Si algo faltaba para parecernos a Macondo, esa falencia la cubrió el ministro del Interior con su nota en La Nación del sábado, en la que cuestiona el artículo que Abel Posse redactara para dicho medio sin sospechar su designación ministerial y que éste publicara, curiosamente, el día que se conoció su nombramiento.
Quien esto escribe no ve el país de la misma forma que Abel Posse. Reconoce, sin embargo, que su vertiente jerárquica, nacionalista y nostálgica es tan respetable como la de quienes sentimos al país desde su urgencia democrática, cosmopolita, transformadora e inclusiva. Las diferencias que existen no pueden llevar, de ninguna foma, a su descalificación con algunos de los agravios mayores con que se cruzan las dialécticas agonales.
Posse no es nazi, ni fascista. Anotemos, sin embargo, que tampoco pareciera existir sintonía entre su nombre y trayectoria con el anunciado propósito del PRO de desatar una nueva política, que mire al futuro e incorpore a la gestión a jóvenes generaciones. Reemplaza a Nadorovsky, uno de los ministros más progresistas del gabinete porteño que cae víctima de una impiadosa operación de inteligencia evidentemente gestada desde la fuerza policial que comanda el Jefe de Gabinete del gobierno nacional.
A pesar de su innegable prestigio literario, el nuevo funcionario no pareciera seguir la línea del ministro cesante. Es un argentino que dice su visión y que refleja una forma de pensar con un dejo autoritario propio de gran cantidad de compatriotas, la mayoría de los cuales, curiosamente, se identifican políticamente con la misma fuerza -y dentro de ella a la misma vertiente ideológica- a la que pertenece y en la que ha militado toda su vida el propio Jefe de Gabinete de Ministros, ex Ministro del Interior. Que, dicho sea de paso, nos exhibe cotidianamente una fuerte dosis de rudimentaria intolerancia.
Justamente Aníbal Fernández. El mismo que no pasa un día sin destratar en forma guaranga a los opositores. El mismo que ha insultado repetidas veces, con la mayor grosería, a Elisa Carrió. El mismo que sin respetar el cargo que ocupa, descalifica al Jefe de Gobierno de Buenos Aires con calificativos de café de barrio. El mismo que se autoatribuye la condición de suprema instancia de la justicia, al decidir él sólo, por su (¿sano?) juicio, que una sentencia judicial es inconstitucional y que en consecuencia, no la acatará, ordenando a la Policía que no obedezca la orden directa de un Juez.
La afectación por el articulo de Posse, en boca del funcionario mencionado, suena justamente como lo que le achaca: el oportunismo más crudo. Busca la forma de quedar alineado con los sindicatos docentes, disimulando su pertenecia al gobierno que peor ha tratado a la educación desde que se recuperó la democracia, menemismo incluido. Los jóvenes argentinos, a seis años de gestión kirchnerista, han descendido a los escalones más bajos en el cotejo internacional y regional. La educación ha sido marginada de la agenda pública y sufre en forma directa el ahogo financiero extorsivo a que son sometidos los gobernadores para lograr su alineamiento con el poder central.
Los colegios públicos de excelencia han dejado de serlo, y hogares humildes recurren a los pocos ingresos que les quedan para conseguir una plaza en las instituciones privadas, ante el deterioro a que ha sido sometido el sistema educativo estatal. No es aventurado sostener que el crecimiento exponencial de la violencia cotidiana tiene sus raíces en la política educativa iniciada hace tres lustros, que se desentendió de las escuelas y colegios condenando a la exclusión a los niños de entonces, que hoy son los jóvenes sin futuro, horizontes ni valores. Gobierno al que pertenecía, en niveles inferiores, el funcionario que hoy dice horrorizarse por el diagnóstico de su compañero. Funcionario que, en todo caso, es el responsable de que los niños excluidos de hoy inexorablemente estén prefigurando la sociedad cada vez más violenta de los tiempos que vienen.
De eso debiera preocuparse el Jefe del Gabinete de Ministros, responsable de la administración del país, en lugar de dedicar su tiempo a frases que cree ingeniosas con las que piensa que deteriora a las oposiciones que, desde todos los ángulos de la amplia opinión nacional, reclaman o esperan que la democracia vuelva a regir en el país. También de eso deberá ocuparse el nuevo Ministro de Educación porteño.
La educación argentina no merece este nivel de debate. Ni los niños, ni los jóvenes, ni los docentes, ni los académicos. Ni los argentinos, que a diferencia de sus funcionarios, observan el despegue del mundo asentado en la incorporación al conocimiento de enormes contingentes de jóvenes de toda la geografía planetaria con los que tendrán que competir quienes quieran ser exitosos, o resignarse a ser el último vagón –en el mejor de los casos- o a la exclusión del futuro –si no reaccionamos a tiempo-.
Los argentinos que sufren estas peleas de “boliche” no piensan en los debates del siglo pasado a los que los convocan funcionarios sin noción de futuro: miran el rumbo del mundo en el siglo que vivimos, cuyas demandas tienen una densidad, una complejidad, una exigencia de tolerancia, respeto, excelencia y frescura intelectual que está –y eso les preocupa- en las antipodas de los toscos debates ministeriales.
Ricardo Lafferriere
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