El poder, al final, pule. Eso se advierte al escuchar que el rival de Moyano ahora es la “aristocracia” del campo. La novedad de Secretario General de la CGT cuidándose en el lenguaje quizás sea un lapsus provocado por su nueva pertenencia, de la que goza desde hace un tiempo: la solidaridad de clase con aquellos que tantas veces criticó –cuando era un joven militante de la Juventud Sindical Peronista, ni yanqui ni marxista, y despotricaba contra la “oligarquía vacuna”-.
Claro, ahora Moyano, además de un palacete multimillonario, tiene campos. Varios campos. Está con un pie en cada lado de la trinchera, y debe sentirse mejor (auto)tratado definiéndose como Aristócrata, en lugar de integrar las huestes de su vieja y despreciable enemiga y darse cuenta que pasó a ser, sencillamente, un oligarca.
Un oligarca –no un aristócrata- es el que aprovecha su función o su sitio preeminente en la escala social o política para beneficio propio directo, sin asumir sus obligaciones frente a los demás. Es la diferencia que hacía Aristóteles entre la “aristocracia” y la “oligarquía”, la primera como una forma de gobierno de “los mejores” –por definición, unos pocos, trabajando por el bien de todos- frente a su deformación, la “oligarquía”, consistente en que el lugar de “los mejores” es ocupado por “los peores”, también muy pocos, pero dedicados centralmente a sus propios intereses, desinteresándose del conjunto o usando falsamente sus necesidades. Moyano es, en este sentido, un oligarca, término que el habla popular apocopó en el conocido “garca”.
Sin quererlo, Moyano le ha proporcionado a los hombres de campo un halago. Y también sin pensarlo, está expresando en ese halago lo que todos los argentinos saben: fue gracias al esfuerzo de estos compatriotas, que dejan su vida diariamente soportando inclemencias del tiempo, incertidumbre económica, intemperie financiera e institucional, ataques arteros de la administración tibutaria, saqueo impune de su riqueza usada para construir el clientelismo del sistema macro-cleptómano vigente, que el país pudo salir de la crisis del 2002.
Y esa verdad nos hace coincidir con Moyano. Nuestros compatriotas del campo son realmente los únicos aristócratas que le quedan a la Argentina. Los que han soportado con estoicismo todas las agresiones a que han sido sometidos desde el 2003, sabiendo que su aporte era necesario para salvar al país de todos. No cayeron en la tentación de los “oligarcas”, como los dirigentes sindicales enriquecidos por la traición constante a sus representados. No asesinan tesoreros que saben demasiado sobre los manejos delictivos, ni organizan mafias violentas para librar batallas por la apropiación de privilegios.
Son, por el contrario, la esencia de los argentinos de bien, de los valores y conductas que hicieron grande a este país y la reserva a la que recurrimos cuando los periódicos desastres generados por la “patria contratista”, la “patria financiera”, la “patria partidaria” o la “patria sindical” nos colocan al borde del abismo.
O los socios de todos, los empresarios prebendarios alejados de los riesgos de la competencia pero siempre cercanos al poder, que ya están vendiendo sus empresas para “irse al dólar”, a esperar la caída para volver a comprar a precios ridículos lo que aún pueden vender a buen precio. Que es, dicho sea de paso, lo que han comenzado a hacer algunos, aconsejados por sus analistas económicos ante la cercanía al precipicio al que nos empujan día a día las genialidades de la administración K-K.
Los del campo quizás no debieran preocuparse: Moyano, en síntesis, les dijo un piropo. Estuvo mejor que el Jefe de Gabinete, que se “indignó” porque estos aristócratas, cansados del saqueo, protestan porque una vez más la banda de “Ali K-K- y los cuarenta ...” ha resuelto meterles la mano en el bolsillo.
Es que, cabe recordar, entre las virtudes de la aristocracia está saber tolerar el sufrimiento si es necesario para el bien de los demás. Pero no es virtuoso dejarse robar pasivamente para enriquecer delincuentes. Aunque algunos se indignen.
Ricardo Lafferriere
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