Es imprescindible tomar conciencia que el mundo está abandonado los esfuerzos post-2ª Guerra para institucionalizar las relaciones entre países marchando hacia la construcción de instituciones mediadoras de los conflictos de toda clase que son propios de la convivencia planetaria. En rigor, esos esfuerzos comenzaron con la primera experiencia de la Sociedad de las Naciones, que aún con su fracaso en evitar las guerras, dejó la herencia de algunas instituciones tempranas -como la OIT y la Corte Permanente de Justicia Internacional-.
Pareció que las Naciones Unidas habían sintetizado la tensión secular entre el idealismo de considerar a todos iguales y la “realpolitik” que obligaba a tratar a los más fuertes de manera diferente, como condición de eficacia. La Asamblea -en la que todos valen uno- y el Consejo de Seguridad -elegido por la Asamblea, con la excepción de los “cinco grandes” con derecho a veto, reconocimiento de su poder de hecho- sintetizaban una realidad emergente de la segunda guerra y este diseño parecía superar la “ecuación de Hobbes”. Era eso o nada. El acuerdo tácito fué que los “cinco grandes” no utilizarían en forma directa su poder en enfrentamientos entre sí, y asumían una especie de “policía global” para mantener al planeta en paz. Por la Carta de las UN, todos los países signatarios se comprometen a no usar la fuerza para solucionar sus diferendos.
La “realpolitik” vuelve a instalarse a pleno. No hay más normas que se reconozcan o respeten, ni siquiera las leyes de la guerra. Los ataques a civiles, la destrucción de poblaciones enteras, la masacre de pueblos y bombardeos indiscriminados sobre ciudades, los crímenes salvajes de violaciones y asesinatos a no combatientes proliferando sin consecuencias, implican un retroceso de décadas en la convivencia, en dirección a un mundo sin normas. Habían existido hasta ahora, pero nunca con el cinismo abierto de la salvaje invasión de Rusia a Ucrania.
Esta nueva realidad también nos interpela sobre nuestras propias realidades.
Como consecuencia de tiempos negros de nuestra historia reciente, la Argentina desmanteló su poder militar. Hoy es el país más vulnerable de la región, superado ampliamente en su capacidad de lucha por sus vecinos. Un cotejo con nuestro admirado vecino mayor -cuyas FFAA ocupan el décimo lugar en el mundo- nos presenta un desequilibrio de no menos de 15 a 1 en la capacitación y equipamiento de la herramienta militar de tierra. En la marina y la Fuerza Aérea ni siquiera es posible una comparación, porque han sido reducidas virtualmente a su inexistencia.
Tampoco en la frontera oeste mantenemos capacidad disuasoria: con un poder militar ya claramente inferior a nuestros vecinos, el país debe soportar estoicamente la vergüenza que un grupo terrorista, invocando inexistentes lazos “originarios”, ocupe porciones del territorio con total impunidad y con la aceptación del gobierno de quienes pretenden y proclaman la formación de un “Estado” con gran parte del territorio argentino y del territorio chileno, país hermano que responde con mucha mayor dignidad y sentido nacional a este desafío insólito.
En el interior, el país está agredido desde dentro por un poder narco que construye poderes paralelos en conglomerados aluvionales -como el conurbano- e incluso en la ciudad más importante del interior, Rosario, sin que a pesar de los años de persistencia de esta inexorable tarea de construcción de ilegalidad los poderes constituidos hayan podido avanzar en su desmantelamiento.
Cierto es que nuestra región es una zona de paz. También lo era Yugoslavia. Antes de la invasión de Crimea, también lo era Ucrania -a tal punto que había cedido todo el armamento nuclear en su poder luego de la disolución de la URSS, bajo el compromiso de Rusia -y Gran Bretaña y Estados Unidos a los que luego se agregó Francia- de garantizar la intangibilidad de las fronteras ucranianas, en los Protocolos de Budapest, de 1994.
Todos estamos en paz, hasta que dejamos de estarlo. Nadie puede estar seguro del futuro y por eso nadie puede descuidar su seguridad, a menos que ésta no interese porque el afecto nacional no es lo suficientemente fuerte como para plantearse defender lo propio ante eventuales ataques o desafíos. Ucrania misma no contaría con la solidaridad y ayuda de toda la opinión democrática del mundo si no hubiera dado muestras desde el comienzo de la invasión de su decisión indeclinable de defender su país, si era necesario con las armas en la mano.
Un escenario global tan lábil y con procesos políticos internos tan intensos, imprevisibles, cambiantes y polarizados hace arriesgado en grado sumo confiar ciegamente en los tratados, por cercanos que estén a nuestros afectos. No está muy lejos el tiempo en que bordeamos una guerra con un vecino entrañable, o que con nuestro vecino mayor nos embarcábamos en una carrera nuclear afortunadamente desmantelada por los acuerdos de Alfonsín con Sarney. Que -bueno es recordarlo- así como se dieron hubieran podido no darse, escalando un conflicto que podría haber llegado hasta límites insospechados.
Hoy, la Argentina no es lo que era. Se ha convertido en un país insignificante, mirado con extrañeza en el mundo y con indisimulable menosprecio por toda la región, aún por aquellos más cercanos a la “ideología” del gobierno actual. El trato recibido por los compatriotas que tienen algún problema de salud en Bolivia y pretenden la mínima asistencia sanitaria es una muestra. Y los calificativos de Maduro hacia el propio Fernández meses atrás son otra.
Podemos seguir alegremente en curso de suicidio, como si nada pasara. Pero si lográramos revertir esto, en la reconstrucción de este gran país que podemos ser cuando finalice la pesadilla, no podemos ignorar la reconstrucción del poder militar y de la inclusión inteligente en las redes de alianzas internacionales en las que podamos confiar en caso de peligrar nuestra integridad territorial, nuestra soberanía política y nuestra seguridad. Éstas deben coincidir con nuestros intereses realistas y en nuestras utopías idealistas, las que esta Nación definió ya en el preámbulo de la Constitución de la vieja "Confederación" y que siguen tan vigentes como entonces.
Ni uno ni otro, ni el realismo para comprender las potencialidades y riesgos reales del país, ni el idealismo de nuestros trascendentes principios fundacionales, forman parte hoy de la reflexión, la decisión ni la acción de los argentinos ni de su dirigencia. Son sencillamente ignorados.
Ojalá que esta ignorancia no resulte fatal.
Ricardo Lafferriere