viernes, 18 de julio de 2008

No, Jorge. No es así

A Jorge Lanata

En tu columna de Crítica de hoy miercoles 16 de julio de 2008, en una nota titulada “El país de Bombita Rodríguez”, reclamás con insistencia sobre la escasa importancia del debate sobre el campo, que en forma simpática, quizás para distender su dramatismo, caracterizaron en tu diario, desde que comenzó, como “La guerra gaucha”.
En la nota mencionada, palabras más palabras menos, afirmás que no se puede convertir la discusión por una alícuota en una guerra a muerte. Y ponés varios ejemplos –sería redundante repetirlos- sobre lo que, a tu juicio, serían verdaderos temas importantes. Adelanto que coincido con toda la línea argumental de la nota, que muestra la irracionalidad del discurso oficial en estos meses.
Sin embargo, el “issue” de la guerra gaucha no es un tema menor, sino que, por primera vez en décadas –o al menos, por primera vez desde la democracia- implica cuestionar quién tiene el derecho de disponer del fruto de su trabajo, si su dueño o el sistema político.
Nada me gustaría más que coincidir con restarle dramatismo al tema, pero es imposible. La decisión del gobierno y de la mayoría parlamentaria de aplicar un impuesto que equivale en algunos casos a más del 100 % de la ganancia de una explotación rural –vale decir, para pagarlo no alcanza con la totalidad de la cosecha, sino que hay que vender capital- coloca a la decisión en un guiness internacional (en Estados Unidos e Italia, los países con mayores tasas de imposición a las ganancias, el límite es el 40 %).
La decisión no es una simple fijación de alícuota: es cambiar el sistema legal y económico que constitucionalmente rige en el país, pasando por encima de normas constitucionales a las que todos, gobierno y gobernados, deben atarse.
No es válido reclamar respeto al gobierno representativo porque fue elegido en elecciones –cuyo valor constitucional es implícito- y a la vez reconocerle a ese gobierno la facultad de pasar por encima de los derechos constitucionales de las personas.
A partir de esta decisión política del Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria, en el país han comenzado los saqueos. En este caso, los comenzó el gobierno. Las consecuencias, como en todos los casos históricos de rebeliones fiscales, se prolongarán en el tiempo por encima de los razonamientos e invocaciones ideológicas. Y las sufriremos todos.
No se trata de una simple abstracción, una elaboración intelectual más o menos progresista, o una inocua medida de gobierno. Reconocer pacíficamente que el poder del Estado tiene facultades para disponer de los recursos de las personas en una extensión mayor que lo permitido en la Constitución implica terminar con todos los límites a ese poder. Más allá de que para algunos esté éticamente justificado o no, lo cierto es que no está jurídicamente justificado. Para cambiar esta realidad, hay que cambiar la Constitución. O resignarse a que sea definitivamente una letra muerta, que si lo es en esto puede serlo luego en cualquier otro campo, como desgraciadamente lo está siendo en la independencia de la justicia, en la absoluta y limpia libertad de prensa y en la distribución de las rentas públicas entre la Nación y las provincias.
El gobierno puede ganar o perder en el Senado. Para la estabilidad de la democracia y del propio gobierno, quizás el mejor resultado sea perder, y que en veinte días nadie se acuerde del tema. Con el “triunfo” abriría una herida que lo desangraría hasta el fin de su mandato. Y al país, con ellos. Ya han provocado que se pierda este año –que promedia su almanaque-, con una reducción sustancial de la siembra de trigo. Es posible que el desaliento a la siembra que conlleva la medida conduzca a que se reduzca también la siembra de soja. Ya no hay rentabilidad en carne, ni en aves, ni en leche. Está bien: son apenas chacareros. Te recuerdo, sin embargo, que todo lo que está “arriba” de esa producción primaria, en este original modelo “productivo”, necesita una fuerte producción agraria para subsidiar las ineficiencias y retrasos del resto. Además de su esencial ilegalidad, la consecuencia de esta batalla de “la guerra gaucha” puede dejar a toda la economía nacional nada menos que sin sus cimientos. No será nada gracioso, ni menor.
En fin. El gobierno ha resuelto que no sigamos el camino no ya de Australia y Canadá, sino ni siquiera de Brasil, en el que el único gobierno de un partido obrero en el continente está a punto de lograr su incorporación en la alta gerencia mundial, con una política exactamente inversa a la nuestra. No sólo será el inalcanzable quíntuple campeón mundial: ahora será también el granero del mundo.
Una última enmienda: el hotel de Calafate no cuesta quinientos dólares la noche sino mil trescientos la doble. Para obtener un ingreso bruto equivalente al de una habitación del hotel de Cristina en seis meses, un chacarero debería obtener una cosecha exitosa, con los rindes promedios de Entre Rios, de Ciento veinte hectáreas de soja. Con una diferencia: a ella le quedarán en la mano los Trescientos sesenta mil pesos obtenidos por rentar esa habitación. El chacarero, por el contrario, tendrá que entregar toda su cosecha, y quizás vender la camioneta o el arado para abonar la deuda que le quedó con el Banco, la Cooperativa o el contratista.
No es un tema menor.


Ricardo Lafferriere

"Igualdad no es igualitarismo..."

“Igualdad no es igualitarismo. Éste, en última instancia, es también una forma de explotación: la del buen trabajador por el que no lo es, o pero aún, por el vago”.
¿Quién puede ser el autor de esta frase? ¿algún dirigente ruralista cercano a la “oligarquía”? ¿algún político “neoliberal”, alejado de los intereses “nacionales y populares”? ¿algún “ricachón” al que no le interesa la “redistribución del ingreso”?
Sorpréndase: lo acaba de proclamar Raúl Castro, presidente de Cuba, al anunciar el incremento de la edad de jubilación en cinco años (a los 65 años, en lugar de 60) y el comienzo de una etapa “realista” que elimine los subsidios excesivos y sea económicamente sostenible.
De ahí a caer en la excomunión por el santuario progresista hay apenas un paso. No sería de sorprender que en pocos días más, la inefable Hebe –la de las docenas de cheques sin fondos que no investiga ningún fiscal- nos sorprenda con su descalificación total al líder cubano, que se ha atrevido a tener un intervalo lúcido de sentido común. Es probable que lo acuse de “vendido al oro del imperio”.
Desde estas columnas, hace un par de meses, expresábamos un concepto similar, al separar claramente al socialismo del populismo. Y es oportuno, ante la violenta intención de apropiación del trabajo y la propiedad ajena en la que está empeñado el kirchnerismo, volver sobre el tema.
Populismo no es lo mismo que socialismo. Este último, subproducto potente de la modernidad, supone la creciente socialización de los medios de producción. En ese proceso y mientras ello no ocurra, la “plusvalía”, riqueza que –en la cosmogonía marxista- el trabajador genera para el capitalista, es limitada por leyes comerciales, sociales, salariales e impositivas originadas muchas veces en reclamos socialistas en el marco del estado de derecho, apoyado en la soberanía popular por los procedimientos y límites acordados en la Constitución. De esta forma, la naturaleza “expoliadora” del capitalista vuelve a revertirse hacia quienes generan esa riqueza con su trabajo. Es el mecanismo virtuoso que, por encima de las sofistificaciones ideológicas, han adoptado las sociedades democráticas, y más profundamente las capitalistas exitosas, generando un entramado de formas mixtas de propiedad que incluyen en muchos casos la copropiedad accionaria por los propios trabajadores.
El populismo, por el contrario, no asume la responsabilidad de generar riqueza, sino que recurre a la más directa forma medioeval de la apropiación lisa y llana de la riqueza ajena. No es moderno, es pre-moderno. No le interesa crear bienes y servicios, sino apropiarse de los generados por otros. La ética del socialismo es la libertad y la justicia. La ética del populismo es la del relativimo moral. Los socialistas son revolucionarios, y en tanto tales, reivindican el dialéctico avance de la humanidad, en escalones sucesivos, hacia un mundo más perfecto. Los populistas son esencialmente rapaces (algunos dirían directamente ladrones) y no reivindican ningún avance social coherente que trascienda el momento. Los socialistas apoyan su construcción teórica en el trabajo creador, acción suprema de la dignidad humana. Los populistas, en su rapiña para financiar el ocio, la conformacion de fuerzas de choque o la construcción de un poder clientelar sin virtudes democráticas. O –como lo sugiere Raúl Castro- en explotar a los que efectivamente trabajan.
El capitalismo y el socialismo conviven en la modernidad, que les provee de instrumentos de mediación para procesar sus conflictos y acordar equilibrios transitorios, siempre dinámicos. El populismo, por el contrario, odia a la modernidad, a la limitación al puro poder que implica respetar las leyes, la igualdad de todos ante el orden jurídico, la división de los poderes, la libertad de expresión, de conciencia y de prensa, y la opinión diferente. Por eso los socialistas más lúcidos apoyan la lucha del campo, generador de riqueza social, de fuentes de trabajo y de progreso económico que beneficia a todos, mientras que los populistas adoptan la rapaz intención kirchnerista de manotear groseramente los ingresos ajenos sin importarle las consecuencias. No existe ninguna contradicción en el apoyo de Castells y Toti Flores al reclamo del campo, y en el alineamiento desmatizado de los funcionarios D’Elía, Pérsico y Cevallos con la rapiña “K”.
La modernidad no admite faltarle el respeto al ciudadano, que es su creación intelectual y su razón de ser. Para el populismo, el ciudadano es una entelequia molesta para lograr su cometido, una creación extranjerizante que con gusto desterraría hasta del lenguaje. Por eso la mayoría “ciudadana” apoya al campo, y la minoría populista se indigna con su resistencia a entregarles tranquilament el “botín”.
En el fondo del drama argentino está la impregnación populista de su discurso y su praxis política. Los “K”, con sus incoherencias discursivas y angurria desbordada han llegado a un nivel orgiástico, aunque no sean los únicos. Se apoyan en un sistema de creencias conspirativas, análisis rudimentarios, maniqueísmos arcaicos, complejos de inferioridad y predisposición a la violencia –normalmente verbal, aunque en ocasiones con dramáticas consecuencias, como los golpes de Estado, las policías bravas, la masacre de Ezeiza, los atentados terroristas de los 70 y la represión ilegal que los siguió- de alcance más general, que ha impedido la entrada de la Argentina al mundo moderno.
Sin embargo, estos meses han hecho avanzar la conciencia de la sociedad sobre sus derechos, los límites del poder, la autonomía de los ciudadanos y la defensa de sus libertades más que cualquier otro momento desde la recuperación democrática. Por eso cabe el optimismo.
La Argentina que viene, terminada la pesadilla “K”, será –en gran medida, gracias al campo-, democrática y solidaria, respetuosa de la ley y homologable ante el mundo, preocupada de sus problemas e inequidades y alejada de los discursos grandilocuentes –pero vacíos- pronunciados en tono admonitorio con el dedito levantado. Será la Argentina moderna del crecimiento económico, la integración al mundo, el progreso social y el avance tecnológico. Pero por sobre todo, será la Argentina que habrá retomado la base moral de su ley fundamental: la igualdad ante la ley, para la que nadie vale más que nadie.
Aunque grite fuerte, amenace periodistas, siembre miedo o convoque a la violencia.


Ricardo Lafferriere

lunes, 7 de julio de 2008

Desacoplados

Desacoplados...

Quienes llevamos a cuestas varias décadas de vida hemos escuchado reiteradamente la añoranza de los tiempos en los que el mundo necesitaba un granero que le diera alimentos y la Argentina lo tenía, las buenas épocas de la ocupación del territorio, la llegada de los inmigrantes y el gran salto de nuestro país desde ser poco más que un desierto despoblado, a uno de los de mayor crecimiento en el planeta.
Y siempre el cuento terminaba con la década del 30, cuando el mundo comenzó a abastecerse solo, dejó de necesitarnos y nos obligó a la triste tarea de enfrentarnos cara a cara con nuestro destino. Ahí comenzó la decadencia... y nuestros altibajos.
Los números –descarnados- nos dicen que, en valores constantes, el ingreso por habitante de las primeras tres década del siglo XX es el mismo que el del primer lustro del siglo XXI, a tal punto nos golpeó que “el mundo” dejara de necesitarnos. Sólo el feliz interregno de Frondizi abrió una esperanza de cambio a tono con la época, que por esos años puso de moda la industrialización como camino al bienestar. De cualquier forma, el espasmo duró poco, hasta 1966, con el derrocamiento a Illia producido por mandos militares antiperonistas coaligados con sindicalistas peronistas vestidos al efecto de saco y corbata. Ahí volvimos a las andanzas, hasta que se cerró el círculo con la crisis de cambio de siglo, en que volvimos a la riqueza del comienzo.
Mientras tanto, en estas siete décadas, el ingreso por habitante de los chilenos de multiplicó por dos, el de los brasileños por cuatro, el de los franceses y españoles por seis, el de los ingleses por siete, el de los australianos por ocho y el de los norteamericanos por doce. La riqueza de cada argentino promedio, que en la década del 20 equivalía al 75 por ciento de la que disfrutaban los habitantes de los los países más desarrollados del mundo, hoy apenas alcanza al 10 %.
Y por acá seguimos añorando –y citando en los discursos altisonantes de todo el abanico político- las buenas épocas de la Argentina exitosa, que creció sobre la base de su producción de alimentos.
Fue un buen tiempo. Aunque a nuestra presidenta le quede la impresión –ya que sería atrevido decir “conocimiento”- de que la gente “se moría de hambre”, ninguna cifra de esos años llegó al grado de miseria que muestra nuestro país hoy, en pleno “reverdecer productivo” duhalde-kirchnerista. Ni siquiera los conventillos más sórdidos de La Boca o Barracas llegaban a la degradación que muestran hoy las villas kirchneristas del conurbano o la propia Capital Federal, totalmente olvidadas de toda preocupación del Estado (“inclusivo”, “popular”) por la educación de sus chicos, el cuidado de sus ancianos y las fuentes de ocupación para su población activa.
Pero la historia tiene sus vueltas. Después de pasar la locomotora del mundo por la industria bélica en los 50, por la producción automotriz en los 60, por los servicios en los 70 y 80 y últimamente por las tecnologías de la información a partir de los 90, nuevamente vuelve a ubicarse en el riel de los alimentos, abriendo de nuevo una posibilidad cerrada hace setenta años. Con un agregado: los alimentos de hoy ya no requieren trabajo embrutecedor, de sol a sol arrastrando el arado mancera en mañanas congelantes, o sobre rudimentarias cosechadoras tiradas a caballo bajo el sol abrasador. Hoy los alimentos son tecnología de vanguardia, biotecnología, maquinarias computarizadas, cultivos planificados hasta el detalle, cosechadoras conducidas a distancia con sistemas de posicionamiento global (GPS) y avanzadas técnicas de labranza para disminuir los riesgos del deterioro del suelo. Son pueblos dinámicos, agroindustria, laboratorios, ocupación del territorio, prosperidad. ¡Qué mejor noticia para la Argentina, la de saber que de nuevo puede subir en el tren de la historia!
Pero no. El Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que le es adicta ha resuelto que el país debe “desacoplarse”. Y decide soltar el vagón del tren que pasa por nuestra estación, eligiendo persistir en la triste mediocridad de la decadente grisitud.
Por supuesto, el mundo no nos espera. Seguirá su marcha.
Y por estos pagos, mediocres discursos impostados seguirán añorando la época del “granero del mundo”, invocando la mirada hacia el ayer, mientras los demás –no sólo desde lejos, apenas cruzando el río Uruguay, la Cordillera o el Iguazú- se suman con optimismo y pujanza a la traccionante economía global.
Hay, por supuesto, compatriotas con la mirada límpida y vocación de pioneros. El campo nos ha dado una muestra y la solidaridad recogida en las ciudades nos alienta con millones de argentinos que quieren la posibilidad de labrarse una vida próspera, en paz, apoyada en su esfuerzo, tranquilos de cualquier robo vergonzoso como el que el oficialismo ha resuelto cometer contra los productores apropiándose, sin aportar nada, de entre el 80 y el 100 % de su rentabilidad. Compatriotas que ven el mundo sin complejos y aceptan su desafío, se preparan y emprenden con decisión la lucha por la vida. En algún momento triunfarán, porque la historia está jugando a su favor.
Mientras tanto, es importante que mantengan en un rinconcito de su corazón, la llama de la esperanza. Ningún mal es eterno. El kirchnerismo tampoco, aunque lo apañe la mayoría del peronismo. Ya comenzó su decadencia. En poco tiempo, será simplemente una pesadilla más del pasado, a la que todos querremos olvidar lo más rápido posible.
No estaremos más “desacoplados”. Nos volveremos a “acoplar” al mundo que está construyendo la ciudad del futuro con la más formidable revolución científica y técnica de la historia de la humanidad, apoyados en nuestros principios de siempre.
Los ejes convocantes no nos resultarán extraños.
Frente al desquicio institucional, “constituir la unión nacional”.
Frente a los enfrentamientos trasnochados impulsados por el kirchnerismo, con las patotas de D’Elía y los gritos destemplados del Nerón criollo, “consolidar la paz interior”.
Frente al desmantelamiento de nuestra defensa invocando una historia falsaria, “proveer a la defensa común”.
Frente a la grosera manipulación de la justicia, el Consejo de la Magistratura amañado y las presiones a los jueces, “afianzar la justicia”,
Frente al desvergonzado clientelismo y la pobreza creciente y lascerante de cerca de diez millones de compatriotas, “promover el bienestar general”.
Y frente a las presiones a empresarios, políticos, periodistas, empleados, trabajadores, militares y dirigentes sociales, “asegurar los beneficios de la libertad”.
Agregando que, en un momento en que el mundo sigue levantando barreras que excluyen, seguimos manteniendo bien en alto la convocatoria de siempre, invitando a compartir nuestra aventura de futuro a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Ya falta poco. No perdamos la esperanza.

Ricardo Lafferriere

jueves, 26 de junio de 2008

Mercado persa

Así se conoce, en nuestro argot criollo, el cambalache en el que nada tiene precio y todo se regatea. Mecanismo comercial previo a la irrupción de la modernidad, lo único que lo sostiene es el interés recíproco de los contendientes, cada uno sabiendo lo que quiere defender y llegando –cuando se llega- a un acuerdo cuando las concesiones recíprocas alcanzan su límite.
“Móviles, hasta el 50 %”... “fijas, al 35”... “móviles, con un tope del 39...” o “35 fijas, y hasta el 39 imputables a ganancias”
¿La ley?, ¿la Constitución? ... pues, bien, gracias.
Ese mercado persa tiene un gran causante: la ausencia de un relato opositor coherente, con la coherencia y la convicción con que expresan el suyo los trasnochados –pero convencidos- voceros del gobierno (Pérsico, Ceballos, D’Elía, alguna diputada cuyo único mérito no es hablar de corrido sino ser “hija de desaparecidos” y puesta en una banca como tardía indemnización a su identidad robada y afortunadamente recobrada).
Incoherencia y pequeños cálculos es lo que muestra el fragmentado discurso político opositor, cada uno expresado con el temor de no quedar pescado “infragranti” en alguna contradicción histórica. Y es que, quizás, la mayoría, en el fondo, no tiene en este aspecto tanta diferencia con la propuesta del gobierno, salvo en el decisivo asunto de no quedar pegado con el oficialismo frente a la sana rebelión popular.
Es que el contradictorio no está bien planteado si se lo ubica en el escenario. El verdadero conflicto está en la violación del contrato constitucional por un escalón dirigencial histórico fiel a una ideología en la que muchos abrevaron, que justifica la transgresión a los límites constitucionales frente a lo que cada uno considere o haya considerado una “situación de excepción”.
Eso no sería censurable, a condición de saber analizar la realidad con la mente abierta y la disposición a la comprensión del error. Quien esto escribe, alguna vez, hace muchos años, desde la política, sostuvo con honestidad la conveniencia de las retenciones. Aunque entonces fueran por corto lapso y bucaran neutralizar el efecto directo de una devaluación en el poder adquisito del salario, confiesa hoy su error, y sostiene que un análisis profundo indica la sustancial inequidad de semejante tributo. Esa inequidad se transforma en iniquidad en estos momentos, en el que el país podría dar un gran salto adelante incentivando su producción de alimentos, y se persiste en una gabela que aplasta la producción, a tono con una política fuera de época cuyo “mérito” (¡expresado con orgullo!...) es producir el “desacople” de nuestro sector más competitivo de una economía mundial en expansión, justamente traccionada por ese sector...
Cálculos robustos indican que la retención actual, con los valores internacionales actuales de la soja y los actuales costos de producción implican una tasa implícita de impuesto a las ganancias del... ¡85,7 % para un pequeño productor que obtenga un “rinde” de 30 quintales por ha, y del 78 % para un productor grande que obtenga uno de 50!
La tasa sigue siendo enorme (supera el 70 % en ambos casos) si al cálculo le reducimos el impuesto a las ganancias a un nivel 0. Es decir: aunque el productor no pagara impuesto a las ganancias, las retenciones le están confiscando más del doble de lo aceptado por la Corte como límite para no convertir una gabela en “confiscatoria” y caer en la sanción del artículo 17 de la Constitución Nacional. En el marco legal argentino, con el actual nivel de costos de producción y de precios internacionales, la única “retención” que no superaría ese límite sería una de aproximadamente 15 %, imputable a ganancias y en cuanto esas ganancias realmente existieran. Seguiría siendo inconstitucional, sin embargo, por su origen –delegación de facultes impositivas en el Ejecutivo- y por afectar las finanzas provinciales al reducir la masa coparticipable.
Si esta tasa es pasmosa en cualquier economía –Chile tiene un impuesto a ganancias del 16%, Uruguay del 30, Estados Unidos e Italia, los más altos del mundo, 40 %-, se hace patética si vemos que en nuestro entorno regional Brasil acaba de aprobar fondos subsidiados por CIEN MIL MILLONES DE DÓLARES para incentivar su producción de alimentos, y Uruguay nos ha sobrepasado ya en exportación de carnes, sin tener retenciones y, por el contrario, promoviendo especialmente los insumos –fertilizantes, semillas y maquinarias- a los productores agropecuarios, a fin de impulsar su producción exportable. Y –contradiciendo el argumento oficial- sin que el precio de la carne para consumo interno se haya elevado, sino mantenido por el mercado en los mismos niveles que en Argentina.
Son, además, regresivas (golpean más a los pequeños que a los grandes en cerca de un 10 %), impulsan por ello la concentración de la producción en grandes capitales, y desestimulan cultivos alternativos.
¿Por qué estos argumentos no forman parte del discurso opositor? ¿Por qué no vemos masivamente a dirigentes del PRO, de la UCR o de la CC sosteniendo con claridad esa ilegalidad esencial de las retenciones, que destrozan el capital de trabajo, violan derechos de los ciudadanos, niegan las facultades constitucionales del Congreso y se apropian, también contra las normas expresas de la Constitución Nacional de recursos provinciales?
Es entendible que la dirigencia del sector agropecuario acepte el debate del “mercado persa”. En última instancia, lo que le interesa en forma directa es defender a sus representados y eso no está mal. No es entendible, sin embargo, que las principales figuras opositoras no agreguen luz a este debate escapando del “corralito” de las transacciones, y reclamen, con claridad y transparencia, la vigencia integral de la Constitución Nacional, y en lugar de ese discurso cristalino se dediquen a inventar nuevas alquimias con que diferenciarse del gobierno, pero sin llegar al “extremo” de reconocer su ilegalidad.
Claramente, no hay “retenciones” malas o buenas, según su nivel. Las retenciones son inconstitucionales. Aunque antes las hubiera aplicado Frondizi, Onganía, Perón, Alfonsín o Duhalde. Como no hay “inflación” buena, cuando es poquita, y “mala” cuando es grande. No se puede ser “un poquito” ladrón y en consecuencia, estar éticamente “más” justificado o “menos” condenado. Así como la inflación implica apropiarse ilegítimamente de ingresos ajenos a través de la manipulación de la moneda y de los precios relativos, las retenciones implican apropiarse ilegítimamente de ingresos ajenos a través de un impuesto que el Estado no está facultado a aplicar, en el marco de esta Constitución Nacional. Aunque antes todos lo hubieramos hecho y casi todos lo hubieran aceptado. Simplemente, porque afectan derechos de los ciudadanos que éstos no han delegado en el Estado.
Hoy estamos pasando en limpio el país del futuro y empezando una nueva construcción nacional. Arreglemos los cimientos del edificio, según las normas, las buenas normas. Entremos al mundo sin intentar inventar la pólvora. Aprovechemos una situación internacional que nos permite crecer sin hacer trampas a los demás, y tampoco a nosotros mismos. En muy pocos años podríamos volver a estar entre los primeros, en lugar de seguir decayendo y neutralizándonos en discusiones sobre el pasado, o en el mercado persa del momento.


Ricardo Lafferriere
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Un partido para el cambio de modelo

Las repetidas alusiones de la presidenta sobre las diferencias entre su “modelo” y el que presumiblemente defendería el campo la han llevado a insistir, en los últimos tiempos, en una nueva cantinela que comienza a ser reiterativa: la de instarlos a formar un partido político con ese fin.
El razonamiento de la señora presidenta, sin embargo, enfoca la cuestión en forma equivocada. No se ha leído en ningún reclamo del campo un pedido de “cambio de modelo”, si por tal entendemos el establecido por las normas constitucionales que nos rigen. Y por el contrario, la sospecha más grande es que, quien quiere un cambio de “modelo” sin tener legitimidad para hacerlo, es la propia presidenta.
“¿Cómo es eso?!, increparía seguramente ella de inmediato. “¡si nosotros ganamos las elecciones!...”
Exacto. Ganaron las elecciones. Eso significa que compitieron por la administración del país en el marco establecido por la Constitución y las leyes. En su propuesta electoral en ningún momento reclamaron un “cambio de modelo”, y al asumir, juró “por Dios, la Patria y ante los Santos Evangelios” respetar y hacer respetar sus normas.
Entre esas normas, existe una que establece el procedimiento para su propia reforma: ella debe conocerlas, no sólo porque es abogada sino porque fue integrante de la Convención Reformadora de 1994.
Volvamos al razonamiento: la resolución de las retenciones, que tanto ruido ha hecho en los últimos tiempos, no tiene fundamento constitucional, es decir, fue dictada al margen del “modelo”. Esto, al parecer, no le interesa demasiado a muchos legisladores, ni siquiera a muchos gobernadores. Sin embargo, no forma parte de un acuerdo que deba gestarse entre los funcionarios, cualquiera sea su lugar en el organigrama público, porque no se trata de distribución de competencias entre ellos: afecta al contrato fundamental entre el poder y los ciudadanos.
En nuestro sistema político, la base del poder es cada ciudadano. Todos los argentinos que ostenten esta categoría, en conjunto, forman “el pueblo”. Ese “pueblo”, por su ley fundamental, delega parcelas de su libertad originaria –“todos los hombres nacen libres e iguales...”- en el poder, bajo las condiciones que se establecen en la Constitución. Todas sus demás potestades y derechos quedan reservados por sus titulares originarios –los ciudadanos, como células básicas, y el “pueblo”, como entidad política que los abarca a todos-, por el artículo 32 de la Constitución.
Si el poder avanza sobre los derechos de los ciudadanos, se rompe el contrato constitucional, se rompe el “modelo”, como le gustaría decir a la señora presidenta.
Los hombres de campo –y quienes los han acompañado en sus reclamos en estos meses- no están pidiendo que se cambie ese modelo. Por el contrario, su reclamo ha sido muy claro: quieren que se lo respete.
Y, al contrario, quien ha pretendido cambiar el “modelo” sin tener facultades legítimas para hacerlo, es la propia señora presidenta, a quien cabría reclamarle que, si realmente quiere cambiar el modelo vigente, que presente el proyecto de reforma constitucional estableciendo otras bases, las que integran su propuesta.
Podrá así, por ejemplo, proponer reformas que anulen la prohibición de la confiscatoriedad, pongan mayores límites al derecho de propiedad, reduzcan las facultades del Congreso y las transfirieran al Ejecutivo, dispongan que los Jueces no tienen independencia ni estabilidad cuando pierden la confianza del poder, limiten la libertad de prensa, concentren la capacidad de disposición de recursos en el poder ejecutivo nacional con el correlativo vaciamiento del federalismo, y hasta deroguen la imputabilidad de los funcionarios en casos corrupción, entre otras cosas.
Si los ciudadanos –y el “pueblo”- votan esas reformas, la señora presidenta tendrá legitimidad para seguir haciendo lo que hace, y –entonces sí- los hombres del campo y quienes los acompañan deberían formar una fuerza política para volver al “modelo” cuya vigencia efectiva hoy reclaman. Porque el que está vigente por la Constitución, no es el que se está aplicando por la presidenta.
No es, entonces, el campo, el que tiene hoy que formar un partido para cambiar un modelo con el que está conforme. Es la presidenta, que pretende cambiar ese “modelo” sin tener facultades para hacerlo, la que en todo caso debe hacerlo.
Entonces, señora presidenta: si quiere cambiar su modelo, pues forme usted un partido político, o utilice el que ya tiene, proponga su proyecto al Congreso, y si obtiene los 2/3 de cada Cámara, convoque a una Convención Constituyente para hacerlo.
Si no, limítese a lo que son sus facultades. Gobierne según las normas de la ley. Y respete a los ciudadanos, que son sus mandantes y no sus súbditos, cuando éstos, en legítima defensa de sus derechos, le piden –aún teniendo derecho a exigirlo- que cumpla usted con la Constitución que juró respetar.



Ricardo Lafferriere
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ricardo.lafferriere@gmail.com

domingo, 22 de junio de 2008

¿Nuevamente América?

Habrá que mirar nuevamente a América.
Nuestros pueblos sudamericanos, que recibieron de los viejos países colonialistas una savia fundadora sobre la que edificaron sus valores, su cultura y su imaginario, hace doscientos años comenzaban la aventura de sus independencias.
Sufrieron mucho, como en todas las luchas. Ejércitos imponentes y disciplinados, como el de José de la Serna, último virrey del Perú, fueron enfrentados por legiones de militares criollos al frente de millares de gauchos, hasta culminar en Ayacucho con la ruptura del último eslabón de la cadena. Y comenzaron a edificar sus países.
En esta construcción también sufrieron. El roto cordón umbilical fue reemplazado en las ideas por un faro brillante que inspiró todas las Constituciones de los nuevos países: los Estados Unidos, la única República existente en el mundo a comienzos del siglo XIX. En ella se inspiraron nuestros próceres y su Ley Fundamental impregnó de los nuevos valores revolucionarios las bases fundacionales de América: los derechos y libertades, la soberanía del pueblo, el Congreso como poder fundamental, y en algunos casos como el argentino, hasta el diseño del federalismo. Alberdi y Sarmiento, dos de nuestros próceres intelectuales, vieron en las leyes y en la educación de los juveniles “Estados Unidos” un paradigma a emular.
El fulgurante asceso norteamericano, sin embargo, desbordó hacia los vecinos con actitudes imperiales que lo alejaron del sentimiento criollo. Acciones traumáticas, como las intervenciones armadas, la guerra de Cuba o la apropiación de casi la mitad del territorio mexicano, fueron creando e incentivando una distancia que se proyectó durante años. Mientras, Europa volvía a inyectar savia trabajadora a través de millones de inmigrantes que llegaron con sus habilidades y su cultura, impregnando las viejas sociedades coloniales-revolucionarias. Y surgió esa sociedad pujante de comienzos del siglo XX, que en algunos países –como el nuestro, como el Uruguay, como Chile- recrearon su simpatía por sus “madres patrias”, alejándose espiritualmente del hermano mayor, cuyo liderazgo se había convertido en una esperanza frustrada.
Así recorrimos el siglo XX. Una recelosa mirada que en ocasiones expresaba simpatía y en otras, molestia y hasta odio, fue oscilando entre nuestros países y los dos grandes espacios de occidente. De uno, recibimos su cultura. Del otro, sus instituciones. El violento siglo XX también nos enredó a los latinoamericanos y pasó como un vendaval cuyos coletazos nos golpearon y aún nos dividieron –desde las dos grandes guerras, hasta el mundo bipolar; desde las “guerras revolucionarias” hasta la “doctrina de la seguridad nacional”; desde los modelos autárquicos, hasta la globalización-.
Pero quedaron los valores. Entre ellos, uno pasó a la cabeza: la lucha por los derechos humanos. Y otro lo siguió de cerca: la solidaridad.
Las decisiones que tomó el Parlamento Europeo la semana pasada golpean en el corazón de ambos. El reclamo –ya que la “lucha por” desapareció hace rato- de respeto por derechos humanos en Cuba, que había llevado a una actitud saludada y respetada por los demócratas latinoamericanos, acaba de sufrir un golpe abrumador con el levantamiento de las sanciones, motivada por razones de almacén y despreciada hasta por sus supuestos beneficiarios. Y la solidaridad recibió el mazazo de la “directiva de retorno”, mejor definida como ley de expulsiones, sancionada por el Parlamento Europeo, que encuadra en la condena ética más enérgica desde Kant a Bauman –ambos europeos, ambos luminosos, ambos respetados-, no sólo desde la igualdad formal en busca de la utopía de la “ciudadanía universal” sino desde la propia filosofía humanista de la posmodernidad. Europa se ha encerrado en sus vicios, desechando sus virtudes. Y ver a un socialista como Rodríguez Zapatero esforzándose en construir sofismas justificatorios no hace más que profundizar la tristeza de nuestra perspectiva americana y, estoy seguro, también de la de millones de europeos que aún creen en la modernidad y en la igualdad esencial de todos los seres humanos.
Quizás tengamos, una vez más, que volver nuestra mirada a nuestra América. A nosotros mismos, que todavía debemos aprender mucho. Y a nuestros antiguos hermanos mayores, que también deben aprender especialmente en su humildad, para matizar su convicción de ser los depositarios de la marcha de la historia hacia la democracia universal y terminar con actitudes que los degradan, como la prisión de Guantánano, pero que se han convertido en el país del mundo que, aún con sus espasmos excluyentes, más cantidad de inmigrantes recibe anualmente y mejor ejemplo democrático nos está mostrando con su proceso de selección de nuevo presidente.
Desde nuestra lejanía geográfica del Occidente del Sur, que es Europa y también es América, no podemos dejar de admirar a una sociedad abierta que ha llegado en su evolución a abrir la posibilidad de que un negro descendiente de esclavos esté en la puerta de ser elegido su Presidente (¿sería esto posible en algún país europeo?). Quienes transitamos los cincuenta o sesenta años de edad, aún recordamos la dureza de las luchas por los derechos civiles, las muertes de Kennedy y Luther King, la persecusión de las acciones aberrantes del KKK y la admirable resistencia de millones de jóvenes norteamericanos a la política de su gobierno en Viet Nam, bastante más claras que las de los jóvenes franceses durante la batalla de Argel. En momentos de balances, no podemos dejar de pensar en sus aportes a la formación de una conciencia universal sobre los derechos humanos.
Pero principalmente, debemos recordar las responsabilidades propias, las que se asientan en los valores en los que se apoyó la fundación de nuestras sociedades, y que se extienden desde producir alimentos para un mundo hambriento, hasta abrir nuestras puertas a todos los hombres de buena voluntad; desde defender sin anteojeras los derechos de las personas de cualquier ataque –de “izquierda” o de “derecha”- hasta trabajar con todos los pueblos del mundo que lo deseen para la construcción de una globalización con ley, con justicia, con equidad, con derecho y con respeto al planeta, convertido en el hogar común, más allá de las pequeñas ranchadas nacionales, de todos los seres humanos que lo poblamos.
No hay ya en el mundo personas aisladas. Se está conformando el gigantesco entramado del mundo global de las personas, que se agrega a la vieja globalización de los Estados y la no tan vieja de las empresas. Todos somos hoy responsables de todo. Cada ser humano sobre la tierra va en camino de convertirse en una célula –libre e igual- a las otras 6.700 millones que conforman la humanidad, con su responsabilidad indelegable en la construcción del mundo que viene. Trae de arrastre sus viejas épicas, sus antiguas afinidades, sus recelos y miedos. Debe sacar lo mejor de ese pasado, inspirarse en los ejemplos más sentidos y, en nuestros pagos, parafraseando a Heidegger cuando definía al ser humano como un “proyecto lanzado”, pensar en América, toda ella, como lo señaló Juan Pablo II en su viaje a Brasil, como el Continente de la Esperanza para aportar, desde acá, al “proyecto lanzado” de una sociedad planetaria mejor.


Ricardo Lafferriere
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La renta de la tierra

La actualización del debate sobre los aranceles de exportación sobre algunos productos primarios ha vuelto a instalar el tradicional debate sobre la “renta de la tierra”.
Su estudio fue encarado por los clásicos, desde Adam Smith y David Ricado, hasta Carlos Marx, y aunque sus conclusiones no son exactamente iguales, se refieren en todos los casos a un supuesto de origen diferente al de la Argentina de hoy: la presencia del “terrateniente”, dueño de la tierra por herencia feudal o propiedad originaria, que recibía un monto del ingreso por facilitar la disposición de ese bien para la producción aplicando en él el trabajo y la tecnología necesarias para la producción, esta última ínfima en relación a la requerida en la explotación agropecuaria moderna.
Al precio final de la producción, entonces, deducidos el costo del trabajo, de la tecnología y de la ganancia capitalista, le quedaría un “excedente”, que recibiría el terrateniente como compensación por el uso de una propiedad privada, normalmente preexistente y no adquirida según las reglas de mercado, no incorporadas a la cuenta del “capital” -y por lo tanto, no sujeto al mecanismo capitalista la de tasa de interés- para la puesta en marcha de un emprendimiento productivo.
El valor de esa renta difería para los distintos autores. Para Adam Smith, estaba determinada por la porción de la rentabilidad que debía entregarse al terrateniente como condición de su disponibilidad. David Ricardo cuestionaba este concepto, sosteniendo que se confundía con el alquiler del bien y proponía un método basado en el diferente nivel de productividad de los diferentes tipos de suelo. En su razonamiento, el precio de producción agropecuario estaba fijado por el costo de producción más la ganancia de un producto generado en las tierras menos productivas, y la diferencia de ganancia entre este precio –al que correspondía un determinado mayor nivel de costos- y el surgido de las tierras más productivas era la “renta” abonada al terrateniente. De este razonamiento se deduce que la renta no existiría siempre, ya que en el supuesto de un territorio con igual productividad, ese diferencial no existiría.
Marx, en un análisis que diferenciaba entre renta “absoluta” y renta “diferencial”, y a la vez subdividía a ésta en “clase 1” y “clase 2”, sintetizaba su concepto en la afirmación de que “renta es todo aquello que se le paga al terrateniente por explotar su tierra”. No existiría sólo en el caso de la propiedad colectiva de la tierra, o sea, de su libre disposición por cualquiera y se fundaba en el carácter “limitado” de la tierra, a diferencia de los bienes de producción “producidos”. En una economía de propiedad privada, la renta sería, en su concepto, el equivalente de una ganancia extraordinaria en una sociedad colectivizada. Su concepto tenía que ver con la demanda –que fija el precio- y con la oferta –que determina el costo de producción- y hoy está fuertemente matizado por el cambio sustancial en el proceso productivo agropecuario
¿Cómo hace una economía moderna para evitar que la “renta” o “ganancia extraordinaria” beneficie injustamente a pocos? A través del sistema impositivo, y específicamente, del impuesto a las ganancias, cuya elaborada sofistificación permite contemplar todos los aspectos necesarios para discriminar situaciones diferentes.
La tierra, hoy, es un componente de la explotación agropecuaria, pero con las siguientes características:
Es un bien de mercado, para acceder al cual es necesario realizar una determinada inversión que no puede obviarse en las cuentas de capital. Al igual que cualquier otro bien, su costo está determinado por su productividad intrínseca, y por la tecnología y la capacidad del trabajo humano que requiere se le incorporen. El precio de disposición de la tierra para una campaña agrícola no tiene una característica económica muy diferente de alquilar una grúa para la construcción para un edificio, o un generador eléctrico para una planta industrial, o del escenario para un festival audiovisual.
En la ecuación de costos, la tierra ha dejado de tener la importancia fundamental que tenía en épocas de escaso desarrollo tecnológico y trabajo humano sin calificar. La explotación agropecuaria marcha hoy a la vanguardia del desarrollo tecnológico y requiere no sólo un equipamiento que suele ser comparable o superior al valor de la tierra –y que, al igual que ésta, tiene un costo de mercado- sino que necesita inversiones cuantiosas en semillas, fertilizantes, plaguicidas y otros complementos que acrecientan la demanda de inversión. O sea: requiere contar con un capital operativo que hace un siglo era ínfimo.
El precio de los productos agropecuarios de exportación está determinado por el mercado mundial, haciendo imposible aplicar un criterio homogéneo de cuál es la “renta” diferencial con respecto al costo de la producción realizada en otros países. La aplicación de subsidios en numerosos países agrega un componente adicional de distorsión del mercado, reduciendo artificialmente el precio de competencia. Los insumos agropecuarios, el gran componente de la producción agropecuaria moderna, tienen, por su parte, un mercado internacional con precios globalizados.
La novedosa ganancia que produce el incremento de los precios internacionales no es atribuible a la propiedad de tierra o la “renta agraria”, sino al crecimiento estructural (y no meramente circunstancial) de la demanda frente a una oferta que no ha reaccionado a la misma velocidad, pero que la seguirá hasta alcanzarla, mediante la incorporación tecnológica, biotecnológica y de producción. Para mantener el nivel de rentabilidad será necesario volcar crecientes ingresos a ambos frentes de investigación, desarrollo tecnológico e incorporación productiva. Y confiscar la rentabilidad no sólo conspira contra ese objetivo, sino que anula el excedente con el que puede financiarse la ampliación productiva para responder a la demanda creciente.
Estas circunstancias marcan la esencial similitud entre la explotación agropecuaria y cualquier otra explotación económica. Las leyes de la economía –oferta, demanda, rentabilidad, inversión, ahorro, tasas de interés, tecnología, precios, riesgos, seguros- no tienen diferencias fundamentales –aunque sí especificidades- con otras actividades que ameriten un trato distinto en razón de la justicia distributiva.
Lo antedicho no implica negar la posibilidad –e incluso, la necesidad- del arbitraje público en algunos aspectos sensibles relacionados con la disponibilidad de alimentos para el país y el mundo, de la misma forma que otros mercados –como el de medicamentos, por ejemplo- o incluso el arraigo de la población, la preservación del ambiente, los bosques y la propia diversidad biológica. Ese saludable y necesario arbitraje debe ejercitarse, cuando sea necesario, contemplando el interés general, con las herramientas impositivas y de asignación de recursos fijados por el orden legal, con sus límites, condiciones y controles, y debe ser adecuadamente fundado, producto de un debate transparente y abierto como el que requiere la modernidad reflexiva.
Pero también implica tomar conciencia de que tratar a la tierra como en los tiempos de la economía feudal o inmediatamente post-feudal o con criterios similares a los de la minería extractiva de recursos no renovables –como el petróleo, por ejemplo- puede generar el desestímulo a la actividad agropecuaria, provocando en definitiva el incremento de los precios al golpear sobre la oferta reduciéndola, fenómeno que se insinuó ya a nivel internacional a raíz de la crisis argentina en estos últimos tres meses, que incrementó el precio internacional de la soja. De esta forma, no sólo se afecta a los productores, a los que se agrede con la incertidumbre sobre sus condiciones de trabajo e inversión, sino se genera un daño de alcance universal: el encarecimiento de los alimentos a una humanidad hambrienta.
De cara a la justicia impositiva, la conclusión es nítida: el impuesto a las ganancias –aún con la discutible incorporación de un impuesto especial a la ganancia extraordinaria- sigue siendo la mejor respuesta, en razón de que grava la ganancia realmente producida en cabeza de los productores que la tengan, y admite suficiente sofistificación como para poder contemplar las deducciones por zonas, por cargas familiares, por reinversión de utilidades y demás rubros que ha estudiado suficientemente la ciencia impositiva y que integren la decisión política debatida y expresada en el Congreso, como representación de la pluralidad social.
Aún así, la prudencia debe guiar la excepcionalidad. Los hechos concretos marcan los previsibles destinos –y desatinos- de esos ingresos extraordinarios en la Argentina de hoy. En manos públicas, es altamente probable la irresponsabilidad (tren “bala”, caso Skaska, empresas públicas fantasmas, festival de subsidios cruzados, corrupción ramplante, falta de control y transparencia). En manos de los productores se canaliza hacia la industria de maquinarias agrícolas, la inversiones en biotecnología, la ampliación de la producción, el comercio y los impuestos locales, la dinamización de los pueblos rurales, la ampliación del stock ganadero, y en ocasiones, alguna inversión inmobiliaria en departamentos en la ciudad para alojar a los jóvenes de familias agropecuarias que estudian. Difícilmente haya un ejemplo más claro del rol económicamente virtuoso de la libertad de mercado que éste, eximiendo al Estado de su necesaria intervención ante la inexistencia de distorsiones. Ni la posición más extremadamente marxista podría hoy ignorar la diferente consecuencia que tiene una renta apropiada por un Estado autoritario y sin “accountability” de uno democrático, transparente y moderno, o su libre disposición por ciudadanos libres.
Las “retenciones móviles”, como se ha dado en llamar a los aranceles variables de exportación de soja, al no discriminar diferentes situaciones, además de violar la Constitución, conllevan una confiscación tosca y rudimentaria, propia de un sistema fiscal primitivo, generan injusticias y provocan desestímulos a la producción sin ningún beneficio en el precio de los productos que gravan –sino que, por el contrario, encarecen el alimento en el plano internacional sin abaratarlos en el plano interno, ya que dichos productos no forman parte de la canasta alimentaria argentina-. Y conspiran contra el desarrollo integral del territorio reforzando la concentración macrocefálica, la industria ineficiente subsidiada por el campo y la construcción política clientelar, en los que tributaría injustamente el esfuerzo productivo agropecuario. Un buen impuesto a las ganancias, transparente, sofisticado y coparticipable, es infinitamente superior a cualquier retención.
La “renta agraria” es un concepto interesante para el análisis académico de otras épocas y otros países que, aunque usado ligeramente en el debate político argentino para “vestirlo” semánticamente, no tiene relación alguna con la fijación de aranceles móviles sobre la exportación de soja, los que en esencia implican la intervención directa sobre el precio de mercado de un producto (y sobre los derechos de sus dueños productores) sin respaldo constitucional, y sin ventajas sociales o económicas verificables.



Ricardo Lafferriere
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ricardo.lafferriere@gmail.com