Un sector importante del partido
mayoritario en la Argentina ha decidido abandonar el consenso
constitucional que el país reinició en 1983 y se desliza hacia la
anomia, a un ritmo inexorable.
Ha ocurrido en la historia que sectores
políticos participantes de la vida democrática sufrieran
internamente procesos de este tipo. Lo extremadamente peligroso para
la convivencia es que el sector que hoy lo hace hegemoniza el
gobierno nacional, llevando al país a una peligrosísima situación
de anarquía.
La sucesión de pronunciamientos que,
-en cuanto meras expresiones verbales y a pesar de su negativa
influencia docente- no dejaría de ser más que la contracara ética
de la democracia avanza hacia la concresión de decisiones de
gobierno que atraviesan ya los límites del estado de derecho.
Y si no hay estado de derecho, hay
estado de puro poder. Si estas decisiones se tomaran todas en sincronía
no habría dudas en calificarlas de “golpe de estado”. La
semántica impide utilizar el nombre de “golpe” a un proceso
paulatino de desarticulación institucional, pero está claro que
asistimos a una especie de “golpe en cuotas”, con la misma
finalidad de los golpes tradicionales: concentrar el poder
desarticulando todo el sistema de contrapesos y frenos, consustancial
con nuestro ordenamiento constitucional.
El sistema civil -basado en el respeto
al derecho de propiedad- y el penal -basado en la capacidad punitiva
del estado, en nombre de la sociedad- son burlados con decisiones que
han ascendido ya a la pretensión de romper el propio sistema
constitucional, basado en la división de poderes, el respeto a las
autonomías provinciales y la vigencia de los derechos y libertades
de las personas.
No es un tema leguleyo. Mucho nos costó
a los argentinos, antes y después, lograr convivir bajo la ley. En
los albores del país hubimos de atravesar más de cuatro décadas
anárquicas hasta que comenzamos el camino institucional sobre el que
el país inauguró ochenta años de expansión y brillo. En lo más
reciente, en 1983 logramos restaurar el consenso constitucional
reencontrándonos en las normas de la Carta Magna, tanto en los
derechos de los ciudadanos como en el acceso y ejercicio del poder.
Hoy, los derechos de los ciudadanos son
crecientemente ignorados, con justificación expresa de actores
decisivos a los que no ha sido ajeno el propio Poder Judicial. La
impunidad que se pretende con el inefable e infantil relato del
“lawfare” según el cual los condenados por delitos diversos son
víctimas de una conspiración frente a la cual procedería una
especie de reivindicación, abre el camino a una sociedad sin
seguridad alguna, ni para los ciudadanos ni para sus bienes. Sin
derecho penal, la sociedad queda indefensa y la ley del más fuerte y
más delincuente se impondrá -se está imponiendo- sobre la
convivencia igualitaria, pacífica y respetuosa de las normas.
El avance sobre los patrimonios de las
personas se está convirtiendo en una normalidad. No se trata ya de
la “expropiación por causa de utilidad pública”, reglamentada
por la Constitución y las leyes, que subordina la vigencia del
derecho a la propiedad privada al interés general, pero que para ser
legítima debe ser “previamente indemnizada”. Al contrario, se
trata de apropiarse de fondos particulares sin ninguna indemnización
ni compensación, como ha ocurrido con millones de compatriotas
titulares de su haber previsional, herido entre un tercio y la mitad
de su poder adquisitivo, sin que el parlamento no sólo proteste sino
que facilita, alineado como aparece su mayoría en el objetivo de
concentración de poder.
La cínica reforma del sistema
previsional del poder judicial está logrando su verdadero objetivo:
un aluvión de renuncias de magistrados, que deberán ser cubiertos
por el poder concentrado, cuya mayoría parlamentaria le garantiza
la construcción de un poder judicial totalmente subordinado.
El poder concentrado carece de
escrúpulos. El desmantelamiento de organismos del estado destinados
a perseguir el narcotráfico y la corrupción siguen una línea
inexorable. La iniciativa de intervenir el Poder Judicial de una
provincia porque no decide la impunidad de una delincuente cercana en
los afectos a la banda gobernante pretende
atravesar otra línea roja rompiendo la autonomía de una provincia y abriendo el
camino a similar atropello sobre cualquier otra.
Pero todo ésto, que hubiera podido
suponerse un desgraciado tópico localizado y puntual adquiere
gravedad inusitada cuando el partido del gobierno se suma a la
algarada del “lawfare”, no ya para proteger a una líderesa que
dejó una gigantesca estela de corrupción, sino para incluir en esa
exculpación a decenas de ex funcionarios, empresarios y “personas
con influencia” cuyos delitos contra el país han sido probados al
extremo y en muchos casos confesado también expresamente.
Innumerables peronistas de muchos años, que aún sienten su amor por
el país, sufren -por ahora, en silencio- estos dislates que dejarán
un baldón ilevantable en el partido fundado por Perón.
Un golpe de estado en cuotas. Eso es lo
que por ahora parecieramos estar presenciando. Un golpe que ante el
desinterés total por el bien común ni siquiera en lo declamado, más
que un gobierno de un país democrático se asemeja cada vez más a
una fuerza de ocupación.
Organizados institucionalmente, los
canales de expresión, de protesta y de decisión previstos
legalmente garantizan la paz social. Desmantelado el estado de
derecho, esos caminos no serán otros que la fuerza y la violencia.
Económica, social, política. La que ya conocemos lo que produce y
de la que pudimos escaparnos de milagro hace casi cuatro décadas,
pero que nuevamente asoma su cabeza amenazante.
Ricardo Lafferriere