Desde la perspectiva de las personas comunes, en una
economía crecientemente globalizada y con productos fabricados en cadenas
globales o que llegan a esos mercados, las tasas de cambio deberían tener un
alto grado de estabilidad en el corto plazo como condición para la estabilidad
política.
El dinero, en su carácter de reserva de valor, no debería
tener oscilaciones que generen incertidumbres en los millones de actores
económicos que conforman el gran “mercado”, que son los ciudadanos. Una
alteración brusca o una incertidumbre mayor sobre su evolución implica privar a
la moneda de su condición de reserva confiable de valor, la que naturalmente
será buscada en el bien que sí lo haga. La alternativa que en la concepción de
las personas ofrece más esa cualidad es la divisa de mayor transabilidad y
percibida como de mayor fortaleza, la que en la Argentina es el dólar
americano.
De esta afirmación, confirmada por la realidad, se desprende
una consecuencia que obliga a una profunda reflexión sobre los mecanismos
tradicionales con que la política económica valoraba el tipo de cambio. En
efecto, éste ya no es sólo “uno más de los precios de la economía”. Tampoco es sólo una moneda de transacciones
internacionales, sea para comprar o vender bienes con producción final fuera
del país, sea para operaciones financieras que atraviesen las fronteras. Por el
contrario, ante una extrema volatilidad del valor de la moneda nacional,
despojada ya de su credibilidad y condición de reserva de valor, las personas
acuden al mecanismo que más cerca tienen para preservar sus ingresos. Compran
dólares. Personalmente he sido testigo de jubilados con la mínima, frente al
cajero de un banco al momento de cobrar su jubilación, pidiéndole comprar 10
dólares -que era su ahorro mensual- con los ínfimos pesos que calculaba
ahorrar.
¿Es especulación? ¿Es de los grandes, los medianos, los
chicos? Tiendo a pensar que es una medida defensiva, y que la efectúan todos. Y
que es lógica y defendible, porque defienden su dinero, que es el fruto de su
esfuerzo. Otra cosa es convertir la inestabilidad en un arma política,
desgraciada práctica que también puede darse cuando quien tiene recursos
disponibles en momentos especialmente sensibles del mercado, realiza
operaciones desvinculadas de la marcha de la economía, con fines políticos o
especulativos. No es imposible. Hasta una moneda tan fuerte como la libra
esterlina pudo ser atacada, en un determinado momento, por la decisión de un
inversor particular, George Soros, provocando su imprevista devaluación.
Pero el gran público no conoce -ni tiene por qué conocer-
las complejas filigranas de los grandes mercados. Simplemente busca preservar
su pequeña o gran riqueza, sea su sueldo, su capital transaccional de trabajo, o
su ahorro con algún grado de liquidez. De ahí que uno de los principios
fundamentales que aplica el “saber ortodoxo” sobre este tema, la “libertad
cambiaria total”, es incompatible con el estado de desconfianza que, coyuntural
o estructuralmente, sea atribuida a una moneda nacional.
Defender la moneda es entonces una responsabilidad pública
central e irrenunciable, porque es defender a cada ciudadano. No sería buena
idea aferrarse dogmáticamente a la “flotación libre”, obsesión de los
economistas del FMI, como tampoco a la ficción de un valor de la divisa sólo al
alcance de quienes el poder decida, ya que una u otra actitud generan
distorsiones que termina pagando toda la economía y todos los argentinos. Tanto
la discrecionalidad del poder como la volatilidad extrema de la moneda la
convierte en inexistente de cara a su función de preservación de valor de la
riqueza de los particulares, y por lo tanto no puede dejarse a la deriva de
especuladores o de inescrupulosos combatientes por el poder.
Cierto es que cuando hay déficit y deudas contraídas con el
mercado global -ahí estamos, por decisión propia y beneficios estratégicos- las
reglas de juego no las fija el deudor a su gusto, sino que éste debe cumplir
las existentes. Lo cierto es que la última renegociación con el FMI encontró en
el organismo internacional una disposición al acuerdo imprevista según sus
antecedentes. Las laxas metas son muchísimo más flexibles que cualquiera
otorgada a ningún país con anterioridad, y la incapacidad de cumplirlas sería
una terrible noticia, no ya para el gobierno sino para la Argentina, con este
gobierno o con los que le sigan.
La Constitución Nacional -mediados del siglo XIX- atribuyó
al Congreso la potestad de fijar el valor de la moneda, tan importante era como
demostración del respeto a la propiedad privada, garantizada en los artículos 17,
14 y otros de su articulado. La norma ha quedado “demodé”, aunque sus resabios
aún vigentes siguen manteniéndose simbólicamente en un poder que también se ha
ido convirtiendo en cada vez más simbólico, el parlamento. En los hechos, hoy
el valor de la moneda es el resultado de muchas variables que no pasan por
decisiones directas del poder público y ni siquiera es definida por actores del
país.
Hoy se juntan en la Argentina varias vertientes de
inestabilidad, pero dos principales. La vertiente global, que a su vez
tiene fuerzas “negativas” -la huida de capitales volátiles que ven más
seguridad en economías más estables para realizar ganancias de corto plazo-, y
positivas: el acceso a un mercado gigante para nuestros productos y la propia
acción de la política económica global, que ha tendido una mano de ayuda
sustancialmente mayor a la que negó en la crisis del 2001, cuando nos empujó al
abismo; y la vertiente local,
que muestra a los argentinos con la necesidad de preservar sus ingresos,
ahorros o capitales en un mecanismo de reserva de valor más consistente que su
moneda.
Sin embargo, también en este campo hay dos fuerzas opuestas:
quienes desean poner en caja las finanzas públicas como forma de defender la
moneda nacional ante el ataque y la desconfianza, curiosamente mayoritarios en
la oposición, y quienes al contrario desean mantener la inestabilidad y la
desconfianza, sea por razones políticas -como el conmocionante episodio de las
coimas que avanza judicialmente en forma inexorable hacia su máxima
responsable, acercándose ya también a actores institucionales del sector
financiero, y la aproximación de las elecciones- o por razones económicas:
maximizar las ganancias especulativas aprovechando el río revuelto. La otra
curiosidad es que éstos están más cerca del gobierno. Pero también están los
miles de compatriotas honestos, gente común que sólo buscan -como está dicho-
no ser “licuados” por la lucha entre titanes. Y aunque sea, sobrevivir.
¿Qué puede hacer el país ante esta situación?
Para no buscar inventar la pólvora, tal vez convenga echar
una mirada al mundo. No estamos atados -como Grecia- a una moneda internacional
que no se devalúe, ni tampoco integramos una economía sólida, como la europea.
No tenemos poder para imponer respeto tácita o expresamente respaldado por la
fuerza militar, como EEUU. Tenemos un fuerte orgullo nacional, pero ahorramos
en la divisa norteamericana, país del que sin embargo somos recelosos por
razones culturales. Nuestra experiencia dolarizadora de los 90 no tuvo un final
exitoso, al resultar incompatible con el desequilibrio creciente de las
finanzas públicas y mantener una extrema rigidez sin válvulas de escape ante la
valorización de la moneda americana en esos años, lo que agregó el componente
terminal del desequilibrio comercial. El entorno regional nos muestra ejemplos
diferentes, con sociedades que no funcionan -ni reaccionan- igual que la
nuestra. No somos Chile, ni Brasil, ni Uruguay, ni Paraguay, ni Bolivia, cuyas
economías, a pesar del abanico “ideológico” de sus gobiernos, han asumido la
importancia estratégica de la ortodoxia fiscal y defensa de su moneda.
En lo profundo de la inestabilidad está la concepción del
Estado como botín de guerra e instrumento de lucha política, liberado de molestos
controles legales y al acceso de bandas de amigos, esos que tantas veces hemos
definido como la “Coalición de la Decadencia”.
El camino que quizás más pueda iluminarnos es buscar una
salida hacia un funcionamiento económico bimonetario permitiendo la utilización
indistinta de la moneda propia y de la divisa en las transacciones internas,
con una equivalencia tranquila asegurada por el equilibrio fiscal y una
macroeconomía consistente. Tal vez habría que reflexionar sobre esa alternativa,
recordando que la cantidad de activos en dólares en manos de argentinos es hoy más
de cuatro veces el equivalente en moneda nacional, permaneciendo inmovilizado o
subutilizado. Esos recursos volcados a la dinámica económica productiva nos
permitirían dar un gran salto adelante. El desafío es generarle a sus titulares
la confianza absoluta que no serán robados.
El peso en Argentina ha quedado reducido a una moneda
transaccional, convertido en un campo de batalla de especuladores de ganancia
fácil arbitrando entre tasas, bonos y divisa, en el que siempre pierde el
salario. Para ahorro, inversión y reserva de valor, los argentinos utilizan
abrumadoramente el dólar, en gran medida productivamente inmovilizado. Alcanza
con observar el movimiento del mercado inmobiliario, para confirmarlo. No existen
valores en otra moneda que el dólar. De cualquier manera, para éste u otro
camino, la solvencia fiscal y externa son requisitos ineludibles sobre los
cuales construir la confianza que permitirá tomar decisiones de ahorro,
inversión y endeudamiento a tasas razonables. Y es justamente la solvencia
fiscal la “parte dura” del camino. Para lograrla se requiere profesionalidad en
los actores, pero también decisión para poner en caja a quienes reciben los
recursos fáciles en todos los escalones sociales: banqueros, empresarios paniaguados,
organizaciones piqueteras, planeros y aún las clases medias.
La sociedad necesita también creer en su sistema
institucional, que hoy no transmite convicción de solidez, especialmente en la
persistencia de la impunidad por gran parte del saqueo. Podría responderse que
éste no es un tema económico. Sin embargo, lo es. Quienes compran dólares
“minoristas” por incertidumbre sobre lo que puede pasar, moderarían su actitud
si se sintieran viviendo en un país en el que los delincuentes fueran tratados
como tales -en lugar de protegerse en fueros especiales o someterse a
privilegios procesales que terminan cubriendo su impunidad-. Invertirían con
mayor entusiasmo y confiarían en su emprendimiento, no sólo los argentinos sino
el mundo. Tampoco esto es sencillo. Numerosos políticos, empresarios, gremialistas,
comunicadores y hasta jueces que aún forman parte del Poder Judicial y están
protegidos por su estabilidad constitucional formaron -o forman aún…- parte de
ese entramado mafioso cuya extensión y profundidad no tiene parangón en las
sociedades modernas.
El camino no sería tan complicado en una sociedad política
con diálogo. La moneda es un campo que en sociedades maduras concita la
coincidencia de sus fuerzas políticas más importantes y no un territorio de
disputa constante. En nuestro país, aunque el diálogo existe, está contaminado
por los coletazos de la gigantesca corrupción, que condiciona la posibilidad de
acuerdos entre los sectores más lúcidos de la política, los que se encuentran
en una dinámica turbulenta cada uno en su propio espacio limitante de su
capacidad de aporte.
Sin embargo, hay aún reservas de patriotismo en todos lados.
Son mayoría, especialmente entre las nuevas generaciones, los periodistas,
políticos, gremialistas, empresarios y jueces que no tienen complicidad con el
pasado que nos avergüenza y quieren comenzar a vivir en un país sano. Por eso, aunque
todo parezca complicado, la peor actitud sería la de no conversar entre
nosotros, resignarnos o aislarnos.
El requisito hacia la oposición es separar “la paja del
trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito
hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las
solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan el
diálogo, imposible si la intolerancia tiene un real fundamento ético. Pero todo
lo demás debe encontrar espacios de diálogo, confrontación sana de ideas,
esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para
liberar las gigantescas fuerzas productivas de la Argentina.
No estamos “condenados al éxito”, pero tenemos todas las
posibilidades de lograrlo si enfrentamos la realidad, nos proponemos una meta y
ponemos en ella pasión nacional.
Ricardo Lafferriere