con productos y
servicios de calidad, ejecutados por compatriotas capacitados y en
consecuencia, bien pagados. Una agenda en la que las energías renovables vayan
reemplazando a las fósiles, donde la infraestructura ponga los bienes públicos
al alcance de todos –y no sólo de los que viajan en avión-, y en el que las
oportunidades sean iguales para todos, cualquiera sea el sector social o la
región geográfica a la que pertenezcan.
La
agenda del país viejo, que es también la del mundo viejo, sólo convoca al
enfrentamiento y la violencia, verbal y física. La agenda del país y del mundo
nuevo convoca a la reflexión creativa y el trabajo conjunto. La primera, lleva
a la lucha esterizadora. La segunda, a la solidaridad en el esfuerzo.
Es
difícil no entusiasmarse, aun sabiendo que existirán tropiezos y equivocaciones
como en cualquier camino novedoso. El propio reconocimiento de su falibilidad
por parte del nuevo presidente, constructor de equipos plurales a los que ha
convocado a compatriotas de diferentes vertientes, marca también una diferencia
terminante con las viejas prácticas de la convivencia del escenario político.
Basta, al fin, de “caudillos sabelotodo” a los que es necesario justificarle la
ignorancia con aplausos de ocasión. Bienvenidos aquellos que en lugar de
hablar, escuchen, dispuestos a aprender todos los días algo novedoso sin
pretender ser los especialistas en todo.
El
liderazgo de la nueva etapa deberá mantener la humildad, especializarse en la
construcción de consensos, no caer en la tentación de demonizar al adversario
de buena fe y mantener la templanza ante aquellos que no la tengan, para que
sean los propios ciudadanos quienes observen la esterilidad de los discursos
impostados.
La
Argentina parece estar llegando, al fin, al siglo XXI. Y eso estimula,
entusiasma, alegra.
Ricardo
Lafferriere