“¿De manera que eso eran?...” debió preguntarse más de un latinoamericano al observar, en vivo en directo, la transmisión televisiva de la reunión del Grupo de Río, cuya fundación fuera impulsada por Sarney y Alfonsín en 1986.
La avasallante “intervención” a que son sometidos los pasos y las escenas del poder en esta etapa de posmodernidad ha llegado ya hasta las majestuosas puestas en escena de las “altas cumbres”.
En otras épocas –Westfalia, Viena, Versailles, Yalta, Postdam- se trataba de cónclaves de alta reserva, de la que los ciudadanos comunes veían sólo la foto de circunstancia de sus inalcanzables líderes y esperaban que la sabiduría los condujera a no arruinarles demasiado la vida cotidiana en su veleidades prometeicas de constructores o reformadores del mundo.
Ahora esos cónclaves llegan al gran público en tiempo real y muestan las más nimias acciones de los protagonistas, privados por completo de la “majestad del poder” y dominados por pasiones infantiles, como la de un león hervíboro temible en sus diatribas verbales ante una cámara de TV en solitario, convertido en manso corderito al encontrarse frente a frente con su rival; o de una presidenta recibiendo en forma guaranga y descomedida el saludo de otro, que intentaba transmitirle su alegría por la finalización del entuerto.
Bauman, en su libro “En busca de la política”, analiza este curioso fenómeno del mundo posmoderno: la inversión del “panóptico”; esa pretensión de controlar todo desde el poder que fue primero expuesta por Bentham al analizar el diseño radial de las cárceles a fin de que los carceleros pudieran observar en todo momento las más pequeñas actitudes de los presidiarios, y que Foucault actualizara al analizar las sociedades dictatoriales –con el Estado controlando la vida de los ciudadanos- se ha invertido. Ahora son los ciudadanos los que observan, controlan y juzgan en tiempo real las patéticas miserabilidades del poder, diluyendo la vieja “majestad” del Estado y de lo público y dejando al descubierto la esencial humanidad –con sus bajezas y sus destellos geniales- de los hombres públicos, en esencial idénticos a las personas comunes.
El “reality” dominicano mostró todo. La impresionante solidez argumental del presidente Uribe, dueño de si mismo con una templanza que provoca la envidia de cualquier ciudadano no colombiano de estas latitudes; la desbordada adjetivación del escasamente democrático presidente ecuatoriano, jugando a participar de un juego que le queda grande, y obligado por la realidad a “dar por finalizado” un entredicho que no debió siquiera generar, cuando en esencia se trataba de una pelea entre colombianos –delincuentes unos, y oficiales públicos, otros- que no rozó a ningún compatriota suyo. Desesperada ansiedad por tomar algún protagonismo en una “pescera ajena” de nuestra presidenta, sin vela en el entierro a pesar de que, en palabras de su inefable canciller, se movió “como pez en el agua” y cuya intervención –que no omitió una broma de género de grotesco mal gusto- fue destrozada punto a punto por la maciza respuesta de Uribe al punto de dejarla desencajada y con su dedito oculto. Y –al fin...- la reacción teatral del afectado, que dejó a la vista de cientos de millones de latinoamericanos que los insultos cruzados, los desplazamientos de miles de soldados a la frontera, las amenazas de guerra –“hasta el final”...- y las exigencias formales sin sustancia que pusieron en vilo a todo un continente no habían sido más que fanfarroneadas inconsistentes. Tan inconsistentes que no provocaron que ni un solo soldado colombiano fuera desplazado hacia la frontera de su país para prever una posible batalla...
De manera que eso eran.
Lo preocupante, luego de ver el desarrollo de la cumbre, es que el honor, la riqueza, el destino y hasta la vida de tanta gente pueda estar dependiendo... de esas personas.
Ricardo Lafferriere
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