Habrá que mirar nuevamente a América.
Nuestros pueblos sudamericanos, que recibieron de los viejos países colonialistas una savia fundadora sobre la que edificaron sus valores, su cultura y su imaginario, hace doscientos años comenzaban la aventura de sus independencias.
Sufrieron mucho, como en todas las luchas. Ejércitos imponentes y disciplinados, como el de José de la Serna, último virrey del Perú, fueron enfrentados por legiones de militares criollos al frente de millares de gauchos, hasta culminar en Ayacucho con la ruptura del último eslabón de la cadena. Y comenzaron a edificar sus países.
En esta construcción también sufrieron. El roto cordón umbilical fue reemplazado en las ideas por un faro brillante que inspiró todas las Constituciones de los nuevos países: los Estados Unidos, la única República existente en el mundo a comienzos del siglo XIX. En ella se inspiraron nuestros próceres y su Ley Fundamental impregnó de los nuevos valores revolucionarios las bases fundacionales de América: los derechos y libertades, la soberanía del pueblo, el Congreso como poder fundamental, y en algunos casos como el argentino, hasta el diseño del federalismo. Alberdi y Sarmiento, dos de nuestros próceres intelectuales, vieron en las leyes y en la educación de los juveniles “Estados Unidos” un paradigma a emular.
El fulgurante asceso norteamericano, sin embargo, desbordó hacia los vecinos con actitudes imperiales que lo alejaron del sentimiento criollo. Acciones traumáticas, como las intervenciones armadas, la guerra de Cuba o la apropiación de casi la mitad del territorio mexicano, fueron creando e incentivando una distancia que se proyectó durante años. Mientras, Europa volvía a inyectar savia trabajadora a través de millones de inmigrantes que llegaron con sus habilidades y su cultura, impregnando las viejas sociedades coloniales-revolucionarias. Y surgió esa sociedad pujante de comienzos del siglo XX, que en algunos países –como el nuestro, como el Uruguay, como Chile- recrearon su simpatía por sus “madres patrias”, alejándose espiritualmente del hermano mayor, cuyo liderazgo se había convertido en una esperanza frustrada.
Así recorrimos el siglo XX. Una recelosa mirada que en ocasiones expresaba simpatía y en otras, molestia y hasta odio, fue oscilando entre nuestros países y los dos grandes espacios de occidente. De uno, recibimos su cultura. Del otro, sus instituciones. El violento siglo XX también nos enredó a los latinoamericanos y pasó como un vendaval cuyos coletazos nos golpearon y aún nos dividieron –desde las dos grandes guerras, hasta el mundo bipolar; desde las “guerras revolucionarias” hasta la “doctrina de la seguridad nacional”; desde los modelos autárquicos, hasta la globalización-.
Pero quedaron los valores. Entre ellos, uno pasó a la cabeza: la lucha por los derechos humanos. Y otro lo siguió de cerca: la solidaridad.
Las decisiones que tomó el Parlamento Europeo la semana pasada golpean en el corazón de ambos. El reclamo –ya que la “lucha por” desapareció hace rato- de respeto por derechos humanos en Cuba, que había llevado a una actitud saludada y respetada por los demócratas latinoamericanos, acaba de sufrir un golpe abrumador con el levantamiento de las sanciones, motivada por razones de almacén y despreciada hasta por sus supuestos beneficiarios. Y la solidaridad recibió el mazazo de la “directiva de retorno”, mejor definida como ley de expulsiones, sancionada por el Parlamento Europeo, que encuadra en la condena ética más enérgica desde Kant a Bauman –ambos europeos, ambos luminosos, ambos respetados-, no sólo desde la igualdad formal en busca de la utopía de la “ciudadanía universal” sino desde la propia filosofía humanista de la posmodernidad. Europa se ha encerrado en sus vicios, desechando sus virtudes. Y ver a un socialista como Rodríguez Zapatero esforzándose en construir sofismas justificatorios no hace más que profundizar la tristeza de nuestra perspectiva americana y, estoy seguro, también de la de millones de europeos que aún creen en la modernidad y en la igualdad esencial de todos los seres humanos.
Quizás tengamos, una vez más, que volver nuestra mirada a nuestra América. A nosotros mismos, que todavía debemos aprender mucho. Y a nuestros antiguos hermanos mayores, que también deben aprender especialmente en su humildad, para matizar su convicción de ser los depositarios de la marcha de la historia hacia la democracia universal y terminar con actitudes que los degradan, como la prisión de Guantánano, pero que se han convertido en el país del mundo que, aún con sus espasmos excluyentes, más cantidad de inmigrantes recibe anualmente y mejor ejemplo democrático nos está mostrando con su proceso de selección de nuevo presidente.
Desde nuestra lejanía geográfica del Occidente del Sur, que es Europa y también es América, no podemos dejar de admirar a una sociedad abierta que ha llegado en su evolución a abrir la posibilidad de que un negro descendiente de esclavos esté en la puerta de ser elegido su Presidente (¿sería esto posible en algún país europeo?). Quienes transitamos los cincuenta o sesenta años de edad, aún recordamos la dureza de las luchas por los derechos civiles, las muertes de Kennedy y Luther King, la persecusión de las acciones aberrantes del KKK y la admirable resistencia de millones de jóvenes norteamericanos a la política de su gobierno en Viet Nam, bastante más claras que las de los jóvenes franceses durante la batalla de Argel. En momentos de balances, no podemos dejar de pensar en sus aportes a la formación de una conciencia universal sobre los derechos humanos.
Pero principalmente, debemos recordar las responsabilidades propias, las que se asientan en los valores en los que se apoyó la fundación de nuestras sociedades, y que se extienden desde producir alimentos para un mundo hambriento, hasta abrir nuestras puertas a todos los hombres de buena voluntad; desde defender sin anteojeras los derechos de las personas de cualquier ataque –de “izquierda” o de “derecha”- hasta trabajar con todos los pueblos del mundo que lo deseen para la construcción de una globalización con ley, con justicia, con equidad, con derecho y con respeto al planeta, convertido en el hogar común, más allá de las pequeñas ranchadas nacionales, de todos los seres humanos que lo poblamos.
No hay ya en el mundo personas aisladas. Se está conformando el gigantesco entramado del mundo global de las personas, que se agrega a la vieja globalización de los Estados y la no tan vieja de las empresas. Todos somos hoy responsables de todo. Cada ser humano sobre la tierra va en camino de convertirse en una célula –libre e igual- a las otras 6.700 millones que conforman la humanidad, con su responsabilidad indelegable en la construcción del mundo que viene. Trae de arrastre sus viejas épicas, sus antiguas afinidades, sus recelos y miedos. Debe sacar lo mejor de ese pasado, inspirarse en los ejemplos más sentidos y, en nuestros pagos, parafraseando a Heidegger cuando definía al ser humano como un “proyecto lanzado”, pensar en América, toda ella, como lo señaló Juan Pablo II en su viaje a Brasil, como el Continente de la Esperanza para aportar, desde acá, al “proyecto lanzado” de una sociedad planetaria mejor.
Ricardo Lafferriere
www.ricardolafferriere.com.ar
ricardo.lafferriere@gmail.com
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