martes, 9 de marzo de 2021

"Judicializar la política"

 




Es ya una moda cuestionar la “judicialización de la política”, en ocasiones acompañada de un similar cuestionamiento a la “politización de la justicia”.

Frase efectista, que en sí es sólo un oxímoron.

Política y justicia son dos órdenes de la vida social -como la económica, la religiosa, la artística, la cultural-, cada una con sus reglas edificadas tras siglos de elaboración, ensayo y error y consolidación de formas cada vez más sofisticadas que marcan, justamente, la diferencia entre las sociedades primitivas y las sociedades avanzadas.

La vida social, por supuesto, es una sola. La división en “campos” tiene un significado epistemológico -producto de una categorización que ha permitido separar cuidadosamente las reglas de cada uno y hacer posible la convivencia en las sociedades modernas-. Se conjugan regulando la totalidad de esa vida social, cierto que a veces con límites difusos pero, en general, con áreas de acción bastante delimitadas.

La política es el conjunto de reglas expresas y tácitas que norma el acceso y ejercicio del poder. Todo un edificio normativo regula sus relaciones, desde la Constitución -norma básica del ordenamiento jurídico a partir de la soberanía del pueblo- hasta las más puntuales leyes, decretos y reglamentos, a los que no son ajenos tradiciones y prácticas culturales.

También abarca la dinámica concreta de la puja por el poder, sofisticada y cambiante al compás de los cambios sociales en la comunicación, la cultura y los valores de cada sociedad y cada tiempo.

La justicia es más precisa. Tiene un papel ordenador -civil, comercial, laboral, internacional, administrativa, electoral, tributaria, etc.- y un papel sancionatorio, que, a diferencia de todos los anteriores, define con precisión cuáles son las acciones que la sociedad califica como “delitos” y la sanción que les cabe a quienes los cometen.

El primer papel -se suele decir, para una comprensión más directa- es como un “océano”: inunda toda la realidad. No hay conducta que no tenga su encuadramiento, sus “cauces”, sobre el principio básico de la libertad personal, las formas de ejercerla y sus limitaciones.

El segundo, el penal, es más preciso. Define “islotes” en ese océano social, los que con toda claridad veda las actitudes insoportables para la convivencia en paz.

Los delitos pueden afectar diferentes “valores” jurídicos: la vida, la propiedad, la libertad personal, el orden democrático, la confianza en la fe pública, el orden constitucional, etc. La sanción penal, en nuestro ordenamiento legal y en la mayoría de los existentes, erradicada ya la pena de muerte en casi todo el mundo, se efectúa a través de la privación de la libertad y las multas. Modernas legislaciones han ampliado las sanciones posibles en determinados delitos a decisiones abiertas de los jueces -como ayudas comunitarias, asistencia a clases de educación, etc-.

Quien comete una acción definida como delito debe ser sancionado. Sea presidente, gobernador o legislador. Sea economista, religioso o deportista. El delito pasa por encima de las diferentes actividades. La sanción es una limitación grave al principio de libertad, por lo que la Constitución establece cuidadosamente que sólo puede ser definida por la ley, no puede ser objeto de Decretos de necesidad y Urgencia, y escapa a las facultades del Poder Ejecutivo, que jamás puede asumir funciones judiciales ni dictar penas (art. 109, CN): esa función es atribuida a los jueces con exclusividad, y la función judicial es separada también cuidadosamente de la política, al punto que ni son electos, ni sus cargos pueden ser revocados salvo casos previstos por la ley, por un procedimiento especial cuya última palabra es del Congreso. Su eventual remoción no implica revocar sus sentencias, ni puede cesárselo por el contenido de éstas.

La “judicialización de la política” o el curioso invento del “lawfare” no pasan de ser rudimentarias argucias exculpatorias. Sería absurdo pretender que quien ocupa el poder pueda robar, matar o defraudar o incluso atentar contra el estado de derecho -es decir, cometer delitos- y no se le pueda juzgar por ser funcionario o invocar que constituyen "medidas de gobierno, y por lo tanto no justiciables". Justamente, quien está en una posición de poder es quien más debe ser observado ante el desequilibrio que otorga el poder para realizar acciones al borde de la legalidad, “protegido” en alguna manera por su prestigio, su fama o los ornamentos institucionales del poder. Quien comete un delito, debe ser sancionado.

En las sociedades actuales, la vieja inmunidad del poder que consagraba la indemnidad a soberanos o determinados estratos sociales ha desaparecido o ha quedado reducida a un papel simbólico, cada vez más limitado. Y en nuestro caso, ese principio se estampó en la Constitución Nacional: “La Nación Argentina no admite prerrogativa de sangre ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley…” (art. 16, CN)

De ahí la importancia de la escrupulosa separación de jueces y política. El papel de los magistrados está pensado justamente para evitar su contaminación por las pasiones que desata la vida política. Y es obligación de los políticos -como de todos- respetarlos con la misma escrupulosidad, aún más que cualquier otro ciudadano, porque son la última garantía de la vigencia de la libertad, del orden jurídico y de la paz social.

                                                                                                              Ricardo Lafferriere




lunes, 8 de febrero de 2021

COVID 19 - Interrogantes de un hombre común

 Hace unos años asumimos con mi esposa el desafío de comprar un pequeño lote de terreno en Tigre, uno de cuyos lados lindaba con un “arroyo” -curso insignificante de agua al que el término le resultaba más que pretencioso-. Pensábamos construir una cabaña isleña donde aislarnos a leer y tomar mayor contacto con la naturaleza que el que ofrecía la ciudad.

De las características del lote un hecho me llamaba la atención: bordeando ese arroyo casi seco, con un cauce de alrededor de tres metros de hondura, había un albardón que no debía tener más de 30 o 40 cms. de altura.

Pensé que era inútil, primero por la escasa cantidad de agua del arroyo y segundo porque si había creciente o una marea grande, lo superaría.

Un vecino de años en la zona me explicó que el albardón estaba alineado con el nivel del Rio de la Plata a una altura de 3,30 “sobre el cero de Riachuelo”, altura a la que llegaban las mareas normales a esa altura del Delta. Al principio no entendí mucho y luego -Internet mediante- comprendí lo que significaba.

Durante varios años el agua no llegó ni siquiera a desbordar el cauce, ni en las sudestadas más fuertes, al punto que llegué a suponer -ingenuo de mí- que se debía al cambio climático y que no vendrían más inundaciones como las que ilustraban las fotos de las que había sufrido Tigre antes de la construcción del Canal Aliviador.

Construimos la cabaña isleña de madera, por las dudas con soportes -también de madera- de una altura de dos metros sobre el nivel del piso. Y disfrutamos de la exhuberancia delteña, mosquitos, humedad y cortes de luz -pero sin crecientes ni mareas- durante un hermoso tiempo de felicidad.

Hasta que llegó la primera experiencia. Una mañana de sol radiante, mientras desayunaba en la terraza de la cabaña noté cómo el arroyo crecía, y crecía y crecía con rapidez. Llegaba al borde del cauce. Y lo desbordaba. Estaba ya llegando al albardón, y hasta su parte superior.

El primer desborde del albardón se produjo en un sector cercano a la casa, por una hendidura de unos 20 centímetros de ancho, que rápidamente, pala en mano taponé con tierra sintiéndome por unos segundos una especie de héroe de entrecasa: ¡había parado una inundación! Cuando estaba terminando la tarea, en el otro extremo apareció otra “filtración”, que también taponé rápidamente. Al terminar de hacerlo, tres nuevas filtraciones, en el centro del terreno, empezaban a superarme. Hasta que de pronto las filtraciones eran ya cinco, ocho, diez... y todo el albardón desbordado por la creciente, con el agua ingresando al terreno que quedaba convertido en una gigantesca pileta.

La reacción de un “ciudadano” -como yo- no podía ser otra que la impotencia. El agua subía, subía, subía. Y no podía irme a la seguridad del asfalto y de mi casa, ya que también la calle -de tierra- estaba totalmente cubierta de agua, que alcanzaba ya más de la mitad de las ruedas del auto en su lugar de estacionamiento, relativamente elevado. La impotencia se transformaba en desesperación.

Hasta que de pronto, una multitud de pequeñas embarcaciones apareció por todos lados, con chicos y jóvenes festejando. ¡Hay marea, hay marea!...

Lo que para mí era un drama, para los habitantes de la zona era una fiesta. De pronto, todo se transformó en comunitario. Los botes andaban por las calles, por los terrenos, por el arroyo...

Y comprendí que simplemente había que tener paciencia, esperar, y enfrentar la situación con tranquila resignación. Así que eso hice: instalé una cómoda reposera en la terraza de la cabaña, me puse a leer un libro que tenía en lista de espera desde hacía tiempo y a observar la diversión de los niños en las canoas. No podía hacer mucho más.

En cuatro o cinco horas, el agua empezó a bajar. Al día siguiente, salvo por algún charco perdido en algún desnivel del terreno o de la calle, todo estaba normal. Y la vida siguió.

¿Y eso? Puede preguntarse el amigo que siguió el relato hasta aquí. Y... algo tiene que ver con la pandemia.

Desde el comienzo escuchamos, tanto de la OMS como de científicos de los que dicen que saben, que el virus infectaría al 90 % de la población, inexorablemente. Que de ese 90 %, alrededor del 80 % serían asintomáticos -es decir, no notarían estar infectados y clínicamente no mostrarían ningún signo de enfermedad-. El 28 % restante era dividido en dos grandes grupos, de dimensión similar. La mitad –o sea, alrededor del 14%- tendrían síntomas leves, similares a una gripe común, y la otra mitad -14 %- se dividirían a grandes rasgos a su vez en dos: la mitad sufriría síntomas fuertes, de gran molestia, pero sin gravedad, y la otra mitad -7%- tendrían síntomas severos, que podrían llegar a provocar la hospitalización y hasta la muerte. En este último agrupamiento estarían principalmente personas de edad -con su sistema inmunitario debilitado-, personas con enfermedades preexistentes que también hubieran debilitado el sistema inmunitario, y los altamente expuestos al virus por coexistir con él durante largas horas en lugares cerrados -principalmente, personal sanitario cumpliendo su tarea-, que hubieran sufrido “alta carga viral”.

Esas previsiones se cumplieron y fueron repetidas en numerosas oportunidades por epidemiólogos. El gran desafío público, se decía, era que “la curva” de contagiados graves no saturara el sistema sanitario exigiéndole lo que no podía brindar: equipamiento de respiradores y unidades de terapia intensiva. Debía “aplanarse la curva” -se decía- para que ese porcentaje de enfermos graves pudiera tener un tratamiento adecuado en los centros de salud.

7% no es poco. En 1.000.000 de habitantes, son 70.000. En un pueblo pequeño de 10.000 habitantes, son 700. En un país de 45.000.000 de habitantes, son 3.150.000. Difícilmente haya en el planeta un país con semejante cantidad de respiradores y Unidades de Terapia Intensiva. Hay que “aplanar la curva”, para que los enfermos graves lleguen de a poco, y no todos juntos, para no “saturar” o “colapsar” el sistema sanitario.

De ahí se dedujo la estrategia del encierro. Confinar a todos, para que “la curva” se “aplane”. Nunca se dijo que el objetivo del confinamiento era detener la pandemia, conscientes que hubiera sido un objetivo tan absurdo como frenar el desborde del arroyo delteño. El virus no se puede frenar. Sólo paliar su daño, en tres líneas: demorar su expansión -con el confinamiento-, desarrollar rápidamente el reforzamiento de la infraestructura sanitaria y acelerar lo más posible las respuestas médicas para los casos en que se requirieran, elaborando protocolos serios lo más rápido que permitiera el desarrollo de la ciencia. Todo ésto, acompañado por comportamientos individuales imprescindibles: mascarillas, distancia interpersonal, higiene.

Sin embargo, de a poco el objetivo pareció ir cambiando. Se convirtió en parar la expansión de la pandemia, y para ello se paralizó el mundo. Algunos países -con más espaldas económicas- lo pudieron soportar, con una especie de gigantescas vacaciones pagas hogareñas impuestas a sus ciudadanos. Otros, destrozaron sus economías con la mirada puesta en los titulares de la “incidencia acumulada” y los “nuevos casos”, que se renovaron hasta el clímax cuando, generalizados los tests a todos, tuvieran o no síntomas, los números empezaron a relacionarse con los “infectados” y no ya con los enfermos. Infectados que, como se ha dicho, habrán de llegar a la larga o a la corta al 90 % de la población. Estén o no vacunados.

El curso de acción internacional fue curioso. La “batalla de las vacunas” se transformó en el desafío épico de la humanidad, y miles de millones de Euros, dólares, yenes y rublos se adelantaron a empresas farmacéuticas de alta capacidad de producción e investigación que -hay que reconocerlo- actuaron con rapidez. Como no. “¡Hay pandemia, hay pandemia!” parecían exclamar con la emoción de los niños jugando con las mareas en el Delta.

Se conjugaron el “bien común” interpretado por los gobiernos, con el beneficio económico atado a países que, además, tenían reservas suficientes para pagar cualquier cosa. Lejos de mí está cuestionar la limpieza de los números. Sólo poner la atención un instante en lo que significa para empresas privadas tener colocadas antes de producir -y antes incluso de contar con los productos, que debían ser investigados y elaborados- con sumas gigantescas de facturación que en tiempos normales hubieran obtenido en varios años, quizás en lustros, en un mercado cautivo. Cifras que, además, se mantienen en secreto...

Y así fue como a un costo inmenso, hubo vacunas.

Sólo que, curiosamente, casi todas -algunas expresamente, otras tácitamente, otras reticentemente- advierten que su máxima efectividad se alcanza en personas adultas -más de 18 años- que no superen los 55, 60 o 65 años. O sea, aquellos a los que el virus, estadísticamente, les ataca con menor fuerza -obviamente, con las excepciones naturales de cualquier proceso biológico-. Esos miles de millones de dólares servirán para proteger a los que -por decirlo de alguna forma- ya están protegidos (por su edad, por su salud y por su propio sistema inmunológico- que, ni aún vacunados, dejarán de ser posibles "portadores sanos". Pero no protegen a los vulnerables, a los que sí puede alcanzar el virus con mayor “virulencia”.

A diferencia del peligro de la neumonía -cuya vacunación se aconseja especialmente a mayores de 60 años, más vulnerables a esta derivación de una gripe estacional-, en el caso del COVID-19 los mayores son los menos cuidados, seguramente no porque las vacunas sean malas sino porque al no haberse completado la tercera fase de los ensayos clínicos, no se han segmentado lo suficiente los efectos adversos y el análisis de las dosis adecuadas en el afán por obtener una vacuna para los que no la necesitan, pero que se vendería masivamente de inmediato, terror sanitario de por medio.

La pregunta es obligada: ¿Se reforzó el sistema de salud? ¿Se aprovechó el tiempo para desarrollar los protocolos médicos para tratar adecuadamente a los enfermos “de verdad”? ¿Existieron esas investigaciones? ¿Con cuánto se financiaron?

Una ojeada a lo ocurrido en estos meses nos muestra que hubo diversas experiencias, algunas serias, otras menos serias y otras grotescas, que surgieron de diversos centros de investigación, de la suerte, de la inventiva individual o de la desesperación de médicos que debían enfrentar la enfermedad sin contar con la adecuada información. Fueron numerosas y podemos citar algunas:

En Israel, dos fármacos desarrollados en sendos hospitales, denominados “EXO CD 24” y “Allocetra” han mostrado resultados altamente favorables logrando revertir la enfermedad en su estadio grave (https://www.infobae.com/america/ciencia-america/2021/02/07/en-israel-probaron-con-exito-dos-farmacos-para-casos-graves-de-covid-19/)

En Argentina conocemos dos experiencias, ambas en principio exitosas para tratar casos en situación de gravedad intermedia: el Ibuprofeno hidrolizado, desarrollado por Dante Beltramo, -Investigador Principal del CONICET- para neutralizar la inflamación de los aveólos pulmonares -el ataque más letal del virus- se aplica en Córdoba y otros lugares del país con excelentes resultados ( https://www.infobae.com/salud/2020/08/07/un-tratamiento-con-ibuprofeno-inhalado-revirtio-casos-graves-de-covid-19-en-el-pais/) y el COVIFAD (popularmente conocido como “plasma equino”), que aprovecha la fortísima capacidad de producción de anticuerpos de estos animales, multiplicando por 200 el efecto del plasma humano de quienes han generado anticuerpos por el virus, reduciendo a la mitad la mortalidad de enfermos graves y en un 24 % la necesidad de cuidados intensivos (https://www.scidev.net/america-latina/news/argentina-aprueba-suero-equino-como-tratamiento-para-covid-19/). Se está aplicando en numerosos hospitales y ha sido adquirido en cantidad por la provincia de Corrientes. En ambos casos fueron investigadores o equipos médicos locales buscando con razonamientos intuitivos exitosos los que lograron la importante reducción de mortalidad.

En Canadá, se enfrentó la situación con el uso de una medicación ancestral para el reuma, la Colchicina. No necesitó protocolo especial salvo la comunicación entre los médicos, porque es una droga existente y aprobada. (https://theconversation.com/la-colchicina-un-farmaco-relativamente-toxico-publicitado-para-la-covid-19-por-una-nota-de-prensa-154231). También se utiliza la Dexametasona, al parecer convertida en un tratamiento poco menos que rutinario.

En Estados Unidos fue noticia la mezcla de fármacos no aprobados por la FDA (cóctel de anticuerpos REGN-COV2) que llevaron a la recuperación rápida del entonces presidente Trump, quien a pesar de su edad pudo enfrentar las obligaciones nada menos que de una campaña electoral.

Casos como éstos hay muchos, en todos lados. El bamlanivimab, el baricitinib, la melatonina o el lopinavir de encuentran entre ellos, junto a muchos otros. Algunos seguramente serán eficaces, otros menos y otros no. Mi punto es: ¿Por qué no se los estudia en profundidad, destinándoles un porcentaje aunque sea mínimo de los miles de millones de dólares gastados en inmunizar a los inmunizados?

¿Cuántos de estos proyectos de investigación recibieron el apoyo de los gobiernos, tan abiertos a la compra de vacunas? ¿Con qué montos? ¿Qué coordinación realizaron los gobiernos, para atender las necesidades de aquellos colectivos desatendidos por la Gran Estrategia Vacunatoria Global por ser viejos, enfermos o predispuestos? ¿Por qué no existió para ellos la coordinación que si existió para las vacunas, o incluso para los confinamientos y encierros?

Y la pregunta más importante: ¿Cuáles de estos medicamentos, los realmente importantes para salvar vidas, fueron logrados, producidos o investigados por alguno de los grandes “elefantes blancos” que fabrican las vacunas? ¿Lo fue alguno?

….

Hoy, iniciando el 2021, la pandemia se ha extendido al planeta y ha llegado a los lugares más recónditos. Hasta la selva del Amazonas se ha dado el lujo de contar con una “cepa” propia del COVID-19. La discusión de tapa de los diarios, sin embargo, es la batalla de las vacunas para los clínicamente “sanos” -porque no tienen síntomas-. Las arcas de los gobiernos están siendo vaciadas para comprar unidades de vacunas a precios insólitos -desde los 3/5 dólares por unidad de Oxford-Astra Zéneca hasta más de 30 dólares por unidad de Moderna o Sinofarm-. Y la OMS fogonea la vacunación total de los 7.500.000.000 de habitantes del planeta “para evitar la desigualdad”, garantizando con ésto un mercado cautivo virtualmente infinito, para cuidar a la inmensa mayoría que no se enfermará, sin reclamar con igual fuerza la investigación del tratamiento o los tratamientos adecuados para los -muchos menos- que muy posiblemente sí lo hagan.

La respuesta surge sola. Unos son muchos, muchos. Otros son, en relación, muy pocos. Para unos, alcanza con un fármaco elaborado “con brocha gorda”, todos iguales -porque son saludables y tienen defensas propias-. Para los otros, hay que investigar más en detalle, en dosis, en situaciones particulares. Para unos, el mercado es inmenso, rápido y cautivo. Para los otros, lento, disperso y trabajoso.

Los que se enfermen... que se arreglen con las investigaciones artesanales de los sacrificados médicos de batalla, que deberán encontrar ellos sus propias respuestas. No tendrán, seguramente, nombres “importantes”. Y hasta es probable que ni siquiera se les permita procedimientos acelerados de aprobación como los que graciosamente se le otorgaron a los grandes laboratorios, eximiéndolos de pasos importantes -lógico, por la urgencia- para garantizar buenos fármacos.

Lógico, para ellos, que además son eximidos por leyes especiales -en todo el mundo- de cualquier consecuencia de mala praxis. Eximición que no existe para el médico que debe enfrentar el drama de su paciente lejos de cualquier apoyo oficial, arriesgándose sí a los reclamos de “mala praxis” por el eventual mal final de alguno de sus pacientes.

Quien ésto escribe no es “antivacuna” sino decididamente “pro-vacunas”. La antivariólica logró erradicar una enfermedad atroz que acompañó a la humanidad desde tiempos prehistóricos. La antipolio es una vacuna excelente que, donde se administró con eficacia, erradicó la poliomielitis. Numerosas enfermedades están siendo cercadas y reducidas en su letalidad por vacunas diversas, algunas de imprescindible uso preventivo, como las anti-neumonía, o la antitetánica. Sólo que ninguna de ellas recibió la masiva e indiscriminada laxitud en su rigor técnico, ni mucho menos los favores económicos gigantescos, que las anti Covid-19.

Los Estados, mientras, siguen con el confinamiento como medida central. Enamorados de los encierros y cubriendo sus falencias, para no ser condenados por la “opinión publicada”, generadora de terror en la opinión pública y grandes ganancias en las grandes firmas farmacéuticas. Y aprovechando para llevar adelante un gigantesco experimento de disciplinamiento social -en las democracias- y de abiertas conductas totalitarias -en los populismos autoritarios- que desmerece y hasta ridiculiza los derechos humanos y el daña estado de derecho, resultado de cientos de años de civilización política. “En pandemia no hay derechos”, hemos tenido que escuchar de dirigentes coyunturalmente importantes de un país sedicentemente democrático, que ha llegado a tolerar campos de concentración y encierros forzados.

He titulado esta nota de manera neutra, porque lejos de mí aceptar ser “emblocado” en las trincheras que se cruzan epítetos. Fui formado con la ética del pensamiento crítico y del respeto a la razón, la ciencia y la moral. Y para lograr todo ello, en la exigencia del abierto y fresco debate democrático. Sólo busco eso. Y en todo el debate sobre el COVID 19, no lo encuentro.

Ricardo Lafferriere                    



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domingo, 17 de enero de 2021

Patriotas cosmopolitas


América First”, “América para los americanos”, “Nac & Pop”...

o

Sea la América para la humanidad”... “los hombres sagrados para los hombres”

y “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”


Dos siglos discutiendo el destino americano. El de ellos y el nuestro.

Tal vez sea uno de los pocos hitos que unificaron nuestra visión nacional de futuro: el país cosmopolita, el país abierto al mundo, la Argentina para la humanidad.

Lo increíble no es la persistencia del debate, sino la temprana de visión de nuestros padres fundadores. En 1823, el presidente Monroe de EEUU estableció su doctrina de “América para los Americanos”. En el mismo momento, San Martín marcaba otro rumbo al proclamar en Lima que “nuestra causa es la causa del género humano” y definir en una frase la vocación cosmopolita de esa sureña revolución emancipadora que comenzara en la Plaza Mayor del Virreynato del Río de la Plata, en mayo de 1810.

No puedo saber si existe relación entre ambos pronunciamientos. Es probable que la coyuntura internacional ya estuviera tiñendo la mirada de los hombres que tenían responsabilidades y estaban al tanto de lo que ocurría en el escenario atlántico, en el cual jugaban sus piezas. Apasionante desafío para historiadores. Sea como fuera, prefiguraban ya un debate que atravesaría -y atraviesa, en pleno siglo XXI- las visiones políticas en todo el mundo occidental.

Por un lado, exaltando la pretendida superioridad de la propia “patria” por sobre las demás. La “América First” de Trump no es muy diferente de las raíces de la “nación católica” en nuestros pagos, que intelectualiza críticamente Loris Zanetta, y que se expresara tantas veces en nuestra historia desembocando en el nacionalismo cerril y en el populismo sectario que desprecia hasta la negación a cualquiera que no siga sus arcaicas consignas. Para estas miradas, la “patria” -”su” patria- es superior y trasciende a las personas, responde al ser supremo, al “caudillo”, al “jefe” o la “jefa”, que “concede” derechos y en ella deben tributar los míseros mortales del montón. Desde la “Santa Federación” y el hermético país rosista hasta los criollo-fascistas de Tacuara, triples A, “orgas” diversas, Cámporas y similares. Cerrada, intolerante, y si es necesario, hasta criminal. Violenta, sin ley.

Por el otro, la propia patria igual a la de los demás, de la igualdad esencial de todos los hombres y mujeres del mundo, la “unidad esencial del género humano”. Éstos son superiores en importancia a cualquier abstracción colectiva, sea una nación, un partido, un sindicato, una ideología o una religión. Son iguales ante la ley, sin “sumisiones ni supremacías” y su dignidad y sus derechos son sagrados y deben ser respetados, vivan donde vivan. Y entre nosotros se los garantizaríamos a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. “Los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de Yrigoyen. Reina la ley y el estado de derecho.

Para esta mirada, la patria es una aventura de hombres libres e iguales que suman sus esfuerzos solidarios al igual que otros hombres, también libres e iguales, lo hacen con las suyas. No ve a los demás como “enemigos” sino como constructores de caminos confluyentes hacia una humanidad sin divisiones, aportando todos la riqueza de su variedad que comparten con esperanza para alcanzar una sociedad plural, libre y tolerante.

No es la “América First”, ni la “nación católica”, ni el nacionalismo cerril ni mucho menos la rudimentaria cruzada populista. Es “la causa del género humano”, que proclamara San Martín al liberar el Perú, la que estampa la Constitución en su preámbulo y establece la igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros, curiosidad que muy pocos países -si alguno- tenían incorporados a sus leyes en tiempos de nuestra Constitución.

En el Congreso Panamericano de 1889, en Washington, cuando se insistió en la doctrina Monroe, le tocó a la delegación argentina encabezada por Roque Sáenz Peña pronunciar el mandato que retomaba la visión sanmartiniana: “Sea la América para la humanidad”. Y sin renunciar a la vocación de futuro de todo el continente, se negó a imaginarlo como una fortaleza excluyente recelando de los demás, sino abriendo sus puertas a la solidaridad universal. El mandato fundacional atravesaría alineamientos y conflictos intestinos: lo asumirían tanto partidos “populares” como los hombres del “régimen”. En este tema no había en la mirada de Leandro N. Alem o Juan B. Justo diferencia de utopía con la de sus duros rivales de entrecasa.

Cierto es que el debate nunca terminó de cerrarse, con sus condimentos tal vez antropológicos.

La segunda gran guerra fue una orgía de sangre desatada por estos supremacistas. Nazis, fascistas, imperialistas japoneses, racistas “puros” en los balcanes, antisemitas en toda Europa, llevaron al mundo a la mayor masacre criminal de su historia con 60 millones de muertos. Y que continuaron los supremacistas “de clase” o “ideológicos”, que hoy conforman ese espacio populista global escondido en la vieja geografía ideológica del siglo XX, en derechas y en izquierdas.

El debate existe hoy mismo en EEUU, entre la fuerza dura de los nacionalistas “trumpistas”, homogénea, blanca y protestante con las miradas plurales de la confederación de minorías que está enfrente. Es el país tradicional, que existe y teme el cambio inexorable al punto de sentir que cualquier evolución conduce a la democracia y a su país a un peligro extremo. Pero en el siglo XXI frente a la dureza conceptual conservadora, para la que hasta la democracia se ha vuelto una molestia, se levanta un colorido de reclamos más cercanos a la base de la propia democracia, el hombre común.

Al avanzar el siglo XXI esos hombres comunes se apasionan por reclamos de infinito colorido. Los unos, sienten las diferencias de género como trabas a su dignidad. Otros, reclaman con firmeza su derecho a un ambiente sano y a la protección de la casa común, nuestro planeta. Otros, piden no ser disciminados por su origen étnico o nacional, recordando que cada ser humano, nazca donde nazca, es un ser sagrado, “único e irrepetible”. Otros recuerdan al “poder” que es una excepción a la libertad natural de las personas, que no le otorga preeminencias o supremacías -como señeramente lo reclamara entre nosotros el decreto morenista de “supresión de honores”, en un tiempo global de revoluciones pero también de reyes y aristócratas-. Y muchos, muchos más. Es lo inquietante, pero a la vez emocionante de una humanidad cada vez más libre, luchando contra los bolsones autoritarios expresos o implícitos que aún existen en todo el planeta. Frente al resurgimiento de los mandones vemos la explosión de los que gritan que se acabó el tiempo de los mandones.

Esos reclamos asustan a muchos, porque también muchos de quienes lo expresan carecen de la experiencia democrática y del ejercicio de sus sabios mecanismos de tratamiento y resolución de conflictos. Son -por así llamarlos- recién llegados al debate público. Frente a esa aparente anarquía -Yrigoyen dijo alguna vez: “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”- la respuesta no puede ser la represión salvaje sino la docencia democrática, y en todo caso la firmeza para defender los mecanismos democráticos que nos costó -a los argentinos y a todos los países democráticos- tantos años, décadas y siglos conseguir y mantener.

Firmeza para respaldar y sostener la democracia, por un lado. Pero por el otro, puertas abiertas y estímulos participativos sin frenos burocráticos ni estructuras mañosas por el otro. Resistir los reclamos violentos significa repudiar la violencia pero requiere abrir a los reclamos canales responsables sin trampas ni recodos en los partidos, en los parlamentos, en los gobiernos. De lo contrario sólo sería otra forma autoritaria, escasamente democrática.

Hoy el desafío principal no parece ser de contenidos, sino de formas. Reconstruir herramientas que nos permitan resolver los conflictos de contenido -todos los conflictos- sin perder los valores más importantes, la libertad, la vida, la convivencia, la solidaridad.

No es sencillo predicar la importancia de la lucha democrática cuando cada uno -cada sector, cada persona- tiende a reaccionar por el tema puntual que lo daña, en muchos casos sin respetar las formas.

Las formas son esenciales a la democracia. La contracara de las formas es la violencia o la fuerza. El respeto a las formas se reduce también, en última instancia, al respeto al pensamiento diferente. Esto es válido en la lucha más grande, la que enfrenta proyectos, pero también en la construcción de las herramientas, las necesarias para canalizar con eficacia el debate público y la propia construcción de los agrupamientos políticos o electorales. Organización, acuerdos, programas compartidos.

 Sin democracia eficaz no hay posibilidad de lograr una convivencia estable, ni en el país ni en el mundo ya que no sólo no contaremos con esas herramientas indispensables sino que abriremos espacio a quienes desde siempre cuelan las simples -y falsas y rudimentarias- consignas supremacistas del “America First” y de sus sucedáneos diversos “Nac & Pop” en diversos lugares del mundo.

Frente a ellos, la alianza plural global de la democracia debe incluir a todos, sean también de izquierdas o derechas. Así fue la forma de detener al nazismo, que también tenía su “ala izquierda” -empezando por su propio nombre-. Después, podremos seguir discutiendo matices y filigranas. Hacerlo antes, puede llevar la batalla hasta el infinito o hasta nuestra propia extinción.


Ricardo Lafferriere                             

Imperdible: La Argentina que fué:



ARGENTINA MUNDIAL

PUBLICADO EN EL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA



sábado, 2 de enero de 2021

Argentina: un país que se disuelve

 La vieja parábola de la rana sumergida en agua calentada lentamente para que no reaccione, hasta que el calor la termina matando, es perfectamente aplicable al proceso argentino. En rigor, la comparación más acertada -tal vez, más dolorosa- es la de un caracol o una babosa a la que se le echa sal encima y se va secando sin remedio, hasta su muerte.

Hay que ser voluntariamente ciego para no advertirlo. El país se va disolviendo lenta pero inexorablemente, deslizándose hacia la pobreza extrema alcanzando a cada vez más argentinos. Y no es un ritmo inadvertido, sino persistente y sólido.

 No advertirlo es suicida.

Todo lo que significa el país moderno, vital, pujante y vinculado al mundo está siendo desmantelado y con él, su base productiva.

El campo, la industria, los servicios, los emprendedores ven cómo se los expropia para ampliar la economía asistencial, sin estímulo alguno ni compensación que permita continuar generando riqueza.

Repartir lo ajeno, aún a costa de destrozar la actividad productiva. Esa es la constante.

 

LOS DATOS DEL DERRUMBE

 

El símbolo de la relación con el mundo, la moneda nacional, ha caído en un año a la mitad de su valor real. Los salarios han acompañado este derrumbe, pero también la rentabilidad empresarial, el valor de los activos físicos y el valor de las empresas. No por la pandemia, sino por la mediocridad. Brasil ha sufrido la pandemia con una intensidad sustancialmente mayor. El valor de su moneda, en un año, pasó de 4,23 a 5,19 reales por dólar[i]. El peso pasó de 77,90 a 166[ii]. Su deterioro ha superado el 50 %. El propio valor “oficial” del peso ha perdido en dos meses (del 1 de noviembre al 31 de diciembre) casi el 10 % de su valor[iii]. Proyectando este deterioro, a fin de año superará otra caída a la mitad de su valor, o más.

Los activos inmobiliarios han perdido el 50 % de su valor, y quien sostenga que sólo lo han hecho en un 30 % simplemente se ilusiona con el valor que se demanda por quien quiere vender, ignorando que las operaciones no se hacen porque nadie paga en la Argentina esos montos.

El país no vale. Todos quieren vender y nadie comprar. Irse, no venir.

El sueldo medio de la economía, que compartía el primer lugar en América Latina con Uruguay y Chile, que en 2016 llegó a USD 1.400 dólares hoy es de poco más de USD 400[iv], sólo superior al de Venezuela. La jubilación mínima -que superaba los 250 dólares hace un año y medio- hoy apenas supera los 100 -Uruguay y Chile  nos duplican-. Todos los pasivos, de todos los niveles, han visto caer su ingreso a la mitad en valores reales.

La capitalización bursátil, que se encontraba hace un año en 9,6 billones de pesos argentinos nominales, hoy apenas supera los 9 billones[v], lo que en términos de valor real -comparado con el promedio de divisas- significa que cayó a menos de la mitad: eso es lo que valen hoy las empresas argentinas, la mitad que hace un año.

La deuda pública, por su parte, ha crecido en 20.000 millones de dólares en un año y quien le presta a la Argentina demanda una tasa de interés del 15 % en dólares -se han colocado bonos hasta el 16,4 %, o sea un riesgo país de 1640 puntos[vi]- mientras los países del entorno regional pagan por su deuda entre 2 y 3 % (entre 200 y 300 puntos de riesgo-país)[vii]. Todo eso es fruto de la falta de acuerdo estratégico nacional que inspire confianza a quien pueda prestarnos. En lugar de perseguir ese acuerdo estratégico para reducir el peso de la deuda en el presupuesto público, el oficialismo prefiere volcar las presuntas culpas sobre el “gobierno anterior”, convertido en chivo emisario de su incapacidad, y profundizar en lo económico el rumbo decadente.

A la producción agropecuaria, base fundamental del financiamiento de toda la estructura industrial argentina, se le ha anulado su rentabilidad y ha perdido más de la mitad de su valor. Cabe sólo observar lo que significa el nivel de retenciones, aplicadas sobre el valor “oficial” de la divisa, para entender el empobrecimiento de las empresas agropecuarias, cuyo capital es carcomido por una presión impositiva desbordada, muy superior a la ya apabullante presión fiscal que sufre toda la economía[viii]. Se le paga $ 64 por dólar al que exporta ($ 85 menos 32 % de “retenciones”), pero se le cobran $ 160 cuando debe comprar sus insumos al valor “libre”[ix], ambos precios al 10/1/2021.

En síntesis, la Argentina se va disolviendo lentamente, impulsada hacia la insignificancia como país y a la masificación de la pobreza como sociedad.

 

UNA DERIVA IMPLOSIVA

 

En el debate económico, por su parte, concepciones que atrasan ocho décadas y se imponen con prepotencia impiden cualquier mesa de diálogo. La obsesiva insistencia en combatir la pobreza fabricando dinero[x] no es sostenida en ningún lugar del mundo, salvo en la dictadura venezolana, e impulsa un proceso inflacionario que carcome sueldos, rentabilidades, capitales instalados, impuestos, jubilaciones y títulos.

No hay, por lo demás, señal alguna que siembre optimismo. No existe un apoyo público a la actividad económica -todo lo contrario- por lo que sería voluntarista imaginar la reversión de la tendencia. El aislamiento creciente anula cualquier posibilidad de financiamiento y la estrábica política exterior incrementa la desconfianza, junto a iniciativas que señalan la anulación de la seguridad jurídica ante la presión constante del oficialismo sobre el poder judicial.

La proyección de la tendencia nos indica que a fines del año que se inicia, la divisa argentina habrá perdido otro 50 % de su valor real -según los cálculos de economistas independientes-[xi]. Y en un par de años más, para el 2023, su nivel de paridad será similar al de la moneda venezolana. O sea, cercana a cero. Al terminar el período de gobierno de Alberto Fernández, Argentina será Venezuela y sólo podrán sobrevivir los que acepten la lógica del rebaño recibiendo las limosnas de un Estado en manos del autoritario populismo cleptómano.

 

Y UNA POLÍTICA QUE NO RESPONDE

 

Las fuerzas políticas y sociales que sostienen este rumbo no se caracterizan por lo ideológico, sino que conforman un conglomerado heterogéneo cuya línea unificadora es la destrucción del estado de derecho y la instalación de la ley de la selva. Rentistas autodefinidos “empresarios”, mafias de diverso tipo nuevas y viejas, corporaciones gremiales putrefactas, financistas sin escrúpulos, caciques de tolderías varias disciplinadas por planes y bolsones de comida, logias políticas sin ningún compromiso con el país que sólo ven al Estado como un botín de guerra, todas ellas bendecidas por el “pobrismo” de la línea hoy hegemónica de la iglesia católica, para la cual la pobreza extrema es preferible a cualquier “desigualdad”, aún aquella resultado del esfuerzo de trabajo, de la inversión productiva y del compromiso con el progreso económico. Desigualdad que, por supuesto, no se exige a los -y “las”- sátrapas, que exhiben sin pudor su ambiciosa angurria burlándose de las leyes, de la moral y de la miseria.

Existe un solo camino de reversión y hoy aparece como imposible: un consenso estratégico entre los argentinos más cercanos a los niveles de decisión. La polarización impulsada por la mafia corporativa del populismo la hace imposible. La banalidad con que es mirada la política por gran cantidad de ciudadanos hace el resto.

La generalización descalificadora hacia el espacio público de quienes debieran aportar racionalidad al debate por su nivel cultural, su preparación y sus conocimientos desalienta a quienes toman al compromiso público como lo que debiera ser: un servicio a la sociedad. Y un coro de repetidores-operadores desde los medios masivos hacen el resto, quitando nivel al debate nacional del que se ha ausentado toda reflexión de futuro o mirada estratégica.

 

LOS QUE RESISTEN

 

Quedan y son importantes los que luchan, y luchan, y luchan, peleando contra la montaña. Cual Quijotes contra molinos de viento, su prédica es comprendida por el país democrático con visión de futuro, pero no alcanza ante la apabullante presencia mediática de la banalidad comprada. Pero, fundamentalmente, por la ingenua -y voluntarista- actitud de una dirigencia timorata, cuando no acomodaticia, que podría incidir fuertemente en la construcción de una unidad de los que importan pero que, sin embargo, privilegia la perspectiva del “botín” por sobre el interés nacional.

El país, mientras tanto, se sigue disolviendo lentamente. Y los argentinos, empobreciéndose, aún aquellos que conforman la carne de cañón de la corporación de la decadencia.

 

Ricardo Lafferriere

 

 

 

 

 



 

[ii] https://www.cotizacion-dolar.com.ar/dolar-blue-historico-2020.php

[iii] https://www.cotizacion-dolar.com.ar/dolar-blue-historico-2020.php

[iv] https://www.infobae.com/economia/2020/08/23/los-salarios-y-las-jubilaciones-cayeron-a-los-niveles-mas-bajos-en-15-anos-y-se-ubican-entre-los-minimos-de-la-region/

[v] https://www.bolsar.com/vistas/investigaciones/PaginaCapitalizacionBursatil.aspx

[vi] https://www.utdt.edu/ver_nota_prensa.php?id_nota_prensa=19139&id_item_menu=6

[vii] https://www.puentenet.com/cotizaciones/riesgo-pais

[viii] https://ruralnet.com.ar/desde-enero-de-2021-las-retenciones-a-la-soja-seran-del-33/

[ix] https://www.cronista.com/MercadosOnline/dolar.html

[x] https://www.pagina12.com.ar/288064-el-mito-que-la-emision-genera-inflacion

[xi] https://www.infobae.com/economia/2020/09/19/a-cuanto-va-a-llegar-el-dolar-en-2021-guerra-de-pronosticos-entre-el-gobierno-y-las-consultoras/


MÓVILES Y TELEFONÍA EN EBAY

miércoles, 18 de noviembre de 2020

El FMI y los sistemas previsionales

Hace un par de años, economistas del FMI dieron a conocer un documento con recomendaciones sobre la viabilidad de los sistemas previsionales en el mundo, cuyas características reafirman la línea de interpretación que la ortodoxia económica mantiene sobre el tema desde hace décadas. Al parecer, siguen en lo mismo..

Obviamente, el organismo aclaró lo que también es rutina: las opiniones de sus funcionarios no comprometen necesariamente a la organización y son realizadas a título de colaboración académica. Lo que no puede ignorarse es que esas opiniones terminan influyendo, en forma directa o indirecta, en las decisiones de los países que lo integran y en no pocas oportunidades también son tenidas en cuenta cuando las autoridades del propio Banco tienen que tomar decisiones acerca del apoyo financiero a los países que no hacen esfuerzo alguno para diseñar caminos alternativos viables y terminan aceptando a ojos cerrados la imposición ortodoxa.

El diagnóstico es parecido en todo el mundo y no sorprende. Se alarga la vida probable de las personas, aumentando el tiempo durante el cual el sistema debe abonar pasividades a sus retirados y se reducen las fuentes de trabajo estables por las que los activos aportan para sostener el sistema. En suma, menos ingresos -cada vez menos- frente a más egresos -cada vez más-.

Los consejos no son novedosos: aumentar la edad jubilatoria para bajar el número de retirados, reducir la indexación de los haberes desacoplándolos de la inflación y mantener separadas las cuentas del sistema de las correspondientes al presupuesto estatal. Con esto, los objetivos son “aritmético-financieros”: no afectar los recursos calculados para el repago de los préstamos. No estaría mal, si sólo fuera un elemento más de una ecuación amplia, ya que obviamente, a los créditos hay que pagarlos. Lamentablemente, expuesto con esa pobreza conceptual resulta socialmente miope, tanto como política y económicamente inviable e incompatible con el marco democrático. Y pecan de una generalización simplista.

Con el aumento de la edad jubilatoria se busca recuperar la relación de cuatro activos por cada pasivo. Estrechando el lapso temporal durante el cual los pasivos cobran -es decir, acercándolo cada vez más a la muerte- la cuenta de egresos se reduce. De la misma manera actúa la reducción del número de aportantes en relación a los pasivos: al haber menos pasivos, la relación 4-1 tiende a recuperarse.

Ambas recetas son tan simples que no parecen haber sido diseñadas por especialistas con años de estudio, sino más bien en un ejercicio de aritmética de escuela primaria. La sociedad, sin embargo, es bastante más compleja que una simple operación de regla de tres.

Ambas soluciones, en efecto, son corridas día a día por la realidad. Ocurre que la edad probable de muerte -o sea, el envejecimiento promedio de la población- no se estabiliza sino que sigue aumentando año a año, a raíz de los avances en medicina y en salud, y que el paro tecnológico -vale decir, la automatización progresiva de los procesos productivos- se hace exponencial, acercándose a la frutilla del postre: el reemplazo liso y llano de los operarios humanos por robots, que no hacen aportes previsionales y por lo tanto no contribuyen a sostener el sistema, al menos por esa vía.

Llevando las predicciones al absurdo social -ya que aritméticamente no es tan absurdo- se llegaría al caso de un sistema sin aportantes, y por lo tanto sin jubilados. O tal vez una edad jubilatoria de 100 años, para hacer “viable” a un sistema con los pocos aportantes subsistentes.

La inviabilidad de la solución tradicional a mediano y largo plazo se hace entonces inexorable, porque parte de supuestos inexistentes: un sistema edificado sobre la base del trabajo estable, como lo son todos los subsistemas construidos en el siglo XX: una sociedad crecientemente industrializada, con empleos de largo plazo, carreras escalafonadas y una estratificación social con alto grado de rigidez.

Este diagnóstico de sociedad industrial temprana no resultó eterno. La evolución tecnológica y el agotamiento del paradigma del capitalismo de base en el que se asentaba fueron marcando sus límites. Leer hoy “El Capital”, de Marx, donde describía el funcionamiento de la sociedad capitalista del siglo XIX en forma cruda y desmatizada es como pretender interpretar a las modernas sociedades de bienestar con las descripciones de Dickens. Sencillamente, aunque la pobreza sigue existiendo, su situación es diferente a la del siglo XIX y sus mecanismos no coinciden con el mantenimiento de un “ejército de reserva” con el propósito de mantener los sueldos bajos, como en los capitalismos originarios.

Los problemas son complejos, mucho más complejos. Sus mecanismos, más sofisticados. La discrecionalidad del capital, enseñoreada en los escenarios del siglo XIX, fue crecientemente limitada durante el siglo XX por el desarrollo de sistemas impositivos cada vez más inteligentes que pusieron coto a la ganancia, entonces sólo limitada por la competencia capitalista.

El reconocimiento a la esencial dignidad de la condición humana como resultado de luchas sociales que ritmaron todo el transcurso del siglo XX construyó sistemas de seguridad social, previsionales y asistenciales desconocidos en los tiempos del capital originario. Éstos limitaron la “plusvalía” capitalista como resultado de la interacción de instituciones orgánicas y legal-asistenciales -sindicatos, paritarias, seguros de salud, seguros de desempleo, regulación de precios de determinados productos, sistemas impositivos sofisticados, etc.- incorporados por las democracias modernas.

Varias de estas instituciones legal-asistenciales, incluso, trascienden la vida laboral activa y se extienden hacia la vejez, donde ya se insinúan mecanismos de ingresos indiferentes a los aportes realizados en la vida activa, como la Asignación Universal al Adulto Mayor, o previos, como la Asignación Universal por Hijos, que incluyen el seguro de salud generalizado, al estilo del PAMI en nuestro país.

Las formaciones productivas fueron independizándose de sus titulares originarios y pasaron a ser propiedad de anónimas formaciones concentradas de capitales gerenciadas por una clase profesional global altamente profesionalizada pero de alta rotación, en un fenómeno que se dio también al interior de los países, como lo demuestra la comparación de la evolución de las grandes empresas en las últimas décadas: siguieron existiendo -y aumentando-, pero sus titulares, rubros, ejecutivos e importancia relativa cambian constantemente.

En un proceso paralelo las grandes masas poblacionales de todo el planeta fueron reduciendo sus condiciones infrahumanas de existencia al punto de llegar a las primeras décadas del siglo XXI con la menor cantidad proporcional de pobres en toda la historia humana.

A comienzos del siglo XIX, con 1.000 millones de habitantes, el mundo tenía un Producto Bruto Global equivalente a alrededor de 1.500 millones de dólares -valor año 2000-. Al terminar la segunda década siglo XXI, con una población de 7400 millones de habitantes, el mundo tiene un Producto Bruto Global de 77.000 millones de dólares. En dos siglos, la población se multiplicó por 7, el producto por 54, medido en dólares constantes.

El ingreso a comienzos del siglo XIX se concentraba en los muy pocos ricos detentadores de tierras, nóveles emprendimientos industriales y aventureros del naciente capital tecnológico: líneas ferroviarias, telégrafos, bancos, líneas navieras. Un 5 % de la población. La enorme mayoría -85 %- luchaba en la línea de pobreza por la simple sobrevivencia, sin servicios médicos, previsionales ni asistenciales que trascendieran las respuestas solidarias, casi siempre locales. El 10 % restante estaba integrado por la naciente clase media -profesionales, comerciantes, algunos artesanos y servicios-.

La pobreza -definida por el BM- alcanza hoy a cerca del 20 % de la población, de las cuales la mitad viven en la situación límite -equivalente a las narraciones de Dickens-. Estos números indican que aunque en cantidades absolutas hay más pobres que nunca porque la población es mayor, también nos marcan que nunca en la historia de la economía moderna ha existido un menor porcentaje de pobres que ahora.

Los sistemas previsionales se incluyen en ese entramado de atenuación de la pobreza y tendencia histórica a la inclusión -al igual que la gratuidad y el subsidio a algunos servicios públicos, en diferentes medidas-. Sus bases conceptuales, definidas por los sistemas pioneros de fines del siglo XIX y principios del XX se apoyaban en cálculos “actuariales” estadísticos, al estilo de los que hoy repiten sin ningún aporte novedoso los técnicos del FMI. De lo que se trata, sin embargo, es de levantar la mirada al horizonte para intentar develar el rumbo de la sociedad y la economía en los años que vienen, comprender sus cambios, interpretar sus cambiantes actores y prepararnos para esa nueva situación.

Se acerca una sociedad con pocos salarios -y en consecuencia, pocos aportes-; una economía en la que gran parte de la producción será robotizada -sin salarios ni aportes atados a ellos-; una población con una creciente presencia de mayores de 65 años; una gran cantidad de personas ejerciendo tareas alejadas de la economía formal; por último, vendrán demandas crecientes de acceso a servicios básicos -cada vez más bienes serán considerados así- de alcance general. Esos son los problemas que debieran concitar la reflexión de los técnicos por cuya formación la sociedad ha gastado intentes recursos y paga hoy salarios millonarios.

Que el sistema actual es inviable no es novedad. Lo ha reconocido el parlamento, que decidió la formación de una comisión de estudio para su reforma integral. Sin embargo, no parece adecuado resignarse a aceptar como respuesta la simple actualización de datos en tablas informáticas que realizan automáticamente nuevos cálculos y suponen abarcar a millones de seres humanos, cada vez más individualizados, en la forma uniforme de los “sistemas actuariales” que en su momento fueron revolucionarios pero hoy son insuficientes para responder a la complejidad de las sociedades modernas. El documento del FMI sobre los sistemas previsionales adolece de estas características: obsoleto, arcaico, impracticable.

Nuevas formas previsionales, asistenciales y educativas requerirán necesariamente nuevos recursos, que llevarán a una reforma imprescindible del sistema impositivo a la vez que a la homologable y transparente verificación de su uso. El límite del 35 % del impuesto a las ganancias, por ejemplo, fruto de una vieja interpretación de la Corte sobre la prohibición constitucional de la “confiscatoriedad”, es incompatible con la nueva realidad, así como la dilapidación de recursos en la mayoría de los sistemas de servicios públicos que han sido inundados por el clientelismo, las corporaciones sectoriales y la corrupción sistémica. Algo así ocurre con el sistema de planes sociales, sospechados por la intermediación parasitaria, su aún escasa transparencia y el uso político que es realizado por algunos al más puro estilo clientelar.

Gran parte de las reformas deben darse al interior del propio Estado, cuyo peso es insoportable más que por su tamaño, por su inoperancia. Escuelas que no enseñan, superposición extravagante de gastos en salud -salud pública general financiada con impuestos, obras sociales obligatorias financiadas con descuentos obligatorios a los salarios, seguros privados financiados por pagos privados realizados por quienes pagan además los dos sistemas anteriores que no usan, sistemas de emergencia médica, abonados también por privados para prevenir urgencias-, organismos públicos sin funciones pero demandantes de ingentes recursos, y su consecuencia obvia, la insuficiencia de recursos disponibles para áreas estratégicas, son sólo algunas de las reformas que deben acompañar a la reforma impositiva.

No faltan sugerencias para explorar, que trascienden ideologías: el ingreso universal, el impuesto negativo sobre la renta, el trabajo cívico, o diversas combinaciones que busquen similares propósitos viabilizando políticas inclusivas que no sólo no frenen sino que al contrario, estimulen el crecimiento económico. La adopción del diagnóstico del FMI y -peor aún- el desestímulo al crecimiento económico -respaldo final del sistema, porque si no se genera riqueza ninguna alquimia ni fórmula será sostenible- será perjudicial para todos.

No vendría mal, entonces, poner en contexto las opiniones de los “técnicos del FMI”, que “no obligan a la Institución”. No son ni deben ser más que un aporte, insuficiente y bastante mediocre, para enfocar un tema que requiere la atención seria, informada y transparente, de todos los ciudadanos e instituciones que deseen participar en ese debate.

Sería de desear que, en un momento en que el sistema previsional entra en debate por la virtual imposibilidad de mantener funcionando el actual mecanismo, la decisión política no sea alinearse con los viejos conceptos del FMI ignorando las demandas del mundo que vivimos y vendrá. Escucharlos, tenerlos en cuenta, pero entender que su análisis “puro y duro” lleva a un callejón sin salida cuyo final es la desaparición del sistema.

La obligación de la política, al contrario, es encontrar una vía que contemple el financiamiento impositivo -para reforzar la declinante recaudación del trabajo que retrocede- pero que no considere a los pasivos como simples números de una tabla de Exel, sino como actores que durante toda su vida activa pusieron su esfuerzo y trabajo para la construcción del país y en la confianza de estar ahorrando para su futuro.

Ricardo Lafferriere



jueves, 20 de agosto de 2020

LA PANDEMIA, EN CONTEXTO

Al finalizar la Primera Guerra Mundial el mundo estaba exhausto y parecía que respiraría aplacados ya los contendientes de la “Gran Guerra” -como se la dio en llamar, sin imaginar siquiera lo que sería la Segunda...-

Sin embargo, un nuevo azote se volcaría sobre todo el mundo: una epidemia de lo que se conocería luego como la “Gripe Española”, aunque nada tuviera que ver España ni los españoles con su origen.

Esa epidemia, que tomó características descontroladas, mató en todo el planeta a Cincuenta millones de personas (en la Argentina, más de 36.000). La población del mundo, en ese momento, era de dos mil millones. Equivalía al 2,5 % del género humano. En nuestro país, con una población estimada de aproximadamente 10 millones de habitantes, murió aproximadamente el 0,3 %.

Cuatro siglos antes, en la primera mitad de la XIV centuria (1340) Europa había sido conmovida por otra gran pandemia: la “Peste Negra”. Llegada de oriente, se extendió hasta los más recónditos rincones del continente europeo. Mató a Doscientos millones de personas. Un tercio de la población del viejo continente fue diezmada por lo que se consideró un “castigo divino” por la secularización creciente de la vida ciudadana originada en el proceso de urbanización, la emigración de los campesinos a las ciudades y las condiciones de vida en urbes que no estaban ni por asomo preparadas para ese proceso, sin agua potable, saneamiento ni servicios médicos.

La población del mundo en ese momento era de Mil millones de personas. Los muertos equivalieron, en consecuencia, al 20 % de la población mundial y el 35 % de los europeos.

Ahora, estamos conmovidos. La enfermedad del COVID-19 ha alcanzado a todo el planeta y no se ha acabado aún. Atravesó ya, sin embargo, las zonas más pobladas del globo. Los muertos superan el millón y puede alcanzar -quizás hasta superar-  dos o tres millones de personas.

La población del planeta es hoy de más de ocho mil millones de personas. El saldo de muertos, imaginando que la pandemia provoque el deceso de entre uno y dos millones de personas, será equivalente aproximado al 0,04 % de la población del mundo.

En la Argentina estamos superando las 5000 muertes relacionadas con la pandemia. No sería de descartar que lleguen a varios miles más. La palabra “relacionadas” no es un descuido: la mayoría de las personas que lamentablemente perdieron la vida tenían enfermedades preexistentes que debilitaron su sistema inmunológico y tenían una edad en la que las defensas suelen ser menores, pero también su expectativa de vida. La concentración de la letalidad del virus en ese escalón etario aumenta la gravedad para quienes ataque, pero -supongamos- que estemos en la mitad del proceso y que los muertos lleguen a multiplicarse por cuatro, cinco o aún diez. Esa tasa de muertes no sería sustancialmente mayor a las muertes anuales por neumonías y gripes estacionales, que en la Argentina supera las 32.000 personas por año. Si llegáramos a 45.000 muertos, implicaría un porcentaje de 0,1 %. Impresionante, en este estado de la humanidad, pero sería alrededor de una persona cada mil.

Todas la muertes son dolorosas. Terminan con la vida de personas que llenan nuestros afectos, nuestras referencias e historias personales y nos sumergen en pena y tristeza que no es el momento de describir, porque todos los conocemos. Como humanos y seres vivos que somos hemos pasado o pasaremos por eso, como todos los congéneres que vivieron y vivirán sobre el planeta. Hasta ahora, no hay inmortalidad. Todos moriremos, por una u otra causa. La civilización ha luchado y ha logrado extender la perspectiva de vida hasta más allá de los 70 años, y en algunos países hasta más de 80 -como promedio, aunque existan saludables y vitales personas que superan los 100 años plenos de actividad- pero aún no logró -y aunque algunos lo pregonan, es improbable- llegar a la inmortalidad dentro de algunas décadas.

Lejos está de mí restar importancia a este virus letal que nos azota. Mucho menos de predicar el descuido, el desinterés o su banalización. Es un virus grave, afecta principalmente a los mayores,-personalmente, lo soy y pertenezco a ese “colectivo de riesgo”- y puede llegar a ser fatal. En realidad, lo era más en sus primeros momentos, cuando la medicina se encontró desorientada por su virulencia y falta de protocolos unificados para enfrentarlo. Ahora no lo es tanto, como puede verse al cotejar en los nuevos “brotes” que aparecen en países que lo sufrieron hace algunos meses la cantidad de casos de contagio y observar la sustancialmente menor cantidad de muertos. Sigue siendo de cuidado, y mucho, pero ya no lo es con la terrorífica letalidad de los comienzos.

Entonces... pongamos en contexto. Hay un problema. No se lo ha dominado en profundidad, pero junto a ese problema, las personas tienen otros, más extensos, más difundidos, más tensionantes.

Gente sin trabajo, empresas que deben cerrar, fábricas quebradas, servicios desaparecidos y con ellos la posibilidad de ingresos para millones -muchos millones, muchísimas más personas que los que pueden llegar a morir por el virus- que están en un estado de desesperación existencial como nunca han sufrido. Enfermos de otras dolencias ajenas al virus, niños y jóvenes sin socializar y sin educación sistemática, e incluso ancianos sanos aislados de sus nietos encerrados por precaución,

Es el momento de ceder con las medidas policiales y recurrir al autocuidado de los colectivos más vulnerables aconsejando con intensas campañas de educación la forma de prevenir la difusión. Las medidas de “barrera” más eficaces (mascarillas, distancia, prudencia en las reuniones) siguen siendo necesarias y aconsejables. Lo que no parece ya tanto es la persistencia de coerción que no se tiene con causas de letalidad sustancialmente más peligrosas que el COVID 19. Seguimos teniendo más de 50.000 muertos por año por accidentes en las calles y rutas. Seguimos teniendo miles de muertos por alcoholismo y tabaquismo. Tenemos una profundización de la dependencia de drogas notable en los últimos tiempos. Tenemos una criminalidad en ascenso que -no tengo datos pero...- parece estar superando en letalidad al propio COVID 19: nada más que en el primer bimestre de este año hemos tenido en la Argentina cerca de 6000 homicidios...antes aún de liberar a los presos peligrosos.

Y estamos económicamente quebrados.

Pongamos la atención entonces en todos los problemas. Pongamos a la pandemia “en contexto” y empecemos a elevar las prioridades de las otras urgencias, que se están agravando innecesariamente. Y -lo más importante- separemos “la paja del trigo”, sin usar la pandemia para justificar situaciones que requieren un debate conjunto sin gritos, lo que es imposible si ésta es usada para sacar ventajas en temas que la sociedad debe debatir sin el telón de fondo de imposiciones autoritarias, caprichosas e innecesarias.


RICARDO LAFFERRIERE              



domingo, 28 de junio de 2020

DOS QUE QUIEREN CAMBIAR EL MUNDO


“Querido Lula, yo no lo tengo a Néstor, no lo tengo al Pepe Mujica, no lo tengo a Tabaré, no lo tengo a Lugo, no lo tengo a Evo, no la tengo a Michelle, no lo tengo a Lagos, no lo tengo a Correa. No lo tengo a Chávez. A duras penas somos dos que queremos cambiar el mundo. Uno está en México, se llama Andrés Manuel López Obrador y el otro soy yo”.  (Prof. Alberto Fernández, Facultad de Derecho, UBA)

Raro, falta Francisco. O se olvidó, o lo considera por encima de todos.

Sin embargo, el gobierno de uno de los que quieren “cambiar el mundo” se apoya fuertemente en la absolución terrenal emanada del Vaticano, que todo lo justifica en pos de la magna tarea de construir una comunidad homogénea de pobres siervos, temerosos del castigo divino de la pandemia y condenados a la indiferencia eterna si se atreven a sacar los pies del redil.

(El otro, está arreglando todos los días con el demonio del Norte sus problemas cotidianos y hasta le ofrece como ofrenda hacer de su país un gigantesco escudo represivo para impedir a los de más abajo, pobres y empobrecidos centroamericanos, a atravesar su país como puente rumbo al infierno, a donde quieren dirigirse a cualquier precio.)

Hay un mundo que cambia aceleradamente... hacia adelante. La inteligencia artificial ya supera los más grandes cerebros humanos y, poniéndose en red en tiempo real, acerca rápidamente el momento de la “singularidad”. Esto es, una inteligencia planetaria de recursos y velocidad infinita en condiciones de hacerse cargo, con decisión humana, de la gestión de todo lo que existe: energía, alimentos, comunicaciones, transportes, investigación de lo más pequeño y lo más grande de la realidad, hurgar en los misterios de lo infinitamente pequeño -desde el entrelazamiento cuántico que permite, entre otras cosas, construir computadoras de seguridad total y velocidad suprema-, hasta la exploración del pasado remotísimo y los límites del universo conocido-.

No es posible aburrirse si se siguen las noticias del mundo. Ayer nomás se informaba de la megacomputadora que puede redactar informes y realizar investigaciones en milisegundos sobre temas que hasta hace poco tiempo requerían años o décadas de estudio, procesando a la vez 17 billones de datos obtenidos de Internet, del área de conocimiento que se le indique.

Pero no sólo eso: también neutralizar los efectos de la vejez, prevenir enfermedades incurables con edición genética, mejorar los cultivos para terminar con el hambre, capacitar a mujeres y jóvenes de países con poblaciones sumergidas en la miseria para formar empresas, encarar el mercado y progresar. Los que leen las informaciones que vienen del mundo siguen admirados por los avances en EEUU, China, Europa, Japón, Australia, Canadá y aún de países que hasta hace muy pocas décadas se alineaban con los extremadamente pobres, como Corea del Sur logrando sobre todas las áreas de la realidad avances espectaculares de bienestar, seguridad, la inclusión social más grande de sus respectivas historias y ofreciendo cada día un nuevo y asombroso logro.

Hay otro mundo que cambia aceleradamente... hacia atrás. Si sabremos de eso... Lo sufrimos, todos los días. Impunidad al que delinque, promoción por los canales públicos -”anche” privados...- del embrutecimiento general, oscurecimiento del pensamiento libre, desaparición creciente de los derechos ciudadanos, millones de nuevos desocupados, decenas de miles de empresarios -pequeños, medianos y grandes- aplastados hacia la necesidad de limosnas que administran los “jesuitas” de hoy, que no mandan en seguras misiones congeladas en el tiempo sino que desde el cinismo laico despojado de límites éticos utilizan formas parecidas, buscando convertir a la sociedad toda en una “misión”, que administren sin normas ni control.

Cierto. No lo tiene a Chavez, ni Evo, ni Lula, ni Correa, ni otros injustamente incorporados a esa lista (de la que, inexplicablemente se ha excluido a Maduro, Fidel y el Comandante Ortega). Algunos están muertos, otros presos condenados por delincuentes. Otros -como por estos pagos- siguen batallando en la justicia invocando inefables anglicismos para lograr impunidad. Otros siguen matando a su gente.

No. No los tiene. Afortunadamente.

Por eso no le será tan facil cambiar el mundo en esa dirección.

Afortunadamente.

Ricardo Lafferriere