El Estado es un gran redistribuidor de ingresos. Entre otras
cosas, para eso está.
La afirmación viene a cuento de la proliferación de reclamos
“ortodoxos” que hacen ver al Estado como la materialización del mal, llegando
en ocasiones al extremo de reclamar su lisa y llana desaparición.
Sin embargo, la sociedad imaginable sin Estado sería la
selva. Porque los que “cobran del Estado” (algunos cálculos de consultoras
privadas hablan de más de 19 millones de personas, entre trabajadores públicos
en los tres niveles, jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales)
y salvando los despreciables actos de corrupción y aprovechamiento son, en
primer lugar y en general, quienes más necesitan. En segundo lugar, porque con
sus claroscuros implica el germen de construcción de un “piso de ciudadanía y
dignidad humana” que ayuda a atenuar la polarización social. Y en tercer lugar,
porque los que pagan impuestos son todos quienes viven en el país, ricos y
pobres.
Los que más necesitan son, en grandes números, quienes no
tienen capacitación técnica ni etológica como para enfrentar el desafío de un
trabajo estable. Conforman un cuarto de la población, que aunque pobres, son
personas. Esas personas, por el sólo hecho de serlo, deben ser consideradas en
su dignidad básica de seres humanos, condición que en el mundo civilizado no se
niega ni a los delincuentes más sanguinarios. Esta fue una de las conquistas
más importantes de la ilustración y la modernidad, que desarrolló el concepto
de ciudadanía, cuyos derechos -y también obligaciones- son la base de los
estados democráticos modernos.
Otra cosa es la extensión de ese “piso” y la forma de
aplicación práctica de esos mecanismos, donde -como en todo- existen malos y
buenos métodos, y opiniones diversas. Eso forma parte de otro debate, rico y
profundo, pero relativamente desvinculado de la magnitud del “gasto” que, sea
como sea que se apliquen, seguirá existiendo. Y otra cosa también distinta es
los que se aprovechan de la opacidad para, sin necesitarlo, acceder a fondos
públicos en forma no siempre legal y limpia, a través de mecanismos que deben
desmantelarse.
La función igualadora del Estado avanzó, principalmente en
el siglo XX, hacia la cobertura de necesidades básicas que la conciencia moral
impide que sean lanzadas al desamparo, o sobre las que se justifiquen tratos
diferentes. El acceso universal a la salud pública y la gratuidad de la
enseñanza son los paradigmas de esta función, agregados modernos a las tradicionales
funciones de seguridad, defensa y justicia.
El Estado respondió en el siglo XX a esa demanda de
servicios básicos universales subsidiándolos total o parcialmente, abriendo el
camino hacia otro debate que se va instalando junto al avance tecnológico, la robotización
creciente de la economía y el desarrollo de la Inteligencia Artificial que desplaza
al trabajo estable: un ingreso básico garantizado para todos, por el sólo hecho
de compartir la condición humana. Ese ingreso no es imaginable como el “único”,
sino como el “piso”, que cada cual podrá incrementar con su iniciativa,
educación, emprendedurismo, riesgo o inversión. Ese debate atraviesa
ideologías, con diversas propuestas, como la “renta negativa” de Milton Friedman,
el “trabajo cívico” de Ulrich Beck o el “ingreso universal” de Sygmund Bauman.
Quizás sea bueno recordar que también los primeros pasos en los gastos sociales
del Estado fueron dados por conservadores: el Bismarck, en Alemania y los
conservadores ingleses.
El sistema previsional que atienda a los últimos años de las
personas es el otro gran “redistribuidor”. ¿Qué hacer con los viejos, cuando ya
el mecanismo tradicional del cuidado familiar es incompatible con la vida
moderna? La respuesta ha sido un sistema de retiros adecuado a las
posibilidades de cada economía, en el que los activos sostienen a los pasivos.
Una vez más, cómo se aplica, a quienes alcanza y en qué magnitud son temas a
resolver en cada sociedad y posibilidades económicas, pero es absurdo imaginar
una sociedad que se desentienda de sus viejos. Los matices del sistema
previsional son distintos en cada lugar, pero ninguna sociedad avanzada discute
la necesidad de su existencia.
Por último, cuando al reclamar contra algún impuesto se
repite obsesivamente “cuántos viven del Estado” se omite recordar que a ese
Estado lo sostienen todos. Desde una gran empresa petrolera que explota Vaca
Muerta hasta un niño de jardín de infantes que compra un caramelo. Tal vez,
incluso, desde la perspectiva individual, sea mayor el aporte de las familias
pobres, que forzosamente tributan el 21 % de su ingreso, aunque vivan de limosnas,
al comprar los bienes destinados a su alimentación, vestido, tarifas o medicamentos.
O una simple entrada a un cine, un festival o un baile, cuando le alcance para
hacerlo. Los que aportan al estado son muchísimos más que los que reciben del
Estado algún beneficio directo. Y los que los reciben, lo hacen porque existen
decisiones de la sociedad, a través de sus representantes, que así lo han
establecido mediante las leyes de presupuesto sancionadas anualmente o leyes
especiales que lo disponen.
Maticemos, entonces, la rotundidad del juicio descalificante
hacia “los que viven del Estado”. Porque muchos de ellos también “hacen vivir”
al Estado con su aporte, y todos, sin el Estado verían posiblemente su vida
convertida en una selva. Sólo cabría imaginar lo que ocurriría en la sociedad
si desaparecieran los gastos sociales, los sistemas asistenciales en salud, el
sistema previsional, la educación gratuita, no se hicieran más obras públicas
de agua, cloacas, gas, rutas y trenes y se cerraran los hospitales. No se trataría
ya de contratar los servicios “privados” sino de seguir contando con una
convivencia que pueda llamarse “sociedad”. Médicos, maestros, policías,
militares, enfermeros, personal de registros, de obras públicas, de tránsito,
administrativos, “viven del Estado” pero aportan valiosos servicios para la
integración social. Y cobran por ellos.
Cierto es que cuando la economía se estanca, casi siempre
por mala praxis de los gobernantes, el “peso” del Estado parece agigantarse
rompiendo una regla de oro: los gastos deben estar siempre equilibrados con los
ingresos, simplemente porque dos más dos son cuatro. Pero esa afirmación no se
termina en “los que viven del Estado” y “los que sostienen el Estado”, sino que
avanza hacia el gran tema, ausente, realmente ausente, del centro del debate
nacional: la mirada hacia adentro del Estado, donde se han construido históricamente
corporaciones de complicidades que llevan a contar con un mal sistema de salud,
un mal sistema de educación, un mal sistema de seguridad, un mal equipamiento
de defensa, un mal sistema de justicia y una mala distribución del gasto social.
Y hacia la mala praxis económica, que lleva a olvidar los límites exigiéndole a
la economía más de lo que realmente puede brindar para sostener todo el
edificio social.
La lógica debiera indicarnos mirar hacia allí: la cooptación
de la estructura estatal por corporaciones y mafias defensoras de privilegios que
no ayudan a los ciudadanos, sino que los agreden. Corporaciones de empresarios
asociados con determinados políticos para apropiarse de fondos públicos con
mecanismos de coimas -lo estamos viendo-, corporaciones de gremios que no se
sienten servidores de los ciudadanos sino dueños -como en AA, o la propia
educación-, corporaciones de laboratorios y gremios de la salud que olvidan su
función de servicio y la identifican con sus propios intereses, y hasta
actitudes políticas sin austeridad y no ejemplificadoras que parecen considerar
a los fondos públicos como los inagotables “bienes mostrencos” de la Colonia, puestos
allí por el destino para ser apropiados
por el poder.
El Estado es el gran actor del mundo moderno. El Estado
democrático es el mayor logro de la historia política de la humanidad. Hasta
que el mundo consiga establecer un sistema inclusivo y democrático de
gobernanza global -que seguramente estará basado en los actuales Estados-, es la
mejor herramienta que tenemos para que nuestra vida no se convierta en una
selva. Mejorémoslo, sometámoslo a crítica para corregir sus falencias y
liberarlo de sus vicios y cooptadores, modernicémoslo para que pueda cumplir su
función en forma adecuada, seamos implacables denunciando sus injusticias y
opacidades exigiendo la corrección.
Pero defendámoslo. La alternativa a él es “todos contra
todos”, donde sólo los fuertes -ni los viejos, ni los niños, ni los débiles, ni
los enfermos, ni los discapacitados, ni los pobres pero tampoco los ricos- saldrán
ganando.
Ricardo Lafferriere