Los parlamentos y la democracia se inventaron para que en lugar de pelear con armas y matarse, las personas utilizaran las palabras, máxima creación de la evolución humana, para articular conceptos, juicios y valoraciones, intercambiarlas e intentar acordar decisiones conjuntas en temas que afectarán la vida de todos.
Para usar las palabras hay que saber hablar –obviamente-. Y cuanto más sofisticado sea el tema en cuestión, cuanto más complejos sus matices y más denso el entrelazado de incidencias, mayor capacidad de abstracción demanda en los protagonistas para conseguir el fin buscado.
Las palabras conllevan una definición y un compromiso. Definen el concepto que se expresa y arrastran el compromiso, por parte de quien las emite, de mantener su coherencia temporal –no cambiarles el significado- y su coherencia lógica –cuando construye con ellas juicios, silogismos y discursos-. Las palabras sin definición y sin compromiso inhiben su papel de reemplazo de la lucha. Se convierten en algo así como armas vacías de la lucha primitiva, e incorporan la mentira en su propia enunciación, ya que al no implicar compromiso de su identidad semántica transtemporal se vacían de su búsqueda de conceptos superadores en el debate para reducirse a la primaria portación de algún disvalor que se supone descalificante para el adversario, o coartada justificatoria de borocotizaciones vergonzantes.
Libertad sin libertad, justicia sin justicia, desarrollo sin desarrollo, equidad sin equidad, progreso sin progreso, tolerancia sin tolerancia, estabilidad sin estabilidad, superávit sin superávit, leyes sin leyes... y a la inversa, la corrupción se combate pero se defiende, el crimen se persigue pero se encubre, la pobreza se condena pero se impone, el estancamiento se niega pero se refuerza, el aislamiento se promueve pero se evita...
Algo así se siente al leer los discursos de ofialistas y aliados –estables y “ad-hoc”- en los debates del Congreso Nacional; algunos de ellos, más conscientes que otros de las contradicciones intrínsecas y escasamente éticas del falsamiento porque leen y escriben, intentan escudarse en interesadas citas académicas invocadas fuera de contexto, como barniz disimulante, al estilo de los albañiles despreocupados de las paredes torcidas que levantan, porque "total, el revoque tapa todo"...
¿Qué hacer cuando mueren las palabras?
La ciencia política respondería: sólo la lucha. No la “lucha democrática”, por definición asentada en el intercambio maduro de palabras sustantivas, sino la lucha primitiva y visceral por el triunfo a cualquier precio, convertido en la única posibilidad de sobrevivencia.
Nada bueno sale de esto. Un gigantesco vacío en el alma democrática de quienes sienten –sentían...- el orgullo de vivir en un país que en tiempos respetados marcó rumbos, y hoy se notan empujados a los escalones más rudimentarios del espacio público.
Cuando mueren las palabras vuelven tiempos oscuros. Los que la humanidad conoció antes del ágora. Los que los argentinos conocimos antes de 1853. Y antes de 1983.
Ricardo Lafferriere
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