El crecimiento económico no necesariamente generará el
empleo que llegue a todos. Lo hemos afirmado en varias oportunidades,
simplemente observando la marcha del mundo: la economía se independiza cada vez
más del trabajo humano, agrega tecnología, se robotiza.
No es un proceso lineal ni abrupto, pero sí inexorable y
crecientemente acelerado. Tiene además una característica: es el que incorporan
los sectores económicos de vanguardia.
La Argentina está en un momento “bisagra” en su evolución
económica y social. Debe dar un gran salto en productividad y ello sólo será
posible incorporándose a la vanguardia –tecnológica y productiva- del mundo
global. No podrá hacerlo –ninguna sociedad puede hacerlo- apuntando al pasado,
produciendo más caro, polucionando el ambiente y gastando más energía como si
estuviéramos a mediados del siglo XX. Hoy es inteligencia aplicada,
automatización, reducción de insumos caros, ajuste de costos, achicamiento de
los eslabones de distribución y hasta fabricación por los propios consumidores de
los productos finales a través de la revolución de las “impresoras 3D”. Hacia
eso marcha la economía global y ningún salto adelante será posible sin sumarse
a esa marcha.
El interrogante es: ¿ésto es malo?
La consecuencia inexorable de esta evolución también está
clara: el salario no será más el articulador de la distribución del ingreso,
porque el empleo estable será cada vez menor. Esta afirmación conmueve, golpea
y enoja. Pero peor es ignorarla, porque sería ignorar la realidad.
La conmoción de la coyuntura es como una neblina que no deja
ver ese futuro, que no es tan lejano. Todavía los reflejos arcaicos que llevan
a las viejas recetas surgen en forma instintiva, ante el congelamiento
reflexivo de más de una década del debate nacional. Pero apenas superemos esta
coyuntura aparecerá con toda su crudeza.
La transición –y los efectos del criminal decenio que
terminamos, que desmanteló la educación, destrozó la calidad de la capacitación
de los jóvenes y abandonó el esforzado trabajo por la excelencia educativa- nos
condena a contar con un gran contingente de compatriotas sin capacitación para
entrar en la carrera de los nuevos tiempos. Los argentinos escucharon –y muchos,
demasiados, se creyeron- que la liquidación del capital con la que se financió
el consumo en esa década era eterna, que jamás terminaría y que sería posible
vivir por los siglos de los siglos consumiendo gas y electricidad gratis,
viajando sin pagar y forzando a los productores agrarios a entregar sus
productos por la tercera parte de su valor para subsidiar los alimentos. La
realidad mostró que eso no era cierto, ni posible.
Esta transición nos muestra entonces un contingente de
compatriotas sin capacitación, posiblemente condenados a no tenerla. El
renacimiento argentino, que llegará con las inversiones que ya se están
produciendo en nuevas tecnologías, en infraestructura, en nuevos modelos
híbridos de automóviles, en comunicaciones, en energías renovables, en la
modernización del Estado, en viviendas, podrá incorporar al trabajo a muchos,
pero otros muchos quedarán afuera. Y no es posible dejarlos afuera, porque
sería inmoral y porque, además, son los primeros de un gran contingente que los
seguirá.
Por eso la necesidad de abrir el camino a otras formas de
distribución de riqueza que no dependan del trabajo. El piso de dignidad humana
debe garantizarse con programas y políticas públicas que vayan previendo la
realidad que se acerca, creando instituciones que establezcan el límite por
debajo del cual ningún argentino se encuentre situado.
Este límite no debe obstaculizar el crecimiento económico y
debe por supuesto establecerse asumiendo las posibilidades de la economía.
Tampoco debe significar un techo, sino un piso, que cada vez sea garantizado a
mayor cantidad de compatriotas con el objetivo del “ingreso mínimo universal”,
comenzando por los colectivos de mayor vulnerabilidad, pero asumiendo que no
tendrá un límite temporal sino que su horizonte será su expansión. Ese piso le
deberá dar la base de sus necesidades elementales sobre las que apoyarse para
progresar, mejorar su nivel de vida y asegurar mejor futuro para él y sus hijos
con la herramienta de su propio esfuerzo.
Esto no es un invento caprichoso. Hay ciudades en el mundo –hemos
mencionado a Dongguang, en China, por ejemplo (http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html
)- que ya se han fijado como objetivo la robotización total de sus fábricas. En
un país tan capitalista como Suiza (http://www.thelocal.ch/20160127/swiss-to-vote-on-guaranteed-income-for-all
)–y también en Holanda y Finlandia (http://www.attac.es/2015/09/02/la-renta-basica-universal-en-finlandia-y-en-holanda-de-las-musas-al-teatro/
)- hay ciudades que están debatiendo y hasta ensayando programas “pilotos” de
ingreso universal para sus ciudadanos. Son programas alimentados por ingresos
públicos genuinos recaudados de las grandes empresas, que serán más posibles
cuanto más avance la cooperación fiscal internacional.
Hacia allí marcha una economía global que, tras la
locomotora científico-técnica, esboza otro principio fundamental de progreso:
esa revolución científica no puede perjudicar a las personas, sino
beneficiarlas. No puede producir pobreza, sino bienestar. Si genera “desocupados”
por su tecnificación no puede ser para lanzarlos al subconsumo, sino mejorandoles
la vida.
El anuncio del nuevo sistema de asignación universal para
mayores de 65 años es un paso tal vez pequeño en su monto individual –porque la
economía del país aún no puede sostener mayores niveles- pero gigantesco en lo
conceptual, tanto como lo fue hace un par de meses la verdadera
universalización de la asignación a la niñez y lo es también ahora la
actualización del seguro de desempleo, congelado en montos de hace una década.
Crea una institución destinada no a desaparecer, sino a acompañar el
lanzamiento económico argentino incrementándose en la medida en que la
productividad global también lo haga y los ingresos públicos se depuren de
corrupción, ineficiencias y caprichos.
La medida abre un camino que, en algún momento, deberá
avanzar hacia la reorganización integral de todos los subsidios parciales
logrados por muchas luchas durante décadas en forma de asignaciones familiares,
planes sociales de diversa índoles y subsidios redistributivos varios, para
hacer transparente la distribución de recursos públicos a los ciudadanos, pero
muestra que los argentinos no vemos al futuro de un país avanzado desplazando
compatriotas hacia la marginalidad, sino creciendo para incluir, para mejorar,
para darles un piso cada vez más sólido en su realización personal, en la
vanguardia del mundo. Y cumple –lo que no es menor- con una propuesta de
campaña del actual presidente.
No se me escapa que el concepto es revulsivo de un debate
aún teñido de reflejos añejos. Es seguramente difícil de comprender para
quienes creen que los ingresos redistribuidos por el Estado son siempre nocivos
y prefieren seguir apostando al viejo concepto del “ejército de reserva” con la
ilusión de ganar productividad bajando impuestos y salarios al límite. También
para quienes añoran la economía industrial modelo siglo XX, polucionante, alienante
para los trabajadores por sus trabajos repetitivos y embrutecedores, pero
también lleno de corporaciones profesionalizadas gremiales y empresarias en las
que se trazan biografías estamentales privilegiadas asentadas en convenientes “relatos”.
Ellos son la vieja derecha y la vieja izquierda, cuyos ecos aún retumban,
aunque con cada vez menos repercusión. Ambas, repitiendo una verdad que
atravesó el siglo XX como un paradigma que ya se agota: la creencia que el
trabajo estable era el único articulador social posible.
Hoy, debemos agregarle otros mecanismos, más necesarios que
aquél. Los debemos lograr con la cooperación, la articulación de consensos, la
construcción de confianza, la racionalidad económica, la creación de
inteligencia aplicada, el cuidado del ambiente y de la “casa común”, el respeto
a la ley y a la amplia protección de la dignidad humana. De todos y cada uno de
los compatriotas, comenzando por los más vulnerables.
Como lo hace este paso adelante que aplaudimos.
Ricardo Lafferriere