jueves, 7 de agosto de 2014

De granero del mundo, a sojero de China


Los manotazos de ahogado de la administración kirchnerista no se reducen a ladrarle a los “hold outs”, a cambio de USD 250.000 dólares diarios adicionales de intereses punitorios que corren hasta el pago o acuerdo (que debieran abonar los funcionarios responsables de esa demora).

Ahora se extienden a los nuevos “alineamientos” internacionales, sin un debate parlamentario que haga transparente decisiones cuyas consecuencias nos acompañarán por décadas.

No se trata ya sólo de la alegre estudiantina “bolivariana”, al final reducida a la justificación épica del mayor saqueo de fondos públicos de la historia nacional. Y ni siquiera a la repentina amistad con el líder ruso Vladimir Putin, con cuya adhesión de la Crimea arrebatada a Ucrania a través de un plebiscito de población rusa transplantada insólitamente la presidenta empatizó, a pesar del nefasto antecedente que implica para nuestro reclamo de Malvinas.

Ahora se insiste en lo que ya es un clásico kirchnerista: el cuento chino. Sólo que en este caso parece avanzarse hacia dos fuertes dependencias, una financiera y otra comercial, cuyos límites y prevenciones no han sido debidamente debatidas –o al menos, no se ha publicado ningún debate que la contemple-. Son –por así decirlo- decisiones exclusivas de la presidenta.

Se anuncia que China “reforzará” las reservas del Banco Central, hoy cercanas a cero, para ayudar al país a evitar problemas cambiarios. En buen romance, esto significa que profundizaremos  la “tercerización” de las reservas en divisas con las que nos preste el gigante asiático, que frente a nuestros raquíticos 28.000 millones de dólares formales -en realidad disponibles sólo en menos de un tercio de ese monto- ha sabido acumular con una política económica inteligente y en gran medida “neoliberal” nada menos que Cuatro millones de millones de dólares, un tercio de los cuales está titulada en bonos del tesoro de EEUU.

Hace poco tiempo, desde este lugar, mencionábamos en tono fuertemente crítico la conducta colonialista de China con sus socios comerciales, en la mejor escuela del colonialismo del siglo XIX, apoyada en acuerdos con dictaduras, en la superexplotación de sus trabajadores y de los países en los que invierte y en su indiferencia absoluta ante los problemas ambientales que genera o la violación sistemática de los Derechos Humanos.

Hay numerosos ejemplos: la masiva deforestación africana -227 millones de hectáreas de selva en África Central, o un millón de metros cúbicos de madera selvática de Birmania por año o la desertificación de Mozambique-, la disciplina laboral cuasi-esclavista de sus empresas en Gabón, en Sudán, en San Juan de Marola –Perú- y en el propio territorio chino incluyendo el trabajo esclavo de menores, denunciado por el Premio Nóbel Li Xiabobó condenado y preso por esas denuncias, las miserias humanas de explotación sexual, prostitución y trata de personas en su extracción de Jade en  Birmania, del desmantelamiento de la riqueza forestal rusa por empresas chinas en Siberia, el soborno de funcionarios venales en países corrompidos a través de sus Bancos de Exportación y de “promoción” (Eximbank y China Development Bank) con el “financiamiento” de obras faraónicas a costos desmedidos por los sobreprecios y de su ansiedad por comprar alimentos “a granel” –y tierras para producirlos-. Y de la ocupación literal de miles de kilómetros cuadrados del territorio de Kazajistán y Turkmenistán con empresas petroleras propias, regidas por la ley china y con seguridad militarizada.

Bienvenidas, si se dan, las inversiones extranjeras. Pero no si llegan para ocultar la incapacidad de gestión de un gobierno populista  con un nuevo y más peligroso endeudamiento. O para financiar la corrupción crónica de funcionarios venales. O si implican alineamientos o inmorales apoyos internacionales, como el otorgado a Putin por su ocupación de Crimea.

Bienvenidas, si se dan, las inversiones en infraestructura en ferrocarriles para trasladar a puerto las producciones del interior, en infraestructura, en energía.

Pero advirtámoslo: según lo que se anuncia, en lugar de imbricar nuestra economía, comercio, tecnologías e inversiones con el núcleo más dinámico de la innovación tecnológica global, volvemos a pedir dinero prestado para financiar la crónica incapacidad de la gestión pública. En lugar de desarrollar los complejos tecnológicos que forman la vanguardia del desarrollo global - bio y nanotecnología, computación, telecomunicaciones, informática, o nuevos materiales- nos endeudamos con los chinos para revitalizar los ferrocarriles que hicieron los ingleses hace más de un siglo, y que dejamos derrumbar al compás del relato populista.

Por supuesto, la culpa no es de China, ni de Putin. Ellos saben lo que buscan y defienden el interés de sus países. Es hacia adentro que debemos mirar: hacia nuestra política, hacia nuestra inteligencia, hacia nuestro empresariado, hacia nuestro periodismo, hacia nuestra academia. Es decir, hacia nosotros mismos, que somos quienes decidimos en definitiva qué hacer de nuestro país. Y que, por los resultados, está claro que no lo estamos haciendo bien.

Hoy se invoca la urgencia y frente a ello nadie puede sacar el hombro. Todo el arco político le brindó apoyo en el Senado a la inmunidad de los Bancos Centrales, que facilita la operación financiera mencionada. Sólo que no nos vengan con el cuento emancipador, la culpa de los “buitres” o la conspiración internacional “para castigarnos por nuestros logros”. Al menos, sería de esperar la honestidad de nombrar a las cosas por su nombre.


Ricardo Lafferriere

viernes, 11 de julio de 2014

Con todo respeto y afecto, presidente Mujica: su mirada atrasa más de un siglo y medio

Hace 154 años, el puerto de Buenos Aires se federalizó y pasó a pertenecer a todo el país. Treinta años después, la propia ciudad de Buenos Aires era derrotada en las sangrientas trincheras de la revolución de 1880. El puerto dejó de ser manejado por la oligarquía porteña, aunque el país pasara a ser gobernado por las oligarquías de todo el territorio nacional, organizadas en el aparato político del roquismo. De hecho, el último presidente argentino nativo de la Capital fue Marcelo T. de Alvear, en 1922, y de su gestión no se ha escuchado hasta ahora a nadie acusarlo de centralista.

Los males que siguieron, en consecuencia, no pueden ser puestos en la cuenta de los porteños, que sufrieron como todos los avatares de la construcción de un país con claroscuros, pero que dio el gigantesco salto a cuyo fin, cinco décadas después, lo habría llevado a ser uno de los más importantes del mundo de entonces. Esas oligarquías hicieron el país moderno, al que las cuotas de equidad que le faltó las agregó el radicalismo, la democracia progresista, los socialistas y años después el peronismo.

Dice, sin embargo el presidente Mujica una verdad: ese país -éste país- recibió millones de seres humanos de las más diferentes nacionalidades. Entre otras, la oriental, fundida en la convivencia nacional sin recelo de ningún tipo y considerada –como todos los inmigrantes que llegaron y llegan a la Argentina en general y a Buenos Aires en particular- iguales en derecho, respetados en su dignidad y hermanos en los afectos. Si una constante ha tenido la historia argentina ha sido la lealtad a la vocación cosmopolita de la Revolución que le dio origen, que definiera San Martín en Lima con su histórica frase "Nuestra causa es la causa del género humano".

Llegaron italianos, españoles, polacos, franceses, ingleses, alemanes, rusos, austríacos, noruegos, judíos, árabes, paraguayos, chilenos, bolivianos, brasileños, africanos. De todos nos sentimos "hermanos" y todos han aportado a la construcción de una cultura de convivencia que nos hace ser abiertos, tolerantes y solidarios, aún en momentos duros -que hemos pasado muchas veces-.

No mezclemos entonces las pasiones del fútbol con campos que les son ajenos. Las tentaciones siempre existen, pero pueden llevar a crear problemas donde no los hay.

Los uruguayos pueden “hinchar” por quienes les surja de sus afectos o de su gusto futbolístico. Eso en nada cambiará ni el cariño ni el respeto que los argentinos sienten por ellos. Y por los italianos, los españoles, los alemanes, o cualquier país de latinoamérica y del mundo. El mundial, el fútbol mismo, es nada más que un juego, que despierta emociones pasajeras pero que en nada cambia los procesos económicos, sociales y políticos vividos por las sociedades y los ciudadanos. Éstos corren por otros cauces, con otras normas y con otros protagonistas.

Pero, por sobre todo, no intente interpretaciones históricas que pueden dañar sensibilidades más que la simpatía o antipatía deportiva. No, al menos, desde el respetado pináculo que implica la presidencia del país hermano más caro a nuestros afectos nacionales.

Ricardo Lafferriere

http://www.lanacion.com.ar/1709065-jose-mujica-hincha-por-la-argentina-en-la-final-y-admite-que-hay-muchos-uruguayos-calientes

sábado, 5 de julio de 2014

Boudou

El procesamiento del Vicepresidente de la Nación por delitos de singular gravedad para un funcionario de su nivel coloca a la democracia argentina en una situación inédita de deterioro en su prestigio interno y externo.

Lejos está quien ésto escribe de negar la presunción de inocencia, que es una conquista del derecho tras cientos de años de lucha por la civilización jurídica. Dicho sea de paso, debiera aplicarse no sólo al Vicepresidente, sino a la cantidad enorme de personas sin el debido proceso y sin el debido derecho de defensa, detenidas en condiciones infrahumanas que han llevado a pronunciarse hasta a la propia Corte Suprema, exigiendo trato humanitario en las cárceles.

Pero no hay duda que hasta que el Vicepresidente reciba una sentencia firme –que podrá ser absolutoria o condenatoria- tiene derecho a que no se dé por descontada su culpabilidad. Es un derecho del “ciudadano Boudou”, que no puede negársele bajo ninguna circunstancia.

Diferente es el caso del funcionario político.

El Vicepresidente no sólo reemplaza a la presidenta en determinadas circunstancias. También es usual que la represente –y que represente al país- en actos protocolares, llevando consigo la imagen de la República. Ahora mismo se encuentra en un viaje oficial, participando de la transmisión de mando de una democracia amiga, en la República de Panamá.

La trascendencia que ha tomado su procesamiento ha inundado los titulares periodísticos de todo el mundo. Y ese tema no es jurídico, sino que afecta la imagen de la Nación Argentina, al convertirse en el centro de atracción, por la repercusión que implica. Dicen las noticias que hasta ha debido solicitar un cerco informativo, por el interés que su situación despierta donde vaya.

Debe, además, presidir el Senado, en un momento en que tanto el clima económico como el político e internacional se encuentran enrarecidos por el desfasaje económico interno y el posible nuevo default. No estamos lejos en el tiempo de la implosión del 2001, en que el hiato entre los argentinos y el sistema político llegó a tener un abismo traducido entonces en el “que se vayan todos” de escalofriante memoria.

El país no puede permitirse ubicarse nuevamente al borde de ese abismo en la representación política. Adviértase que no se trata ya de cuestionar o no una medida de gobierno de una presidenta que cuenta con legalidad y legitimidad, se coincida o no con sus decisiones. Se trata en este caso de una situación de extrema desconfianza, ubicada en un escenario en el que las carencias económicas, debido al explosivo proceso inflacionario, nos hacen rozar una mecha en cuyo otro extremo se encuentra el estallido social. No es momento para jugar con la estabilidad del sistema por el capricho de mantener una situación personal.

El gobierno, por palabras de uno de sus diputados voceros, responde que el antecedente de Mauricio Macri –que fuera procesado, aunque por un hecho sustancialmente inferior- indica que no debe removerse un funcionario por su situación procesal. Omite sin embargo recordar que el Jefe de Gobierno de la Ciudad impulsó su propio Juicio Político y se sometió a él, resolviendo la Comisión Investigadora –en la que su partido era ínfima minoría- que no existían motivos para encausarlo.

Si realmente quiere seguir ese ejemplo, el Vicepresidente debiera solicitar su propio juicio político, o al menos solicitar una licencia que aleje el proceso de la inevitable repercusión pública que implica una causa levantada contra un funcionario en ejercicio de tal jerarquía institucional. Ese alejamiento también le permitiría ejercer su defensa libremente, sin los condicionamientos que implica someter al debate público cada paso procesal, pedido, medida o resolución que se realice en el transcurso del proceso.

Lo agradecería la democracia argentina, y también –por qué no decirlo- el prestigio y la estabilidad del propio gobierno que integra.


Ricardo Lafferriere

jueves, 26 de junio de 2014

Deuda - 4 - ¿Conejillo de Indias?

Deuda – 4
La destacable y abrumadora posición del ambiente financiero y político mundial requiriendo a la justicia norteamericana que “blinde” a los acreedores que aceptaron las condiciones de los canjes del 2005 y 2010 para la reestructuración de la deuda argentina alinea en un gigantesco bloque de opinión a intereses aparentemente disímiles como los de los acreedores y los deudores, los países grandes y chicos, las publicaciones internacionales y los organismos internacionales de crédito.

Frente a este formidable bloque de poder sólo hay una persona: un Juez del Estado de Nueva York, cuya decisión fue confirmada por la instancia de apelación y ésta –a su vez- fue confirmada tácitamente por la Suprema Corte norteamericana al negarse a estudiar el caso por no hallar mérito para ello.

El blindaje de los bonos reestructurados es requerido por todo el “establishment” mundial. Es evidente que en la solitaria posición del juez norteamericano no hay “poderes ocultos”. Se han pronunciado contra su decisión, entre otros, el presidente de su país, los países occidentales más importantes, el Fondo Monetario Internacional, el Grupo de los 77, y las publicaciones internacionales más prestigiosas del “establishment” (como el Financial Times, en lo económico, y el “Foreign Affairs” en lo político), como lo destaca el gobierno argentino.

Está claro que, en este caso, el poder mundial juega junto a la Argentina, cuyo reclamo han apoyado incluso países con los que mantiene ásperas disputas por temas territoriales o comerciales –caso de Gran Bretaña o el Uruguay-.

El juez Griesa, por su parte, sólo tiene un respaldo: la ley de su país, que alguna vez juró hacer respetar. La confirmación de sus decisiones por las instancias judiciales superiores impiden una acusación de parcialidad, como la que realiza el comunicado del Ministerio de Economía argentino.

Desde esta columna en infinidad de notas hemos sostenido la necesidad de institucionalizar un sistema normado que establezca el procedimiento de Default en las “deudas soberanas”. En casos como éste esa ausencia se hace más notable que nunca.

Sin embargo, cabe la pregunta: si todo el gigantesco poder mundial alineado contra el Juez Griesa está convencido de lo mismo, ¿por qué no ha impulsado ni impulsa esa normativa? ¿Por qué se pretende cargar en la responsabilidad de un Juez la incompetencia, impericia o desinterés de los que tienen que dictar las normas –internas e internacionales- que habiliten otro camino?

Y en el caso de los gobiernos que impulsan “Defaults” y “reestructuraciones de deuda” –como el argentino en el 2005 y 2010- ¿por qué se insiste en la incorporación de la cláusula de prórroga de jurisdicción y renuncia a la inmunidad soberana en la emisión de títulos de sus deudas, sabiendo que la ley y la justicia norteamericana aplicarán la ley vigente?

La situación en la que se ha colocado la Argentina es injusta. Sin embargo, la responsabilidad de esa injusticia no recae en un Juez que aplica la ley. Es de quienes se sometieron previa y especialmente a esa ley, y en última instancia de quienes tienen en sus manos cambiar esa ley –porque tienen el poder global- y no han hecho nada para efectivizar ese cambio.

Ese es el motivo por el que desde hace tiempo sostenemos la necesidad de evitar judicializar una causa perdida de antemano y de abrir una negociación que solucione definitivamente la relación financiera externa del país. No podemos aceptar que la Argentina sea el Conejillo de Indias de intereses que no manejamos, aunque coloquen al país por unos días en los titulares del mundo. El camino que ha tomado el gobierno nacional es el peor de los posibles y sus consecuencias al final deberán ser soportadas por los "argentinos de a pié", que no entienden lo que pasa ni el motivo del capricho, pero que sufrirán la caída de su salario, la pérdida de sus empleos y la aceleración inflacionaria.

Sensatez, inteligencia, sentido estratégico. Grandes virtudes, imprescindibles en la hora.


Ricardo Lafferriere

Deuda - 3 - Hablar claro

Un notable choque cultural que encuentran los argentinos al viajar al exterior, o al radicarse en otro país, es el valor otorgado a la palabra. Salvo, tal vez, en Italia, el testimonio casi unánime de nuestros compatriotas al conversar sobre el tema es: “Allí, lo que se dice, es”.

El lenguaje es nominativo y con más razón en las cuestiones serias.

Nuestra forma de ser, por el contrario, suele utilizar al lenguaje como un velo semiopaco. Lo que se dice, se dice “a medias” y el interlocutor debe saber leer la connotación de cada afirmación. Si no lo sabe, o si asume que –como en todo el mundo- lo que se dice “es”, está en los prolegómenos de una relación que se tornará conflictiva.

Quien esto escribe recuerda una charla informal mantenida hace años con un prestigioso embajador alemán que expresaba su choque cultural al llegar a nuestro país: “En mi país, cuando la ley dice que un ciudadano tiene un derecho, éste suele regir de inmediato. Aquí, si la ley otorga un derecho, esto debe leerse como que otorga “el derecho a pedir ese derecho” a algún funcionario o a un Juez, quienes normalmente tienen la facultad de concederlo o denegarlo.”

Las reflexiones vienen a cuento de los matices contradictorios del discurso oficial sobre el “no pagaremos a los buitres”, “no pasarán”, “pagaremos al 100 % de los acreedores”, y hasta el “respetuosamente pedimos al señor Juez que nos permita pagar”.

El libreto contradictorio se está repitiendo por intermedio del ministro Kicilloff en Nueva York. Éste reitera el peligro de la cesación de pagos –tema ajeno al Juez de la causa- y las adhesiones a la posición argentina que expresa todo el mundo político nacional e internacional y deposita 1000 millones de dólares de la deuda reestructurada, pero desafiando nuevamente a quienes ganaron el juicio, y advirtiendo al Juez que embargar esa suma sería “una apropiación indebida de fondos de terceros” (¿?) y que su actuación tiene una "parcialidad a favor a los fondos buitre". (A propósito: ¿no es curioso que ante un vencimiento de 900 millones de dólares, se depositen "más de mil millones" -según Kicillof en su conferencia de prensa-?)

Es cierto que desde Obama hasta el FMI, desde Brasil y Uruguay hasta el grupo de los “77 + China” han “apoyado” la posición argentina. Hasta el Financial Times, que no suele precisamente halagar a la presidenta Kirchner, reclama una solución diferente.

¿Es justo el sistema vigente? Por supuesto que no. El procedimiento concursal, que establecen las leyes comerciales de la mayoría de los países para evitar la condena eterna de deudores insolventes en el plano interno no es contemplado por el derecho internacional, aunque debiera serlo. ¿Alguien de los que rezonga ha hecho algo para cambiarlo? Tampoco.

No se advierte, en efecto, que ninguno de los nombrados haya actuado más allá de un reclamo simbólico. Ni Obama ha remitido un proyecto de ley a su Congreso –o requerido a la legislatura de Nueva York- la reforma de su Código Procesal, ni el FMI ha incorporado a su agenda la discusión de un proyecto que institucionalice un procedimiento obligatorio de Concurso o Quiebra para los países mediante un Tratado Internacional con vigencia de ley positiva, ni los países en desarrollo han propuesto un camino similar o han dejado de pagar sus deudas de mercado pretendiendo inmunidad soberana. Ni siquiera Cuba, o Corea del Norte.

Y –lo más curioso- tampoco lo ha hecho la Argentina. No hay ningún antecedente en este sentido durante todo el período kirchnerista de una iniciativa diplomática de estas características. ¿Por qué razón entonces el Juez habría de fallar en contra de la ley que juró aplicar, que nadie propone formalmente cambiar ni ha iniciado los procedimientos para hacerlo?

¿Ha actuado correctamente el Juez Griesa? Se limitó a aplicar –como cualquier Juez- la ley vigente. ¿Es válido aplicar esa ley a la Argentina? La propia Argentina –más aún: la misma deuda emitida por Néstor y por Cristina Kirchner- estipuló que se sometía a las leyes y jurisdicción de Nueva York.

Salir de este atolladero no es un problema judicial. Exige finalizar el doble o triple discurso, como lo sostiene la lúcida nota editorial de Carlos Pagni en La Nación del 26/6. Reconocer que “La “quita excepcional” del relato kirchnerista no ha sido tal” –como dice Alfonso Prats Gay, al analizar los montos pagados y que quedan por pagar de la deuda argentina- y dejar de reiterarlo como una épica valiosa no sólo sería cierto sino que ayudaría a la negociación. Sería -además- más coherente con el discurso victimista de presentarnos como "pagadores seriales" -tal como lo ha reiterado la presidenta en varios discursos-

Decirle a la sociedad “no pagaremos a los buitres” y al Juez “queremos pagar al 100 % de los acreedores” no sólo es inconsistente, sino que a esta altura roza la esquizofrenia. Aumenta la desconfianza de los “buitres” –que cuentan con sentencia firme favorable- y de la sociedad –que una vez más siente que es engañada desde la cúpula del poder-. Los primeros pedirán más garantías al ver que se sigue reivindicando el “no pago” como un valor positivo, la segunda se alejará más de la política acercándonos nuevamente al “que se vayan todos” de escalofriante memoria.

Hace unos meses sosteníamos desde esta columna que no habría salida –ni siquiera transición- tranquila sin una convocatoria sincera y franca de la presidenta a toda la sociedad política más representativa para acordar reglas de juego y acciones concertadas, reforzando la clara ineptitud de la gestión oficial que ante cada crisis nos hace perder más dinero –como ocurrió con el sobrepago de bonos por la cláusula de PBI debido a la falsificación del INDEC, la estatización de Repsol y el arreglo con el Club de Paris- que golpearán fuertemente a las gestiones próximas.

Está claro que eso “es imposible, por la forma de ser de la señora”. Pues bien: lo que está pasando es una señal de cómo serán los últimos meses del régimen K: manteniendo el país al borde del abismo, respondiendo con parches improvisados al cúmulo de dificultades que se acercan, privilegiando el capricho por sobre los intereses de la nación y de su pueblo, y echando intermitentemente nafta y agua a un fuego que empieza a encenderse. Fuego que –valga decir- no se apagará forzando la identificación de los éxitos de la Selección Nacional de Fútbol con la gestión oficial, como lo intenta la infantil –aunque grotesca- publicidad presidencial en sus cortos sobre el Mundial.

No es precisamente una contribución patriótica. Aunque sea cierto, como dirían los jóvenes, que “es lo que hay”. Lamentablemente.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 25 de junio de 2014

Deuda - 2 - No asustarse, hacer lo adecuado

"El problema no es la deuda" decía en mi nota anterior.
¿Cuál es, entonces?  Sin reconocer el problema, no podremos encontrar la solución.

Tal vez sea bueno recordar que la deuda en relación con el PBI, en realidad, se ha mantenido constante durante décadas, a pesar de sus oscilaciones circunstanciales.

En tiempos del proceso, con un PBI de 80.000 millones de dólares, la deuda era de 40.000. En tiempos de Alfonsín, con un PBI de 120.000 millones de dólares, era de aproximadamente 60.000. En tiempos de Menem, con un PBI de 280.000 millones de dólares, era de 140.000. Ahora, con un PBI de 500.000 millones, es de alrededor de 250.000. Con diferentes gobiernos y visiones económicas, da la sensación que el 50 % del PBI es un número con el que el país "se siente cómodo" y que, superado el cual, empiezan los problemas.

Para los gobiernos, la deuda resulta siempre una importante herramienta de gestión. Esta afirmación puede resultar curiosa. No lo es tanto si recordamos que para contraerla, alcanza con la decisión del Poder Ejecutivo que, de esta forma, evita tener que debatir en el Congreso cada obra pública o gasto para el que le resulta más sencillo obtener financiamiento externo con alguna de las líneas de los organismos internacionales.

El Congreso -y la prensa, y la opinión pública- entran en el debate cuando hay que pagarla. Eso ocurre siempre durante la gestión posterior.

Así se hicieron las grandes obras públicas durante el gobierno de Isabel Perón y el proceso -los puentes internacionales al Uruguay, el complejo Brazo Largo, Atucha I y II-, se renovó el equipamiento militar que luego se perdió en Malvinas, así se hicieron las grandes obras hidroeléctricas de Salto Grande y Yacyretá e incluso así comenzaron a implementarse los planes sociales, en tiempos de Duhalde. Sin endeudamiento, los gobiernos hubieran tenido su gestión bastante más problemática.

Claro que este mecanismo es un dislate institucional, que bordea -e inutiliza- el mecanismo de relojería establecido en la Constitución para darle forma al sistema "representativo, republicano y federal". El "pueblo" representado en Diputados ya no es más el que decide los impuestos ni asigna los gastos, y el Senado pierde su función de Cámara Federal que representa a las provincias. Sólo les queda pagar las deudas, que contrae el Ejecutivo. Y rezongar por tener que hacerlo.

Aquí llegamos al primer problema a resolver: funcionar con institucionalidad. El endeudamiento no es responsabilidad exclusiva de quien presta, sino de quien pide prestado con la convicción de que no será él a quien le toque pagar. Volver a la institucionalidad requerirá el máximo de profesionalidad en el escenario político, porque a los tradicionales cabildeos con los ministros para conseguir alguna obra, deberá agregársele su justificación que resista un debate transparente en la opinión pública.

La opinión pública, de esta forma, podrá evaluar no sólo la necesidad del gasto que genera el endeudamiento, sino compararlo con la carga futura a las finanzas públicas, que se pagará con impuestos.

La deuda puede ser externa o interna. Con el exterior la relación es más clara y las alternativas no son muchas: hay que pagar. Cierto que puede existir alguna vez un "default" negociado, pero se trata de un mecanismo al que no es posible recurrir de manera corriente. Deteriora el prestigio del país, sube la tasa de interés por el aumento de la desconfianza y trae complicaciones que enrarecen la economía dificultando la inversión, llave del crecimiento. Lo estamos viendo ahora mismo, cuando una deuda ínfima en relación al total nos coloca al borde de un nuevo default.

La deuda interna puede "disimularse" más, pero está lejos de ser impune. Su repercusión es más diluida, pero por eso mismo se hace más difícil su tratamiento, al  impregnar de desconfianza todo el funcionamiento económico.

Aquí no se contraen deudas documentadas que se consideren seriamente -a nadie se le ocurriría pensar que el Estado pagará alguna vez sus documentos con el Banco Central, o con la ANSES- pero eso no significa que no habrá consecuencias.

Claro que, al igual que el endeudamiento externo, quien deberá afrontarlas serán gobiernos -o generaciones- posteriores. El vaciamiento de los ahorros previsionales forzará a reducir los haberes de retiro del futuro, o a recargar con impuestos mayores a la economía. O ambas cosas.

El vaciamiento de las reservas del BCRA debilitará la moneda y alimentará la inflación. La emisión sin respaldo -deuda nominalmente contraída por el gobierno con el BCRA sin voluntad de devolución- provocará, por último, la disolución del poder de compra de la moneda nacional afectando a toda la sociedad, aunque lo sufrirán más los ingresos fijos.

Una incorrecta evaluación de algunos dirigentes sostiene que el endeudamiento interno es "mejor" porque "no nos hace depender de jueces extranjeros". El curioso cinismo de esta afirmación no es advertido por el debate nacional. Implica que se contrae una deuda pensando desde el comienzo en no pagarla y judicializarla. No sólo eso, sino también en que la justicia argentina será más permeable y tolerante con el incumplimiento.

El segundo problema a resolver es, entonces, el mismo que el primero: respetar el estado de derecho, que implica cumplir con la ley, con las obligaciones y con los derechos de las personas.

Queda uno tercero: ¿es posible pagar la deuda? Ante este interrogante hay muchas miradas.

Con una economía en crecimiento, la deuda no sólo es pagable sino que no sería un condicionante demasiado grave para el buen desenvolvimiento del país. Pero con economía estancada, la situación puede complicarse mucho porque puede devenir en un círculo vicioso con tensiones sociales fuertes.

Este tercer punto se desplaza entonces al interrogante sobre el crecimiento. Y se llega al condicional.

"Si" Argentina decidiera renovar su pacto constituyente, respetar sus instituciones, desterrar los "estados de excepción" o "de emergencia", darle vigencia real a su federalismo, ser escrupulosa en la independencia judicial, y de esta forma garantizar legalmente la propiedad inversora olvidando para siempre la discrecionalidad de los funcionarios, su potencial es gigantesco.

Cabe reflexionar tan sólo en la gigantesca masa de recursos que se mantiene fuera del circuito económico por la desconfianza de sus dueños. Los cálculos existentes estiman en Doscientos mil millones de dólares de argentinos que no se atreven a llevarlos a los Bancos ni a comenzar un emprendimiento productivo, por temor al "manotazo" discrecional o arbitrario del poder, bordeando las garantías constitucionales y sin una justicia independiente en la que confiar.

Hay todo por hacer. Ha quedado retrasada la infraestructura, la energía, las comunicaciones, los trenes, las rutas, la modernización del aparato industrial, los servicios. Los espacios de inversión están en condiciones de generar fuertes atractivos hacia adentro y hacia afuera, apenas las condiciones lo permitan. Y la capacidad emprendedora de los argentinos es destacable, apenas se la libere del diabólico cepo fiscal –mezcla de la Inquisición y la Gestapo- ensañado con los sectores medios más dinámicos.

Abriéndose espacios de inversión privados –en el marco del estado de derecho y de leyes claras sancionadas por el Congreso- podrán dedicarse los esfuerzos del Estado hacia sus responsabilidades inexcusables: inclusión social, seguridad, educación, salud, vivienda.

Manteniendo al día o controlados los servicios de la deuda, el país puede reiniciar su marcha. Sólo hace falta querer hacerlo, decidirse a ello. Un nuevo comportamiento político, sin deditos levantados y con grandes acuerdos institucionales, económicos, sociales, y éticos. No es imposible, aunque habría que estar dispuestos -todos- a escuchar, y no sólo a hablar o "exigir" y mantener abierto el entendimiento y frescas las neuronas en mundo dinámico y plural.

¿Lo lograremos? El futuro está abierto. Es posible ser optimistas, pero también pesimistas. Los sucesivos ensayos de las últimas ocho décadas -en que perdimos el rumbo- muestran demasiados apegos a la confrontación, la esclerosis intelectual, la intolerancia y la indiferencia ante la ley. Es, en todo caso, una elección colectiva.

Lo que de cualquier manera queda claro es que la deuda no es el problema. Somos los argentinos.


Ricardo Lafferriere

lunes, 23 de junio de 2014

Deuda

Deuda
La decisión presidencial de comenzar negociaciones para satisfacer “al 100 % de los acreedores” trajo tranquilidad. “Estará como estará –pensó quien ésto escribe- pero está claro que no come vidrio…”
Es que la deuda ha vuelto a ocupar el escenario del debate argentino.

En 1985, en oportunidad de una de las cíclicas instancias de debates parecidos, sin ser economista sino apenas un observador –y en ese tiempo, protagonista- del escenario político, recuerdo haber escrito una breve nota en una publicación con público fundamentalmente joven, “El periodista de Buenos Aires”. La nota se titulaba “El problema no es la deuda”.

Argumentaba que si lográbamos solucionar el ahogo coyuntural de ese momento, pero no cambiábamos nada en el funcionamiento económico argentino, volveríamos al mismo punto de partida. Han pasado tres décadas, y la situación sigue siendo parecida, aunque más grave.

La crisis del cambio de siglo fue provocada por la insustentabilidad de una deuda que había llegado a hacer imposible el funcionamiento del Estado. La convertibilidad fue la excusa para no analizar el tema en profundidad. Resultaba más fácil endilgar el problema a un ministro caído en desgracia, que sacar a la luz las lacras históricas de una economía de la que demasiados obtenían jugosas rentas. Para eso “servía” el Estado.

Después llegaba el rito: impostar la crítica a los acreedores, ocultando cuidadosamente que la deuda nace cuando la Argentina pide prestado. El “mercado”, al que se seduce con promesas de todo tipo cuando se le pide dinero, se convierte en “buitre” cuando llega el momento de devolver lo que se pidió. La Argentina pide prestado porque el Estado se concibe como un mecanismo de apropiación de rentas, con variados “clientes”, casi siempre los mismos. Y están adentro.

Así ha sido históricamente: las Cajas Previsionales, el saqueo al sector agropecuario, el endeudamiento, la inflación, fueron sucesivamente actos de una gestión pública que, con diferentes colores, se desinteresó de la gestión virtuosa para funcionar sólo como cadena de transmisión de sucesivos saqueos, en los que algunos aportaban y otros recibían, y no precisamente por mérito de inversión, innovación o trabajo.

Dicen los que dicen que saben que la deuda pública total asciende hoy a cerca del equivalente a Trescientos mil millones de dólares –sumando todo el sector público-. Una cuenta de almacenero nos hace ver que, en números gruesos, suponiendo un promedio de tasa del 10 % anual, los servicios de esa deuda no pueden ser inferiores a Treinta mil millones de dólares anuales.

La única forma de reducir esos servicios para hacerlos sustentables sería reducir la tasa a los niveles de Uruguay, Chile, Bolivia o Paraguay, que están en la mitad. Con una tasa del 5 %, los servicios descenderían a Quince mil millones, monto compatible con el crecimiento de la economía con adecuada gestión y seguridad jurídica. Recordemos, como primera aproximación, que el superávit normal de la balanza comercial argentina oscila en los 10.000 millones de dólares.

No hay otra forma de alcanzar esa reducción que cambiando totalmente la relación del Estado con la economía. No es necesario inventar la pólvora: alcanza con mirar alrededor, y nos daremos cuenta que esa relación no responde a convicciones ideológicas. Tienen la mitad de la tasa de interés que Argentina tanto Uruguay –con un gobierno de izquierda democrática-, Paraguay –con uno de derecha democrática-, Chile –con uno socialdemócrata- y Bolivia –con uno “bolivariano”-.

Todos ellos poseen un común denominador: leen y escriben, y saben sumar, multiplicar, restar y dividir. Y otro común denominador: saben leer lo que pasa en el mundo, sin creer que el mundo sigue su propio relato. No se consideran el ombligo del planeta, ni de la historia, ni intentan dar cátedras a la comunidad internacional sin haber sido capaces de gestionar adecuadamente su propia situación interna.

La Argentina puede salir, y saldrá. Como diría alguna vez Arturo Illia, “los países no quiebran” y no quebrará la Argentina. Nuestro problema no es la quiebra, sino la responsabilidad –o la irresponsabilidad- de la gestión pública. Ésta no alcanza sólo a la gestión actual, aunque ésta haya llegado al paroxismo. Gran parte del escenario público argentino –empresario y financiero, gremial y político, intelectual y periodístico- tiene una visión mágica y conspirativa de la realidad, tras la que se esconden situaciones de injusticia para los que siempre terminan pagando los dislates: los de más abajo. Usualmente escondido en un ideologismo inconsistente, la actitud de los gestores públicos suele ser impostar la crítica cuando llegan las crisis que han contribuido a generar con actitudes demagógicas.

Como hace treinta años me atrevo a afirmar: el problema no es la deuda. De hecho, no la teníamos en este nivel hace apenas un lustro. Sin embargo, nos arreglamos para recrearla, con recetas que poco tienen que ver con la “redistribución del ingreso”.

El barril sin fondo de Aerolíneas, el jolgorio del Fútbol para Todos, el dislate de épicas de cartón como la estatización de YPF, la falsificación del INDEC que infló el pago a los bonistas al fijar un PBI superior al real, los sobreprecios impúdicos en las obras públicas, el despilfarro del gasto corriente –el propio viaje semanal al Calafate de un avión presidencial para viajes privados de la presidenta-, los cuantiosos fondos públicos dilapidados sin control en la publicidad oficial, en el financiamiento a campañas sucias, en la nueva “Cadena de la Felicidad” que mantiene con fondos millonarios la adhesión de periodistas, artistas y jueces, son apenas –algunos- epifenómenos. Y varias de estas acciones no se tomaron en soledad, sino con el apoyo de calificados dirigentes opositores.

Todos estos temas son posibilitados por la renuncia del Congreso de su función legitimante en cualquier democracia que es determinar los impuestos y decidir los gastos, y de los partidos políticos –con la mayor responsabilidad en el partido gobernante- de aplaudir indiscriminadamente cualquier cosa o silenciar la crítica necesaria por temor a hablar con la verdad –en la más benévola de las interpretaciones- o en la complicidad –en la más injustificada-.

El problema no es la deuda. Somos los argentinos. Y en particular, los argentinos a quienes elegimos para gestionar el poder. Pero también las mayorías, cuya renuncia a la responsabilidad ciudadana de pensar en el conjunto cuando se opina y se vota, cuando se reflexiona y se publica, cuando se juzga y se actúa, nos llevarán a repetir el ciclo aunque logremos salir, con la mejor de las negociaciones, de esta nueva situación crítica.

Es necesario abandonar el comportamiento del “país-Jardín de Infantes”. Y de asumir de una vez por todas que ya somos grandes, y como tales, responsables de nuestras propias decisiones.

Ricardo Lafferriere