¿Qué es primero? ¿Cambiar el “ethos” político gestando un acuerdo amplio o recuperar un funcionamiento democrático? ¿Lograr el relanzamiento de la economía, o luchar contra la pobreza? ¿Priorizar la inversión pública en modernizar la infraestructura económica-productiva, o desatar una gigantesca movilización educativa?
“Primero, vivir. Después, filosofar”, dice el viejo aforismo aristotélico.
Está claro que quien se encuentra al borde de la propia subsistencia –como de hecho lo están miles de personas abandonadas de la preocupación pública- no puede abrir su reflexión a otra cosa que conseguir un plato de comida. Esa dramática realidad condiciona todas las decisiones públicas con un dejo de urgencia que, sin embargo, no puede abordarse sin enmarcarla en la reconstrucción del sistema de decisiones nacionales.
Los que siguen son una aproximación a la agenda urgente, que, sin embargo, sentaría las bases para el lanzamiento estratégico de la próxima etapa nacional.
1. Reconstruir la institución fundamental: la vigencia constitucional.
El país tiene experiencias, y las tiene el mundo: sólo la construcción de instituciones es compatible con la marcha exitosa de sociedades complejas, como es la nuestra. La existencia de instituciones permite asegurar en forma objetiva el entramado de las diferentes relaciones e intereses, liberando la potencialidad creadora para destinarla no ya a la defensa de la propia vida, libertad o propiedades, sino a gestar su superación, a resguardo de la discrecionalidad del poder.
La principal institución, que constituye el cimiento para todas las demás, es el orden constitucional y la reconstrucción de los equilibrios básicos previstos para los tres actores fundamentales de la vida política: los ciudadanos, las provincias y el Estado Nacional.
Los ciudadanos deben volver a constituirse en la base del sistema y su voluntad debe ser respetada en su pluralidad. No existe “gobernabilidad” virtuosa enfrentando la decisión de las mayorías. Si un gobierno legal pierde su mayoría propia, su obligación es reconstruirla en base a acuerdos políticos, tomando conciencia de los límites legales de su poder. Y cualquiera sea esa mayoría, no puede avanzar sobre los derechos ciudadanos, cuya vigencia es ajena a cualquier decisión del poder.
La ruptura de ese primer gran equilibrio se da por varias vías: la negación de las “libertades negativas” –las que protegen a las personas y a la sociedad frente a la discrecionalidad del poder-; la negación de las “libertades positivas” –las que obligan al Estado a construir el piso de ciudadanía garantizando la subsistencia y los bienes básicos, sin los cuales se somete a las personas a la pérdida total de su autonomía, base de la construcción ciudadana-; la pretensión de supremacía del poder por sobre las personas con el argumento de la “gobernabilidad” que invierte la pirámide del poder al concebir a las personas no ya como la base del sistema político, sino como simples objetos manipulables. El primer equilibrio, entre la sociedad y el Estado, debe entonces constituirse en el cimiento fundamental del relanzamiento argentino.
La ruptura del segundo equilibrio constitucional, entre las provincias y el estado central, provocó el país deformado. Su reconstrucción será el camino para invertir la concentración macrocefálica, base de gran parte de los males que azotan la convivencia actual. Los recursos nacionales absorbidos de todo el territorio, concentrados y asignados sin responder a normas, debates ni equilibrios objetivos, han sido otra gran columna del estancamiento y la decadencia. La reconstrucción del segundo gran equilibrio debe integrar el pacto básico de “renovación constituyente”.
Y el desconocimiento del tercer gran equilibrio, el de los poderes del Estado entre sí, que ha desaparecido en beneficio del poder administrador mediante el vaciamiento del Congreso y la subordinación de la justicia, ha terminado de romper las bases institucionales fundamentales, al incorporar la tremenda incertidumbre jurídica que es una valla decisiva contra cualquier decisión de inversión y, en consecuencia, contra la posibilidad de crecimiento.
Pero no sólo eso: al no contar con instituciones que garanticen sus derechos reconocidos legalmente, o sea al romperse el vínculo constitucional por negación de derechos, las personas quedan legitimadas para actuar por fuera de dicho orden. Un ejemplo claro es la libertad sindical, reconocida por la Constitución Nacional, reclamada por la Organización Internacional del Trabajo y reconocida por la Suprema Corte de Justicia, pero sin embargo, negada por la autoridad de aplicación, el Poder Ejecutivo. Otra es la creciente autodefensa frente al delito, por parte de ciudadanos pacíficos que, sin embargo, son acorralados por una delincuencia que cuenta con la cómplice pasividad del poder. Otra es la aberrante situación de “limbo legal” a que son sometidos ciudadanos tomados como rehenes por una justicia adocenada, con el argumento de ser imputados de delitos de “lesa humanidad”, como si esa invocación autorizara a negarles sus derechos. Otra es la pobreza extrema que lleva a movilizarse en la calle, violando derechos de otros, o incluso hasta a delinquir para sobrevivir, por falta de cumplimiento por parte del poder de la obligación constitucional impuesta por el art. 14 bis de la Constitución. Los ciudadanos no sienten la obligación de un comportamiento acorde con las leyes, si por parte del poder no cuentan con el resguardo de sus derechos, al que los funcionarios están obligados por las mismas leyes.
El camino del relanzamiento necesita, en consecuencia, volver a encarrilar la convivencia en el marco constitucional. Para hacerlo, la confluencia de voluntades debe ser ampliamente mayoritaria y no bastará con un triunfo electoral o la invocación de una mayoría circunstancial. Ese paso es una especie de “renovación de compromiso constituyente” del que se desprenderá la decisión consciente de los argentinos de formar parte de una comunidad que convive en un territorio sobre la base de determinadas normas. La vigencia de todas esas normas no puede depender de la mayor simpatía o antipatía, afinidad o recelo que se sienta por cualquiera de ellas.
2. Ninguna corporación, grupo de interés o “estado de excepción” puede estar por encima de las normas legales.
Como se ha visto, la instalación de justificaciones excepcionales para violar los derechos de las personas, absorber o redistribuir fondos públicos o romper el equilibrio de los poderes del Estado, han marcado las ocho décadas de estancamiento y decadencia inciadas en 1930. El relanzamiento argentino requerirá proscribir definitivamente las argumentaciones basadas en “estados excepcionales” para tomar actitudes o asumir postestades que no sean las previstas en el pacto constituyente, o para invocar primacías de triste experiencia histórica (militares, sindicales, empresariales, partidarias).
3. Crear instituciones para la construcción del “piso de ciudadanía”.
La pérdida de la autonomía es la pérdida de la condición ciudadana, y la extrema pobreza es la mayor de las vulnerabilidades de la autonomía. El relanzamiento argentino requiere coincidir en el diseño y ejecución de instituciones que construyan ese piso, en forma normada, a fin de que la relación entre personas necesitadas y el ejercicio de sus derechos no requiera de mediaciones que tengan como contrapartida relaciones de subordinación o la pérdida de autonomía personal.
Esas instituciones deben comprender el piso de alimentación, de vivienda, de educación, de salud y de servicios públicos que sea compatible con su condición humana y la situación de la economía nacional.
4. Culminar la modernización constitucional de 1994 mediante la sanción de su norma más trascendente: la coparticipación federal de impuestos.
No existe país organizado contitucionalmente sin un régimen de finanzas públicas claro, objetivo, imparcial e independiente de la discrecionalidad de los funcionarios. La vigencia del federalismo, imprescindible para el relanzamiento argentino, está suspendida mientras esa ley no exista. Y sin federalismo no hay posibilidad de maximizar las potencialidades de un “país-continente” como lo es, por sus dimensiones, su historia, sus diferencias y su diversidad, la República Argentina. A su vez, la inexistencia de esa ley vacía los poderes locales delegando en la administración residente en la Capital –y en última instancia, en la decisión de una persona- obras que debieran ser decididas por los Municipios o las provincias, luego del correspondiente debate en los Concejos Municipales o en las Legislaturas.
El relanzamiento argentino sin ley de Coparticipación será un oximoron: es imposible.
5. Profesionalizar el Estado a fin de diseñar objetivos de mediano plazo en las áreas que lo requieran, especialmente en la preservación del ambiente, la matriz energética en todas sus etapas (desde generación hasta consumo), la vinculación de todas las regiones del país con comunicaciones y transporte y la provisión de servicios básicos a todos los ciudadanos cualquiera sea su lugar de residencia.
Los objetivos pautados deberían ser aprobados por amplio consenso, a fin de garantizar su continuidad aún frente a los cambios de administración. Esos planes deberán ser la guía para la implementación de las obras públicas nacionales, sea cual fuera el mecanismo de ejecución (privado, mixto o estatal), y esa ejecución debe ser trasparente con información accesible a todos los ciudadanos.
6. Superar definitivamente las heridas aún abiertas en la convivencia nacional por los enfrentamientos del siglo XX.
El relanzamiento argentino requiere cerrar definitivamente el procesamiento de nuestro pasado reciente –que ya no lo es tanto, a treinta años de los “años de plomo”-
Esa culminación definitiva debe realizarse sobre la base de la verdad, el carácter ecuánime de las responsabilidades por las lascerantes heridas del pasado, el perdón recíproco y el público compromiso de respeto a la normativa constitucional.
No pueden olvidarse actos que fueron conmocionantes, pero tampoco insistir en reabrir cotidianamente la persecusión a hechos que se ubicaron en otro contexto ni juzgar con los estándares actuales a autores de acciones que hoy serían repugnantes. En el siglo XXI los argentinos no estarían dispuestos a poner un manto de tolerancia a quien realice antentados terroristas provocando la muerte de inocentes o asesine a sangre fría a rivales sindicales o políticos, ni mucho menos a aceptar el remedio de los golpes contra un gobierno constitucional, el terrorismo de estado o la masacre de detenidos. Pero no era esa la situación cuando los hechos se produjeron.
El análisis crítico y la sanción de esos hechos fue votada en 1983 y fue impulsada por el primer turno democrático de acuerdo a esa voluntad política nacional, con el estado de opinión pública existente en esa etapa. Los argentinos optaron entonces entre la propuesta de separar las responsabilidades en tres niveles (“quienes planearon los hechos, quienes los ejecutaron y quienes se excedieron”), sostenida por Alfonsín y el radicalismo, por un lado; y quienes sostenían la vuelta de página aceptando la amplia “autoamnistía” dictada por el gobierno militar antes de su retiro, sostenida por Luder y todo el peronismo, por el otro. La primera alternativa obtuvo el respaldo del 52 % del electorado, la segunda el 40%. El 92 % de los argentinos decidieron, por una u otra vía, dar vuelta la página y empezar otra etapa. Y Alfonsín actuó así, disponiendo el envío a la justicia tanto a las cúpulas guerrilleras como a las Juntas Militares.
Mantener abierto y realimentado aquel enfrentamiento, utilizando el lascerante sufrimiento de la época con fines políticos aviesos agravados por la manipulación de la justicia penal y la sesgada atribución de culpas impide la confluencia de todos los argentinos en el desafío de emprender con el país una nueva etapa plenamente pacificados y liberados de lastres históricos.
7. Asumir la dimensión cosmopolita de la nueva agenda.
Hemos visto que pueden discutirse los grados o regularse el ritmo. Sin embargo, es imposible desarrollar una política exitosa negando la imbricación cosmopolita del nuevo momento mundial y de la Argentina en ese mundo.
Los argentinos deben “acoplarse” estrechamente al desarrollo global, aferrando firmemente el vagón nacional al tren del pujante y formidable desarrollo tecnológico, productivo, financiero, cultural y político del mundo global.
El “país aldea” terminó en 1853. El destino de la Argentina exitosa está unido a su vinculación exitosa con el mundo.
Esa vinculación no puede ser acrítica y neutra. Debe estar apoyada en una política consciente que potencie los vínculos positivos, la participación en los espacios de los que surge la normativa de la globalización, la extensión de la protección universal a los derechos humanos en todo el planeta con prioridad al principio de la “soberanía nacional”, la participación en cadenas productivas globales en los eslabones más rentables, la defensa del ambiente, el diseño de normas laborales universales que contengan la tendencia super-explotadora del capital, el disciplinamiento de los flujos financieros a organismos de gobernanza global que preserven la estabilidad y contengan la tendencia a la especulación desenfrenada, se integre a las iniciativas científico-técnicas internacionales (como el ITER) y vincule el sistema científico nacional con el sistema universal de generación de ciencia y tecnología.
Y a la vez, que también prevenga en la medida de lo posible los riesgos que se han instalado con la globalización: la proliferación de las redes de narcotráfico, el lavado de dinero, la violencia en la vida cotidiana, las complicidades locales con las redes delictivas globales, las carreras armamentistas especialmente en el plano regional y la inseguridad internacional.
...
Estas bases nos abrirían la puerta de una nueva etapa, así como el primer lanzamiento necesitó la sanción de la Constitución Nacional, dando origen a ocho décadas de éxito. Si la Argentina logra traspasar esa puerta, estará construyendo un nuevo ciclo de prosperidad. Podrá aspirar, en una generación, a encontrarse de nuevo en el grupo de los países exitosos. Será tema de otra nota.
Ricardo Lafferriere
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