Sobre comienzos de la década del 80 del siglo XX, el “Proceso” había comenzado a aterrizar en la normalidad. Las bandas armadas que asolaron la convivencia argentina no golpeaban con la dureza de años atrás y hasta se conocían los contactos que uno de los sectores del gobierno militar de entonces, el liderado por el Almirante Massera, tenía en el exterior con dirigentes montoneros para la organización de un partido continuista.
La población argentina, mientras tanto, sufría la ausencia de sus derechos políticos elementales y escuchaba de boca del presidente de entonces, General Galtieri, su histórica sentencia: “Las urnas están bien guardadas”. No se sentía representada por ninguno de los bandos en lucha, ya que en eso se había convertido el gobierno del “proceso” equiparándose a las bandas guerrilleras por su anomia ética en la represión.
Ese escenario fue en el que jóvenes radicales y de otras fuerzas políticas desarrollaban su actividad, clandestina por necesidad, para responder a los gigantescos desafíos que implicaba la reconstrucción del Estado de Derecho, frente al cúmulo de agravios cruzados, crímenes sin sentido, ataques llenos de inmoralidad originados en ambos protagonistas, desapariciones de personas, robos de niños, atentados terroristas con muerte de inocentes, torturas medioevales, traiciones y delaciones de compañeros, destrucción del discurso público, complicidades cruzadas en la defensa de la violencia –como el apoyo recíproco que habían exhibido Videla y Fidel Castro para cubrirse recíprocamente sus crímenes tras el escudo de la “soberanía nacional”, en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas-.
En ese escenario se definieron los objetivos: unir a los argentinos tras un gigantesco torrente democrático; organizar las fuerzas partidarias; recuperar un piso de legalidad para comenzar de nuevo el camino de reconstrucción institucional. Esos objetivos tenían un problema central: debía incluir a todos los argentinos que desearan adoptarlo, civiles y militares “sin ánimo de revancha” ; pero a la vez, debía encontrar un camino que no implicara una “claudicación ética” –palabras de Alfonsín en sus discursos en todo el país-.
Sobre esa propuesta, comenzó la prédica que se hizo imparable luego del fracaso de la dictadura en la guerra de Malvinas. Destaco lo de la “dictadura”, porque fue ella, la conducción política, y no los oficiales, suboficiales y soldados -que lucharon en las islas, sin medios, sin logística, sin adecuada planificación ni coordinación estratégica y operativa- la que llevó al país a la derrota al abandonar el camino del reclamo pacífico y frustrar el único conflicto internacional que llevábamos ganando, aislando al país de cualquier alianza estratégica seria y provocando la muerte de centenares de heroicos compatriotas en desiguales enfrentamientos bélicos.
El país aceptó la propuesta. “Tres niveles de responsabilidad”, repetía Alfonsín siendo candidato hasta el cansancio en cada tribuna, cada reportaje, cada conversación personal. “Los que dieron las órdenes, máximos responsables sobre los que se concentrará la responsabilidad. Los que obedecieron órdenes, que hicieron lo que debían hacer según las normas militares, seguirán sus carreras. Y los que se excedieron en el cumplimiento de las órdenes, tendrán que responder por sus delitos”. Los argentinos de ese momento decidieron cómo seguirían la marcha de reconstrucción y apoyaron esa propuesta con el 52 % de las opiniones nacionales. Quizás valga recordar que los que no la apoyaron y obtuvieron el 40 % siguiente, propusieron avalar la amnistía amplia que había dictado el propio gobierno militar en sus postrimerías. La mayoría del pueblo argentino quería, con sus matices, dar vuelta la página, y empezar de nuevo.
Alfonsín, ya presidente, cumplió con lo que propuso en la campaña. La ley de “obediencia debida” dio forma legal a su propuesta, votada expresamente y a conciencia por los argentinos, que él como presidente había intentado infructuosamente por repetidas vías incorporar a la normativa vigente frente a la incomprensión y tenaz oposición de diversos actores, en las Fuerzas y en el propio Congreso Nacional. Los cuatro levantamientos militares mostraron a los argentinos que el tema no podía quedar abierto eternamente por el peligro que significaba para la nueva marcha. Uno de ellos, el de Semana Santa, terminó con la frase interpretada desde entonces con injustificable mala fe de los indiferentes ante el destino de una democracia en paz: “Argentinos, Felices Pascuas. La casa está en orden, y no hay sangre en la Argentina”. La casa en orden significó que sin disparar un solo tiro las unidades sublevadas volvieron a sus cuarteles, los cabecillas procesados –y luego retirados- y la democracia garantizada. Como protagonista de esas épocas e incluso como interlocutor circunstancial con los sublevados, el autor puede testimoniar que el final hubiera podido ser otro, con miles de muertos en las calles y el drama de la violencia nuevamente desatarse en la convivencia argentina. Ese baño de sangre evitó el presidente de entonces, frente a la hipócrita “incomprensión” de muchos.
Luego llegó el presidente Menem y guardando la coherencia con lo propuesto por aquel 40 % de compatriotas (transformado ya en mayoría) que había apoyado a Luder en 1983 –entre los que estaban, bueno es destacarlo, quienes serían años después integrantes del elenco de gobierno del matrimonio Kirchner, y ellos mismos- dictó los indultos, quedando sin embargo abiertos los caminos indemnizatorios para las víctimas y las causas por hechos aberrantes como el robo de bebés. El país parecia encarrilarse en su reencuentro, sin satisfacciones plenas –como nunca ocurre en estos casos- pero con cimientos aceptables para su nuevo comienzo.
Hasta que llegó, desde el sur, el otro demonio renacido, para el que la historia no había transcurrido. Cargado de todos sus odios, retrocedió en la historia casi un cuarto de siglo y las débiles suturas de la antigua herida, trabajosamente tejidas por el esfuerzo de todos durante veinticinco años, fueron sometidas a una presión destructiva. Escudado tras el hipócrita slogan de “derechos humanos”, se reabrió el juzgamiento de la etapa de terror, aunque sólo para uno de los protagonistas mientras se absolvía groseramente al otro. El Congreso ofreció el triste espectáculo de la escatológica “anulación” de sus propias leyes, mientras la Justicia fue utilizada como cínica arma de venganza, sembrando nuevamente el conflicto con detenciones convertidas en vergonzantes armas de política cotidiana.
Las cárceles están hoy pobladas con centenares de oficiales que, en aquellos tiempos, iniciaban su carrera militar y detentaban sus grados iniciales. Hombres que habían decidido en su juventud servir a su país con la profesión de las armas, a los que el torbellino de la violencia irracional encontró comenzando sus carreras, al terminar su vida activa se encuentran sometidos al capricho de un sicópata decidido en convertirlos en ariete argumental que oculte un proyecto de mega corrupción, aunque para ello deba convertir al estado de derecho en una caricatura.
Un cuarto de siglo de construcción institucional desemboca así en el cínico escenario de jóvenes destrozados por el paco, el dengue, la inseguridad, la extrema pobreza, el deterioro terminal de la educación pública, el narcotráfico, viviendas hacinadas, carecias de servicios mínimos, renacimiento de las enfermedades de la pobreza... mientras se proclama la vigencia de los “derechos humanos” sólo porque son humillados respetados oficiales y viejos generales al fin de sus vidas –y sus familiares, sometidos a humillantes limitaciones de visita y requisas que no aplicaban ni los nazis a sus presos políticos- con métodos incompatibles con cualquier sociedad civilizada.
El autor de estas líneas puede asegurar que tiene algún pergamino para escribir como escribe, aunque no le guste exhibirlo. No se escondió bajo la cama ni se fue al sur a “hacer dinero” cuando era necesario defender la democracia y la libertad, en tiempos duros. No esquivó el bulto a la prédica por las instituciones y la vida, cuando era peligroso. Tiene la conciencia tranquila de haber aportado a la paz y la convivencia de los argentinos, cuando le tocó actuar. Pero se siente en la obligación de decir, en testimonio del esfuerzo realizado por muchos en aquellos años de reconstrucción, que con este rumbo no llegaremos a buen puerto.
Ricardo Lafferriere
Videla Videla
1 comentario:
El fracaso democrático es tan grande que el pueblo necesita ocultarlo tras algún "enemigo" interno. El chivo expiatorio fue el proceso y sus ideas que el progresismo hace correr ininterrumpidamente desde los 70 al 2003 con el nombre de neoliberalismo. Por eso el pueblo aceptó reabrir un tema políticamente cerrado como la lucha fratricida de los 70.
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