miércoles, 24 de septiembre de 2014

Cambio

En una definición que generó muchas esperanzas, la presidenta expresó hace ya varios años, en su diálogo con Ángela Merkel, que Alemania era el modelo que le gustaría tomar para nuestro país.

Pasó agua bajo el puente. Y varios años de gestión. Hoy, las definiciones son otras.

Entrevistarse con George Soros, en lugar de ser recibida por Barak Obama. Enorgullecerse porque en el mundo se está diciendo que la Argentina se parece a Arabia Saudita. Reemplazar a su orgullo de pertenecer al G-20 junto a los países más avanzados, por la íntima amistad con Venezuela, país con el que compartimos el discutible mérito de encabezar la mayor tasa de inflación mundial. Mientras, su Jefe de Gabinete declara que “Alemania siempre fue hostil con nosotros”…

¿Qué pasó en estos años? La respuesta puede ser variada, tan variada como las coyunturas atravesadas que han sido acompañadas de novedosos y sucesivos enemigos virtuales –ya que no reales-: el campo, el “imperio”, la prensa, la justicia, “la oposición”, dirigentes gremiales díscolos, empresarios “concentrados” que dejaron de ser dóciles, bancos, y otros fungibles enemigos tan coyunturales como los arranques presidenciales.

Sin embargo, una constante se ha mantenido invariable: el desmantelamiento institucional. En cada uno de los conflictos anteriores hubo avances y retrocesos, idas y vueltas. En el creciente raquitismo del estado de derecho la dirección ha sido unívoca.

Ahí está, sin dudas, la causa de los principales males argentinos, desde la inflación a la inseguridad, desde el estancamiento hasta la insignificancia internacional. Un poder indiferente a la ley, para el que los derechos ciudadanos existen sólo si la política los reconoce, la división de poderes reemplazada por el omnímodo poder presidencial y el federalismo sólo un recuerdo simbólico de aspiraciones pasadas. Su patético apoyo a la gestión feudal del gobernador de Formosa es apenas una muestra.

Esa desarticulación es la que ha abierto las puertas a que políticas decisivas para el futuro estratégico del país se decidan en el secreto de los despachos. Las grandes obras de infraestructura con sobreprecios notables, la (inexistente) política educativa, los contratos secretos con empresas petroleras, las múltiples líneas de clientelismo presentadas como “políticas sociales inclusivas”, la (inexistente) lucha contra el narcotráfico durante toda la década que ha eclosionado en la imbricación de las redes delictivas con escalones importantes del poder, la impostura de la impunidad ante el delito invirtiendo los términos de cualquier sociedad civilizada, la indiferencia ante la angustiante vida cotidiana por el exponencial crecimiento de la inseguridad retrocediendo a tiempos ya olvidados y la degradación ética de la función pública. Ese es el resultado del desmantelamiento institucional.

Alemania logró lo que logró y entusiasmó entonces a la presidenta porque dejó en el pasado su pasado, edificando sobre sus ruinas un sistema político ejemplar, un respeto sacrosanto a las libertades públicas, políticas de solidaridad social escrupulosamente separadas del clientelismo, una vocación de integración que la llevó a liderar la unidad continental sin cerrar sus mercados desde su derrota en la 2ª. Guerra Mundial hasta hoy, y en los últimos tiempos por liderar una reconversión energética dirigida a sustituir las fuentes primarias hidrocarburíferas por renovables, que ya aportan más de un tercio de la capacidad generadora germana.

Hoy, la presidenta no habla más de Alemania. Ha cambiado. No ha sido, sin embargo, un cambio en la dirección del futuro. Su orgullo es parecerse a Arabia Saudita, ser amiga del régimen venezolano, reunirse a solas con un especulador global, trasladarse medio siglo hacia atrás en la historia y seguir, como don Quijote, peleando contra molinos de viento que no existen, a pesar de los esfuerzos por revivirlos que oscilan entre lo tierno y lo grotesco.

El país, mientras tanto, prepara su futuro. Lo hace la oposición y lo hace su propio partido. Cada uno desde su respectivo posicionamiento. Un candidato presidencial anunciando la anulación del corralito aduanero que nos impide exportar y la racionalización del sistema impositivo. Otro candidato 
presidencial, recorriendo el Silicon Valley para impregnarse de la revolución científica y técnica. El mayor frente opositor definiendo con claridad su compromiso institucional y la finalización de la corrupción sistémica. Hasta el candidato oficial destaca su decisión de “recuperar el camino del crecimiento” sin ocultar que sólo se puede recuperar lo que se ha perdido.

Todos, sin embargo, coincidiendo en que ese futuro tiene muy poco que ver con el que la presidenta se empeña en intentar revivir. No quieren conflictos sino coincidencias; no quieren corrupción generalizada, sino escuchan el reclamo general por la honestidad en la función pública; no quieren ser rehenes de los delincuentes, sino políticas coherentes de seguridad; no quieren aislarse del avance del mundo, sino sumarse a la portentosa revolución científica y técnica con la gigantesca capacidad transformadora de los argentinos. No pretenden liderar hacia el pasado, sino que anuncian que su meta está en el futuro, el de un mundo en paz, abierto y democrático, ese que no existe en el “relato” oficial de incertidumbres, conflictos y mentiras.

Todos anuncian un cambio. Pero otro, que justamente marcha en una dirección exactamente opuesta al relato, aunque en algunos casos lo disimule.

Ricardo Lafferriere


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