La lucha política se define por la mayoría y por la fuerza.
Se argumenta, se convence y hasta se compran los apoyos. Es un terreno del puro
poder, un fenómeno antropológico más que filosófico.
La lucha gremial y económica se define también por el poder.
Sindicatos, banqueros y empresarios, pugnando por la distribución de la riqueza
generada por el trabajo humano y la inversión de capital. Es un terreno de
intereses económicos, un fenómeno socio-económico más que filosófico.
La lucha intelectual, sin embargo, enfrenta ideas,
conceptos, juicios, silogismos, valores. Quienes la libran eligen el campo de
la abstracción, donde intentan construir sistemas coherentes para interpretar
la realidad y sugerir orientaciones. Si en la política lo que importa es el
poder y en la economía la creación y distribución de la riqueza, en el campo
intelectual lo central es la búsqueda de la verdad.
Aún con lo inasible del concepto de “verdad”, éste se
asienta en una obligación de raíz cartesiana: la honestidad con la propia
conciencia. Ello significa no ocultar lo que se sabe, no afirmar lo que se
conoce como incierto y ser leal a la coherencia del propio pensamiento.
Los resultados del debate intelectual orientarán a la
política, que tiene poco tiempo para esas elucubraciones porque debe dedicarse
a las urgencias del poder y que en no pocas ocasiones debe confiar en la
palabra intelectual asumiendo su honestidad con escasa posibilidad crítica.
Por eso es que la actividad de los intelectuales es tan
importante para la sana evolución de la sociedad. Herederos de los viejos
“chamanes”, “magos”, “sacerdotes” y hasta filósofos, los intelectuales tienen
la responsabilidad nada menor de acercar conceptos actualizados sobre la
cambiante realidad global y local, mantenerse en el “cutting edge” de su
respectivo campo, preservar fresco su intelecto para entender los fenómenos
nuevos e interpretarlos y por último ir definiendo los valores que la evolución
humana va depurando como deseables en cada tiempo, a la vez que explorando las
formas de articularlos en una interpretación holística que los contenga.
Su tarea es, tal vez, la más elevada en capacidad de
abstracción, la más alejada de las posibilidades de la vida diaria de las
mayorías, que las sociedades respetan aun sabiendo de su esencial
“improductividad” directa y de su probable inutilidad en las exigencias
cotidianas del poder.
La mirada intelectual debe por eso, para ser honesta con su
sociedad –que la financia, le garantiza respetabilidad e ingresos y confía en
ella- mantener, como campo epistemológico, su independencia relativa de la
política y la economía. Se convierte en bastarda si se pone al servicio de la
lucha política cotidiana. Se hace despreciable si oculta hechos, elabora
sofismas a sabiendas, o construye justificaciones “ad-hoc” para servir a
fracciones o sectores. Y es especialmente inmoral si miente, aprovechando tanto
su prestigio inherente como las dificultades del entendimiento común para
ocultarse en el hermetismo de su léxico académico o profesional.
Puestos en inmorales, los intelectuales son los peores. Ese
es el motivo por el que se habrá notado en algunas de estas columnas una
especial valoración negativa de aquellos que desempeñan el triste papel que –en
tiempos del estalinismo- se había definido como “intelectuales orgánicos”. Se
trataba de quienes desde la credibilidad que generaba su respeto social –por su
capacidad, inteligencia y conocimientos- se ponían al servicio de las causas
más atroces, llegando a justificar los “juicios de ejemplaridad” apoyados en
mentiras y las conductas más abyectas del poder, en nombre de abstracciones
inexistentes.
Millones de personas murieron, fueron exiladas, sus vidas
destrozadas y sus más elementales construcciones vitales –familias, trabajos, aficiones,
propiedades- expropiadas para ofrendar salvajemente en el altar del poder. La
mentira y la ausencia de compromiso con valores humanos básicos fueron siempre
la nota dominante. Las personas se convirtieron en insignificantes frente a los
“relatos”, los “proyectos”, las “líneas” o los “modelos”.
Pasó en el estalinismo, pero no fue una exclusividad. Lo
hicieron los nazis, los fascistas y hasta burbujas esporádicas –pero
extremadamente perversas- en las propias democracias, como ocurriera con el
maccarthismo en Estados Unidos o las construcciones autoritarias
nacional-populistas en muchos otros lugares del mundo. Las masacres de Camboya,
los genocidios armenio, judío, Rwanda, Congo, los fusilamientos en Cuba, las
represiones sanguinarias en dictaduras y populismos latinoamericanos, son sólo
los ejemplos más notables, en todos los casos sostenidos y justificados por los
“intelectuales orgánicos” de turno. ¡Recién en 2005, doce años después de
saludar la llegada de los “kmers rojos” al poder en Camboya, que provocaron el
genocidio de un tercio de la población del país, el diario Le Monde, vocero del
“progresismo” francés, publicó su disculpa! ¿Tendremos los argentinos que
esperar varios años para escuchar alguna disculpa de quienes saben que tienen
que darla?
Porque aunque con menos sangre, no por ello por aquí fueron menos repudiables. Proliferaron
ejemplos por nuestros pagos, medrando alrededor del poder y alquilando neuronas
privilegiadas con argumentos menos elaborados.
La gesta democrática iniciada en
1983 puso una barrera muy fuerte para repetir entre nosotros las calles de
sangre, pero llegó el turno a la corrupción, también salvaje, masiva, gigante.
Que también mata en trenes que chocan, rutas que asesinan, narcos que masacran
generaciones de jóvenes pobres u hospitales sin remedios. Todo esto fue lo
justificado ahora por los “intelectuales orgánicos” del poder con sus Cartas y
sesudos –tanto como herméticos- argumentos “filosóficos” para elaborar un
relato a sabiendas mentiroso, repetido alegremente por una farándula que suele
olvidar la diferencia entre la ficción –voluntarista e imaginada- y la realidad
vivida.
Un obrero, un empresario, un desocupado, un artista, hasta
un político, suelen equivocarse y hacen mal cuando luego de advertirlo no lo rectifican.
Pero nada es tan negativo e injustificable como intelectuales que traicionan al
pensamiento. Por eso la dureza de nuestros comentarios. Porque son los peores
de todos, al traicionar lo más noble y sublime de la condición humana que es la
capacidad de pensar, entender y valorar.
Ricardo Lafferriere