jueves, 29 de noviembre de 2012

Progresista es terminar con ésto


                Igual que el futuro, el progresismo tampoco es lo que era.

                En otros tiempos, felices por las seguridades reinantes, el futuro –y el progresismo, que le era inherente- estaba claro. Un poco por razonar al ritmo de los tiempos del mundo, los argentinos nos alineamos en el “campo progresista” virtualmente ocupando todo el arco político: radicales, peronistas, socialistas, y varias versiones liberales –como los demócrata progresistas-. Hasta los conservadores hicieron del “progreso” su lema, en tiempos de la generación del 80.

                En la primera mitad del siglo XX, el futuro sería construido bajo la infalibilidad del Estado. La sociedad civil tendría su libertad garantizada con un Estado amplio, que desbordara sus obligaciones tradicionales –defensa, justicia, educación, seguridad- para agregarle responsabilidades exigidas por el espíritu de los tiempos –salud, seguridad social integral, asistencia social, programas de inclusión, etc.- y por último una intervención en la economía que garantizara “los sectores estratégicos” –fundamentalmente energía, comunicaciones y transporte ferroviario, marítimo y fluvial, a los que se agregarían uno a otro los bancos, los seguros, comercio exterior, comercio interior y otros-.

                Ese Estado colapsó. En su lugar, no sólo la realidad sino el propio consenso político-ideológico vigente en el planeta o sea el actual “espíritu de los tiempos” incluye diferentes mixturas de lo privado y lo público que han superado su origen ideológico y son usados como herramientas para conseguir fines. El Estado dejó de ser el Dios del que todo se esperaba, como en la conocida sentencia de Nitchze de “Dios ha muerto” en el sentido que dejó de esperarse de él que arreglara todo. En todo caso, el debate se ha trasladado a los fines, más que a los instrumentos. En nuestro país, la implosión del Estado se produjo al finalizar la década de 1980, expresándose en una hiperinflación de imposible control.

                Ese traslado desde las herramientas hacia los valores ha reconfigurado la democracia en todo el mundo, fijándole nuevos horizontes. Ante el paradigma de una economía global de alcance planetario, que produce en cadenas de valor integradas y vende también en el mercado mundial, la mirada se dirige hoy a la política, más que a la economía. 

             Cuáles son los fines de la acción pública y qué objetivos deben perseguir los Estados y cómo construir una política global, que contenga y oriente a una economía que hace rato superó los marcos y limitaciones nacionales, garantizando la inclusión social, son las prioridades del “progresismo” de hoy. La curiosidad es que coinciden en ese propósito antiguos adversarios, “izquierdas” y “derechas”.

Esos objetivos se discuten en las diversas “plazas públicas” del mundo actual, que comprende un sinfín de protagonistas: grupos de interés, Estados, partidos políticos, ciudadanos interactuando en forma individual por las redes, ONGs, religiones, fundamentalismos, nuevas creencias tipo religiones laicas, motivantes de las mismas pasiones y en ocasiones de peores intolerancias que los viejos dogmas.

En nuestro país, pareciera existir un consenso mayoritario que la demanda de la hora, el “progresismo” con respecto a la situación actual, es terminar de una vez por todas con el populismo autoritario que se ha ido edificando durante la década kirchnerista en la forma de ejercicio del poder y su relación con los ciudadanos. Eso unifica a la gran mayoría de la población, incluso a muchos que apoyaron –y tal vez, hasta apoyan- al oficialismo.

El común denominador de las consignas del 12 de setiembre y 8 de noviembre fue el reclamo de vigencia de la Constitución, su intangibilidad, la libertad de prensa, la independencia de la justicia, el castigo a la corrupción de funcionarios, y otras relacionadas con los valores básicos de convivencia. Valores que, huelga repetirlo, impregnan a todas las fuerzas políticas republicanas y democráticas, cualquiera sea su ubicación en el arco ideológico, incluyendo a amplios sectores del peronismo.

El masivo Paro General del 20 de noviembre tuvo condimentos inéditos. En primer lugar, la ausencia de hechos de violencia, pero mucho más significativo fue el reiterado reclamo de la dirigencia gremial, en la conferencia de prensa posterior, de la vigencia constitucional. Nunca la Constitución Nacional ha estado tan presente en expresiones dirigenciales obreras como en ese momento, y ello es un aporte indudable a la cultura política argentina.

El progresismo de hoy se unifica entonces en la vuelta al estado de derecho. Su ausencia lastima tanto a ciudadanos perseguidos por pensar diferente, como a empresarios sometidos a la arbitrariedad cleptómana de funcionarios inescrupulosos, sindicatos asfixiados por la retención ilegal de recursos de sus obras sociales o productores confiscados en sus ingresos por la manipulación del tipo de cambio y fondos “retenidos” por la arbitraria decisión oficial.

Los hechos dirán si alcanza con convertir al “progresismo” democrático y republicano en un común denominador tácito, o si requiere una gran confluencia electoral al estilo de las “grandes coaliciones” que se han visto en otros países en momentos importantes.

Aunque acá pareciera conmover a fundamentalistas, que los hay en todas las fuerzas políticas, esa gran coalición no debiera ser demonizada. Las raíces ideológicas y culturales de la Democracia Cristiana y de la Socialdemocracia en Alemania, o en Chile, por ejemplo, no pueden ser más diferentes. Sin embargo, cuando es necesario enfrentar situaciones críticas –mucho menos graves que las que tenemos los argentinos- no dudan en articular gobiernos de amplia coalición que ayudan a demarcar coincidencias estratégicas nacionales, dentro de las cuales cada fuerza sigue conservando su historia, su ideología y sus visiones finalistas. Así también ocurre en Brasil, con resultados ciertamente exitosos.

La situación argentina se está complicando cada vez más, no tanto por sus limitantes externos como por la extrema incompetencia de la gestión oficial. En gran medida, es responsabilidad opositora por su incapacidad y ceguera en articular una alternativa potente y creíble. Ya en la elección nacional del 2011 convocábamos a los tres candidatos opositores más importantes a coincidir en un programa común y en un solo candidato, advertíamos que las consecuencias de no hacerlo serían fatales para los argentinos, y los acompañarían como un baldón en sus carreras políticas. No nos equivocamos. Por la incapacidad de acordar un frente alternativo confiable y maduro, hoy nos acercamos al fondo de las arcas públicas, el aislamiento crediticio, la incapacidad de controlar la inflación y la ausencia de horizontes, que agrava la incertidumbre –y la ansiedad- de gran parte de la población.

La herencia que dejará el kirchnerismo será de las más graves de la historia nacional. Quien no quiera advertirlo hoy, está invitado a guardar esta nota para que nos encontremos en poco tiempo, tal vez menos de un lustro, a verificar su lamentado acierto.

La liquidación del capital nacional realizado en estos años nos ha hipotecado el futuro inmediato y mediato, por la gigantesca desfinanciación del sistema previsional y del sistema energético, los sectores más destacados -pero no los únicos-  del vaciamiento kirchnerista. Lo acompañan el extremo deterioro de la infraestructura –eléctrica, ferroviaria, de redes de distribución energética, autopistas, puertos, y últimamente también la de comunicaciones, sin olvidar el sistema de defensa nacional, que se ha llevado a su virtual inexistencia-.

Retomar la marcha nos obligará a contar, en el escenario menos exigente, con el equivalente de un PBI -500.000 millones de dólares-  “extra” para recuperar el capital dilapidado y sentar las bases de un nuevo crecimiento. Frente a esta demanda imponente, es ridícula e infantil la anteojera ideológica, tanto como la fragmentación nacional.

Es necesario frente a ello un paso adelante para recuperar las reglas de juego, sin las cuales cualquier debate está condenado a una discusión estéril y circular. Sólo una vez logrado este objetivo básico, de naturaleza neo constituyente, será el momento de seguir discutiendo las prioridades de las políticas públicas. Pretender hacerlo hoy es como haberle exigido al gobierno de Rosas una determinada política educativa, de infraestructura o de salud pública, antes de haber logrado la Constitución Nacional.

Progresismo es hoy, en la Argentina, terminar con ésto, que nos empobrece, nos estanca, nos oprime, nos aisla del mundo, nos quita horizontes. No nos demonicemos, entonces, los argentinos. Todos somos valiosos, en nuestras diferencias, pero también en nuestra decisión inquebrantable de vivir con ellas en paz, en el marco de un estado de derecho.

Ricardo Lafferriere

martes, 20 de noviembre de 2012

El costo del “modelo”




                ¿Cuánto le cuesta –y le ha costado- a la Argentina mantener el “modelo”, tal como lo entiende el oficialismo?

                En economía, a pesar de que los valores pueden representarse por números, es difícil encontrar unanimidad de visiones. No obstante, es posible “aislar” un determinado sistema –en este caso, el país en su conjunto- y tratar de descifrar qué ha perdido y qué ha ganado durante los años kirchneristas. Esta visión nunca puede ser exacta, pero sí detectar los principales agregados para ayudarnos a imaginar las falencias que tendremos que enfrentar en los tiempos que vienen.

                Hay rubros fácilmente cuantificables. La reducción del stock ganadero, por ejemplo (12 millones de cabezas), cuyo valor es fácilmente estimable en alrededor de USD 5.000 millones. De la misma manera, la disminución del valor real de las reservas previsionales, que puede estimarse en USD 10.000 millones.

                Hay otros más discutibles. Las reservas del BCRA están entre ellos. La mayoría de la cuenta oficial de reservas incluye fondos que no son propios: depósitos en dólares de particulares, fondos prestados por entidades internacionales, fondos prestados por el BCRA al gobierno que no se devolverán, y el mecanismo conocido como “LEBAC” y “NOBAC”, que son recursos de los bancos –o sea, de particulares depositantes en ellos- que, aunque pactados por un plazo fijo, si existiera una demanda de devolución de las personas a sus respectivas entidades éstas deberían retirarlas en forma anticipada del BCRA ya que, de no ser así, no tendrían con qué hacer frente a esos requerimientos.  La forma más neutra de considerar la reducción de reservas tal vez sería comparar el monto del circulante con las reservas propias del BCRA. Si así lo hiciéramos, la pérdida patrimonial de la entidad se acercaría…a la totalidad del circulante. Asusta pensar que el relato le ha costado al país, en este rubro, cerca de USD 40.000 millones.

                El deterioro de la infraestructura por no haber destinado siquiera lo necesario para amortizar el capital fijo es otro rubro que varía según la mirada. Los trenes, por ejemplo, se caen de a pedazos. El subterráneo de la Capital requiere inversiones para mantenerlo en las mismas condiciones –es decir, sin nuevas estaciones, ni mejoras tecnológicas avanzadas- de alrededor de USD 1.000 millones. Es discutible si son precios achacables al “modelo”. Pero es cierto que según el propio relato oficial, el país ha atravesado la mejor década de su historia y no ha aprovechado ese impulso para modernizar –ni siquiera para mantener- la infraestructura envejecida. Ponerla al día, sumando ferrocarriles, autopistas, redes eléctricas y transporte de gas no cuesta menos que USD 20.000 millones.

                ¿Cómo cuantificar el costo de la caída general de valor que la economía en su conjunto ha sufrido por el proceso inflacionario? Éste golpea a dos puntas: en el ingreso de los asalariados, y en el valor del capital invertido, que en los países con capitalización bursátil se puede medir por el valor de sus bolsas. ¿Cómo hacerlo acá? Está claro que el valor de las empresas cae al compás del deterioro del tipo de cambio, menos la inflación. Es una cuenta más complicada, porque depende del tipo de empresa, la transabilidad –intrínseca o reglamentaria- internacional de sus productos, la nacionalidad de su equipamiento, etc. Tal vez una forma podría ser comparar el deterioro de la moneda a raíz del proceso inflacionario, y una aproximación podría obtenerse de relacionar la inflación generada por la emisión sin respaldo (a esta altura, alrededor de 80.000 millones de pesos al año) como porcentaje del PBI. Con un circulante equivalente al 20 % del PBI, esos 80.000 millones equivaldrían a alrededor de USD 15.000 millones, con un dólar de cálculo de $ 5,30.

                ¿Y cómo considerar en esta cuenta la “fuga de divisas”, es decir las divisas que habiéndose originado en la perfomance de la economía nacional, por ejemplo por las exportaciones, no se han sumado al circuito económico, sea porque se fueron del país o porque se mantienen “en el colchón”? Según fuentes concordantes –públicas y privadas- el monto de esta fuga, durante el período kirchnerista, ha ascendido a aproximadamente USD 80.000 millones.

                Llegamos a la cuenta mayor, la que más le costará al país recuperar: las reservas de hidrocarburos, consumidas sin reposición. Las fuentes estiman entre USD 100.000 y USD 300.000 millones (Alieto Guadagni). Un promedio nos situaría en USD 200.000 millones –cifra aceptada como verosímil por Daniel Montamat-.

                Y sumemos:
1.       Stock ganadero                                                  5.000
2.       Reservas previsionales                                     10.000
3.       Reservas BCRA                                                40.000
4.       Infraestructura                                                   20.000
5.       Caída valor por inflación                                    15.000
6.       Fuga de divisas                                                  80.000
7.       Reservas hidrocarburos                                   200.000
Total                                                                  370.000
             Es decir, aproximadamente el PBI de un año.

Algunos de estos números pueden parecer exagerados. Otros, sin dudas, se quedan cortos. El resultado final, de todas formas, no estará muy alejado de la realidad.

                Por supuesto, hay números a favor: esos ingresos algún destino tuvieron. Fueron predominantemente al consumo, además de la pasmosa corrupción que también podría ubicarse en el mismo rubro. En otras palabras, el “modelo” ha consistido centralmente en gastar todo lo posible, en “hacernos felices”, funcionarios incluidos. Con esa dilapidación, era difícil no serlo. Otros, como los fugados, están guardados a buen recaudo de manotazos.

La Argentina ha vivido por encima de sus ingresos reales, comiéndose su capital, pero eso se acabó. Y esta afirmación atraviesa la gran mayoría de los sectores sociales, desde el asalariado hasta el empresario. Tal vez el único sector expropiado puntualmente en sus ingresos haya sido el agro, que recibe antes de impuestos –vale decir, sólo por influencia de las retenciones y el tipo de cambio ficticio- un tercio del valor de sus ventas.

Y para agravar el drama, el país no ha mejorado ni la estructura social, ni sus carencias básicas –déficit de vivienda, aislamiento de sus zonas marginales, educación popular, salud pública, mayor seguridad y adecuado funcionamiento judicial- ni reconstruido el equipamiento para la defensa nacional ni reconstruido su Estado de derecho.

El problema será ahora cómo arrancar. La dimensión de las inversiones necesarias exigirá movilizar recursos, internos y externos. Para lograrlo, tampoco es necesario inventar la pólvora. Será imprescindible movilizar ahorro hacia la inversión, lo que tiene un requisito ineludible: la confianza de las personas en las instituciones, en las leyes, en la justicia y en el gobierno. Esa confianza tiene una regla de oro: el consenso político-social. Y un enemigo: la tensión política.

Esto vale para los argentinos y para los extranjeros. Ni unos ni otros arriesgarán recursos si no tienen la seguridad que a algún funcionario no se le ocurrirá arbitrariamente despojarlos. El país –su Congreso, sus provincias, su justicia- debe escribir y garantizar las reglas de juego que está dispuesto y comprometido a cumplir.

Debe hacerlo libremente, recurriendo al consenso de sus fuerzas políticas, empresarias y gremiales. Y debe contemplar para ello las condiciones que requiere hoy la conciencia ciudadana sobre el medio ambiente, las condiciones laborales, los derechos humanos, los recursos naturales, el piso de dignidad ciudadana. Pero una vez escritas, luego de un debate amplio, transparente y participativo, y una vez logrados los acuerdos estratégicos imprescindibles que deben reflejar las decisiones y prevenciones de mayorías y minorías, las reglas no deben cambiarse.

A esa actitud se la ha llamado “cosmopolitismo consciente” y “realismo reflexivo”. Si el desemboque de la aventura kirchnerista fuera una Argentina madura en lo institucional, tal vez el gigantesco costo del “modelo” nos habría ayudado a volver a imaginar el futuro y trabajar por él, liberado de las atávicas resonancias de los dramas del pasado.

Y si así fuera, tal vez hasta habría alguna vez que agradecerles por haber mostrado el nítido contraejemplo del camino virtuoso.

Ricardo Lafferriere


               
               
                

viernes, 16 de noviembre de 2012

Ninguna confusión, señora.



                “…un formidable aparato cultural…” habría sido, al decir de la presidenta, la causa de que cientos de miles de argentinos –un par de millones en todo el país- tuvieran una “imagen deformada de su propio país” y cuestionaran su gobierno en la multitudinaria marcha del 8N, sin dudas la mayor expresión política de la historia argentina en contra de una administración en ejercicio.

                Luego completaría su relato: gente deseosa de contar con servicio doméstico con pago miserable, se movilizó contra la Asignación Universal por Hijo. Gente sin patriotismo hizo causa común con los “fondos buitres”. En síntesis: equivocados, antipopulares y antinacionales se conjugaron para enfrentar a un gobierno lúcido, nacional y popular…

                Poco sentido tiene polemizar con la original mirada de la presidenta. No convence a nadie ajeno, y esto lo advierten todos –incluso ella-. Claramente no es un mensaje cuya finalidad sea convencer, al apoyarse en hechos ficticios construidos intelectualmente al sólo efecto de la argumentación falaz. Ni una sola pancarta, consigna, cartel o reclamo fue levantado por los millones de manifestantes en todo el país cuestionando la Asignación Universal o defendiendo a los “hold outs”.

Prefiriendo no hacernos eco de los crecientes rumores, presumimos la salud mental presidencial. Sobre esta base, la explicación del endurecimiento de su discurso debiera buscarse en otra clave. Y ésta pareciera ser interna: detener el desgranamiento acelerado de su propia fuerza, dotándola de un rudimentario arsenal argumental que, aunque no resista el análisis más ligero, endurece el debate. Sin embargo, como contrapartida, lo coloca al borde de la ruptura.

                La sociedad dista de poseer la linealidad que le atribuye el discurso oficialista. Tiene tantas miradas como personas viven en el país. El secreto de un liderazgo democrático es contener la mayor cantidad de esas miradas, para lo cual el pronunciamiento político debe enfocar los temas más graves de la agenda,  los que conciten coincidencias, y alejarse de las sofistificaciones ideológicas, que por definición son variables e infinitamente diferentes en sus matices.

                El principal tema de agenda en la Argentina hoy es el deterioro institucional. La justicia adocenada, el parlamento inexistente, la prensa perseguida, los ciudadanos “ninguneados”, la inseguridad reinando, el narcotráfico en crecimiento, una corrupción rampante e impune, la Constitución y las leyes permanentemente amenazadas y dependiendo del sólo humor presidencial y el país crecientemente aislado de la comunidad internacional.

                Ello se advierte sin necesidad de recurrir a sesudos análisis de politólogos: sólo observar la infinidad de pancartas artesanales que portaron los cientos de miles de argentinos que manifestaron. Frente a la interpretación presidencial tan ajena a esos reclamos cabe preguntarse: ¿ejerce la presidenta un liderazgo democrático?

                La respuesta debe surgir de su conducta. Fragmentar, imponer, despreciar miradas diferentes, negarse al debate abierto, gobernar por sobre sus facultades legales, recurrir al grotesco, descalificar al adversario, regimentar la justicia, despreciar a la prensa que transmite hechos u opiniones que considera desfavorables a su gobierno, considerar “confundidos” a quienes no coinciden con su mirada, son características alejadas del liderazgo democrático y muy cercanas al comportamiento autoritario.

                ¿La hace esto una presidenta antipopular? ¿o “antinacional”? Pareciera arriesgado calificarla así, aún a pesar de sus innegables falencias de gestión. Sin embargo, sí la hacen una presidenta antidemocrática, o al menos cada vez más alejada de un liderazgo propio de una democracia republicana, representativa, federal.

                En los albores de la recuperación democrática, cuando el debate político estaba teñido de categorías dialécticas universitarias, solía hablarse de una polarización entre el “pueblo” y el “antipueblo”. Existía una dictadura, no regían derechos humanos elementales, y era negada la soberanía popular. Enfrente, “el pueblo” era el sujeto reclamante de derechos y reivindicaciones.

                Todo eso quedó atrás. Afortunadamente los ciudadanos son los dueños de otorgar el poder, a través de los procesos electorales y eso pareciera incorporado definitivamente al patrimonio político-cultural del país. Sin embargo, persiste un conflicto que indudablemente hoy es el “principal” tema de agenda social: el que enfrenta las concepciones autoritarias del poder frente a las que creen en el estado de derecho como expresión superior y más perfecta de la soberanía popular.

                En nada cambia esta conclusión el origen electoral de un mandato. La democracia no es sólo el gobierno de las mayorías. Es el gobierno de las mayorías respetando a las minorías, que deben ser más protegidas cuanto más vulnerables sean. Desde esta perspectiva, la suprema minoría es la persona, cada ciudadano. No en vano la búsqueda de tantos siglos de pensadores, políticos, luchadores y filósofos desembocó en la democracia como el mejor sistema de organizar un gobierno garantizando los derechos de todos y de cada uno.

                Tampoco es válida la pretensión de oponer “democracia” con “gobierno popular”, porque mientras no exista en plenitud el funcionamiento democrático-republicano, el contenido “popular” de un gobierno está bajo la permanente amenaza de su retroceso, distorsión, negación o falseamiento.

El avance democrático debe corregir los contenidos autoritarios y consolidar sobre bases sólidas, legal y económicamente, las medidas de contenido popular que han sido decididas con la finalidad de disciplinar voluntades, servir de coartadas a proyectos patrimonialistas, hacer impune la corrupción desenfrenada, o acumular poder al margen de las leyes.

Ante un proyecto autoritario, la construcción democrática exige grandes coindencias. Si alcanzara con acuerdos institucionales, bienvenidos sean. Pero si éstos fueran insuficientes, la coordinación exigirá mayor acercamiento, alrededor de un programa cuya esencia fuera la recuperación de las reglas de juego, las que permitan la convivencia en paz y la pacífica interacción de las diferencias.

Coincidir, para poder discrepar. Esa es, en definitiva, la regla de oro de la democracia funcionando. Coincidir en los límites del poder frente a los ciudadanos, en el respeto a los equilibrios constitucionales, en las reglas de funcionamiento del sistema político.

Y en esa coincidencia, dar rienda libre a las miradas diferentes, con un comportamiento que para ser efectivo debe ser capaz de extraer las coincidencias que ameriten trabajar en conjunto, y en pasar en limpio las diferencias que deban seguir siendo discutidas hasta encontrar las mejores soluciones a los problemas de la agenda.

No es tan difícil, ni significa inventar la pólvora. Es, simplemente, como funciona una democracia republicana.


Ricardo Lafferriere
               

viernes, 21 de septiembre de 2012

Miedo y Gobierno



                Dos peligrosos pronunciamientos en el máximo nivel del Estado han ocupado la atención y los comentarios políticos la semana que pasó. Ambos han recurrido, en forma directa o indirecta, a un viejo mecanismo autoritario para el ejercicio del poder: la siembra de temor.

                Mediante el primero de ellos, se ha exhortado a los argentinos a tenerle a la presidenta de la Nación “un poquito de miedo”. La exhortación-amenaza fue proferida por la propia presidenta, en una pieza oratoria en la que, además de los ya corrientes ataques a la prensa que no causan efecto alguno por las callosidades mentales que han generado en la población, ha concentrado las municiones verbales en “los que viajan”, en los empresarios y en sus propios funcionarios. Todos ellos debieran, en palabras de la presidenta, “tenerle miedo a Dios, y un poquito a mí”.

                La presidenta ha olvidado que en un estado de derecho, a quien hay que temer es a la ley. En un estado autoritario, la ley es reemplazada por la voluntad discrecionalidad del funcionario. En nuestro caso, la transición desde el estado de derecho que comenzamos a edificar con el liderazgo de Alfonsín en 1983 y empezó su deterioro en el 2002 está terminando de desarticularse con la gestión de Cristina Kirchner en estos días.

El Estado autoritario está caracterizado por el vaciamiento institucional y la concentración del poder, en forma cada vez más autocrática, en la persona de la presidenta de la Nación. Los organismos del Estado dejan de cumplir su misión específica –educar a los niños, aislar a los delincuentes, recaudar impuestos, discutir asignación de recursos- para convertirse en herramientas discrecionales del uso del poder.

Estas violaciones normativas no están motivadas por la construcción de una sociedad más equitativa, como –equivocada pero comprensiblemente- sostenía la vieja izquierda cuando justificaba las violaciones de derechos y garantías de las personas con las “dictaduras proletarias”. 

En nuestro caso, la concentración de poder se asemeja mucho más a las dictaduras bananeras, en las que tiranuelos corruptos con poco de proletarios aislaban a sus países del mundo para convertirlos en cotos de caza en los que sus patrimonios crecían sin límites con la contracara del estancamiento y el atraso de sus pueblos. No hay en la axiología ni en los objetivos oficialistas razones éticas de ninguna naturaleza que justifiquen semejante violación a las libertades de los ciudadanos.

El segundo pronunciamiento pertenece a una figura rutilante del entorno presidencial, vergonzosamente calificada en la tapa de la revista “Veja” en el Brasil como el “Ministro Kicilove”. Sin empacho ni vergüenza se refirió a un conocido y prestigioso empresario argentino con la misma autosuficiencia de la Jefa del Estado: “deberíamos fundirlo”, dijo, como si entre sus facultades naturales estuviera decidir la vida o la muerte económica de las personas o las empresas. 

El empresario había declarado que desde 2008 la Argentina había perdido competitividad, lo que no es ningún descubrimiento: nueve puestos por debajo que en la anterior medición del Foro Económico Mundial, superada por todo el entorno regional y latinoamericano y compartiendo un devaluado prestigio con Namibia, Mongolia y Grecia. Pero aunque sea cierto, para la visión oficial no debe decirse, al igual que la inflación, la fuga de divisas o los desequilibrios emocionales de la presidenta.

 Y en realidad, aunque “fundir” a una persona no está entre las facultades naturales o institucionales de un funcionario, sí lo está entre sus facultades fácticas. De hecho, hemos llegado a una situación en que un funcionario puede decretar el fin de su vida económica, como ha hecho con miles de empresas agropecuarias, con tamberos, empresas inmobiliarias, inversores, empresas cambiarias, sus dueños y trabajadores. No ya como resultado de políticas equivocadas, sino por la puntual, discrecional y perversa decisión de la autoridad política.

La política del miedo, que impulsa el gobierno con sus herramientas de fiscalización utilizadas para represaliar opiniones diferentes, no sólo es inconstitucional: es miserable. No tiene respetabilidad ni justificación. Es inmoral en el fondo y en la forma. Y para quienes se sienten indemnes ante los juicios morales, es bueno recordarles que tampoco tiene fundamentos políticos, constitucionales o legales.

La justicia, tendiendo a adocenarse definitivamente, no termina de advertir el daño que su demora o su evasión de responsabilidades genera no sólo para el presente, sino para el futuro. Sin su decisión justa y oportuna poniendo límites al poder, no sólo afecta los derechos de las personas que viven hoy en el país, sino que notifica a quienes puedan pensar invertir en el futuro que las normas en la Argentina rigen –o no…- según la duración del gobierno de turno.

Lo que están haciendo –oficialismo y jueces- bordea –y “bardea”- el estado de derecho. Sólo se justifica en el marco de la construcción de un país totalitario, con ciudadanos convertidos en súbditos aprisionados por las fronteras –económicas, políticas, aduaneras- del país.

Los argentinos ya aprendieron en suficientes lecciones sufridas en carne viva que el miedo no tiene cabida en sus valores cívicos y se han sacado de encima aprendices de dictadores peores que éstos. La inédita multiplicación espontánea de invitaciones por Internet a las marchas del próximo jueves “por la libertad y la Constitución”, en muchos lugares del país, muestran esta saludable reacción.

Por el bien del país, de nuestro pueblo y del propio oficialismo, sería bueno que los jueces vuelvan a la sana práctica de convertir a la Constitución y la ley en lo único temible. Y que los funcionarios se dediquen, en el marco de ese estado de derecho, a hacer aquello para lo que se les paga y que en este último tiempo deja mucho que desear: gobernar.

Ricardo Lafferriere

Un hito



                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas.

                Cierto es que muchas de ellas se agrupan en páginas de Facebook. También que son instadas por amigos o vínculos gestados en las redes sociales. Pero no hubo ningún partido político, organización sindical, o factor de poder importante que hubiera fogoneado –o meramente tomado en serio- la movilización de ayer, antes de su realización.

                Un cuarto de millón de personas, autoconvocadas. Quienes pudimos observar de cerca la gigantesca concentración capitalina no dejamos de asombrarnos por la pacífica alegría de los participantes, de los que no salió un solo agravio personal a la figura presidencial. Obviamente, sí, fuerte discrepancias con sus políticas, especialmente las centradas en las que limitan la libertad ciudadana por vías arbitrarias o autoritarias.

                La mayoría de los improvisados carteles portados por los manifestantes reclamaban “No a la reforma constitucional”, “no tenemos miedo”, “no a la Re-re-elección” y “Por la vigencia de la Constitución Nacional”. Quienes asistieron respondieron con nobleza a los ejes de la convocatoria lanzada por diferentes compatriotas en las redes, apenas quince días atrás: Por la libertad y la Constitución Nacional.

                Esas personas conformaron por unas horas lo mejor del pueblo argentino. Superaron el miedo, se expresaron libremente –aún con la sospecha de que algún grupo oficialista intemperante pudiera provocar episodios lamentables-, y con todos sus matices llenaron la histórica plaza, provocando un fuerte campanazo de atención que, aunque no lo confiese, seguramente será leído atentamente por la presidenta y su equipo.

                Un hito, porque hay un antes y un después. Por lo pronto, el miedo se ha disipado. Los argentinos que conforman la base de la “oposición” –o de las oposiciones- demostraron que pueden convivir a pesar de sus enfoques diferentes, que es lo mismo que decir que pueden convivir en democracia. Lo han hecho en la calle, en conversaciones mano a mano, que hubieran podido estar cargadas de tensión y sin embargo rebosaban alegría y optimismo.

La gran incógnita es por qué esa misma convivencia no puede expresarse en las conducciones de las fuerzas no oficialistas, articulando iniciativas comunes, esforzándose en construir una alternativa de gobierno que comience con el trabajo legislativo conjunto, por qué no son capaces de armar un “contenedor opositor” en el que se discutan y acuerden desde las pautas programáticas para un período de gobierno de recuperación institucional, hasta las elecciones internas abiertas en todos los niveles, a fin de concentrar las fuerzas no oficialistas para detener el intento continuista, pero más que ello para detener el gigantesco deterioro institucional a que está siendo sometida la democracia argentina.

Desde esta columna especial no podemos dejar de felicitar a dos sectores que marcaron su presencia con una mayoría abrumadora: los jóvenes y las mujeres. Fueron el corazón de la marcha. También quienes la potenciaron multiplicando las invitaciones, convenciendo a los dudosos, entusiasmando a sus padres y abuelos –que también los había, con ejemplos emocionantes superando limitaciones físicas compensadas con el entusiasmo – y persuadiendo a sus amigos, escribiendo afiches sostenidos con tenacidad, y pancartas expresando los pedidos.

Ha sido curiosa la actitud de las fuerzas políticas. Algunos dirigentes importantes –los menos y más lúcidos- jugaron su prestigio apoyando la realización de la marcha antes que se produjera. Otros esperaron prudentemente su resultado, para montarse en la ola. Incluso hubo los que generaron fuertes dudas inducidas en sus propios cuadros, poniendo en sospecha la limpieza de la convocatoria, y después aparecieron saludándola ante su rotundo éxito. Y también –los menos- que prefirieron gastar su tiempo en elucubraciones de café buscando con lupa adherentes con cuya historia discrepara, para justificar culposamente su ausencia.

Lo cierto es que en el “después”, muchos más se animarán y otros advertirán su error con futuras conductas que apuntarán a enmendarlo e interpretar mejor el estado de ánimo de los ciudadanos.

En él, sin dudas la gravedad de la situación económica incide. Sin embargo, la ausencia de consignas económicas fue notable. No se vio ni un solo cartel reclamando por el dólar, la inflación o la creciente desocupación. La sensación es que todos entendían que esos problemas –y muchos otros, como la seguridad que sí se mencionaba en algunos, el deterioro educativo y la exclusión social- tienen una sola forma de enfrentarse: con una democracia más perfecta, con una república funcionando, con una Constitución respetada. Construyendo ciudadanía, en lugar de clientelismo.

Un antes y un después. El antes que parecía caer en el miedo difuso impregnando la vida cotidiana y confundiendo a las dirigencias no oficialistas, se ha trocado en un después en el que el camino de libertad ha recibido un gran impulso refrescando las mentes calenturientas para las que sólo cabía interpretar todo tras los lentes de un pretendido ideologismo que atrasa medio siglo.

El antes, de la gente oscilando entre el miedo y la indignación y la dirigencia debatiendo en mesas de café la “pureza ideológica” de las posibles alianzas, ha quedado atrás y atrás quedarán quienes no entiendan las características de la etapa que se abre. Una etapa en la que no tendrá cabida el miedo, ni la indignación, ni la intemperancia ideológica, enorme impostura que permite avanzar a quienes no respetan, ni quieren ni cuidan a la democracia como sistema político.

Una etapa en la que un pueblo libre, con dirigentes lúcidos de vocación patriótica, retomará la tarea que recomenzó en 1983 para proseguir la construcción, eterna e inconclusa, de una sociedad cada día mejor.

Ricardo Lafferriere

sábado, 29 de octubre de 2011


La Argentina en la tormenta del mundo

No hace mucho –apenas un par de semanas- analizábamos en esta columna la enorme diferencia de dimensiones entre la economía real, la que efectivamente produce bienes y servicios utilizados por las personas, con la capitalización bursátil en todo el mundo.

Para tener un número de partida destacamos los 240 billones de dólares de capitalización bursátil con los 60 billones a que alcanza el Producto Bruto Global de todo el planeta en un año. Pero en realidad esa comparación oculta una circunstancia aún más dramática: mientras que para producir esos 60 billones el mundo necesita un año –de inversión, trabajo, comercio, creación, intercambio, gestión pública-, la capitalización bursátil gira en tiempo real, no ya en meses o semanas, sino en días y aún hasta en horas, minutos y segundos.

En otros tiempos esa relación era aproximadamente de uno a uno, y el movimiento de capitales no se asentaba aún en la revolución de las comunicaciones, la informática y la libertad de desplazamiento financiero, o sea, en el “tiempo real”.

En épocas de estabilidad este desfasaje temporal no es tan trascendente. Pero en tiempos de crisis, sus consecuencias son graves.

La semana que corrió entre el 23 y el 28 de octubre de 2011 mostró –una vez más- otro ejemplo. El avance de las conversaciones en Europa para sostener a Grecia y al Euro con aportes públicos y semi-públicos de alrededor de un billón de dólares –que pagarán los ciudadanos, a través de los presupuestos públicos, vía sus impuestos- hicieron “subir” las bolsas en Europa en un promedio del 3,2 % con alzas puntuales del 8,9 % en el índice bancario y alzas puntuales que superaron el 20 % en bancos franceses. En Wall Street la suba del Down Jones se acercó al 3 %, en Tokio subió el 2 % y en Hong Kong superó el 3 %. El promedio de capitalización bursátil  fue del 3 %, lo que implica que a raíz de una medida aún no tomada y cuyo valor es de un billón de dólares, la “riqueza” bursátil aumentó en 7,2 billones de dólares.

El ajuste europeo retirará, vía impuestos y ahorros en otros rubros, un billón de dólares de los bolsillos de la gente, haciendo crecer la desocupación, diluir los salarios, desmejorar la seguridad, desatender la salud, deteriorar la educación.

A cambio, los operadores bursátiles serán 7,2 billones más ricos, sólo manejando imágenes comunicacionales, porque nada ha sido decidido.

Los diarios del sábado ya anunciaban que “los operadores comenzaban a sentirse decepcionados” por el mecanismo aún no establecido. Se anunciaba para esta semana una nueva caída de las bolsas. Obviamente, “tomarán ganancias”. Y recomenzará el juego de imágenes comunicacionales moviendo el “sube y baja”, presionando más a los Estados para que el ajuste sea más grande, porque “como está no alcanza”. La rueda seguirá girando, empobreciendo a unos, concentrando riqueza en otros.

La solución –lo hemos dicho en esta columna- no es económica, sino política. Son los gobiernos, en ejercicio de su autoridad, los que deben establecer urgentes normas que limiten, contengan y reglamenten el juego financiero global, aislando a los paraísos fiscales –verdaderas bases de operaciones extraterritoriales del terrorismo económico- y dictando normas que disciplinen los movimientos de capitales a la autoridad de las instituciones globales que se establezcan por parte de los gobiernos.

El camino elegido hasta ahora los entierra más, porque los endeuda más y los hace más vulnerables y dependientes de aquéllos a quienes tendrían que reglamentar. Y como el entramado es global, no hay chance alguna que las medidas se tomen en forma aislada.

Si no lo hacen, no habrá solución. Lo sabemos de sobra en la Argentina, donde la fiesta de los años 90 terminó generando una inexorable caída que nadie estaba en condiciones de evitar, aunque las pequeñeces de la política criolla hayan cerrado luego la evaluación concentrando las culpas, como en la leyenda bíblica, en un “chivo emisario” que ninguna responsabilidad tenía en el endeudamiento del país y que no contaba con herramienta alguna para evitar el tsunami.

Así está hoy el mundo, pero en grande. Si la conmoción argentina del 2001/2002 retumbó en todo el planeta, la conmoción en el planeta tendrá consecuencias que no podemos imaginar.

No estaría mal que frente a este nuevo ejemplo, en nuestros pagos aprendiéramos la lección que pareciera estar olvidándose, de lo que ocurre cuando se gasta más que lo que se recauda, se toma con alegre displicencia el gravísimo tema del desequilibrio monetario y fiscal, o se ignora el efecto desarticulador de la inflación, tanto para la convivencia como para las decisiones de largo plazo.

Hemos tenido un fortísimo viento de popa que hemos desperdiciado por casi una década, que hoy corre peligro por la crisis del mundo. Actualmente tenemos otro elemento favorable, consecuencia no buscada del aislamiento, que ha provocado una barrera natural ante los efectos financieros de la crisis: no sufrimos una dependencia fuerte del capital financiero global. Pero ante la obsesión populista de no pensar en las consecuencias, frente al exigido presupuesto público se están escuchando ya alternativas que nos llevarán al centro de la tormenta, como la de volver a endeudarse en los “mercados voluntarios”, aún antes que la crisis se decante.

Por lo pronto, la desesperación por conseguir divisas en cualquier lado y de cualquier forma descubren la gran falacia de las “reservas”, que parecen acercarse mucho más al cero  denunciado por los analistas, que a los “50.000 millones” del mendaz relato oficial.

Sería bueno que antes de avanzar en una política coyunturalmente tan peligrosa, se agoten las medidas que están a nuestro alcance sin entrar a la tormenta del mundo si podemos evitarlo: ordenar las finanzas públicas, sancionar la ley de coparticipación para que cada uno se haga responsable de sus gastos, y se ponga fin a la dilapidación de recursos por no tomar medidas consideradas “impopulares” pero cuya demora lo será mucho más, cuando la crisis del mundo –y de las propias imprevisiones- nos alcance y el ajuste se imponga por sí sólo, como ocurrió en 1975, cuando, casualmente, gobernaba la presidenta del mismo partido que Cristina.

Ricardo Lafferriere

lunes, 26 de septiembre de 2011

Dilema para el mundo

Alfonsín o de la Rúa

 Los desequilibrios de la economía mundial, con diversas causas pero efectos que no permiten la continuación regular del “juego” por la desconfianza, han colocado en escena el dilema que los argentinos hemos sufrido varias veces en nuestra historia reciente.

 Una deuda privada que es impagable por la desvinculación entre la economía monetaria-financiera y la economía real se traduce en la presión sobre los Estados, que en última instancia son los que fabrican el dinero imprescindible para que la ilusión de riqueza se transforme en riqueza real.

 Quienes tienen acreencias quieren que los Estados ayuden a los bancos, intermediarios de la circulación de la riqueza del sistema, forzando ajustes que reduzcan los gastos que consideran exagerados en servicios sociales como salarios, salud, educación, defensa, seguridad, infraestructura, pero que paguen las deudas. 

No hacerlo –sostienen- llevará a la crisis generalizada a la economía real por su extremo endeudamiento y dependencia del capital financiero, y eso aumentará la desocupación aún más.

 Las sociedades, por su parte, que sufrirían –o sufren- en forma muy dura estos ajustes se resisten. La multiplicación de “indignados” se extiende por todo el planeta, poniendo en riesgo no ya la economía sino el propio equilibrio social de sistemas que se creían sólidos y prósperos.

 Los gobiernos, por su parte, tienen frente a esta tensión dos caminos “puros”. Uno, el que siguió en su momento la administración de Alfonsín: licuar las deudas fabricando dinero. El otro, el que siguió la gestión de De la Rúa: mantener el valor del dinero, buscando la austeridad fiscal y la refinanciación voluntaria de la deuda hasta que la situación cambie por su propia dinámica.

El primero, temía los efectos sociales. El segundo, los efectos económicos. Entre nosotros, el primer camino llevó a la hiperinflación y de allí, al desborde social. El segundo, a la recesión, la desocupación y también al desborde social.

Ni Alfonsín ni de la Rúa habían generado esos desequilibrios. Ambos heredaron deudas inmanejables –el primero, del “proceso”, el segundo, del menemismo-. Deudas que, cuando se contrajeron, seguramente se consideraron manejables, pero que al cambiar la situación del escenario general, se escaparon de control.

Quien esto escribe participó del partido del gobierno en ambas oportunidades, y puede dar fe de la extrema tensión que significa tener que decidir entre uno y otro camino. En el primer caso, la obsesión de Alfonsín era que no se cayera la actividad económica, lo que pasaría si “ajustaba”. En el segundo, que no ocurriera lo que le pasó a Alfonsín, lo que sucedería si “aflojaba”.

Difícilmente exista un camino ideal para salir de crisis de esta magnitud, que una vez desatadas son lo más parecido a un desastre geológico o a las fuerzas naturales catastróficas. Los seres humanos han desarrollado los sistemas políticos, para tomar las riendas de su destino, para compensar aunque sea en parte los imperativos de la economía, de las fuerzas naturales, o de las crisis.

Pero los sistemas políticos normalmente funcionan bien cuando no son tan necesarios. Efectivamente, en épocas de auge, las cosas tienden a andar bien sin mayores demandas a los gobiernos, como ha ocurrido desde el 2003 en adelante, con nuestro principal producto de exportación, la soja, pasando de los 160 USD a USD 540 la tonelada, lo que además llevó multiplicar por tres el volumen de producción agraria.

 En casos de crisis como los que hablamos, la solución debiera darse sobre la base de una gran solidaridad social que suspenda la política “agonal” de unos contra otros y ponga a todos a pensar y actuar en forma coherente.

Cualquiera sea el camino elegido, parece ser imprescindible controlar sus consecuencias y paliar los imprescindibles daños producidos, lo cual es imposible sin poder político, alineado y tirando juntos para el mismo lado.

 Pero eso es normalmente incompatible con los reflejos de la política que tienden a buscar, aún en medio de las situaciones más tensas, la forma de sacar ventaja, lo que obliga a los demás a cuidarse y ejercer similar actitud. En el mundo agrega otra complicación.

No se trata de gobierno y oposición. Se trata de gobiernos y oposiciones, de países que no tienen las mismas urgencias ni situaciones o prioridades políticas internas. Si es difícil poner de acuerdo a los actores políticos de un país, ¿qué esperar de los actores políticos de varios países con diferentes momentos políticos, conveniencias inmediatas y características distintas de sus pueblos, que son los que en definitiva eligen sus gobiernos?

 Alfonsín, en medio de la crisis, debió sufrir catorce paros generales. A de la Rúa le renunció el vicepresidente reduciendo el sustento político de su gestión, que terminó sin el respaldo ni siquiera de su propio partido.

Siempre es más sencillo, para quienes se mueven en el escenario, demonizar al gobierno, y si es posible tumbarlo, que trabajar en conjunto por la salida. En todos los casos, quien sufre termina siendo el de más abajo, sea con la hiper-inflación, sea con la hiper-recesión.

Y los gobiernos, cualquiera sea su signo, suelen pagar con la interrupción de sus gestiones las crisis que no provocaron ni pueden solucionar. Como le pasó a Alfonsín, y a de la Rúa. Y a los gobiernos a los que les toca, en cualquier lugar del mundo, enfrentar estas crisis. Sean socialistas, como Rodríguez Zapatero, o liberales como Nicolás Sarkozy.

 Ricardo Lafferriere