Gane quien gane en la pulseada, ni los argentinos ni la Argentina tendrán un servicio de comunicaciones audiovisuales mejor.
Si gana K, el país avanzará más en su estancamiento y además los tribunales se llenarán de juicios, como ocurre con el tema previsional, los reclamos por las retenciones, las arbitrariedades impositivas y la fijación de tarifas de servicios públicos. Juicios que, al final, deberemos pagar los argentinos, cuando K sea tan sólo un negro recuerdo.
Si gana Clarín, todo seguirá como hasta ahora, con lo bueno y lo malo de un sistema creado sin normas y en el que cada uno ha logrado el lugar que su iniciativa –y su complicidad con K, Clarín incluido- le ha permitido.
En cualquier caso, y como es ya una constante durante el kirchnerismo, terminaremos perdiendo otra oportunidad para insertarnos en el avance del mundo y mejorar nuestras condiciones de convivencia. Otro salto hacia atrás.
El proyecto y el debate están reproduciendo argumentos de una realidad que ya no existe. Y de la realidad que existe sólo se asume el conflicto entre Kirchner y Clarín, sin que importe la construcción de un sistema de medios virtuoso. En lugar de una ley “arquitectónica” que diseñe el sistema comunicacional mejor, se da un debate “agónico” en el que lo que importa es quién gana, aunque quede tierra arrasada.
La virtud está en el equilibrio, que el proyecto descarta.
El sistema a construir debería garantizar los derechos constitucionales de los ciudadanos, proteger a los medios chicos y regionales del poder monopólico, y a la vez respaldar a los grandes grupos audiovisuales argentinos –y Clarín es el mayor- para salir a competir en el mundo con el apoyo de su gobierno y de su sociedad.
El proyecto K desmantelará todo lo bueno que ha conseguido la comunicación argentina en avance tecnológico, en fuerza económica y en potencial artístico. Los cables de pueblo no pueden tomar la tarea de llevar producción audiovisual argentina al mundo, disputar el mercado de contenidos y volver a insertar el país en la red global de comunicaciones. Tampoco tienen el poder económico necesario para dar un servicio de excelencia en los lugares que sirven, sin articularse en forma virtuosa con proveedores de contenidos externos.
Y Clarín no puede garantizar el adecuado servicio de comunicaciones locales y regionales, por la flexibilidad imprescindible en la prestación de servicios en mercados pequeños, lo que –como se ha visto- ha terminado concentrando la comunicación local en pocas manos y dificultando la producción audiovisual en ciudades y regiones.
La ley debiera garantizar ambas cosas, pero el proyecto oficial hará exactamente lo inverso en ambos casos.
Le quitará a los grupos económicos fuertes el respaldo interno necesario para salir a competir al exterior y potenciar su incorporación tecnológica, someterá a los cables chicos a la asfixia burocrática y reducirá la calidad de los servicios que se podrán prestar a los ciudadanos de todo el país, por unos y otros.
Y además agregará un sinnúmero de ventanillas de corrupción, al hacer depender de la discrecionalidad estatal la renovación bianual de licencias, a lo que se agrega una especie de CONFER paralelo, que en lugar de garantizar libertad de expresión amenaza con convertirse en un poderoso espacio de censura.
El nuestro no es el Estado suizo. Es el que es. El secreto de una ley inteligente debiera ser diseñar mecanismos automáticos, con la menor necesidad de intervención posible de la autoridad de aplicación, que defienda y potencie la iniciativa de los chicos y de los grandes, cada uno en su espacio, ambos imprescindibles para un país pujante.
Y además, los negociados que ya asoman: el fútbol “estatal”, el juego en línea, el financiamiento de las barras bravas con dinero público, la manipulación comunicacional de los deportes por la tosca discrecionalidad del ex presidente y sus cómplices...
Como en otros ámbitos de la realidad nacional, el “modelo K” no va más allá de romper lo que existe, desvincular el país del mundo, vaciar el interior, y abrir muchas, muchas posibilidades para negociados desde el poder. Desde la que harán con las empresas telefónicas –especialistas en “mercados regulados”, con su “embajador estrella” aplaudiendo ferviente e indisimuladamente en primera fila la presentación del proyecto por la presidenta en la Casa Rosada- hasta con los interesados en tener una modesta señal en un cable, que tendrán que hacerse cargo del pago de los “peajes” a funcionarios de menor nivel. Negociados que hoy harán ellos, pero que quedarán abiertos para cualquiera que venga. No olvidemos: K destroza todo lo que toca.
Pagarán esa fiesta los argentinos con el deterioro en la calidad de los productos audiovisuales a su alcance, y la Argentina con su declinación secular, que en ocasiones parece que nunca tendrá fin.
El “modelo K” se asemeja cada vez más al regreso a las tolderías, como si el objetivo fuera convertir paulatinamente a la Argentina en una gigantesca villa miseria. Donde –eso sí- el fútbol se vea gratis.
Ricardo Lafferriere
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