En una definición que generó muchas esperanzas, la
presidenta expresó hace ya varios años, en su diálogo con Ángela Merkel, que
Alemania era el modelo que le gustaría tomar para nuestro país.
Pasó agua bajo el puente. Y varios años de gestión. Hoy, las
definiciones son otras.
Entrevistarse con George Soros, en lugar de ser recibida por
Barak Obama. Enorgullecerse porque en el mundo se está diciendo que la
Argentina se parece a Arabia Saudita. Reemplazar a su orgullo de pertenecer al
G-20 junto a los países más avanzados, por la íntima amistad con Venezuela,
país con el que compartimos el discutible mérito de encabezar la mayor tasa de
inflación mundial. Mientras, su Jefe de Gabinete declara que “Alemania siempre
fue hostil con nosotros”…
¿Qué pasó en estos años? La respuesta puede ser variada, tan
variada como las coyunturas atravesadas que han sido acompañadas de novedosos y
sucesivos enemigos virtuales –ya que no reales-: el campo, el “imperio”, la
prensa, la justicia, “la oposición”, dirigentes gremiales díscolos, empresarios
“concentrados” que dejaron de ser dóciles, bancos, y otros fungibles enemigos
tan coyunturales como los arranques presidenciales.
Sin embargo, una constante se ha mantenido invariable: el
desmantelamiento institucional. En cada uno de los conflictos anteriores hubo
avances y retrocesos, idas y vueltas. En el creciente raquitismo del estado de
derecho la dirección ha sido unívoca.
Ahí está, sin dudas, la causa de los principales males
argentinos, desde la inflación a la inseguridad, desde el estancamiento hasta
la insignificancia internacional. Un poder indiferente a la ley, para el que
los derechos ciudadanos existen sólo si la política los reconoce, la división
de poderes reemplazada por el omnímodo poder presidencial y el federalismo sólo
un recuerdo simbólico de aspiraciones pasadas. Su patético apoyo a la gestión
feudal del gobernador de Formosa es apenas una muestra.
Esa desarticulación es la que ha abierto las puertas a que
políticas decisivas para el futuro estratégico del país se decidan en el
secreto de los despachos. Las grandes obras de infraestructura con sobreprecios
notables, la (inexistente) política educativa, los contratos secretos con
empresas petroleras, las múltiples líneas de clientelismo presentadas como
“políticas sociales inclusivas”, la (inexistente) lucha contra el narcotráfico
durante toda la década que ha eclosionado en la imbricación de las redes
delictivas con escalones importantes del poder, la impostura de la impunidad
ante el delito invirtiendo los términos de cualquier sociedad civilizada, la
indiferencia ante la angustiante vida cotidiana por el exponencial crecimiento
de la inseguridad retrocediendo a tiempos ya olvidados y la degradación ética
de la función pública. Ese es el resultado del desmantelamiento institucional.
Alemania logró lo que logró y entusiasmó entonces a la presidenta
porque dejó en el pasado su pasado, edificando sobre sus ruinas un sistema
político ejemplar, un respeto sacrosanto a las libertades públicas, políticas
de solidaridad social escrupulosamente separadas del clientelismo, una vocación
de integración que la llevó a liderar la unidad continental sin cerrar sus
mercados desde su derrota en la 2ª. Guerra Mundial hasta hoy, y en los últimos
tiempos por liderar una reconversión energética dirigida a sustituir las
fuentes primarias hidrocarburíferas por renovables, que ya aportan más de un
tercio de la capacidad generadora germana.
Hoy, la presidenta no habla más de Alemania. Ha cambiado. No
ha sido, sin embargo, un cambio en la dirección del futuro. Su orgullo es
parecerse a Arabia Saudita, ser amiga del régimen venezolano, reunirse a solas
con un especulador global, trasladarse medio siglo hacia atrás en la historia y
seguir, como don Quijote, peleando contra molinos de viento que no existen, a
pesar de los esfuerzos por revivirlos que oscilan entre lo tierno y lo
grotesco.
El país, mientras tanto, prepara su futuro. Lo hace la
oposición y lo hace su propio partido. Cada uno desde su respectivo
posicionamiento. Un candidato presidencial anunciando la anulación del
corralito aduanero que nos impide exportar y la racionalización del sistema
impositivo. Otro candidato
presidencial, recorriendo el Silicon Valley para
impregnarse de la revolución científica y técnica. El mayor frente opositor
definiendo con claridad su compromiso institucional y la finalización de la
corrupción sistémica. Hasta el candidato oficial destaca su decisión de
“recuperar el camino del crecimiento” sin ocultar que sólo se puede recuperar
lo que se ha perdido.
Todos, sin embargo, coincidiendo en que ese futuro tiene muy
poco que ver con el que la presidenta se empeña en intentar revivir. No quieren
conflictos sino coincidencias; no quieren corrupción generalizada, sino
escuchan el reclamo general por la honestidad en la función pública; no quieren
ser rehenes de los delincuentes, sino políticas coherentes de seguridad; no
quieren aislarse del avance del mundo, sino sumarse a la portentosa revolución
científica y técnica con la gigantesca capacidad transformadora de los
argentinos. No pretenden liderar hacia el pasado, sino que anuncian que su meta
está en el futuro, el de un mundo en paz, abierto y democrático, ese que no
existe en el “relato” oficial de incertidumbres, conflictos y mentiras.
Todos anuncian un cambio. Pero otro, que justamente marcha
en una dirección exactamente opuesta al relato, aunque en algunos casos lo
disimule.
Ricardo Lafferriere
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