¿Tiene vuelta la Argentina?
Una observación banal del escenario conspira contra una respuesta optimista. La exacerbación de los aspectos “agonales” –es decir, combativos- de la política se ha sublimado en la práctica kirchnerista, pero indudablemente es una constante que atraviesa, con mayor o menor alcance, a las formaciones políticas más importantes.
No se concibe a la política sin debate y sin lucha, en ningún lugar del mundo. Es la actividad que organiza el poder, y el poder es, al menos en el estadio actual de la humanidad, un componente imprescindible para la convivencia de las sociedades humanas.
Sin embargo, a medida que la civilización avanza y la madurez social crece, los aspectos agonales se normatizan, las reglas de juego canalizan debates y formas de resolver opciones, y el sistema articulado de Constitución, leyes y reglamentos que cada pueblo se da para convivir determina tanto las facultades de cada órgano del poder como las formas requeridas para tomar las decisiones. Y luego, para su ejecución. Lo “agonal” encuentra sus límites en la necesidad de responder eficazmente a las expectativas de los ciudadanos y se desarrollan entonces los aspectos propositivos, constructivos, eficaces en la solución de los problemas que la sociedad siente más importantes.
El comportamiento de la política en nuestro país pareció encaminarse hacia esa madurez con la recuperación democrática. Sin embargo, desde hace varios años lo propositivo se ha diluido y la vocación combativa se ha adueñado de la dinámica política, marcando las características de su conducta, el “ethos” predominante, con intransigencias, rupturas de diálogos, imposibilidad de consensos y frustración ejecutiva.
¿Es posible retomar el camino civilizado?
Otra mirada, pero no hacia el escenario sino hacia el público, pareciera indicar que sí, que “la base está”. Las gigantescas demostraciones de pesar colectivo que generó la despedida a Raúl Alfonsín mostraron que la práctica de firmeza en las ideas pero a la vez, disposición a la búsqueda de consensos maduros, es un valor que los ciudadanos conservan como un valor positivo. Como lo expresara en su magistral despedida el Senador Ernesto Sanz, quizás el que con más agudeza detectó el real sentir popular por la muerte de Alfonsín, su legado no hay que buscarlo en sus discursos ni en sus libros, sino “en él mismo”. “Él mismo” es, en la lectura de los argentinos que acompañaron con pesar sus restos y lloraron su partida, esa tenacidad constante, acompañada de la disposición, también constante, a la tolerancia y el diálogo.
¿Por qué esos valores no se impregnan hacia el “escenario”?
Mi intuición sobre la respuesta a esta pregunta se acerca a una obsesión que tuvo, durante toda su vida, el ilustre muerto y que lo acompañaba desde su genética radical: la reconstrucción institucional.
Es la existencia de instituciones, su diseño y su respeto, lo que puede cambiar el “ethos” agonal predominante por un equilibrio virtuoso entre lucha y realizaciones. Sin instituciones, es decir sin marcos normativos respetados que permitan a las personas desentenderse razonablemente sobre la vigencia firme de sus derechos y dedicarse a crear sabiendo que cuentan con un espacio inviolable y cuasi-sagrado a su alrededor, es imposible otro rumbo que el tobogán de la decadencia hacia una convivencia salvaje. La ausencia de instituciones arrincona a todos a una actitud alerta, tensa, vigilante y defensiva, cual los grupos primitivos cuyo principal objetivo era sobrevivir. La pérdida de la calidad de la vida, de los sentimientos nobles y creativos, de la solidaridad y la ética, es su obvia consecuencia. Y en ese camino estamos.
La reconstrucción institucional no es, entonces, una aspiración de pequeñoburgueses liberales a los que se deba mirar por sobre el hombro porque no alcanzan a comprender las esencias íntimas del “progresismo”: por el contrario, es la llave de oro para detener esta absurda competencia de dislates que ha convertido a la política en pura lucha, sin puntos de contacto con las necesidades expresadas en la agenda ciudadana. Es el único camino para retomar las riendas de un proceso económico y social que, tal como está, funciona en parecida forma a como lo haría en sociedades primitivas, sin espacio alguno para actuar sobre su propia dinámica –cercana a las fuerzas irracionales- con el fin de neutralizar sus consecuencias más lacerantes. Es la única forma de no caer definitivamente en la ley de la selva, donde manda el más fuerte, el más violento, el más audaz, el más “transgresor”. En suma, el paraíso del violento, el primitivo, el delincuente.
El “ethos” de la política debe retomar su equilibrio respetando la ley. Y son las personas comunes, los ciudadanos, los que deberán actuar como última reserva de racionalidad para exigir a sus pretendidos representantes, de todo el colorido partidario, fidelidad a la letra y al espíritu de las leyes.
Si lo logran, este conjunto humano que integramos los argentinos puede ser un protagonista importante de los años que vienen. Si no, seguirá la decadencia, crecerá la violencia cotidiana, aumentará la pobreza, se polarizará más la sociedad. La ley de la selva, convocada a gritos destemplados desde tribunas importantes, puede ser la única que rija un territorio cercano a dejar de ser un país.
Ricardo Lafferriere
No hay comentarios:
Publicar un comentario