Carne, lácteos, harina, aceite, frutas. Alquileres, expensas, tarifas, remedios. Lápices, cuadernos, libros, útiles. En todos los casos, el “incremento” de los precios, medidos con respecto al mismo mes del año pasado, han sido entre un 25 y un 80 por ciento.
Los salarios subieron en el mismo lapso un promedio inferior al 20 por ciento. Pero muchos lo perdieron y están fuera del sistema estable, con una demanda de servicios que se ha reducido sustancialmente. Se requiere menos servicio doméstico, niñeras, cuidadores de jardines, plomeros, electricistas, changarines. El que pagaba por un servicio y hoy puede obviarlo, lo hace. El resultado es más gente en la calle buscando trabajo. Y más gente en la calle, viviendo con el cielo como techo. No son necesarias las estadísticas del INDEC: puede verse al observar nuestro paisaje urbano.
¿Es progresista comerle el salario a quien vive de él?
Asumiendo la eticidad inherente al progresismo y como todas las respuestas sobre una pregunta ética, en abstracto es imposible contestar. Si se reduce el salario porque hay una catástrofe natural y hay que reconstruir lo destrozado, o si se enfrenta una situación conmocionante como un conflicto bélico o una epidemia, quizás sería éticamente justificable.
Pero si nada de eso ocurre ¿es progresista y ético licuarle el salario a la gente, quedándose con una porción de su poder de compra? ¿Es ético hacerlo, mostrando como contracara un cínico enriquecimiento por parte de quien se queda con esa porción del salario trabajador, de las jubilaciones y pensiones de pobres compatriotas y hasta de la posibilidad de llevar un plato de comida a la casa en los hogares más humildes?
Hemos sufrido en Argentina, en tiempos no tan distantes, lecciones que creíamos aprendidas por errores que cometimos todos: peronistas, liberales y radicales. Se había instalado en el país la idea de que “un poquito de inflación no importa” y hasta que podía ser buena. Ochenta años de estancamiento nos costó ese error y muchos ceros perdidos por nuestra moneda, que no es simplemente un papel impreso sino que es la única riqueza que tienen los más pobres, los que viven de su trabajo o de su jubilación y –en el otro extremo- el símbolo de la fortaleza de un país. Hoy vemos que nuestro peso, en el entorno regional, es la moneda más debil, y que fuera del entorno regional directamente no existe.
La inflación no castiga al pudiente, que tiene muchas alternativas para defenderse. Golpea, en forma inhumana, a la señora que en el supermercado ve que mes a mes, su sueldo vale menos. Al jubilado que no puede comprarse su remedio, del que no depende un negocio turístico en el Calafate o una noche orgiástica incentivada con un chanchito a la parrilla, sino la dramática posibilidad de seguir viviendo o no. Al trabajador, a quien ya no le queda tiempo familiar porque debe desfilar en dos o tres trabajos, o matarse en horas extras, simplemente para poder pagar el alquiler, la factura de la luz y la cuenta del gas.
En realidad la inflación no significa que los precios suben, sino que el dinero de todos ha sido saqueado y no tiene respaldo ni valor. Salvo para el que ha podido comprar dólares en un buen momento, lograr buenos negocios con tierras estatales o asociarse con los felices adjudicatarios de obras públicas a precios gigantescos, muchas veces sin obligación siquiera de construirlas.
La inflación no es fabricada por los comerciantes, los productores o los industriales. Es producida por decisiones políticas cleptómanas, indecentes, deshonestas.
La inflación, poquita o mucha, es una inmoralidad. Y una inmoralidad, por definición, no puede ser progresista sino profundamente reaccionaria, antipopular y retrógrada.
Ricardo Lafferriere
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