lunes, 7 de julio de 2008

Desacoplados

Desacoplados...

Quienes llevamos a cuestas varias décadas de vida hemos escuchado reiteradamente la añoranza de los tiempos en los que el mundo necesitaba un granero que le diera alimentos y la Argentina lo tenía, las buenas épocas de la ocupación del territorio, la llegada de los inmigrantes y el gran salto de nuestro país desde ser poco más que un desierto despoblado, a uno de los de mayor crecimiento en el planeta.
Y siempre el cuento terminaba con la década del 30, cuando el mundo comenzó a abastecerse solo, dejó de necesitarnos y nos obligó a la triste tarea de enfrentarnos cara a cara con nuestro destino. Ahí comenzó la decadencia... y nuestros altibajos.
Los números –descarnados- nos dicen que, en valores constantes, el ingreso por habitante de las primeras tres década del siglo XX es el mismo que el del primer lustro del siglo XXI, a tal punto nos golpeó que “el mundo” dejara de necesitarnos. Sólo el feliz interregno de Frondizi abrió una esperanza de cambio a tono con la época, que por esos años puso de moda la industrialización como camino al bienestar. De cualquier forma, el espasmo duró poco, hasta 1966, con el derrocamiento a Illia producido por mandos militares antiperonistas coaligados con sindicalistas peronistas vestidos al efecto de saco y corbata. Ahí volvimos a las andanzas, hasta que se cerró el círculo con la crisis de cambio de siglo, en que volvimos a la riqueza del comienzo.
Mientras tanto, en estas siete décadas, el ingreso por habitante de los chilenos de multiplicó por dos, el de los brasileños por cuatro, el de los franceses y españoles por seis, el de los ingleses por siete, el de los australianos por ocho y el de los norteamericanos por doce. La riqueza de cada argentino promedio, que en la década del 20 equivalía al 75 por ciento de la que disfrutaban los habitantes de los los países más desarrollados del mundo, hoy apenas alcanza al 10 %.
Y por acá seguimos añorando –y citando en los discursos altisonantes de todo el abanico político- las buenas épocas de la Argentina exitosa, que creció sobre la base de su producción de alimentos.
Fue un buen tiempo. Aunque a nuestra presidenta le quede la impresión –ya que sería atrevido decir “conocimiento”- de que la gente “se moría de hambre”, ninguna cifra de esos años llegó al grado de miseria que muestra nuestro país hoy, en pleno “reverdecer productivo” duhalde-kirchnerista. Ni siquiera los conventillos más sórdidos de La Boca o Barracas llegaban a la degradación que muestran hoy las villas kirchneristas del conurbano o la propia Capital Federal, totalmente olvidadas de toda preocupación del Estado (“inclusivo”, “popular”) por la educación de sus chicos, el cuidado de sus ancianos y las fuentes de ocupación para su población activa.
Pero la historia tiene sus vueltas. Después de pasar la locomotora del mundo por la industria bélica en los 50, por la producción automotriz en los 60, por los servicios en los 70 y 80 y últimamente por las tecnologías de la información a partir de los 90, nuevamente vuelve a ubicarse en el riel de los alimentos, abriendo de nuevo una posibilidad cerrada hace setenta años. Con un agregado: los alimentos de hoy ya no requieren trabajo embrutecedor, de sol a sol arrastrando el arado mancera en mañanas congelantes, o sobre rudimentarias cosechadoras tiradas a caballo bajo el sol abrasador. Hoy los alimentos son tecnología de vanguardia, biotecnología, maquinarias computarizadas, cultivos planificados hasta el detalle, cosechadoras conducidas a distancia con sistemas de posicionamiento global (GPS) y avanzadas técnicas de labranza para disminuir los riesgos del deterioro del suelo. Son pueblos dinámicos, agroindustria, laboratorios, ocupación del territorio, prosperidad. ¡Qué mejor noticia para la Argentina, la de saber que de nuevo puede subir en el tren de la historia!
Pero no. El Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que le es adicta ha resuelto que el país debe “desacoplarse”. Y decide soltar el vagón del tren que pasa por nuestra estación, eligiendo persistir en la triste mediocridad de la decadente grisitud.
Por supuesto, el mundo no nos espera. Seguirá su marcha.
Y por estos pagos, mediocres discursos impostados seguirán añorando la época del “granero del mundo”, invocando la mirada hacia el ayer, mientras los demás –no sólo desde lejos, apenas cruzando el río Uruguay, la Cordillera o el Iguazú- se suman con optimismo y pujanza a la traccionante economía global.
Hay, por supuesto, compatriotas con la mirada límpida y vocación de pioneros. El campo nos ha dado una muestra y la solidaridad recogida en las ciudades nos alienta con millones de argentinos que quieren la posibilidad de labrarse una vida próspera, en paz, apoyada en su esfuerzo, tranquilos de cualquier robo vergonzoso como el que el oficialismo ha resuelto cometer contra los productores apropiándose, sin aportar nada, de entre el 80 y el 100 % de su rentabilidad. Compatriotas que ven el mundo sin complejos y aceptan su desafío, se preparan y emprenden con decisión la lucha por la vida. En algún momento triunfarán, porque la historia está jugando a su favor.
Mientras tanto, es importante que mantengan en un rinconcito de su corazón, la llama de la esperanza. Ningún mal es eterno. El kirchnerismo tampoco, aunque lo apañe la mayoría del peronismo. Ya comenzó su decadencia. En poco tiempo, será simplemente una pesadilla más del pasado, a la que todos querremos olvidar lo más rápido posible.
No estaremos más “desacoplados”. Nos volveremos a “acoplar” al mundo que está construyendo la ciudad del futuro con la más formidable revolución científica y técnica de la historia de la humanidad, apoyados en nuestros principios de siempre.
Los ejes convocantes no nos resultarán extraños.
Frente al desquicio institucional, “constituir la unión nacional”.
Frente a los enfrentamientos trasnochados impulsados por el kirchnerismo, con las patotas de D’Elía y los gritos destemplados del Nerón criollo, “consolidar la paz interior”.
Frente al desmantelamiento de nuestra defensa invocando una historia falsaria, “proveer a la defensa común”.
Frente a la grosera manipulación de la justicia, el Consejo de la Magistratura amañado y las presiones a los jueces, “afianzar la justicia”,
Frente al desvergonzado clientelismo y la pobreza creciente y lascerante de cerca de diez millones de compatriotas, “promover el bienestar general”.
Y frente a las presiones a empresarios, políticos, periodistas, empleados, trabajadores, militares y dirigentes sociales, “asegurar los beneficios de la libertad”.
Agregando que, en un momento en que el mundo sigue levantando barreras que excluyen, seguimos manteniendo bien en alto la convocatoria de siempre, invitando a compartir nuestra aventura de futuro a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Ya falta poco. No perdamos la esperanza.

Ricardo Lafferriere

jueves, 26 de junio de 2008

Mercado persa

Así se conoce, en nuestro argot criollo, el cambalache en el que nada tiene precio y todo se regatea. Mecanismo comercial previo a la irrupción de la modernidad, lo único que lo sostiene es el interés recíproco de los contendientes, cada uno sabiendo lo que quiere defender y llegando –cuando se llega- a un acuerdo cuando las concesiones recíprocas alcanzan su límite.
“Móviles, hasta el 50 %”... “fijas, al 35”... “móviles, con un tope del 39...” o “35 fijas, y hasta el 39 imputables a ganancias”
¿La ley?, ¿la Constitución? ... pues, bien, gracias.
Ese mercado persa tiene un gran causante: la ausencia de un relato opositor coherente, con la coherencia y la convicción con que expresan el suyo los trasnochados –pero convencidos- voceros del gobierno (Pérsico, Ceballos, D’Elía, alguna diputada cuyo único mérito no es hablar de corrido sino ser “hija de desaparecidos” y puesta en una banca como tardía indemnización a su identidad robada y afortunadamente recobrada).
Incoherencia y pequeños cálculos es lo que muestra el fragmentado discurso político opositor, cada uno expresado con el temor de no quedar pescado “infragranti” en alguna contradicción histórica. Y es que, quizás, la mayoría, en el fondo, no tiene en este aspecto tanta diferencia con la propuesta del gobierno, salvo en el decisivo asunto de no quedar pegado con el oficialismo frente a la sana rebelión popular.
Es que el contradictorio no está bien planteado si se lo ubica en el escenario. El verdadero conflicto está en la violación del contrato constitucional por un escalón dirigencial histórico fiel a una ideología en la que muchos abrevaron, que justifica la transgresión a los límites constitucionales frente a lo que cada uno considere o haya considerado una “situación de excepción”.
Eso no sería censurable, a condición de saber analizar la realidad con la mente abierta y la disposición a la comprensión del error. Quien esto escribe, alguna vez, hace muchos años, desde la política, sostuvo con honestidad la conveniencia de las retenciones. Aunque entonces fueran por corto lapso y bucaran neutralizar el efecto directo de una devaluación en el poder adquisito del salario, confiesa hoy su error, y sostiene que un análisis profundo indica la sustancial inequidad de semejante tributo. Esa inequidad se transforma en iniquidad en estos momentos, en el que el país podría dar un gran salto adelante incentivando su producción de alimentos, y se persiste en una gabela que aplasta la producción, a tono con una política fuera de época cuyo “mérito” (¡expresado con orgullo!...) es producir el “desacople” de nuestro sector más competitivo de una economía mundial en expansión, justamente traccionada por ese sector...
Cálculos robustos indican que la retención actual, con los valores internacionales actuales de la soja y los actuales costos de producción implican una tasa implícita de impuesto a las ganancias del... ¡85,7 % para un pequeño productor que obtenga un “rinde” de 30 quintales por ha, y del 78 % para un productor grande que obtenga uno de 50!
La tasa sigue siendo enorme (supera el 70 % en ambos casos) si al cálculo le reducimos el impuesto a las ganancias a un nivel 0. Es decir: aunque el productor no pagara impuesto a las ganancias, las retenciones le están confiscando más del doble de lo aceptado por la Corte como límite para no convertir una gabela en “confiscatoria” y caer en la sanción del artículo 17 de la Constitución Nacional. En el marco legal argentino, con el actual nivel de costos de producción y de precios internacionales, la única “retención” que no superaría ese límite sería una de aproximadamente 15 %, imputable a ganancias y en cuanto esas ganancias realmente existieran. Seguiría siendo inconstitucional, sin embargo, por su origen –delegación de facultes impositivas en el Ejecutivo- y por afectar las finanzas provinciales al reducir la masa coparticipable.
Si esta tasa es pasmosa en cualquier economía –Chile tiene un impuesto a ganancias del 16%, Uruguay del 30, Estados Unidos e Italia, los más altos del mundo, 40 %-, se hace patética si vemos que en nuestro entorno regional Brasil acaba de aprobar fondos subsidiados por CIEN MIL MILLONES DE DÓLARES para incentivar su producción de alimentos, y Uruguay nos ha sobrepasado ya en exportación de carnes, sin tener retenciones y, por el contrario, promoviendo especialmente los insumos –fertilizantes, semillas y maquinarias- a los productores agropecuarios, a fin de impulsar su producción exportable. Y –contradiciendo el argumento oficial- sin que el precio de la carne para consumo interno se haya elevado, sino mantenido por el mercado en los mismos niveles que en Argentina.
Son, además, regresivas (golpean más a los pequeños que a los grandes en cerca de un 10 %), impulsan por ello la concentración de la producción en grandes capitales, y desestimulan cultivos alternativos.
¿Por qué estos argumentos no forman parte del discurso opositor? ¿Por qué no vemos masivamente a dirigentes del PRO, de la UCR o de la CC sosteniendo con claridad esa ilegalidad esencial de las retenciones, que destrozan el capital de trabajo, violan derechos de los ciudadanos, niegan las facultades constitucionales del Congreso y se apropian, también contra las normas expresas de la Constitución Nacional de recursos provinciales?
Es entendible que la dirigencia del sector agropecuario acepte el debate del “mercado persa”. En última instancia, lo que le interesa en forma directa es defender a sus representados y eso no está mal. No es entendible, sin embargo, que las principales figuras opositoras no agreguen luz a este debate escapando del “corralito” de las transacciones, y reclamen, con claridad y transparencia, la vigencia integral de la Constitución Nacional, y en lugar de ese discurso cristalino se dediquen a inventar nuevas alquimias con que diferenciarse del gobierno, pero sin llegar al “extremo” de reconocer su ilegalidad.
Claramente, no hay “retenciones” malas o buenas, según su nivel. Las retenciones son inconstitucionales. Aunque antes las hubiera aplicado Frondizi, Onganía, Perón, Alfonsín o Duhalde. Como no hay “inflación” buena, cuando es poquita, y “mala” cuando es grande. No se puede ser “un poquito” ladrón y en consecuencia, estar éticamente “más” justificado o “menos” condenado. Así como la inflación implica apropiarse ilegítimamente de ingresos ajenos a través de la manipulación de la moneda y de los precios relativos, las retenciones implican apropiarse ilegítimamente de ingresos ajenos a través de un impuesto que el Estado no está facultado a aplicar, en el marco de esta Constitución Nacional. Aunque antes todos lo hubieramos hecho y casi todos lo hubieran aceptado. Simplemente, porque afectan derechos de los ciudadanos que éstos no han delegado en el Estado.
Hoy estamos pasando en limpio el país del futuro y empezando una nueva construcción nacional. Arreglemos los cimientos del edificio, según las normas, las buenas normas. Entremos al mundo sin intentar inventar la pólvora. Aprovechemos una situación internacional que nos permite crecer sin hacer trampas a los demás, y tampoco a nosotros mismos. En muy pocos años podríamos volver a estar entre los primeros, en lugar de seguir decayendo y neutralizándonos en discusiones sobre el pasado, o en el mercado persa del momento.


Ricardo Lafferriere
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Un partido para el cambio de modelo

Las repetidas alusiones de la presidenta sobre las diferencias entre su “modelo” y el que presumiblemente defendería el campo la han llevado a insistir, en los últimos tiempos, en una nueva cantinela que comienza a ser reiterativa: la de instarlos a formar un partido político con ese fin.
El razonamiento de la señora presidenta, sin embargo, enfoca la cuestión en forma equivocada. No se ha leído en ningún reclamo del campo un pedido de “cambio de modelo”, si por tal entendemos el establecido por las normas constitucionales que nos rigen. Y por el contrario, la sospecha más grande es que, quien quiere un cambio de “modelo” sin tener legitimidad para hacerlo, es la propia presidenta.
“¿Cómo es eso?!, increparía seguramente ella de inmediato. “¡si nosotros ganamos las elecciones!...”
Exacto. Ganaron las elecciones. Eso significa que compitieron por la administración del país en el marco establecido por la Constitución y las leyes. En su propuesta electoral en ningún momento reclamaron un “cambio de modelo”, y al asumir, juró “por Dios, la Patria y ante los Santos Evangelios” respetar y hacer respetar sus normas.
Entre esas normas, existe una que establece el procedimiento para su propia reforma: ella debe conocerlas, no sólo porque es abogada sino porque fue integrante de la Convención Reformadora de 1994.
Volvamos al razonamiento: la resolución de las retenciones, que tanto ruido ha hecho en los últimos tiempos, no tiene fundamento constitucional, es decir, fue dictada al margen del “modelo”. Esto, al parecer, no le interesa demasiado a muchos legisladores, ni siquiera a muchos gobernadores. Sin embargo, no forma parte de un acuerdo que deba gestarse entre los funcionarios, cualquiera sea su lugar en el organigrama público, porque no se trata de distribución de competencias entre ellos: afecta al contrato fundamental entre el poder y los ciudadanos.
En nuestro sistema político, la base del poder es cada ciudadano. Todos los argentinos que ostenten esta categoría, en conjunto, forman “el pueblo”. Ese “pueblo”, por su ley fundamental, delega parcelas de su libertad originaria –“todos los hombres nacen libres e iguales...”- en el poder, bajo las condiciones que se establecen en la Constitución. Todas sus demás potestades y derechos quedan reservados por sus titulares originarios –los ciudadanos, como células básicas, y el “pueblo”, como entidad política que los abarca a todos-, por el artículo 32 de la Constitución.
Si el poder avanza sobre los derechos de los ciudadanos, se rompe el contrato constitucional, se rompe el “modelo”, como le gustaría decir a la señora presidenta.
Los hombres de campo –y quienes los han acompañado en sus reclamos en estos meses- no están pidiendo que se cambie ese modelo. Por el contrario, su reclamo ha sido muy claro: quieren que se lo respete.
Y, al contrario, quien ha pretendido cambiar el “modelo” sin tener facultades legítimas para hacerlo, es la propia señora presidenta, a quien cabría reclamarle que, si realmente quiere cambiar el modelo vigente, que presente el proyecto de reforma constitucional estableciendo otras bases, las que integran su propuesta.
Podrá así, por ejemplo, proponer reformas que anulen la prohibición de la confiscatoriedad, pongan mayores límites al derecho de propiedad, reduzcan las facultades del Congreso y las transfirieran al Ejecutivo, dispongan que los Jueces no tienen independencia ni estabilidad cuando pierden la confianza del poder, limiten la libertad de prensa, concentren la capacidad de disposición de recursos en el poder ejecutivo nacional con el correlativo vaciamiento del federalismo, y hasta deroguen la imputabilidad de los funcionarios en casos corrupción, entre otras cosas.
Si los ciudadanos –y el “pueblo”- votan esas reformas, la señora presidenta tendrá legitimidad para seguir haciendo lo que hace, y –entonces sí- los hombres del campo y quienes los acompañan deberían formar una fuerza política para volver al “modelo” cuya vigencia efectiva hoy reclaman. Porque el que está vigente por la Constitución, no es el que se está aplicando por la presidenta.
No es, entonces, el campo, el que tiene hoy que formar un partido para cambiar un modelo con el que está conforme. Es la presidenta, que pretende cambiar ese “modelo” sin tener facultades para hacerlo, la que en todo caso debe hacerlo.
Entonces, señora presidenta: si quiere cambiar su modelo, pues forme usted un partido político, o utilice el que ya tiene, proponga su proyecto al Congreso, y si obtiene los 2/3 de cada Cámara, convoque a una Convención Constituyente para hacerlo.
Si no, limítese a lo que son sus facultades. Gobierne según las normas de la ley. Y respete a los ciudadanos, que son sus mandantes y no sus súbditos, cuando éstos, en legítima defensa de sus derechos, le piden –aún teniendo derecho a exigirlo- que cumpla usted con la Constitución que juró respetar.



Ricardo Lafferriere
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domingo, 22 de junio de 2008

¿Nuevamente América?

Habrá que mirar nuevamente a América.
Nuestros pueblos sudamericanos, que recibieron de los viejos países colonialistas una savia fundadora sobre la que edificaron sus valores, su cultura y su imaginario, hace doscientos años comenzaban la aventura de sus independencias.
Sufrieron mucho, como en todas las luchas. Ejércitos imponentes y disciplinados, como el de José de la Serna, último virrey del Perú, fueron enfrentados por legiones de militares criollos al frente de millares de gauchos, hasta culminar en Ayacucho con la ruptura del último eslabón de la cadena. Y comenzaron a edificar sus países.
En esta construcción también sufrieron. El roto cordón umbilical fue reemplazado en las ideas por un faro brillante que inspiró todas las Constituciones de los nuevos países: los Estados Unidos, la única República existente en el mundo a comienzos del siglo XIX. En ella se inspiraron nuestros próceres y su Ley Fundamental impregnó de los nuevos valores revolucionarios las bases fundacionales de América: los derechos y libertades, la soberanía del pueblo, el Congreso como poder fundamental, y en algunos casos como el argentino, hasta el diseño del federalismo. Alberdi y Sarmiento, dos de nuestros próceres intelectuales, vieron en las leyes y en la educación de los juveniles “Estados Unidos” un paradigma a emular.
El fulgurante asceso norteamericano, sin embargo, desbordó hacia los vecinos con actitudes imperiales que lo alejaron del sentimiento criollo. Acciones traumáticas, como las intervenciones armadas, la guerra de Cuba o la apropiación de casi la mitad del territorio mexicano, fueron creando e incentivando una distancia que se proyectó durante años. Mientras, Europa volvía a inyectar savia trabajadora a través de millones de inmigrantes que llegaron con sus habilidades y su cultura, impregnando las viejas sociedades coloniales-revolucionarias. Y surgió esa sociedad pujante de comienzos del siglo XX, que en algunos países –como el nuestro, como el Uruguay, como Chile- recrearon su simpatía por sus “madres patrias”, alejándose espiritualmente del hermano mayor, cuyo liderazgo se había convertido en una esperanza frustrada.
Así recorrimos el siglo XX. Una recelosa mirada que en ocasiones expresaba simpatía y en otras, molestia y hasta odio, fue oscilando entre nuestros países y los dos grandes espacios de occidente. De uno, recibimos su cultura. Del otro, sus instituciones. El violento siglo XX también nos enredó a los latinoamericanos y pasó como un vendaval cuyos coletazos nos golpearon y aún nos dividieron –desde las dos grandes guerras, hasta el mundo bipolar; desde las “guerras revolucionarias” hasta la “doctrina de la seguridad nacional”; desde los modelos autárquicos, hasta la globalización-.
Pero quedaron los valores. Entre ellos, uno pasó a la cabeza: la lucha por los derechos humanos. Y otro lo siguió de cerca: la solidaridad.
Las decisiones que tomó el Parlamento Europeo la semana pasada golpean en el corazón de ambos. El reclamo –ya que la “lucha por” desapareció hace rato- de respeto por derechos humanos en Cuba, que había llevado a una actitud saludada y respetada por los demócratas latinoamericanos, acaba de sufrir un golpe abrumador con el levantamiento de las sanciones, motivada por razones de almacén y despreciada hasta por sus supuestos beneficiarios. Y la solidaridad recibió el mazazo de la “directiva de retorno”, mejor definida como ley de expulsiones, sancionada por el Parlamento Europeo, que encuadra en la condena ética más enérgica desde Kant a Bauman –ambos europeos, ambos luminosos, ambos respetados-, no sólo desde la igualdad formal en busca de la utopía de la “ciudadanía universal” sino desde la propia filosofía humanista de la posmodernidad. Europa se ha encerrado en sus vicios, desechando sus virtudes. Y ver a un socialista como Rodríguez Zapatero esforzándose en construir sofismas justificatorios no hace más que profundizar la tristeza de nuestra perspectiva americana y, estoy seguro, también de la de millones de europeos que aún creen en la modernidad y en la igualdad esencial de todos los seres humanos.
Quizás tengamos, una vez más, que volver nuestra mirada a nuestra América. A nosotros mismos, que todavía debemos aprender mucho. Y a nuestros antiguos hermanos mayores, que también deben aprender especialmente en su humildad, para matizar su convicción de ser los depositarios de la marcha de la historia hacia la democracia universal y terminar con actitudes que los degradan, como la prisión de Guantánano, pero que se han convertido en el país del mundo que, aún con sus espasmos excluyentes, más cantidad de inmigrantes recibe anualmente y mejor ejemplo democrático nos está mostrando con su proceso de selección de nuevo presidente.
Desde nuestra lejanía geográfica del Occidente del Sur, que es Europa y también es América, no podemos dejar de admirar a una sociedad abierta que ha llegado en su evolución a abrir la posibilidad de que un negro descendiente de esclavos esté en la puerta de ser elegido su Presidente (¿sería esto posible en algún país europeo?). Quienes transitamos los cincuenta o sesenta años de edad, aún recordamos la dureza de las luchas por los derechos civiles, las muertes de Kennedy y Luther King, la persecusión de las acciones aberrantes del KKK y la admirable resistencia de millones de jóvenes norteamericanos a la política de su gobierno en Viet Nam, bastante más claras que las de los jóvenes franceses durante la batalla de Argel. En momentos de balances, no podemos dejar de pensar en sus aportes a la formación de una conciencia universal sobre los derechos humanos.
Pero principalmente, debemos recordar las responsabilidades propias, las que se asientan en los valores en los que se apoyó la fundación de nuestras sociedades, y que se extienden desde producir alimentos para un mundo hambriento, hasta abrir nuestras puertas a todos los hombres de buena voluntad; desde defender sin anteojeras los derechos de las personas de cualquier ataque –de “izquierda” o de “derecha”- hasta trabajar con todos los pueblos del mundo que lo deseen para la construcción de una globalización con ley, con justicia, con equidad, con derecho y con respeto al planeta, convertido en el hogar común, más allá de las pequeñas ranchadas nacionales, de todos los seres humanos que lo poblamos.
No hay ya en el mundo personas aisladas. Se está conformando el gigantesco entramado del mundo global de las personas, que se agrega a la vieja globalización de los Estados y la no tan vieja de las empresas. Todos somos hoy responsables de todo. Cada ser humano sobre la tierra va en camino de convertirse en una célula –libre e igual- a las otras 6.700 millones que conforman la humanidad, con su responsabilidad indelegable en la construcción del mundo que viene. Trae de arrastre sus viejas épicas, sus antiguas afinidades, sus recelos y miedos. Debe sacar lo mejor de ese pasado, inspirarse en los ejemplos más sentidos y, en nuestros pagos, parafraseando a Heidegger cuando definía al ser humano como un “proyecto lanzado”, pensar en América, toda ella, como lo señaló Juan Pablo II en su viaje a Brasil, como el Continente de la Esperanza para aportar, desde acá, al “proyecto lanzado” de una sociedad planetaria mejor.


Ricardo Lafferriere
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La renta de la tierra

La actualización del debate sobre los aranceles de exportación sobre algunos productos primarios ha vuelto a instalar el tradicional debate sobre la “renta de la tierra”.
Su estudio fue encarado por los clásicos, desde Adam Smith y David Ricado, hasta Carlos Marx, y aunque sus conclusiones no son exactamente iguales, se refieren en todos los casos a un supuesto de origen diferente al de la Argentina de hoy: la presencia del “terrateniente”, dueño de la tierra por herencia feudal o propiedad originaria, que recibía un monto del ingreso por facilitar la disposición de ese bien para la producción aplicando en él el trabajo y la tecnología necesarias para la producción, esta última ínfima en relación a la requerida en la explotación agropecuaria moderna.
Al precio final de la producción, entonces, deducidos el costo del trabajo, de la tecnología y de la ganancia capitalista, le quedaría un “excedente”, que recibiría el terrateniente como compensación por el uso de una propiedad privada, normalmente preexistente y no adquirida según las reglas de mercado, no incorporadas a la cuenta del “capital” -y por lo tanto, no sujeto al mecanismo capitalista la de tasa de interés- para la puesta en marcha de un emprendimiento productivo.
El valor de esa renta difería para los distintos autores. Para Adam Smith, estaba determinada por la porción de la rentabilidad que debía entregarse al terrateniente como condición de su disponibilidad. David Ricardo cuestionaba este concepto, sosteniendo que se confundía con el alquiler del bien y proponía un método basado en el diferente nivel de productividad de los diferentes tipos de suelo. En su razonamiento, el precio de producción agropecuario estaba fijado por el costo de producción más la ganancia de un producto generado en las tierras menos productivas, y la diferencia de ganancia entre este precio –al que correspondía un determinado mayor nivel de costos- y el surgido de las tierras más productivas era la “renta” abonada al terrateniente. De este razonamiento se deduce que la renta no existiría siempre, ya que en el supuesto de un territorio con igual productividad, ese diferencial no existiría.
Marx, en un análisis que diferenciaba entre renta “absoluta” y renta “diferencial”, y a la vez subdividía a ésta en “clase 1” y “clase 2”, sintetizaba su concepto en la afirmación de que “renta es todo aquello que se le paga al terrateniente por explotar su tierra”. No existiría sólo en el caso de la propiedad colectiva de la tierra, o sea, de su libre disposición por cualquiera y se fundaba en el carácter “limitado” de la tierra, a diferencia de los bienes de producción “producidos”. En una economía de propiedad privada, la renta sería, en su concepto, el equivalente de una ganancia extraordinaria en una sociedad colectivizada. Su concepto tenía que ver con la demanda –que fija el precio- y con la oferta –que determina el costo de producción- y hoy está fuertemente matizado por el cambio sustancial en el proceso productivo agropecuario
¿Cómo hace una economía moderna para evitar que la “renta” o “ganancia extraordinaria” beneficie injustamente a pocos? A través del sistema impositivo, y específicamente, del impuesto a las ganancias, cuya elaborada sofistificación permite contemplar todos los aspectos necesarios para discriminar situaciones diferentes.
La tierra, hoy, es un componente de la explotación agropecuaria, pero con las siguientes características:
Es un bien de mercado, para acceder al cual es necesario realizar una determinada inversión que no puede obviarse en las cuentas de capital. Al igual que cualquier otro bien, su costo está determinado por su productividad intrínseca, y por la tecnología y la capacidad del trabajo humano que requiere se le incorporen. El precio de disposición de la tierra para una campaña agrícola no tiene una característica económica muy diferente de alquilar una grúa para la construcción para un edificio, o un generador eléctrico para una planta industrial, o del escenario para un festival audiovisual.
En la ecuación de costos, la tierra ha dejado de tener la importancia fundamental que tenía en épocas de escaso desarrollo tecnológico y trabajo humano sin calificar. La explotación agropecuaria marcha hoy a la vanguardia del desarrollo tecnológico y requiere no sólo un equipamiento que suele ser comparable o superior al valor de la tierra –y que, al igual que ésta, tiene un costo de mercado- sino que necesita inversiones cuantiosas en semillas, fertilizantes, plaguicidas y otros complementos que acrecientan la demanda de inversión. O sea: requiere contar con un capital operativo que hace un siglo era ínfimo.
El precio de los productos agropecuarios de exportación está determinado por el mercado mundial, haciendo imposible aplicar un criterio homogéneo de cuál es la “renta” diferencial con respecto al costo de la producción realizada en otros países. La aplicación de subsidios en numerosos países agrega un componente adicional de distorsión del mercado, reduciendo artificialmente el precio de competencia. Los insumos agropecuarios, el gran componente de la producción agropecuaria moderna, tienen, por su parte, un mercado internacional con precios globalizados.
La novedosa ganancia que produce el incremento de los precios internacionales no es atribuible a la propiedad de tierra o la “renta agraria”, sino al crecimiento estructural (y no meramente circunstancial) de la demanda frente a una oferta que no ha reaccionado a la misma velocidad, pero que la seguirá hasta alcanzarla, mediante la incorporación tecnológica, biotecnológica y de producción. Para mantener el nivel de rentabilidad será necesario volcar crecientes ingresos a ambos frentes de investigación, desarrollo tecnológico e incorporación productiva. Y confiscar la rentabilidad no sólo conspira contra ese objetivo, sino que anula el excedente con el que puede financiarse la ampliación productiva para responder a la demanda creciente.
Estas circunstancias marcan la esencial similitud entre la explotación agropecuaria y cualquier otra explotación económica. Las leyes de la economía –oferta, demanda, rentabilidad, inversión, ahorro, tasas de interés, tecnología, precios, riesgos, seguros- no tienen diferencias fundamentales –aunque sí especificidades- con otras actividades que ameriten un trato distinto en razón de la justicia distributiva.
Lo antedicho no implica negar la posibilidad –e incluso, la necesidad- del arbitraje público en algunos aspectos sensibles relacionados con la disponibilidad de alimentos para el país y el mundo, de la misma forma que otros mercados –como el de medicamentos, por ejemplo- o incluso el arraigo de la población, la preservación del ambiente, los bosques y la propia diversidad biológica. Ese saludable y necesario arbitraje debe ejercitarse, cuando sea necesario, contemplando el interés general, con las herramientas impositivas y de asignación de recursos fijados por el orden legal, con sus límites, condiciones y controles, y debe ser adecuadamente fundado, producto de un debate transparente y abierto como el que requiere la modernidad reflexiva.
Pero también implica tomar conciencia de que tratar a la tierra como en los tiempos de la economía feudal o inmediatamente post-feudal o con criterios similares a los de la minería extractiva de recursos no renovables –como el petróleo, por ejemplo- puede generar el desestímulo a la actividad agropecuaria, provocando en definitiva el incremento de los precios al golpear sobre la oferta reduciéndola, fenómeno que se insinuó ya a nivel internacional a raíz de la crisis argentina en estos últimos tres meses, que incrementó el precio internacional de la soja. De esta forma, no sólo se afecta a los productores, a los que se agrede con la incertidumbre sobre sus condiciones de trabajo e inversión, sino se genera un daño de alcance universal: el encarecimiento de los alimentos a una humanidad hambrienta.
De cara a la justicia impositiva, la conclusión es nítida: el impuesto a las ganancias –aún con la discutible incorporación de un impuesto especial a la ganancia extraordinaria- sigue siendo la mejor respuesta, en razón de que grava la ganancia realmente producida en cabeza de los productores que la tengan, y admite suficiente sofistificación como para poder contemplar las deducciones por zonas, por cargas familiares, por reinversión de utilidades y demás rubros que ha estudiado suficientemente la ciencia impositiva y que integren la decisión política debatida y expresada en el Congreso, como representación de la pluralidad social.
Aún así, la prudencia debe guiar la excepcionalidad. Los hechos concretos marcan los previsibles destinos –y desatinos- de esos ingresos extraordinarios en la Argentina de hoy. En manos públicas, es altamente probable la irresponsabilidad (tren “bala”, caso Skaska, empresas públicas fantasmas, festival de subsidios cruzados, corrupción ramplante, falta de control y transparencia). En manos de los productores se canaliza hacia la industria de maquinarias agrícolas, la inversiones en biotecnología, la ampliación de la producción, el comercio y los impuestos locales, la dinamización de los pueblos rurales, la ampliación del stock ganadero, y en ocasiones, alguna inversión inmobiliaria en departamentos en la ciudad para alojar a los jóvenes de familias agropecuarias que estudian. Difícilmente haya un ejemplo más claro del rol económicamente virtuoso de la libertad de mercado que éste, eximiendo al Estado de su necesaria intervención ante la inexistencia de distorsiones. Ni la posición más extremadamente marxista podría hoy ignorar la diferente consecuencia que tiene una renta apropiada por un Estado autoritario y sin “accountability” de uno democrático, transparente y moderno, o su libre disposición por ciudadanos libres.
Las “retenciones móviles”, como se ha dado en llamar a los aranceles variables de exportación de soja, al no discriminar diferentes situaciones, además de violar la Constitución, conllevan una confiscación tosca y rudimentaria, propia de un sistema fiscal primitivo, generan injusticias y provocan desestímulos a la producción sin ningún beneficio en el precio de los productos que gravan –sino que, por el contrario, encarecen el alimento en el plano internacional sin abaratarlos en el plano interno, ya que dichos productos no forman parte de la canasta alimentaria argentina-. Y conspiran contra el desarrollo integral del territorio reforzando la concentración macrocefálica, la industria ineficiente subsidiada por el campo y la construcción política clientelar, en los que tributaría injustamente el esfuerzo productivo agropecuario. Un buen impuesto a las ganancias, transparente, sofisticado y coparticipable, es infinitamente superior a cualquier retención.
La “renta agraria” es un concepto interesante para el análisis académico de otras épocas y otros países que, aunque usado ligeramente en el debate político argentino para “vestirlo” semánticamente, no tiene relación alguna con la fijación de aranceles móviles sobre la exportación de soja, los que en esencia implican la intervención directa sobre el precio de mercado de un producto (y sobre los derechos de sus dueños productores) sin respaldo constitucional, y sin ventajas sociales o económicas verificables.



Ricardo Lafferriere
www.ricardolafferiere.com.ar
ricardo.lafferriere@gmail.com

lunes, 16 de junio de 2008

¿Horas finales?

¿Es que han perdido toda noción de prudencia? ¿Es que no les interesa ya atravesar cualquier límite? ¿Es que la paz entre los argentinos dejó de ser para el gobierno un valor apreciable?
Que tengamos que vivir esta situación bordeando el abismo en el momento internacional más promisorio de la historia argentina es sólo imputable a una causa: el deterioro del marco institucional por la obsesión autoritaria de una persona.
Cualquier país democrático, ante un conflicto de la magnitud del que existe con el campo, hubiera buscado su solución a través de su sistema de mediación institucional. Para eso está el Congreso, sus comisiones específicas, sus espacios de diálogo y generación de consensos... incluso su justicia, si así fuera el caso.
Todo está parado, por decisión del jefe del partido oficialista. El Congreso no se reúne desde hace semanas, a pesar de los reiterados esfuerzos de los legisladores opositores. La Justicia sigue con su marcha parsimoniosa, como si estuviera juzgando una tranquila causa particular en la pacífica Suiza. Y mientras eso sucede, el jefe del peronismo llama a sus partidarios, a través de su vocero, a “armarse”, no se sabe para qué, porque nadie ha impedido a la administración el uso de las fuerzas regulares de orden público –policía, gendarmería, prefectura- si fuera necesario su uso para mantener el orden jurídico y social del país.
La amenaza de repartir armas entre quienes, en el acto de portarlas, se transformarán en delincuentes, lleva al país ya al límite absoluto de la tolerancia. Indica que el régimen de gobierno transcurre sus horas finales.
El país maduro, por el momento, mira azorado. Las inversiones hace rato que se paralizaron. Los pequeños ahorros fugan rápidamente hacia la divisa, previendo el caos que se avecina. La marcha de la economía, cada vez más ralentizada, está al borde de detenerse. Los productos desaparecen de las góndolas, en parte porque faltan debido al caos generado por el gobierno, y en parte por temor ante los saqueos que son usuales en esta clase de procesos.
El clima de “cambio de tiempo” está claro, y lo único que sigue incierto es el momento final. Nadie puede ya, con esta situación y este desborde emocional y político del jefe del partido oficial, pensar que el país podrá atravesar con tranquilidad los tres años y medio que faltan hasta el 2011.
Salvo que la presidenta reaccione. Es la última esperanza.
¿Todos se volvieron locos?
Presidenta, ¿está su marido en sus cabales? ¿Lo está usted?



Ricardo Lafferriere
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ricardo.lafferriere@gmail.com

viernes, 6 de junio de 2008

Por favor, señora presidenta, ¡reaccione!

Hace algún tiempo y por diversos medios, se transmitió la sospecha sobre su título de abogada, de las que el autor no se hizo eco en las diversas columnas publicadas. Sin embargo, insistió en repetidas ocasiones en reclamarle más apego a la letra de la Constitución y alertó sobre la dudosa coherencia de manifestarse “kelseniana” –en ocasión de dirigirse al Congreso- y la asunción de potestades que ni la Constitución ni la Ley le otorgan.
Ahora ha vuelto usted a repetir el error, magnificado luego por su Jefe de Gabinete. En Roma, le pareció mal que “capitales financieros” obtuvieran una rentabilidad “del 35 % en seis meses”, dijo usted en una reunión mundial por la crisis de alimentos, achacando la actual suba de precios a la “especulación financiera” antes la atónita mirada de quienes la escuchaban. Y al día siguiente, su Jefe de Gabinete alegó la imposibilidad de análisis judicial de la resolución que aplica las retenciones, porque se trataría de una “medida de gobierno”, que no podría ser “judiciable”. En su último discurso, vuelve usted a referirse a “los que han ganado mucho” y por eso pueden vivir “tres meses sin trabajar”. Su marido, por su parte, insistió en Chubut en insultar a una enorme cantidad de compatriotas que la votaron en la última elección. Les pide que se arrodillen ante él, pidiéndole perdón. Según él, son “oligarcas” y “extorsionadores”, que “ganan mucho”.
Vamos por parte.
Ha dicho usted hace un tiempo que la “redistribución del ingreso” –a la que estaría obligada por sus principios- no podría hacerse “sin sacarle a los que tienen”. Afirmación aceptable. ¿Dónde está el problema? Pues, en las facultades y límites que le da la Constitución y la ley para hacerlo. Éstas surgen del artículo 99 de la Constitución, y las del Congreso en el artículo 75. Del juego de esas dos normas surgen las potestades políticas del Estado sobre los derechos de los ciudadanos, definidos antes, mucho antes, en los artículos 14 a 32 de la misma Constitución.
Con un agregado: cualquier poder residual corresponde a los ciudadanos –y no al Estado- según la letra terminante del artículo 33: “Las declaraciones, derechos y garantias que enumera la Constitucion, no seran entendidos como negacion de otros derechos y garantias no enumerados; pero que nacen del principio de la soberania del pueblo y de la forma republicana de gobierno.
Del juego de estas normas surge claramente que sus facultades no son omnímodas, sino sólo las que el pueblo ha delegado en usted, como titular de una función política. “Redistribuir el ingreso” está bien. Es más: la obliga a ello el artículo 14 bis, que determina las prioridades. Y el resto del articulado le fija las herramientas impositivas (los impuestos directos e indirectos), el procedimiento para aplicarlos (la ley de presupuesto) y los límites a su accionar.
¿Cuáles son esos límites? Pues la misma Constitución los establece. El artículo 14, que define y garantiza el derecho de propiedad, sus alcances y sus límites. El artículo 75, incs. 1 y 2, que establecen las facultades impositivas del Congreso. El artículo 76, que prohibe la delegación legislativa. El artículo 8º transitorio, que hace caducar a los cinco años desde 1994 toda las delegaciones anteriores. La jurisprudencia pacífica de la Corte, que establece en el 33 % de la base imponible el máximo permitido para la carga impositiva, bajo sanción de convertirse en “confiscatoria” y caer en la sanción del artículo 17 de la Constitución. Y en la igualdad, “base de los impuestos y las cargas públicas” –art. 16 CN-, que no se respeta si se concentra en un sector una carga que no tienen los demás –como el sector financiero, o el sector rentista u el hotelero, como lo puede observar con los ingresos de su propio emprendimiento en El Calafate-.
Imagine por un momento cómo se sentíra usted misma si a la tarifa de USD 4.958 por dos personas–seis días de su Hotel “Casa los Sauces” (www.casalossauces.com), o sea alrededor de $ 15.000 por semana, o sea $ 60.000 por mes, o sea $ 360.000 por semestre por UNA HABITACIÓN, el Estado decidiera “retenerle” el 44 % de la tarifa bruta (o sea $ 158.400) además de ganancias, ingresos brutos, y todos los impuestos y aportes previsionales porque decide que está ganando demasiado con el turismo internacional, obteniendo una “renta” exagerada de acuerdo a su inversión al aprovechar los beneficios de la pesificación y de los escenarios naturales, cobrando en dólares. Sería escandaloso y seguramente como abogada sabría defender la causa ante los tribunales, alegando la inconstitucionalidad. Y tendría razón.
A propósito: quizás debiera usted saber que para obtener un ingreso bruto equivalente al de una habitación de su hotel en seis meses, un productor debe obtener, en los promedios de rendimiento de Entre Ríos, por ejemplo, una cosecha exitosa de no menos de Ciento veinte hectáreas.
Destaco: Una habitación de su hotel, Ciento veinte hectáreas de soja.
Si a usted le molestaría que el gobierno le “retuviera” el 44 % de su ingreso bruto, imagínese si además de tender las camas y limpiar el piso hubiera tenido que arar, sembrar, fertilizar, cuidar, cosechar, comprar semillas, comprar gasoil, y luego, vender a un precio que es incierto, por la acción del gobierno y del propio mercado. Y luego de todo, pagar impuestos y aportes...
No se trata entonces, señora, de que un sector no obedece una legítima decisión suya. Es usted la que pretende hacer pasar por legítima una decisión ilegal, y pretende que se la obedezca, como si fuera Luis XIV. Señora, por favor, ¡reaccione!...
No es usted como presidenta, –mucho menos su marido- la “propietaria” del país, como los “gobernadores-propietarios” de los tiempos oscuros de la Colonia, con potestad para decidir según su discrecionalidad cuánto puede ganar una persona en una actividad lícita. Es una funcionaria de una Nación que ha elegido vivir en un sistema “representativo, republicano y federal” sobre la base de una Ley Fundamental que usted ha jurado respetar.
Esta definición, que apoya en los ciudadanos todas las facultades del Estado, cuenta con una última garantía, presente en forma continua: la independencia total de la justicia y la garantía que la justicia brinda a todos y cada uno de los argentinos de que sus derechos no serán violados por el poder. La pretensión del Jefe de Gabinete de que la sola autocalificación de una medida de gobierno como una decisión “política, que no puede –por ello- ser judiciable”, es tan absurda como pretender que la Justicia no pueda valorar cuándo han sido afectados derechos de las personas que están encima, muy por encima, de cualquier decisión, voluntad, intención o pretensión de los funcionarios. Con ese razonamiento, podría detener personas, confiscar bienes, apropiarse de fondos públicos... diciendo que son “medidas políticas” y pretendiendo indemnidad. Y la justicia, señora, hasta ahora y en los casos en que han sido sometidos a su decisión ha declarado ya la insconstitucionalidad de la resolución de su ex ministro que impuso las “retenciones moviles”.
Entonces, señora, ¿no sería bueno que releyera los viejos libros de Derecho Constitucional de sus épocas de alumna de la Facultad de Derecho en La Plata? Y de paso, ¿no le parece que sería bueno, también, releer a su admirado Kelsen, repasar la “pirámide”, recordar la fulminante ilegalidad que conllevan las decisiones políticas que son tomadas por funcionarios u órganos sin facultad para hacerlo? ¿No recuerda la definición de las condiciones que requieren las decisiones –individuales o colectivas- de un sujeto público para ser productor de normas jurídicas válidas? ¿No resuenan en su memoria las advertencias de que, por fuera del orden jurídico de la “Teoría Pura del Derecho”, el peligro es que las referencias de valor de las normas se atribuyan, como en épocas inquisitoriales o premodernas, a los valores religiosos, a la pura violencia, a los caprichos o a la ideología, en desmedro del derecho y de las personas?
La hemos escuchado, señora, referirse en distintas ocasiones a la necesidad de ingresar definitivamente en la modernidad. Es imposible no coincidir con este propósito. La modernidad conlleva el respeto a la ley, la ausencia de atajos institucionales, la valoración igualitaria ante la ley del individuo –que la democracia convierte en “ciudadano”-. A partir de allí, todo es posible.
Cierto es que la modernidad genera sus propios conflictos, otras desigualdades y nuevas injusticias. Ulrich Beck advierte sobre estos problemas, los “dilemas” de la modernidad y alerta sobre la tentación de atacarlos retrocediendo. Las nuevas injusticias requieren profundizar los principios modernos, con una actitud reflexiva. Eso hace una mirada progresista. Una mirada reaccionaria, por el contrario, en lugar de profundizarlos hace causa común con la irracionalidad previa, ataca los principios modernos –igualdad ante la ley, ciudadanos como base del orden jurídico y político, poder limitado, libertad de expresión y de acción política- y cree, ingenuamente, que volviendo al pasado –totalitario, absorbente, del poder sin límites apoyado en la fuerza o el puro voluntarismo- puede superar los nuevos problemas. No advierte que en ese intento recrea los antiguos conflictos y que ello equivale a despertar también las viejas luchas.
Este no es un reclamo “juridicista”. Es el angustioso recordatorio del abismo que se abre cuando la ley desaparece, situación que, entre otras cosas, abre a los ciudadanos el derecho a la resistencia. Derecho que muchos, en el país, han comenzado a ejercitar, legítimamente.
Vuelva, señora presidenta, al ejercicio del poder como lo construye la Constitución y las leyes. No preste oídos a improvisados constructores del poder por la pura fuerza, que la llevarán a ser un triste recuerdo en la historia. Retome su discurso electoral de unidad, de apertura al mundo, de rescate de los principios fundacionales del país, de respeto a los próceres de todos los partidos. ¿O en serio piensa que encontrará una salida recreando la polarización de 1945? Usted, que ha viajado, que ha visto cómo se está construyendo el mundo del futuro, que ha podido observar el formidable impulso del mundo global y la arrasadora irrupción de las nuevas naciones emergentes –una de ellas, o más bien varias, en nuestras propias fronteras- ¿no se siente fuera de época con ese discurso y esas consignas?
Millones de argentinos de buena voluntad están esperando que reaccione, los del campo antes que nadie. Sacúdase el pasado. Mire hacia adelante. Una a los argentinos. No conduzca al país a un nuevo abismo, que la arrastrará a usted. Levante la mirada, por un momento.
Convoque a la oposición, donde encontrará más deprendimiento –y afecto- que el que tiene a su lado. Abra el diálogo con quienes no tienen su misma visión, pero sí un gran patriotismo.
Por favor, señora, ¡reaccione! No queda mucho tiempo...


Ricardo Lafferriere
www.ricardolafferriere.com.ar