Se ha hecho ya lugar común escuchar que la demanda de la
opinión pública, medida cuantitativamente, refleja un mix de intención de “continuidad”
y de “cambio”, que pareciera distribuirse en un 60 % para el primer agregado y
un 40 para el segundo.
No podemos ignorar la curiosa interpretación de algunos
analistas, que deducen de estos números una especie de predominio de la oferta
kirchnerista en la población, como si fueran resultados cotejables o
comparables entre ellos.
En efecto: el fortísimo “viento de cola” significó para el
país una década con precios internacionales de nuestros productos exportables que
llegaron a cuadruplicar los vigentes antes de la crisis del 2001/2002. Entre
éstos se destaca la soja, cuyo precio pasó de $ 150 USD/tonelada en el 2001 a
más de $ 600 en el 2008. Pero no sólo el aumento de precio: el estímulo de
estos precios multiplicó también la cantidad exportada –un 400 %- , lo que
llevó los excedentes en la década a la impresionante suma de más de $ 100.000
millones de dólares de ingresos adicionales.
Obviamente, estos recursos permitieron mejorar las
condiciones de vida de millones de compatriotas, en forma directa e indirecta.
Subió el salario, subió el empleo, subieron los subsidios al consumo de
servicios públicos, subió la cantidad de jubilados y permitió incorporar a otra
gran cantidad de personas al sistema formal de haberes de retiros.
Innumerables compatriotas pudieron acceder a bienes de uso
durable abonados en generosos planes de cuotas, y el viejo sistema industrial
argentino recibió una inyección de vitaminas que le permitió extender su agonía
sin grandes cambios en su estructura. De paso, el adormecimiento de la
reflexión nacional asentado en el bienestar predominante habilitó una década de
corrupción sin límites, encuadrada en el viejo apotegma del “roban, pero hacen”,
aunque en este caso reemplazado por el “roban, pero dejan algo para nosotros”.
¿Cómo no estarían todos, más del 60 %, aspirando a que “no
se pierdan” los beneficios logrados? Por supuesto que no solo ellos: la
solidaridad nacional y el sentimiento humanitario de todos desearía que estos
beneficios continuaran eternamente y, si fuera posible, se incrementaran. Me
atrevería a decir que a todos los argentinos les gustaría que ello fuera
posible.
El gran problema no son los “beneficios”, sino que fueron
sostenidos con recursos excepcionales no
permanentes, y que esos recursos excepcionales no se volcaron al desarrollo de
una economía en condiciones de seguir creciendo sino que se distribuyeron alegremente
en una forma que, cuando se agotan o se suspenden, se quedarán sin
financiamiento. Está pasando ya hoy: la soja está menos de $ 350 USD la tonelada,
y sin perspectivas de subir.
Y ahí está el nido del 40 % de los que quieren “cambio”, que
posiblemente sean los mismos.
Todos intuyen –algunos lo dicen, otros guardan un prudente
silencio- que “se acabó lo que se daba”, y que la imprevisión de consumir todo
lo que había –y aún más, porque no mantuvimos la infraestructura ni previmos el
agotamiento de las reservas de energía, es decir nos gastamos el capital fijo y
nos quedamos sin combustibles- nos llevará a un ciclo cuyas características no
permitirán mantener los “beneficios” sin realizar fuertes cambios en el
entramado productivo.
Ese cambio exigirá una mirada hacia la economía ubicada en
las antípodas del modelo kirchnerista desentendido de la producción, y
requerirá poner el centro de las políticas públicas en el desarrollo ignorado
durante los diez años de alegre e irresponsable jubileo.
La inversión necesita herramientas muy diferentes al gasto.
Sus requisitos no son los actos públicos anunciando nuevos beneficios, sino la
consolidación del estado de derecho y la seguridad jurídica, que seduzca al que
tiene algún recurso, acá o afuera, para empezar o ampliar una actividad
productiva a hacerlo con la tranquilidad que no se le arrebatará por el
capricho de algún funcionario ignoto, o por una política que se la devalúe con
una inflación motivada por la falsificación de dinero sin respaldo.
Esa seguridad viene de la mano de una justicia
impecablemente independiente, el respeto escrupuloso a la ley y a los derechos
de las personas, sus empresas, ganancias y patrimonios, la independencia del
BCRA custodiando el valor de la moneda de todos y la vinculación virtuosa con
el mundo global, única “locomotora” a la que podemos sumar nuestro vagón
nacional ante un mercado interno al que se le agotaron las fuentes artificiales
de rentas.
Cuanto más exitoso sea el país en generar ese proceso
inversor, menos en peligro estarán los “beneficios” logrados en estos años de
excedentes fáciles y más probable es que podamos sumarnos a las naciones
exitosas de la región y del mundo.
Al contrario, cuanto más demoremos en tomar ese rumbo, más
dura será la reversión, porque el agotamiento económico –que nos ha provocado ya
una caída industrial que lleva más de trece meses, un deterioro de la moneda
que llega al 50 % anual y crece, un aumento de la desocupación cuyas cifras se
ocultan pero se siente en todos lados, una abrupta caída del salario y una
retracción del comercio evidente por los negocios que bajan sus persianas y son
ya un paisaje generalizado en las ciudades- no será detenido con palabras, por
más duras y confrontativas que sean, salidas del atril presidencial.
El 60 más el 40 nos da el 100. Son los argentinos que
quieren vivir en un país que crezca, que tenga horizontes, que despierte
esperanzas en los jóvenes, que les abra una esperanza de bienestar y que no
deba sufrir para lograr lo que es, para la región y para el mundo con el que
podemos compararnos, lo natural y no lo excepcional.
La consigna no es “patria o buitres”, sino “desarrollo o decadencia”. En esta última
estamos y estaremos sin remedio mientras dure el ciclo kirchnerista. Para
revertirla, una vez que el país recupere la cordura, no es necesario volver a
inventar la pólvora sino sencillamente poner en vigencia en plenitud el estado
de derecho.
Ricardo Lafferriere
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