miércoles, 17 de febrero de 2010

Bicentenario, modernidad y posmodernidad

El derrumbe del 2001 en la Argentina fue centralmente, un derrumbe del Estado. Pero el escenario del derrumbe sacó a la superficie una sociedad extremadamente compleja.

Aunque existe una tendencia universal hacia el crecimiento de los espacios de libertad de los ciudadanos frente al orden normativo como una de las notas características “posmodernas” en pocos lugares como en la Argentina ese orden normativo encontró una interrupción tan abrupta como durante los acontecimientos vividos en ese traumático período que comenzó en diciembre de 2001 y, en algunos aspectos, se extiende hasta hoy. ¿Había llegado a la Argentina la avanzada de la posmodernidad?

La posmodernidad, caracterizada por fragmentación creciente de las cosmovisiones, es en realidad el resultado natural de una de las vertientes de la modernidad que edifica su construcción teórica sobre la piedra angular de la libertad natural de las personas, el libre albedrío y la ficción del contrato social tácito. Esta visión, la de Locke y el propio Montesquieu, choca e interactúa con las de Hobbes y de Rousseau -y más cerca en el tiempo, sus extremos expresados por el marxismo y los fascismos de entreguerras- inclinadas más hacia la comunidad, lo colectivo, la nación o el Estado. Para la primera visión, la libertad intrínseca de las personas sólo puede ser restringida en forma excepcional en aquellos temas y dentro de los límites especialmente delegados en el poder por los hombres nacidos “libres e iguales”. Su primer logro “estrella” es la Constitución norteamericana -fuente de la nuestra- en la que los ciudadanos tal cuál son constituyen la piedra angular del sistema político.

La otra vertiente de la modernidad, más “continental”, por el contrario, no renunció nunca a reivindicar el papel central del poder estatal, cambiándole su ficción de origen legitimante: Dios (fundamento último del poder del Papado y del Imperio) dio paso a la soberanía popular y los reyes –representantes de Dios- a los representantes electos. Cambió el contenido del poder, pero no su función normativa y, en los hechos, la lucha por la ampliación de la libertad ha sido, en los países que siguieron esta visión, más dificultosa y conflictiva. El desmantelamiento de las formas feudales-monacales premodernas del medioevo se “delegó” tácita o expresamente en el poder del nuevo Estado y no tanto en la libertad de los individuos que, de hecho, generaba desconfianza en las élites revolucionarias por las “deformaciones” que el anciano régimen habría provocado en la presunta rectitud natural del pensamiento humano. Su ámbito “estrella” es Francia, que mantiene la imagen del Estado fuerte y todopoderoso cuya edificación comenzó en tiempos de las monarquías absolutas.

De hecho, las dictaduras y los fascismos del siglo XX se dieron en países latinos, continentales y latinoamericanos y también en estos países surgieron las utopías del “hombre nuevo”, construido en teoría por la acción del poder, “democrático” pero hegemonizado por las élites. La construcción de ese "hombre nuevo" difícilmente hubiera podido arraigar como un objetivo del poder en una sociedad apoyada en el Contrato Social. Es paradógico que la justificación de las modernas dictaduras se enraize en este ideal de la ilustración de pretender crear, mediante la acción del Estado, un ser humano moderno y racional, liberado de las creencias irracionales del feudalismo, la religión y los fetiches.

De todos modos, a través de su vertiente más nítida o de la más diluida, la modernidad se ha caracterizado por ampliar crecientemente la libertad individual, acompañada por la convicción creciente de los ciudadanos en su derecho a la autonomía. En ambos casos, se dejaba atrás la creencia en un orden natural, con estratos de poder de base divina, étnica, ideológica y con diferencias jerárquicas consideradas justificables o indiscutibles.

La modernidad evolucionó hasta abrir el camino a la posmodernidad. El actual retroceso del Estado y de las instituciones normativas heterónomas, como las religiones, han provocado en el mundo occidental una notable expansión de la multiplicidad en la identidad de las personas e intereses, cual un caleidoscopio de diferencias inimaginables hace pocas décadas. La posmodernidad, en este aspecto, ha sido el triunfo del ideal moderno de la libertad individual y del libre albedrío: el hombre sin ataduras ni disciplinamientos a cosmogonías políticas, religiosas, ideológicas o raciales. Sobre esta sólida base intelectual han florecido los infinitos matices del presente.

Alcanza con observar las nuevas formas familiares, las prácticas sexuales separadas de la reproducción, las nuevas formas económicas individuales y empresariales, la virtualidad en las relaciones, la temporalidad crecientemente aceptada de los vínculos de pareja, las diversas formas de asociacionismo activo en post de los más variados intereses, desde ambientales hasta sociales, desde culturales hasta económicos. Todo este colorido postmoderno, cuya característica es la fragmentación y el alejamiento de las cosmogonías disciplinantes es incompatible con sociedades cerradas, con Estados fuertes y conductas humanas ordenadas por el poder, aún del apoyado en la ficción de la soberanía del pueblo.

En el mundo actual, el pensamiento progresista moderno ha abandonado esa visión atrincherada en arcaicos ecos autoritarios, por ser disfuncional con el mundo de las redes, del protagonismo ciudadano, de la creciente libertad y tolerancia con la diferencia. Se trataba, en efecto, de un poder que perdía y pierde día a día legitimidad para intervenir en los comportamientos humanos y cuyas exhortaciones a “bañarse en tres minutos”, “llevar una linterna al baño”, “comer cerdo para estimularse sexualmente” o “comer carne blanca para volar como los pollos” se asemejan a hilarantes curiosidades de museo. Nadie las toma en serio.

El proceso argentino, en este aspecto, convoca a la indagación. En la gestación del nuevo país existió una corriente modernizadora y otra conservadora. Los modernizadores se inspiraron en la visión contractualista, desde Moreno y Monteagudo hasta Echeverría, Alberdi y el propio Sarmiento. Los conservadores, sin embargo, no edificaron una construcción teórica “roussoniana”, sino que más bien se fueron inclinando a la búsqueda de la restauración del orden colonial, premoderno, en una línea de pensamiento que parte desde Saavedra y se deliza hasta Rosas.

Fue recién con la organización nacional que ese modernismo continental encontró cauce en las generaciones de la organización nacional primero (Urquiza-Mitre-Sarmiento-Avellaneda) y luego en la del 80: una democracia “borbónica”, en que las elites ilustradas perseguían la construcción de un país con libertades, pero sin ceder un ápice el poder. El saldo fue innegable: se construyó un país injusto, pero el adjetivo fue mayor que el sustantivo. Era un país injusto, pero era un país. Producción, masiva inmigración voluntaria, escuelas públicas con educación universal, estado civil registrado por el Estado –y no por la Iglesia- sobre la base de leyes laicas de alcance universal, universidades, ferrocarriles, telégrafo, comercio exterior, primeros ensayos de industrialización, creación artística, ejército profesional... Nadie, hasta ahora, ha mostrado un proyecto superior. Proyecto que, bueno es recordarlo, incluia destacados voceros -como Joaquín V. González, Pellegrini y el propio Roque Sáenz Peña- que sostenían la urgencia de la evolución del sistema político hacia una democracia más inclusiva, como era el reclamo del naciente radicalismo.

Ese "país injusto" gastó casi todo el siglo XX en la lucha “contra” el adjetivo, la injusticia, olvidando en la mayoría de las etapas históricas recientes que la “justicia” no podía lograrse destrozando el sustantivo -el “país” construido-, sino mejorándolo. El siglo XX, a partir de 1930, fue una larga letanía de suma cero o negativa, en la que la suerte del país fue relegada tras los vanos esfuerzos de arrebatarse ingresos, poder y prestigio unos a otros tras la ilusión o la ficción de la justicia, mientras se comía el capital social –económico, político, de prestigio y de expectativas- acumulado en el medio siglo de 1880 a 1930.

El derrumbe del 2002, como el cierre de un círculo, patentizó esta imagen: el ingreso "per capita" de los argentinos, en valores constantes, era igual al de 1930, cuando cayó Yrigoyen. Aunque esta afirmación pueda resultar algo exagerada y efectista, ya que la moneda nacional fue artificialmente devaluada, muestra el ciclo de un país que durante setenta años vivió estancado, mientras Brasil multiplicó su riqueza por habitante por cuatro, España por cinco, Francia por seis, Gran Bretaña y Australia por ocho, y los Estados Unidos por diez.

De cualquier manera, ésto no es lo más importante para el presente análisis. Lo destacable es que la adopción del modelo bonapartista en el siglo XX tendió nuevamente a conjugarse con el organicismo colonial. Es este “conjunto cultural” el que subyace en la identidad del populismo en sus diversas variantes y no ha producido en la Argentina resultados exitosos.

El Estado redistribuyendo ingresos con motivos y formas cada vez más opacos ha provocado, desde 1930, dos fenómenos: por un lado, la deformación del sistema político, que ha caído en lo que John Ralston Saul bautizaba como la "bastardización de Voltaire", cuya característica es que las ficciones de las estructuras corporativas –sindicales, empresariales, políticas, sociales- aplastaron crecientemente la autonomía de las personas a las que en teoría servían; y por el otro lado, la ruptura de la solidaridad nacional al estimular a los actores económicos a bordear su ética social, ocultando ingresos para evitar su apropiación discrecional por parte de la burocratizada estructura estatal y corporativa que, presuntamente, "representa" a los ciudadanos pero que, en los hechos, se apropia de los ingresos de los sectores dinámicos y productivos para garantizar su propia reproducción premiando conductas parasitarias y castigando las virtuosas e independientes. El ocultamiento se traduce en la caída estructural de la inversión al mínimo compatible con la simple subsistencia de las empresas.

Estos fenómenos, a su vez, se proyectan en un inexorable alejamiento ciudadano del sistema político, al que termina viendo como un "enemigo", en lugar de como el espacio de debate y búsqueda de consensos sociales. Los ciudadanos más dinámicos, lúcidos y transformadores se aislaron de la política, salvo durante períodos históricos excepcionales y la política quedó reducida a un escalón dirigencial profesional autoreproducido, con escasas interfases con los ciudadanos. La virtual desaparición de los partidos a raíz de la crisis del 2002, y la perversa actitud del kirchnerismo desde entonces fortalecieron ese proceso.

La modernidad no estuvo ausente en el debate del siglo XX, pero con mala suerte. Su partido estandarte, el radicalismo, no pudo recuperarse de su derrota de 1930, a la que no fue ajena –como un karma que lo acompañaría durante todo el siglo- la situación internacional. Aquella vez le tocó a Yrigoyen. En 1989, a Alfonsín. Y en el 2001, a de la Rúa. En las tres oportunidades, la fuerte repercusión interna de la situación internacional y el escaso compromiso democrático de sus oposiciones circunstanciales –conservadora y peronista- interrumpieron la consolidación de la modernidad.

El mundo moderno no llegó entonces plenamente a la Argentina nunca. ¿Puede ser, en consecuencia, que el derrumbe del 2002 haya provocado un "salto histórico" y el país haya arribado a la "posmodernidad" sin culminar las tareas modernas? ¿Es ésto posible?

Veamos. Luego de la caída, producida durante una administración indudablemente modernista (regía la ley, la justicia era independiente, el presidente -demonizado y ridiculizado hasta el cansancio- no se atribuyó facultades omnímodas, la prensa era totalmente libre y sin condicionamientos, el parlamento ofrecía todo el colorido de la opinión nacional) el poder cayó en manos de la restauración y comenzó la destrucción del pais institucional -moderno- y su reemplazo por formas bonapartistas-autoritarias, el clientelismo y el patrimonialismo neofeudal aprovechando la espectacular situación internacional.

La bonanza económica –independiente de causas internas- favoreció una percepción popular favorable de la nueva etapa, así como el escenario anterior había potenciado la percepción de las limitaciones del funcionamiento institucional. Pero lo curioso es que esa regresión no fue acompañada por un disciplinamiento social -tradicionalmente unido a tal modelo- sino que creció a niveles nunca experimentados hasta ese momento la indisciplina social y la indiferencia ciudadana hacia los actos del poder, actitudes que son más características de la post-modernidad que de cualquiera de las vertientes de la modernidad.

Los ciudadanos, en efecto, no tienen hacia el poder respeto alguno y toman en sus manos la acción directa en diversas acciones, las más de las veces en formas de violencia expresa o tácita: "escraches" (es decir, agresiones de corte fascistoide) contra personas vinculadas al poder, a empresas o a un descrédito general o parcial; interrupción forzada de circulación en calles y rutas por cualquier clase de reclamos; destrozos -violentos- de bienes públicos; corte de tránsito internacional por reclamos ambientales; y otras diversas formas de "participación popular" claramente extra institucionales y en muchos casos anárquicas que llegan hasta la justificación social del delito.

El Estado populista, por su parte, parece aceptar resignado ese escenario, mientras se cierra sobre sí mismo en la recreación de una nueva burocracia económico-empresarial desligada de los intereses del conjunto, quizás por la mala conciencia que le produce el abismo entre su discurso y su acción.

El hiato entre la política y los ciudadanos crece hasta el abismo. Sólo se ve el escenario residual simbólico de los procesos electorales escasamente diferenciados de cualquier otro "megashow" posmoderno, sea deportivo, sea artístico, sea un "reality" televisivo. Los ciudadanos que "participan" en el escenario público han configurado, salvo valiosísimas excepciones, estructuras -viejas o nuevas- que en muchos casos se parecen más a tribus arracimadas en torno a efímeros cacicazgos de base mediática persiguiendo la quimera de participar en el goce del poder una vez conseguido, que a corrientes de pensamiento de ciudadanos que comparten una visión de la vida en común y están dispuestos a debatir y consensuar con quienes piensan diferente las concesiones recíprocas para facilitar -y posibilitar- la convivencia.

En este punto, cabe la tentación -facilista, y quizás "argento-centrista"- de sostener que el proceso argentino no cabe en categorías y configura una "originalidad". Y es cierto que no es sencillo encontrar un proceso parecido en la política comparada, en la región ni en el mundo. Pero para sostener esta afirmación sería necesario, sin embargo, pasar una prueba de fuego, la de la sustentabilidad. Dicho en otros términos, ¿sería sustentable una situación como la que se instaló en la Argentina, en otra situación del ciclo económico como la que derrumbó al gobierno modernista de la Alianza? ¿o la sustentabilidad del arcaico modelo bonapartista-autoritario en conjunción con el postmodernismo-anárquico fue sólo posible por el ciclo económico expansivo y colapsaría -como el anterior- si el ciclo cambia de signo?

El interrogante sería apasionante para un politólogo observador imparcial, pero es dramático para quienes están en la escena, en este símil de "sopa originaria" que incluye elementos de la Argentina colonial organicista, de la Argentina moderna liberal, del populismo autoritario y de la sociedad post-moderna fragmentada, sin otro horizonte que una especie de incertidumbre cuántica opaca al futuro.

El proceso político pareciera mostrar que la conjunción “premoderna-posmoderna” no resistirá un cambio de ciclo. La incógnita es si, ante una crisis que no está provocada ni gestionada por la modernidad sino por la restauración autoritaria, el país “post-moderno” logrará articular una alianza político-social con el país moderno, aprovechando el momento difícil para sentar las bases sólidas de un nuevo ciclo virtuoso.

El sentido común parece afirmar que hasta que no se logre la consolidación de un país moderno –que requiere, entre otros requisito, el respeto a la ley y a los derechos y libertades individuales, respeto a las formas constitucionales, construcción de un piso social de ciudadanía que incluya a todos, respeto a la independencia de la justicia, aplicación de la ley frente a las violaciones, libertad de prensa irrestricta, neutralidad del poder en los procesos electorales y la aceptación respetuosa de la “otredad”- las tensiones generadas por la fragmentación de la pomodernidad nos hará caminar en el filo de la navaja de la propia existencia nacional. Sólo las formas institucionales sólidas pueden procesar conflictos y opiniones disímiles sin degenerar en violencia cotidiana, sólo la representación política puede racionalizar los debates, sólo la modernidad puede contener a la posmodernidad sin riesgo para la sociedad. Sin modernidad reflexiva, sin cosmopolitismo consciente, será muy difícil encontrar el rumbo sustentable.

Frente a este escenario queda sólo recurrir a la construcción ciudadana. Esa virtud de la ilustración apoyada en la fe genérica en el destino del hombre -aporte romántico a la aparente frialdad de la razón, que renace en las fechas patrias como símbolo de viejos sentimientos nacionales- es la reserva –quizás voluntarista- que permite hoy mantener la esperanza en el destino compartido de los argentinos. El renacimiento que están mostrando los partidos políticos –tradicionales y nuevos- iniciado con el campanazo que significó la eclosión ciudadana del 2008 alimenta esa llama que, como en 1810, no fue encendida por liderazgos providenciales sino por personas comunes que, por encima de los liderazgos, tomaron en sus manos la defensa de sus derechos reclamando la reconstrucción del país institucional.

Desde esta óptica, el Bicentenario es una oportunidad para pensar el país con visión de futuro y relanzar su marcha. Sería una lástima desperdiciarla una vez más.


Ricardo Lafferriere
http://stores.lulu.com/lafferriere
ricardo.lafferriere@gmail.com

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