martes, 17 de marzo de 2020

Al margen del Coronavirus, ¿tiene vuelta la deuda argentina?

Al momento de escribir estas líneas, el “riesgo país” alcanzaba 3661 puntos (o sea 36,61 % por sobre la tasa de interés americana). La información publicada dice que el costo de asegurar la exposición a la deuda argentina (“credit default swap o swaps de incumplimiento crediticio”, Infobae, 16/3) alcanza a 8.300 puntos básicos. Ochenta y tres por ciento (83 %) a cinco años.

La Reserva Federal de Estados Unidos, por su parte, anunció ayer la reducción a CERO por ciento su tasa de referencia, y la emisión de bonos por USD 750.000 millones, para ayudar a la economía norteamericana ante la crisis del Coronavirus.

Si debiéramos refinanciar nuestra deuda de aproximadamente 330.000 millones de dólares en su totalidad, nos implicaría -sólo para tener una idea de la magnitud del problema- la generación de intereses -sólo de intereses- de CIENTO VEINTE MIL MILLONES DE DÓLARES AL AÑO (USD 120.000.000.000). A eso llegamos con el 36,61 % de 330.000 millones.

El monto que estaría por refinanciarse no es el total, sino casi SETENTA MIL MILLONES DE DÓLARES (usd 75.000.000.000). A una tasa de 36,61 %, el monto del interés que hoy implicaría esa deuda sería de más de VEINTISIETE MIL MILLONES DE DOLARES al año. Destaco: sólo de intereses.

Son números alucinantes para cualquier cálculo.

¿Cómo llegamos a ésto? ¿con Cambiemos, con Macri?

Veamos: la tasa de riesgo país con Macri alcanzó los 800 puntos antes de las PASO. Había llegado a poco más de 400, antes de la crisis de 2017. Con esa tasa de interés la deuda pesaba, pero era sustentable. Implicaba en el segundo de los casos (800 puntos, 8%) un monto de USD 26.400 millones de dólares si tomamos la deuda total, y de USD 5.600, ambos por año, si tomamos la deuda que estaría por refinanciarse hoy. Simplificando podríamos decir que Fernández le cuesta al país más de VEINTICINCO MIL MILLONES DE DÓLARES POR AÑO más que Macri, nada más que por esta refinanciación parcial.

Si la tasa fuera de 400 puntos (o sea, 4 %) generaría intereses por un monto de 13.200 millones de USD por la deuda total, y de USD 2.800 millones por los casi 70.000 que debemos refinanciar ahora.

Ahí está el tema: en el riesgo país, más que en el monto. Para tener una idea de la contracara: Japón tiene un riesgo-país de 34 puntos (o sea, 0,34 %). Tiene una deuda de más de DIEZ BILLONES DE DÓLARES, o sea dos veces y media su propio PBI. Paga por esa deuda un monto de Treinta y cuatro mil millones de dólares al año. La deuda de Japón es treinta veces mayor que la nuestra, pero su pago de intereses es menos de la tercera parte que los que el mercado le pediría a la Argentina, por una deuda treinta veces menor.

¿Por qué subió la tasa de riesgo-país de 800 puntos a 3500? ¿Por “Cambiemos” o “por Macri”? Pues si razonamos así, seguiremos subiendo nuestra tasa de riesgo. Que se haya duplicado en un día luego de las PASO no se explica por ninguna razón económica, sino por la desconfianza que se generó, y la incertidumbre del gobierno que seguramente sería electo. Quienes no tenemos interés político alguno ni compromiso de sesgar la opinión para simpatizar con ningún electorado, podemos decirlo abiertamente: el voto de las PASO incrementó nuestra deuda mucho más que lo tomado por Macri para pagar las jubilaciones en 2018 y 2019.

Y ¿por qué siguió subiendo? ¿por el “coronavirus”? Tampoco. Fué por la incertidumbre creciente que instaló el nuevo gobierno, con su inexcusable incapacidad para diagnosticar el problema y su repetida negación del estado de derecho, especialmente luego del otorgamiento de “superpoderes” al Poder Ejecutivo, agravado ahora por su evidente intento de avasallamiento de una justicia independiente que pueda garantizar a todos la vigencia del orden jurídico. Sin seguridad jurídica ni política la tasa de riesgo crece exponencialmente. Es lo que estamos sufriendo hoy.

La propia duplicación de la tasa de riesgo durante el gobierno de Cambiemos en 2017 (de 400 a 800 puntos básicos) derivó de la incertidumbre provocada por los disturbios provocados cuando se realizó la indispensable reforma en el cálculo de las prestaciones previsionales, así como por el reclamo de volver al jubileo tarifario que encontró su nido incluso en voceros poco responsables no sólo de la oposición cerril del kirchnerismo sino de la propia coalición de gobierno de entonces.

Lo que importa no es el monto de la deuda, sino el concepto sobre su crédito que el país genera con su conducta, sus decisiones y su historia. Nos lo muestra el mencionado ejemplo de Japón -o de Brasil, Uruguay, Chile, Bolivia, o Perú, cuyas tasas de “riesgo país” oscilan entre 80 y 200 puntos, o sea entre el 08% y el 2 % a pesar de la diferencia “ideológica” de sus gobiernos respectivos-.

Como están las cosas, está claro que ninguna refinanciación es pagable. Ni aunque matáramos a todos los jubilados podríamos alcanzar el superávit fiscal que requiere cualquier refinanciación de la deuda con este riesgo-país. Hay que bajarlo sustancialmente. Y para eso, no hay otras recetas que respetar impecablemente la independencia del poder judicial (seguridad jurídica) y abrirse a un consenso responsable sobre una política económica de largo plazo (seguridad política). La otra opción es el precipicio del “default”, con el que perderemos otra década y en el que estamos ya metidos de cabeza si el gobierno no decide un cambio de rumbo.

En el mundo de hoy nada es gratis. No lo es para nadie que quiera saltarse las reglas o convertir en épicas de cartón el incumplimiento de obligaciones libremente contraídas. Las irresponsabilidades se pagan con responsabilidades, las cometa el pueblo cuando vota o los gobernantes cuando administran y deciden. Y las conductas responsables sostenidas en el tiempo tienen su premio, en este caso haciendo posible una refinanciación pagable.

Ricardo Lafferriere




viernes, 6 de marzo de 2020

Golpe de estado en cuotas o fuerza de ocupación

Un sector importante del partido mayoritario en la Argentina ha decidido abandonar el consenso constitucional que el país reinició en 1983 y se desliza hacia la anomia, a un ritmo inexorable.
Ha ocurrido en la historia que sectores políticos participantes de la vida democrática sufrieran internamente procesos de este tipo. Lo extremadamente peligroso para la convivencia es que el sector que hoy lo hace hegemoniza el gobierno nacional, llevando al país a una peligrosísima situación de anarquía.

La sucesión de pronunciamientos que, -en cuanto meras expresiones verbales y a pesar de su negativa influencia docente- no dejaría de ser más que la contracara ética de la democracia avanza hacia la concresión de decisiones de gobierno que atraviesan ya los límites del estado de derecho.

Y si no hay estado de derecho, hay estado de puro poder. Si estas decisiones se tomaran todas en sincronía no habría dudas en calificarlas de “golpe de estado”. La semántica impide utilizar el nombre de “golpe” a un proceso paulatino de desarticulación institucional, pero está claro que asistimos a una especie de “golpe en cuotas”, con la misma finalidad de los golpes tradicionales: concentrar el poder desarticulando todo el sistema de contrapesos y frenos, consustancial con nuestro ordenamiento constitucional.

El sistema civil -basado en el respeto al derecho de propiedad- y el penal -basado en la capacidad punitiva del estado, en nombre de la sociedad- son burlados con decisiones que han ascendido ya a la pretensión de romper el propio sistema constitucional, basado en la división de poderes, el respeto a las autonomías provinciales y la vigencia de los derechos y libertades de las personas.

No es un tema leguleyo. Mucho nos costó a los argentinos, antes y después, lograr convivir bajo la ley. En los albores del país hubimos de atravesar más de cuatro décadas anárquicas hasta que comenzamos el camino institucional sobre el que el país inauguró ochenta años de expansión y brillo. En lo más reciente, en 1983 logramos restaurar el consenso constitucional reencontrándonos en las normas de la Carta Magna, tanto en los derechos de los ciudadanos como en el acceso y ejercicio del poder.

Hoy, los derechos de los ciudadanos son crecientemente ignorados, con justificación expresa de actores decisivos a los que no ha sido ajeno el propio Poder Judicial. La impunidad que se pretende con el inefable e infantil relato del “lawfare” según el cual los condenados por delitos diversos son víctimas de una conspiración frente a la cual procedería una especie de reivindicación, abre el camino a una sociedad sin seguridad alguna, ni para los ciudadanos ni para sus bienes. Sin derecho penal, la sociedad queda indefensa y la ley del más fuerte y más delincuente se impondrá -se está imponiendo- sobre la convivencia igualitaria, pacífica y respetuosa de las normas.

El avance sobre los patrimonios de las personas se está convirtiendo en una normalidad. No se trata ya de la “expropiación por causa de utilidad pública”, reglamentada por la Constitución y las leyes, que subordina la vigencia del derecho a la propiedad privada al interés general, pero que para ser legítima debe ser “previamente indemnizada”. Al contrario, se trata de apropiarse de fondos particulares sin ninguna indemnización ni compensación, como ha ocurrido con millones de compatriotas titulares de su haber previsional, herido entre un tercio y la mitad de su poder adquisitivo, sin que el parlamento no sólo proteste sino que facilita, alineado como aparece su mayoría en el objetivo de concentración de poder.

La cínica reforma del sistema previsional del poder judicial está logrando su verdadero objetivo: un aluvión de renuncias de magistrados, que deberán ser cubiertos por el poder concentrado, cuya mayoría parlamentaria le garantiza la construcción de un poder judicial totalmente subordinado.

El poder concentrado carece de escrúpulos. El desmantelamiento de organismos del estado destinados a perseguir el narcotráfico y la corrupción siguen una línea inexorable. La iniciativa de intervenir el Poder Judicial de una provincia porque no decide la impunidad de una delincuente cercana en los afectos a la banda gobernante pretende atravesar otra línea roja rompiendo la autonomía de una provincia y abriendo el camino a similar atropello sobre cualquier otra.

Pero todo ésto, que hubiera podido suponerse un desgraciado tópico localizado y puntual adquiere gravedad inusitada cuando el partido del gobierno se suma a la algarada del “lawfare”, no ya para proteger a una líderesa que dejó una gigantesca estela de corrupción, sino para incluir en esa exculpación a decenas de ex funcionarios, empresarios y “personas con influencia” cuyos delitos contra el país han sido probados al extremo y en muchos casos confesado también expresamente. Innumerables peronistas de muchos años, que aún sienten su amor por el país, sufren -por ahora, en silencio- estos dislates que dejarán un baldón ilevantable en el partido fundado por Perón.

Un golpe de estado en cuotas. Eso es lo que por ahora parecieramos estar presenciando. Un golpe que ante el desinterés total por el bien común ni siquiera en lo declamado, más que un gobierno de un país democrático se asemeja cada vez más a una fuerza de ocupación.

Organizados institucionalmente, los canales de expresión, de protesta y de decisión previstos legalmente garantizan la paz social. Desmantelado el estado de derecho, esos caminos no serán otros que la fuerza y la violencia. Económica, social, política. La que ya conocemos lo que produce y de la que pudimos escaparnos de milagro hace casi cuatro décadas, pero que nuevamente asoma su cabeza amenazante.

Ricardo Lafferriere

jueves, 27 de febrero de 2020

De cabeza al totalitarismo bolivariano

Nadie con buena intención puede defender el funcionamiento del Poder Judicial en nuestro país. Vergonzosas impunidades, complacencias y latrocinios han tomado estado público en los últimos años y han evidenciado un estado de putrefacción casi generalizada en donde, si bien las honrosísimas excepciones existen, los groseros ejemplos de vinculación con el poder y subordinación selectiva a la política han repugnado a las conciencias democráticas nacionales.

Sin embargo, con todo, es el único poder que expresaba siquiera un mínimo de garantías para los derechos personales. Fallos históricos abrieron jurisprudencias avanzadas y mantenían una llama de esperanza en la recuperación ética argentina.

El autoritarismo K, en su ruta hacia el totalitarismo bolivariano sin ambajes, ha aprovechado una vez más la indignación que una herencia de los tiempos de privilegios subsistente en momentos de crisis -donde éstos se hacen más evidentes- para dar un empujón que abre el camino para la ocupación facciosa del último Poder institucional al que no podían manejar directamente por teléfono.

Eso deja en manos de la banda gobernante la virtual suma del poder público. Quienes acreditamos la experiencia de haber vivido desde sus inicios la reconstrucción de la democracia argentina sufrimos, como gobierno u oposición, las infelices decisiones judiciales y todo el espacio democrático y republicano argentino, a pesar de ello, las acató.

Con todos sus defectos, había que terminar con los ciclos de avasallamiento institucional “in totum”, y ninguno de los gobiernos de este gran espacio modernizador argentino -Alfonsín, de la Rúa y Mauricio Macri- buscaron atajos. Su subordinación a la ley fue total, y los dos últimos nombrados sufrieron con estoicismo el ataque politizado que intentó manchar sus personas con imputaciones falsarias.

Alfonsín había ido aún más lejos, en los albores de la democracia. No sólo mantuvo una distancia absoluta y respetuosa con la Corte, sino que hasta ofreció al candidato peronista que había derrotado en los comicios del 30 de octubre de 1983 la nominación para Presidente de la Corte Suprema de Justicia, que éste declinó. Entre los miembros de la Corte que designó, no había ninguno que lo hubiera sido por su alineamiento partidario y, en todo caso, uno sólo de sus miembros podría haber sido señalado como lejano simpatizante del partido del gobierno, aunque curiosamente en una concepción diferente a la del propio presidente. Esto terminó apenas se fue Alfonsín.

A partir de 1990, todo cambió y la ley que se impulsa con el argumento de “terminar con los privilegios” culminará con una añeja distorsión, propia de los años de excedencia, pero al precio de abrir el camino de la definitiva impunidad para el período mega-delictual de 2003 a 2015.

Si ésto ya de por sí será nefasto por los antecedentes y contraejemplo ético para la credibilidad política argentina -hacia adentro y hacia afuera-, la escasa predisposición al dialogo de la fuerza política gobernante adelanta que los nuevos designados luego del desmantelamiento seguirán la mima línea que en otros países “bolivarianos”. Un poder judicial cooptado, definitivamente manejado por teléfono, que no ponga traba alguna a la gestión autoritaria y para el que los derechos de los ciudadanos estén subordinados a la voluntad política del Poder Ejecutivo.

Ya no cabrá para calificar a esta experiencia la benigna definición de “populismo democrático”. Habrá girado definitivamente al autoritarismo populista, lanzando a la Argentina de cabeza al totalitarismo bolivariano.

Una lástima.

Ricardo Lafferriere


sábado, 15 de febrero de 2020

Sin plan y sin proyecto, pero con objetivos

Hablar de “modelos” está “démodé”. No lo está tanto, sin embargo, hablar de valores y de formas de convivencia en la sociedad. Y no está mal tampoco dibujar en forma simplificada las “caricaturas” de esas formas, buscadas por los protagonistas del espacio público y que identifican unas u otras posiciones.

La región nos ofrece dos caminos principales, que conllevan interpretaciones diferentes y hasta opuestas y que jerarquizan unos u otros valores al momento de definir sus posiciones, que convierten en “creencias”.

Una de ellas es la democracia pluralista. Su supuesto es la libertad de las personas. Su herramienta organizativa es el estado de derecho, que dibuja las facultades y límites del poder al que le reconocen potestad de limitar la libertad personal sólo en la medida en que se ha acordado en las normas fundamentales, la Constitución y las leyes, custodiadas por un Poder Judicial autónomo. 

La democracia pluralista es compatible con la libertad económica, en la medida en que se garantiza por el orden jurídico y es incompatible con la concentración total del poder en la economía. Su organización también es compatible con sistemas que otorgan mayor o menor capacidad al Estado, el que sin embargo debe ser democrático y funcionar de acuerdo con los mecanismos legales que establece la Constitución. Ese Estado moderno es una organización compleja que a sus tradicionales obligaciones de seguridad, justicia y defensa le agrega respuestas a demandas sociales mediante la construcción de un “piso de ciudadanía” y la organización de sistemas educativos, sanitarios y previsionales basados en la ley, cuya sanción deriva de un procedimiento también complejo en el que se garantiza la pluralidad del debate y la vigencia de las normas fundamentales.

La otra es la visión totalitaria. Su supuesto es que existen valores superiores a las personas, a las que éstas deben subordinar totalmente sus intereses y deseos. Puede ser la Nación, el Estado, la religión, una clase social o un partido y se encarnan en un “líder”. A éste se le reconocen facultades de limitar la libertad y los derechos de las personas en la medida que lo requiera, porque esos derechos y esa libertad se entienden como una delegación del poder superior y no el fundamento último de la sociedad. El Estado es tambien el organizador total de la economía, otorgando sin ninguna limitación los espacios de acción a empresas, sindicatos y personas que desee.

Es el debate político clásico del mundo occidental. En 1931 dos gigantes del derecho lo personificaron: la primera posición fue defendida -y argumentada- por Hans Kelsen, socialdemócrata, quien pasó a la historia por su genial obra “La Teoría Pura del Derecho”. La segunda fue elaborada y sostenida por Karl Schmidtt, nazi, recordado especialmente por su obra maestra “El concepto de lo político”, convertida en un clásico de las visiones totalitarias.

En términos políticos prácticos, el primero sostiene la necesidada de perfeccionar los sistemas de representación plural y la jerarquización de la búsqueda de acuerdos entre las distintas posiciones, y la existencia de leyes inviolables de nivel constitucional cuya vigencia debe estar garantizada por un organismo judicial totalmente apolítico. No admite la existencia de “enemigos” sino de diferentes visiones que deben debatir para encontrar síntesis que posibiliten la convivencia. El segundo, sostiene la necesidad de concentrar la totalidad del poder en una persona, el Jefe, resultado de la aclamación plebiscitaria, que no puede ser limitado por razón alguna en su plenipotencia y que puede utilizar los medios que desee y crea útiles para luchar contra el imprescindible “enemigo” o quien él declare como tal, en ejercicio de su representación sin límites. A ese enemigo, “ni justicia”.

Agua pasó bajo el puente. En el mundo los extremos autoritarios fueron derrotados en 1945 y en 1989. Sin embargo, no desaparecieron. De la mano de inteligentes analistas dieron origen a las escuelas “neopopulistas”, que asentadas en las necesidades siempre acuciantes de los sectores más pobres, retomaron la lucha contra el estado de derecho y la democracia plural. El “pobrismo” de visiones religiosas ultramontanas, también necesitadas de pobres para administrar, se sumó de inmediato.

Su modelo es una sociedad dual, alejada del pluralismo económico, social y cultural de las sociedades libres. Muchos pobres, dependientes del Estado cuyos límites frente a los derechos ciudadanos van siendo diluidos con argumentaciones rudimentarias pero también de gran llegada a personas que se sienten desamparadas y necesitan proyectarse en algún colectivo que les abra una puerta de esperanza a su desesperación. En el escalón superior, decide un estamento depositario del poder social y concentrador de la fuerza y el manejo de la estructura estatal.

Esa sociedad dual no admite la pluralidad de los sectores medios. Es enemiga de los emprendedores, de los empresarios, de los trabajadores por cuenta propia, de los agricultores, de los profesionales y comerciantes. En su idea -consciente, no involuntaria- esos sectores deben desaparecer. Deben homogeneizarse en la gran masa social dependiente del empleo público, de la asistencia social, de los planes de diverso tipo, de las “ayudas” más diversas, de jubilaciones o retiros cuyos ingresos pueda regular a discreción y de cualquier colectivo que pueda manipularse. 

Sus herramientas para lograrlo son duales: ahogo impositivo, reglamentario, cambiario, financiero, fiscal, normativo, hacia cualquier emprendimiento pequeño y mediano. Y paralelamente, una expansión de la “distribución” creando nuevas categorías -algunas absurdas- de dependencia estatal. Se “achican pirámides”, sin otra justificación que su oculto propósito de una sociedad sin sectores medios, actores fundamentales del pluralismo político y de las sociedades democráticas maduras. Y se diluyen hasta desaparecer los derechos de las personas, que dejan de estar asentadas en la ley para hacerlo en la voluntad del “líder” de turno. Odian la ley, aman el mando.

No suelen tener un proyecto o plan que trascienda el crudo patrimonialismo. Tampoco una ética de la producción -como la tiene el capitalismo y el socialismo clásico, e incluso la tuvo el nazismo- sino que justifica en su relato la anti-ética de la rapiña y el arrebato. Tiene objetivos. Es Venezuela, es Nicaragua, es Cuba. Tienden hacia allí algunas fuerzas políticas populistas en Europa y aprovechan las tensiones cruzadas del reordenamiento geopolítico mundial para tejer lazos con dirigentes que no los toman más en serio que su necesidad de apoyo en algún organismo multilateral, o para su juego geopolítico, pero que jamás aplicarían sus recetas social y nacionalmente suicidas en sus países.

Su base económica es tan vieja como la historia: apropiarse de bienes públicos. Pueden ser mineros, agropecuarios, petroleros o la lisa y llana rapiña estatal, incluidas las asociaciones filomafiosas con grandes capitalistas nacionales o internacionales. Y si esos recursos se acaban, siempre queda la sociedad con el narcotráfico, cuyos actores seculares encuentran en el “neopopulismo” inesperados socios sin escrúpulos con quienes pueden realizar acuerdos de beneficio recíproco.

No existe en el mundo ni un solo país en el que el neopopulismo haya conducido procesos de desarrollo. Los nuevos países en desarrollo, alejados de sus recetas del siglo XX, apuntan con diversos acentos hacia sociedades plurales y enriquecidas. China, luego del XI Congreso del PCC en 1978, comenzó un camino al que no fue ajeno un consejero convocado para diseñar una política económica dinámica, Milton Friedman, demonizado en Occidente por monetarista. La ex URSS, luego de su implosión reducida a la vieja Rusia, sostiene un modelo industrial y modernizador, con el propósito de largo plazo de conformar una Europa unida “desde Lisboa hasta Vladivostok”, en palabras de Putin. No son democracias maduras y muestran grandes deformaciones, pero mucho menos aceptan para sí el pozo ciego del neopopulismo.

El sincretismo del neopopulismo suele descolocar a viejos militantes. La respuesta popular coyuntural que logra con sus mensajes arcaicos o nacionalistas atemoriza o confunde a dirigentes de trayectoria democrática pero escasas convicciones modernizadoras. La tentación de la demagogia es tan vieja que ya la describió Aristóteles hace 2300 años y ha atravesado toda la historia occidental.
No hay frente a ella otra respuesta que la honestidad en el discurso y en el manejo de lo publico, la lucha por la libertad y derechos de las personas como base de todo el orden social y el control del poder por las formas elaboradas en más de dos mil años de historia política. 

El estado de derecho, la democracia representativa, la justicia independiente, la libertad de prensa y palabra, siguen siendo más que nunca las bases para construir una sociedad “más justa, más libre y más igualitaria”. Ahora, con demandas globales que nos alcanzan a todos y que no permiten enemigos, como el deterioro del clima planetario, el narcotráfico, el terrorismo internacional, el lavado de dinero y las consecuencias inequitativas no deseadas de un desarrollo conducido exclusivamente por el gran capital. Demandas en las que nos va la vida a todos pero que, curiosamente, tampoco figuran en la agenda del neopopulismo.

Ricardo Lafferriere

martes, 24 de septiembre de 2019

Nota personal: LOS MOTIVOS DE UN VOTO


En 1987 me tocó ser candidato a gobernador de Entre Ríos. Tenía 37 (saquen la cuenta…)

Era el primer turno de renovación de la democracia, recuperada cuatro años antes. Me animaba una convicción: la necesidad de dar vuelta la página de la historia de luchas por la democracia sostenidas hasta 1983, y ya conseguida ésta en sus bases fundamentales, dedicarse a la nueva etapa: diseñar el camino hacia el crecimiento, con otra agenda, otras alianzas, otras formas políticas y una nueva lectura del mundo que se transformó a partir de los años ochenta. Sin abordar esas tareas, la propia democracia corría el riesgo de volverse endeble. El diagnóstico se confirmaría en las tres décadas siguientes.

Sobre esa convicción enfrentamos con miles de entrerrianos la frustrada elección de 1987, derrotada por una serie de hechos -propios y ajenos- que no es el momento recordar, pero que poco tuvieron que ver con el proyecto que ofrecimos. Sin embargo, releyendo los documentos de entonces (por ejemplo “Mirando al Futuro”, documento central de nuestra propuesta de campaña) es imposible no encontrar la esencial identidad entre sus postulados y los llevados adelante desde 2015 por CAMBIEMOS.

Hoy, con 69 y ya como simple ciudadano, veo en la etapa iniciada en 2015 una innegable identidad con aquella propuesta de mirar al futuro. Inserción en el mundo, política inclusiva, modernización tecnológica, infraestructura, integración regional, seriedad macroeconómica frente al voluntarismo generador de hiperinflaciones, respaldo al esfuerzo productivo apoyado en los jóvenes emprendedores y recuperación de la mística de crecimiento que el país había protagonizado en el medio siglo de 1880 a 1930, y Entre Ríos extendiera hasta 1943, hasta el fin abrupto del gobierno de Enrique Mihura por la intervención filofascista de aquel golpe.

El hecho no es traído a la memoria por nostalgia sino porque, pasadas ya más de tres décadas, el desafío es el mismo. Por eso mi coincidencia es absoluta y sin ninguna fisura. Trenes, rutas, aeropuertos, comercio internacional, energías renovables, producción, revolución de los aviones, gasoductos, comunicaciones, obras públicas de saneamiento postergadas por décadas, el mayor gasto social de la historia argentina -agua potable, cloacas, pavimentos, iluminación de barrios- aún a pesar de la megacrisis recibida -enorme deuda defaulteada, inflación artificialmente contenida y pobreza gigantesca ocultada por “estigmatizante”-, federalismo recuperado, escrupuloso respeto institucional, pero también, lo que no es menor en un mundo globalizado, lograr la recuperación de un respeto internacional que el país no tenía desde el primer gobierno de la democracia. Todos ellos son hitos decisivos y algunos de ellos, afortunadamente irreversibles. Pero falta.

Viejos amigos me preguntan: ¿no te hubiera gustado que la coalición de gobierno se hubiera institucionalizado, consolidado su esencia con la explicitación de un camino compartido de desarrollo, librara una lucha política sin concesiones frente a la corrupción ramplona y al populismo residual? ¿No hubieras estado más satisfecho una acción más enérgica que la realizada frente a la cooptación del Estado por corporaciones gremiales y aún empresarias que crean nichos de privilegio para castas mafiosas castigando a los trabajadores y a los ciudadanos que lo financian? ¿No has extrañado una explicitación mayor del camino que estamos recorriendo, dibujando con más claridad la meta a la que dirigen los esfuerzos -que nos han costado tanto- y se decidiera la ampliación de Cambiemos hacia más expresiones modernizadoras que existen en el país? ¿Un poco menos de ingenuidad efebofílica y mayor aprovechamiento de la experiencia muchos argentinos que pasaron su vida combatiendo al populismo y le conocen sus mañas?

Mi respuesta es clara: seguramente sí y reflejan falencias que hasta nos pueden costar la elección. Pero inmediatamente agrego: cualquiera de estos reclamos -o aspiraciones- es totalmente secundario ante lo principal, porque son temas que sólo pueden debatirse en una sociedad abierta, democrática, tolerante, éticamente sana, alejada tanto del flagelo del narcotráfico y la corrupción como de los populismos filofascistas que comienzan a propagarse en el mundo.

Y eso sí lo garantiza por su composición plural Juntos por el Cambio, que puede exhibir a la luz del día y con tranquilidad a todos sus dirigentes, aplaudidos o criticados, sin ocultar a ninguno. Que, por otra parte, no están presos ni multiprocesados y dan la cara sin ocultarse, intentar “irse” o negar estadísticas. Y que en cuanto a la ampliación del espectro del cambio, la propia integración de la fórmula, a instancias de la conducción de una de las fuerzas principales de Cambiemos que hubiera podido solicitar ese espacio para sí, es una muestra de que se ha tomado conciencia de la magnitud de las tareas que faltan.

Me hubiera gustado también -por qué ocultarlo- mayor información a los ciudadanos y especialmente a la propia base electoral de Cambiemos mediante una política comunicacional más inteligente y una acción política más proactiva y participativa. Los partidos viviendo -en lugar de mantenerse adormecidos- hubieran garantizado una mayor empatía con la acción de gobierno. Son temas a corregir, cualquiera fuera el resultado del proceso electoral.

Pero en este momento crucial el país necesita seguir en la senda que va y culminar el proyecto modernizador, de cuyo éxito devendrá al fin una democracia sólida. Transformar el Estado, limpiarlo de enfermedades que lo carcomen poniéndolo al servicio de los ciudadanos, proseguir el esfuerzo por la recuperación de una justicia imparcial y sana con los medios legales a su alcance, lograr de una vez por todas el equilibrio macroeconómico sin el cual es imposible planificar a largo plazo, continuar desarrollando la infraestructura con la mira puesta en el mundo globalizado, respaldar con más fuerza la iniciativa emprendedora inserta en la revolución tecnológica que es la impronta innegable de los años próximos, y mantener  informada a la población de situación, problemas y objetivos con toda la verdad mientras asiste y contiene a los compatriotas menos favorecidos sin someterlos a la humillación del clientelismo.

La opción política superadora de Cambiemos-Juntos por el Cambio aún no existe. La que se ofrece como alternativa no mira al futuro sino volver hacia un pasado conocido, cuyas consecuencias a pocos les gustaría volver a sufrir. A esta altura de mi vida no puedo razonar con la ingenuidad de Caperucita Roja que no supo o no quiso ver al lobo cuidadosamente escondido bajo el disfraz de su abuelita. Tampoco perder el rumbo por una tormenta de superficie, de esas que hemos vivido y viviremos tantas veces cada vez que debamos elegir nuevo gobierno, sencillamente porque estamos en la Argentina y aún lejos de la madurez cívica.

Se han edificado por primera vez en años cimientos sólidos en lo económico -así como en lo político lo hicimos en el primer turno democrático-. Infraestructura, energía, alimentos, respeto a las normas, sólida inserción económica internacional, avances claros en la seriedad macroeconómica, son sus soportes básicos. Lo logrado en estos cuatro años, a pesar de lo que falta, ha sido realmente una gesta. Por eso y aunque a pocos les importe, me siento con el derecho y en la obligación de decir a los amigos, como simple ciudadano que durante tres décadas soñó con esas cosas, que voté y votaré sin duda alguna a Juntos por el Cambio.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 20 de marzo de 2019

El "éxito" en la economía... y en el país

El debate público en tiempos electorales suele centrarse en la evolución de la economía.

Debate y economía, sin embargo, suelen reducirse a la percepción que la mayoría de las personas tienen en sus vidas cotidianas sobre la capacidad de compra de sus ingresos.

La pregunta en este artículo es: ¿el nivel de ingreso de las personas en su vida cotidiana es identificable con la “situación económica”, al margen de todo el contexto en el que se da y del resto de variables cuya relación con “lo económico” es íntima e inseparable?

El análisis de la situación económica es honesto y legítimo si es integral y se compara con los diferentes contextos. Siempre una situación se compara con otra. No es un término absoluto.

Comparar la situación económica de un país que no paga su deuda, no construye infraestructura vial, no mantiene sus ferrocarriles ni puertos, no invierte en fuentes de energía y desmantela su conectividad aérea mientras está disfrutando de precios de exportación de sus productos primarios más alto de la historia y se apropia de los ahorros previsionales, con el mismo país que rompe récords de construcción de rutas y autopistas, desarrolla puertos de última generación, llena el país de modernos aeropuertos, supera todos los récords en provisión de agua potable y desagües cloacales, logra la mayor inversión histórica en generación energética de tecnología de vanguardia -tradicional y alternativas-, sufre su mayor sequía en medio siglo y debe pagar la deuda histórica más la necesaria para financiar una transición sin graves conmociones sociales es, por lo menos, sesgado.

Las decisiones políticas implican -como las decisiones de vida- un objetivo y algo de apuesta sobre lo imprevisible. La decisión de modernizar la economía argentina es una línea coherente. Su constante es la inserción en el mercado mundial, a fin de lograr un espacio de “realización de la ganancia” para la economía del país que trascienda los límites estrechos del mercado interno. La decisión de tomar deuda para aliviar la extrema dureza de un ajuste que sufrirían los que menos tienen, por su parte, fue una apuesta. Funcionó mientras hubo recursos accesibles.

La economía moderna es altamente sofisticada y variada, casi al infinito. Los exiguos márgenes de ganancia por unidad de producto exigen mercados amplios. Cuanto más amplios sean esos mercados, más baratos y accesibles serán los bienes que se generan. Es la constante de la economía global. No es posible producir bienes valiosos accesibles para las grandes mayorías con mercados reducidos. Ni siquiera China puede hacerlo, ni la India, ni Europa, ni EEUU.

Esta orientación tiene requisitos. Para vender, hay que comprar. Para vender, hay que ganarles a los competidores con tecnologías que abaraten los productos. Para vender, es necesario contar con infraestructura homologable con la que se usa en el mundo. Para vender, hay que lograr productos de calidad elaborados por trabajadores capacitados y rigurosos en la calidad de lo que hacen y empresarios capacitados, serios y también rigurosos en sus planes microeconómicos. Para vender, se debe contar con una red global de ventas que sume tareas privadas y públicas. Para vender, se debe asumir un comportamiento confiable y serio.

El camino -como todos los caminos que se transitan- tiene riesgos. La economía mundial tiene turbulencias, el mundo financiero global es inestable, la deuda pesa, las reglas de juego para los países que no definen agenda son rigurosas. El premio, sin embargo, es trascendente: mejorar el nivel de bienestar de la población, romper las anclas que ataban a la mediocridad del estancamiento y ser protagonistas del cambio más acelerado que la humanidad haya tenido en sus miles de años de historia.

Por supuesto que hay otro camino: encerrarse. No pagar lo que se debe. No vender ni comprar. No funcionar con las reglas del mundo -no del “imperialismo”, sino de Europa, EEUU, China, Rusia, la India, Brasil, es decir, del 95 % de la humanidad-. Alejarse del consenso global. Es el camino que eligió la Venezuela de Chávez y Maduro.

Se puede tomar esa opción y lentamente, parar las máquinas. Quedarse sin energía, sin luz, sin petróleo, y luego sin agua, sin medicamentos y sin alimentos. Para garantizar ese rumbo, recurrir a la represión, tal vez sangrienta. Olvidarse de los DDHH, la democracia, los debates abiertos y la pluralidad de pensamiento. Expulsar del país a miles de ciudadanos, comenzando por los más capacitados. Soñar con rentas que no existen y culpar al mundo de la crisis con argumentos cada vez más rebuscados y grotescos. Marchar lentamente a la prehistoria.

¿Es posible algo “en el medio”? Tal vez ese sea el mayor desafío de la política. El “medio” es posible, si tiene un rumbo. El “medio” sin rumbo lleva inexorablemente al camino cerrado, porque la simpleza de repartir lo que “va quedando” -en cosas, y en gente- abre espacio a relatos presuntamente justicieros. Cada vez queda menos, y como cada vez se produce menos, lo que se puede repartir es también cada vez menos. La convivencia se va tensando hasta llegar al extremo de ser incompatible con la sociedad libre y la vida democrática.

El “medio” es lo que ensayan, en general, las conducciones políticas democráticas, que son conscientes de la necesidad de modernizar los sistemas, pero a la vez de atenuar en lo más posible los efectos sociales del cambio. Su capacidad o incapacidad, en todo caso, se verá en sus logros de acompasar la modernización con los que necesitan un piso de dignidad que no puede esperar. Ahí está el debate. A un lado del “medio” están los ortodoxos, desinteresados de las personas comunes. Al otro, los populistas, interesados en preservar el pasado. El “medio” debiera ser el escenario del debate político maduro, sin grandilocuencias imposibles, y con madurez reflexiva.

Desde la óptica de quien escribe, el principal desafío del “medio” se da al interior del propio Estado porque en lo demás, los márgenes de acción son muy estrechos. Esto es fácil decirlo, pero choca con estructuras entrelazadas construidas durante décadas de encierro, cuando éste era posible y quizás hasta necesario.

Un Estado colonizado por empresarios que lucran con sus complicidades políticas -lo estamos viendo con la causa de los “cuadernos”- y que pagan los ciudadanos. Un Estado cooptado por empresarios rentistas que reclaman “proteccionismo” escudados en la bandera nacional, que les asegure mercado, a precios desmesurados, a bienes poco menos que de descarte y en ocasiones hasta contrabandeados, convertidos en los únicos ofrecidos mientras les generan superganancias a costa de salarios devaluados. Un Estado cooptado por corporaciones gremiales que desnaturalizan sus servicios, ofreciendo bajísima calidad -en educación, asistencia social y salud-, obligando a las personas a gastos paralelos en estos campos y reduciendo objetivamente su nivel de ingresos libres.

El “medio”, entonces, es posible pero debe tener un rumbo. Si es un “medio” para frenar y retroceder, es altamente peligroso. Si es un “medio” para avanzar, es realmente imprescindible. Su herramienta es el diálogo abierto, transparente, honesto.

¿Estamos en la Argentina lejos del “medio”? Como todo, es opinable. Nuestro país cuenta con la asistencia social más extensa de América Latina en los niveles compatibles con las posibilidades económicas. Garantiza jubilaciones prácticamente para todos. La asistencia a la niñez que permite la AUH no existe en otros países de nivel de desarrollo parecido al nuestro. La asistencia a la ancianidad es generalizada.

 La educación es gratuita, así como la salud pública. El gasto social “por habitante” es el mayor de América Latina, aún en el medio de la crisis. Las tarifas de los servicios públicos, aún con los aumentos, son las más bajas de la región y altamente subsidiadas por la economía productiva -empresas agropecuarias, industriales y hasta salarios-, que, al precio de perder competitividad exportadora, contribuye a pagarles la mitad del consumo a las familias, además del subsidio adicional a los hogares de menores ingresos. No lo olvidemos.

¿Qué falta? Pues… el Estado. En la modesta mirada de este opinador, el problema no es su tamaño sino su ineficacia, especialmente de cara a los ciudadanos. El mayor esfuerzo del “medio” debiera ser mejorar el funcionamiento de escuelas y hospitales, llenar de geriátricos y diseñar mecanismos de ayuda social a la tercera edad, programas institucionalizados de inclusión a compatriotas con capacidades diferentes, masificar aún más el nivel preescolar, lograr la excelencia en la educación formal, articular en forma virtuosa a los efectores de la salud para reducir su costo para los ciudadanos potenciando la salud pública, perfeccionar la atención primaria… banderas todas que todos levantan, pero cuya concreción enfrenta resistencias corporativas gigantes.

La última conmoción sistémica del 2018 golpeó a todos. El país fue el golpeado y sus ingresos cayeron. Cuando un sector sostiene que ha perdido posiciones, tal vez no advierta que el de al lado también perdió. La Argentina en su conjunto es más pobre. Quien pretenda mantener el nivel de ingresos de cuando era más rica, hace apenas unos meses, debe saber que esos recursos que reclama golpearán a otros. En economía, también las matemáticas existen.

La debilidad del debate político y la falta de reflexión nacional por los principales protagonistas es una dificultad adicional, que sin embargo no debería llevar a perder de vista el gran rumbo: modernización, inserción global, acceder a mercados, infraestructura, educación.

El "medio" requiere una práctica política especial, que focalice sus tareas en las reformas y sea capaz de generar suficiente consenso para impulsarlo. Una campaña presidencial debería ser un buen escenario para desgranar estas ideas. Marginando a los “ortodoxos” y a su espejo “populista”, el “medio” debiera poder discutir acuerdos de gobierno que permitan apurar la marcha. El oficialismo, con sus hechos y gestión de gobierno, ofrece su “medio” casi en soledad, resistiendo como puede la tenaza de ortodoxos y populistas. Si la oposición elaborara el suyo, también sin ceder a la tentación de ambos extremos, la Argentina podría contar con un camino políticamente sólido y estable, mejor plantado ante las incertidumbres y los eventuales “cisnes negros”, cualquiera sea quien lo gobierne. 

El país cuenta con condiciones materiales para hacerlo. Quizás deba trabajar para resaltar las condiciones espirituales y morales. Al fin y al cabo, también es la función de una política sana. Y requisito de una economía exitosa en un país que también lo sea.

Ricardo Lafferriere

jueves, 27 de diciembre de 2018

"Los que viven del Estado..."



El Estado es un gran redistribuidor de ingresos. Entre otras cosas, para eso está.

La afirmación viene a cuento de la proliferación de reclamos “ortodoxos” que hacen ver al Estado como la materialización del mal, llegando en ocasiones al extremo de reclamar su lisa y llana desaparición.

Sin embargo, la sociedad imaginable sin Estado sería la selva. Porque los que “cobran del Estado” (algunos cálculos de consultoras privadas hablan de más de 19 millones de personas, entre trabajadores públicos en los tres niveles, jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales) y salvando los despreciables actos de corrupción y aprovechamiento son, en primer lugar y en general, quienes más necesitan. En segundo lugar, porque con sus claroscuros implica el germen de construcción de un “piso de ciudadanía y dignidad humana” que ayuda a atenuar la polarización social. Y en tercer lugar, porque los que pagan impuestos son todos quienes viven en el país, ricos y pobres.

Los que más necesitan son, en grandes números, quienes no tienen capacitación técnica ni etológica como para enfrentar el desafío de un trabajo estable. Conforman un cuarto de la población, que aunque pobres, son personas. Esas personas, por el sólo hecho de serlo, deben ser consideradas en su dignidad básica de seres humanos, condición que en el mundo civilizado no se niega ni a los delincuentes más sanguinarios. Esta fue una de las conquistas más importantes de la ilustración y la modernidad, que desarrolló el concepto de ciudadanía, cuyos derechos -y también obligaciones- son la base de los estados democráticos modernos.

Otra cosa es la extensión de ese “piso” y la forma de aplicación práctica de esos mecanismos, donde -como en todo- existen malos y buenos métodos, y opiniones diversas. Eso forma parte de otro debate, rico y profundo, pero relativamente desvinculado de la magnitud del “gasto” que, sea como sea que se apliquen, seguirá existiendo. Y otra cosa también distinta es los que se aprovechan de la opacidad para, sin necesitarlo, acceder a fondos públicos en forma no siempre legal y limpia, a través de mecanismos que deben desmantelarse.

La función igualadora del Estado avanzó, principalmente en el siglo XX, hacia la cobertura de necesidades básicas que la conciencia moral impide que sean lanzadas al desamparo, o sobre las que se justifiquen tratos diferentes. El acceso universal a la salud pública y la gratuidad de la enseñanza son los paradigmas de esta función, agregados modernos a las tradicionales funciones de seguridad, defensa y justicia.

El Estado respondió en el siglo XX a esa demanda de servicios básicos universales subsidiándolos total o parcialmente, abriendo el camino hacia otro debate que se va instalando junto al avance tecnológico, la robotización creciente de la economía y el desarrollo de la Inteligencia Artificial que desplaza al trabajo estable: un ingreso básico garantizado para todos, por el sólo hecho de compartir la condición humana. Ese ingreso no es imaginable como el “único”, sino como el “piso”, que cada cual podrá incrementar con su iniciativa, educación, emprendedurismo, riesgo o inversión. Ese debate atraviesa ideologías, con diversas propuestas, como la “renta negativa” de Milton Friedman, el “trabajo cívico” de Ulrich Beck o el “ingreso universal” de Sygmund Bauman. Quizás sea bueno recordar que también los primeros pasos en los gastos sociales del Estado fueron dados por conservadores: el Bismarck, en Alemania y los conservadores ingleses.

El sistema previsional que atienda a los últimos años de las personas es el otro gran “redistribuidor”. ¿Qué hacer con los viejos, cuando ya el mecanismo tradicional del cuidado familiar es incompatible con la vida moderna? La respuesta ha sido un sistema de retiros adecuado a las posibilidades de cada economía, en el que los activos sostienen a los pasivos. Una vez más, cómo se aplica, a quienes alcanza y en qué magnitud son temas a resolver en cada sociedad y posibilidades económicas, pero es absurdo imaginar una sociedad que se desentienda de sus viejos. Los matices del sistema previsional son distintos en cada lugar, pero ninguna sociedad avanzada discute la necesidad de su existencia.

Por último, cuando al reclamar contra algún impuesto se repite obsesivamente “cuántos viven del Estado” se omite recordar que a ese Estado lo sostienen todos. Desde una gran empresa petrolera que explota Vaca Muerta hasta un niño de jardín de infantes que compra un caramelo. Tal vez, incluso, desde la perspectiva individual, sea mayor el aporte de las familias pobres, que forzosamente tributan el 21 % de su ingreso, aunque vivan de limosnas, al comprar los bienes destinados a su alimentación, vestido, tarifas o medicamentos. O una simple entrada a un cine, un festival o un baile, cuando le alcance para hacerlo. Los que aportan al estado son muchísimos más que los que reciben del Estado algún beneficio directo. Y los que los reciben, lo hacen porque existen decisiones de la sociedad, a través de sus representantes, que así lo han establecido mediante las leyes de presupuesto sancionadas anualmente o leyes especiales que lo disponen.

Maticemos, entonces, la rotundidad del juicio descalificante hacia “los que viven del Estado”. Porque muchos de ellos también “hacen vivir” al Estado con su aporte, y todos, sin el Estado verían posiblemente su vida convertida en una selva. Sólo cabría imaginar lo que ocurriría en la sociedad si desaparecieran los gastos sociales, los sistemas asistenciales en salud, el sistema previsional, la educación gratuita, no se hicieran más obras públicas de agua, cloacas, gas, rutas y trenes y se cerraran los hospitales. No se trataría ya de contratar los servicios “privados” sino de seguir contando con una convivencia que pueda llamarse “sociedad”. Médicos, maestros, policías, militares, enfermeros, personal de registros, de obras públicas, de tránsito, administrativos, “viven del Estado” pero aportan valiosos servicios para la integración social. Y cobran por ellos.

Cierto es que cuando la economía se estanca, casi siempre por mala praxis de los gobernantes, el “peso” del Estado parece agigantarse rompiendo una regla de oro: los gastos deben estar siempre equilibrados con los ingresos, simplemente porque dos más dos son cuatro. Pero esa afirmación no se termina en “los que viven del Estado” y “los que sostienen el Estado”, sino que avanza hacia el gran tema, ausente, realmente ausente, del centro del debate nacional: la mirada hacia adentro del Estado, donde se han construido históricamente corporaciones de complicidades que llevan a contar con un mal sistema de salud, un mal sistema de educación, un mal sistema de seguridad, un mal equipamiento de defensa, un mal sistema de justicia y una mala distribución del gasto social. Y hacia la mala praxis económica, que lleva a olvidar los límites exigiéndole a la economía más de lo que realmente puede brindar para sostener todo el edificio social.

La lógica debiera indicarnos mirar hacia allí: la cooptación de la estructura estatal por corporaciones y mafias defensoras de privilegios que no ayudan a los ciudadanos, sino que los agreden. Corporaciones de empresarios asociados con determinados políticos para apropiarse de fondos públicos con mecanismos de coimas -lo estamos viendo-, corporaciones de gremios que no se sienten servidores de los ciudadanos sino dueños -como en AA, o la propia educación-, corporaciones de laboratorios y gremios de la salud que olvidan su función de servicio y la identifican con sus propios intereses, y hasta actitudes políticas sin austeridad y no ejemplificadoras que parecen considerar a los fondos públicos como los inagotables “bienes mostrencos” de la Colonia, puestos allí  por el destino para ser apropiados por el poder.

El Estado es el gran actor del mundo moderno. El Estado democrático es el mayor logro de la historia política de la humanidad. Hasta que el mundo consiga establecer un sistema inclusivo y democrático de gobernanza global -que seguramente estará basado en los actuales Estados-, es la mejor herramienta que tenemos para que nuestra vida no se convierta en una selva. Mejorémoslo, sometámoslo a crítica para corregir sus falencias y liberarlo de sus vicios y cooptadores, modernicémoslo para que pueda cumplir su función en forma adecuada, seamos implacables denunciando sus injusticias y opacidades exigiendo la corrección.

Pero defendámoslo. La alternativa a él es “todos contra todos”, donde sólo los fuertes -ni los viejos, ni los niños, ni los débiles, ni los enfermos, ni los discapacitados, ni los pobres pero tampoco los ricos- saldrán ganando.

Ricardo Lafferriere