La presentación de los objetivos políticos para el próximo
período de gobierno realizada por el candidato presidencial de Cambiemos, Mauricio
Macri, incluye una bandera de fuerte actualidad en el debate político global:
la garantía de una renta ciudadana universal.
La institución cobró cuerpo en las últimas décadas a raíz de
la profunda transformación global, que ha cambiado la configuración de las
relaciones económicas a raíz del acelerado proceso globalizador, el crecimiento
exponencial del sector de los servicios y la robotización también acelerada,
cuya consecuencia es la destrucción –en todo el mundo- de fuentes de trabajo no
ya sólo en la industria sino también en los sectores agropecuarios e incluso de
amplios espacios del comercio, las finanzas y una creciente diversidad de
servicios personales.
La consecuencia es casi lineal: se está terminando el empleo
estable y con él toda la protección que las sociedades industriales habían edificado
a su alrededor, con la armazón conceptual de los “Estados de Bienestar”.
No es un tema sencillo, pero sí es apasionante. Diferentes
iniciativas han intentado paliar los dramáticos efectos de un cambio
estructural cuya dinámica está fuera de la capacidad de decisión de los
Estados, porque deriva de la revolución científico-técnica y de los cambios en
la economía. Entre ellos se cuentan la Garantía de Renta Mínima que se
estableció en Brasil en 1991, para quienes no llegaran a obtener la mitad del
salario básico, así como la ya antigua Pensión Universal canadiense, vigente
desde 1952, para todos quienes cumplan 65 años con la sola condición de ser
canadiense o residente legal.
Tiene también un lejano parentesco –pero no es lo mismo- con
el Impuesto Negativo sobre la Renta, propuesto hace años por Milton Friedman y
profundizado por James Tobin, consistente en la asignación de un crédito
impositivo uniforme y reembolsable, asignado a cada persona en forma
igualitaria, que se abona a cada persona anualmente según su declaración de
Rentas. Si los ingresos de una persona no alcanzan ese monto, la autoridad
fiscal le abona la diferencia en efectivo. Si lo supera, comienza a abonarse el
impuesto a las ganancias a partir de ese nivel.
La iniciativa de la Asignación Universal por Hijo, vigente
en la Argentina, es el resultado también de una larga maduración. La iniciativa
tuvo su bautismo con el proyecto del radicalismo en la Cámara de Diputados,
originada en las diputadas Elisa Carrió y Elisa Carca –ambas pertenecían a
dicho bloque-, en el año 1997, del Ingreso Ciudadano para la Niñez. El proyecto
no logró la sanción parlamentaria pero fue el obvio precursor del Decreto de
Ingreso Universal por Hijo, puesto en vigencia por el decreto 1602/09, y luego
respaldado por la Ley en julio del presente año, con el respaldo de todo el
arco político argentino.
Estas aproximaciones no alcanzan, sin embargo, a cubrir la
falencia de trabajo en las sociedades post-industriales, y allí aparece la
propuesta del Ingreso Ciudadano Universal. Su característica es garantizar un
ingreso igualitario básico a todos los habitantes del país, con independencia
de su situación económica. Es, entonces, compatible con cualquier actividad
económica que cada uno realice y guarda independencia de la voluntad de
trabajar o no.
Sus beneficios son varios. Despeja el horizonte de
inseguridad económica personal, reduce los espacios del clientelismo, respeta
la esencial igualdad de las personas, incorpora a la actividad de ingreso
formal a amplios sectores con trabajos no reconocidos, como las amas de casa,
reconoce la universalidad de la propiedad de los bienes naturales –que como
patrimonio del género humano son utilizados en los procesos económicos pero son
hoy apropiados sólo por sus participantes reconocidos, obreros y empresarios,
en forma directa o indirecta-, ayuda a la construcción de ciudadanía al
reforzar la autonomía personal, respeta el valor de innumerables actividades –artísticas,
artesanales, creativas, de investigación, etc.- que no reciben salarios, etc.
El desafío político de su implementación no es sencillo,
porque implicará necesariamente una discusión profunda sobre la
reestructuración de las distintas formas de subsidios que actualmente son
administrados en forma anárquica y múltiple, sin coordinación ni garantía de
equidad, por múltiples actores públicos, gremiales y privados. Entre estos
subsidios se encuentran los efectuados a las empresas de servicios públicos,
las diferentes asignaciones administradas por las asociaciones gremiales, los
administrados por diferentes organismos estatales para distintas categorías de
personas, la proliferación de “planes sociales” atados a la subordinación
política, etc.
La institución del Ingreso Universal, por el contrario, fija
un “piso de dignidad” establecido y garantizado por ley, compatible con las
posibilidades reales de la economía, pero respeta la decisión de los ciudadanos
sobre qué desean hacer con el mismo y en qué clase de consumos prefieren
gastarlo. No distorsiona los precios relativos de una economía competitiva, a
la vez que neutraliza los efectos de la concentración económica que es el
resultado del imparable avance tecnológico, distribuyendo social y equitativamente los
beneficios de ese avance en lugar de favorecer su apropiación excluyente como
beneficio empresarial. Y habilita la decisión de cada uno de agregar más
ingresos capacitándose, trabajando o invirtiendo más dónde, cuándo y si lo
desea.
Requerirá también el debate sobre el financiamiento, el que
deberá ser garantizado adecuadamente, sin golpear exageradamente sobre la
presión fiscal sobre la economía productiva, es decir debe responder a la
capacidad real de producción de la sociedad. Los números, en una primera
aproximación, no debieran asustar: solucionada la coyuntura fiscal negativa
fruto de los dislates de los últimos años, la redistribución de subsidios existentes
debiera habilitar la posibilidad del Ingreso Ciudadano Universal virtualmente
sin incrementar la presión fiscal, y aún reduciéndola.
De las novedades escuchadas en este proceso electoral hasta
la actualidad, la propuesta de Macri es sin dudas la más revolucionaria en lo
conceptual. Será necesario, en caso de efectivamente impulsarse, producir un
amplio y abierto debate nacional habida cuenta de la cantidad de matices
implicados en su implementación y de incorporarla como una institución
permanente en la construcción de un país pujante, abierto a la innovación
científico técnica, socialmente inclusivo y decidido a no dejar escapar otro
siglo de su historia entreteniéndose con imposibles utopías del pasado, sino
con creativos proyectos de futuro.
Ricardo Lafferriere
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