martes, 7 de octubre de 2014

¿Vale cualquier alianza?

Si hay un interrogante que ha atravesado el análisis político a través de los siglos, es éste. Desde que los conflictos existen –o sea, desde que la humanidad abandonó su estadio de cazador-recolector y  se asentó en un territorio fijando los límites frente a terceros- el conflicto entre humanos parece haber sido una constante.

Conflictos hacia afuera, excluyendo a quienes no pertenecían al grupo. Y conflictos hacia adentro, para obtener mejores posiciones dentro del grupo, con la secuela triunfadores y derrotados.

Las alianzas fueron constantes para reforzar las posibilidades propias. Definirlas originó las primeras reflexiones estratégicas, subiendo un escalón civilizatorio a la pura lucha descarnada de personas contra personas, familias contra familias, clanes contra clanes, o tribus contra tribus.

En las modernas democracias las cosas son más sofisticadas, pero conservan su pulsión ancestral. El mundo parece estar avanzando hacia una convivencia universal, mostrando en la transición innumerables conflictos heredados, externos e internos, que se niegan a morir. La marcha, sin embargo, tiene un rumbo predominante determinada por el avance científico técnico, las fuerzas productivas globalizadas, la inviabilidad de proyectos nacionales autárquicos y la creciente toma de conciencia de riesgos globales cuya evitación es imposible sin la acción colectiva, como los climáticos, la dispersión de la violencia cotidiana o la aparición de epidemias altamente peligrosas de las cuales estamos viendo en estos días una.

En la acción política, entonces, ¿vale cualquier alianza?

En la década de los años 40 del siglo pasado, la reflexión política se conmocionó con la impensada confluencia de rusos y alemanes, comunistas y nazis, mediante el pacto Ribertropp-Molotov. Un año después, ante la invasión alemana a Rusia, otra alianza conmocionó –y tranquilizó- al mundo occidental: la alianza de las grandes democracias (Estados Unidos y Gran Bretaña) con la Rusia atacada. En todos los países la lucha anti-fascista se convirtió en una constante que entusiasmó a los luchadores democráticos, incluyendo a simpatizantes de todo el arco ideológico que reconocía sus raíces en las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX.

La guerra mostraba ejemplos extremos, condicionados por realidades locales. Unió a laboristas con conservadores en Gran Bretaña y a republicanos con demócratas en Estados Unidos. Pero mostró curiosidades tales como a los socialdemócratas austríacos apoyando la incorporación de su país a la Alemania Nazi, y hasta a líderes socialdemócratas nórdicos tomando partido por el bando de los invasores. En el resto de Europa, la alianza entre liberales, socialcristianos, socialdemócratas y comunistas desarrolló redes de combatientes que, sin perder su identidad, unían sus fuerzas para la liberación de sus países y la construcción de estados democráticos.

De hecho, la posguerra fue testigo de nuevas alianzas. Bajo la conducción de los partidos demócratas cristianos en Alemania, Italia y la Europa nórdica junto al nacionalismo democrático “de derecha” en Francia, Europa edificó la mayor experiencia de estado de bienestar en toda su historia. 

Externamente, sus principales lazos eran con Estados Unidos, y su principal adversario, los partidos comunistas y la Unión Soviética. Tiempos de la Guerra Fría.

Las alianzas pueden ser, entonces, diversas y variables. Sin embargo, tienen siempre una línea de interpretación: determinar los objetivos estratégicos más importantes en cada momento y lugar. Esta afirmación vale tanto para la política internacional como para la interna.

Rusia se alió con Alemania por un análisis equivocado: temía que, de no ser así, las “potencias capitalistas” Alemania y Gran Bretaña se aliaran contra ella (curiosamente, Hitler lo hizo por el mismo temor: ver a Rusia aliada a sus enemigos y esa desconfianza lo llevó luego a atacar a Rusia a pesar del pacto). Luego se alió con los grandes actores democráticos porque de esa forma debilitaba al enemigo que la agredía. Los países democráticos se aliaron con Rusia porque el peligro del fascismo haciéndose dueño de Europa y Rusia era el principal peligro para sus intereses y convicciones. Acertaron en su análisis, como lo mostró el resultado.

Ya en la post-guerra, los demócratas cristianos, liberales, nacionalistas democráticos y socialdemócratas unieron sus fuerzas con los Estados Unidos porque el principal peligro que percibían era el Ejército Rojo en las puertas de sus países, y Estados Unidos lo hizo por el riesgo que veía en una Europa potencialmente dominada por la Unión Soviética. Cambiadas las circunstancias, cambiaban los aliados.

¿Qué determina la corrección de las alianzas? En tiempos de la simplificación en los análisis se decía que esa respuesta surgía de la correcta lectura del problema principal, que en el lenguaje universitario de izquierda de hace algunas décadas se denominaba “contradicción fundamental”. Ese análisis llevó, por ejemplo, a impulsar en nuestro país la conformación de la Multipartidaria para luchar contra la dictadura y lograr la instauración democrática. Viejos rivales –radicales, peronistas, desarrollistas, conservadores, liberales, comunistas- unieron fuerzas y lograron sentar las bases de la recuperación de la soberanía popular, fundamento último de la democracia. Todavía disfrutamos del éxito de esa correcta estrategia.

Claro que a medida que la realidad se hace más sofisticada, también es menos claro definir las alianzas. Una cosa, sin embargo, permanece constante: cuál es el principal problema y cuál es el objetivo frente a él. El principal problema en los 70 era la dictadura. El objetivo, la democracia. Las fuerzas de la multipartidaria tenían esa convicción filosófica común, no compartida por quienes –en el otro “bando”- creían que el principal enemigo era “el comunismo internacional y la subversión”-. Saber desde dónde se habla es, entonces, también central para definir aliados.

El principal problema argentino de hoy cambia según el posicionamiento desde el que se realice el análisis. Desde la perspectiva de esta columna, que habla desde la democracia, nuestra convicción es que el principal problema argentino, “la contradicción fundamental”, es el desmantelamiento institucional y la creciente labilidad del estado de derecho, expresado en la ruptura de los tres grandes  equilibrios constitucionales: 1) entre los ciudadanos y el Estado, en favor del Estado. 2) entre el Estado Nacional y las provincias, en favor del Estado Nacional, y 3) entre los tres poderes del Estado, en favor del Poder Ejecutivo unipersonal, por la colonización de la justicia y el vaciamiento de poder parlamentario.

La ruptura de estos tres grandes equilibrios produce todas las consecuencias negativas que conocemos: la ausencia de inversión por falta de seguridad jurídica, el estancamiento económico, la clientelización de la sociedad diluyendo la condición ciudadana, la colonización de la justicia, la permisividad a la mega-corrupción que alienta el delito en los escalones inferiores al actuar como contra-ejemplo, la ausencia de premios al esfuerzo al reemplazarlos por la subordinación al poder, el vaciamiento democrático al instalar una política apoyada en prebendas y proyectos personales y por último –pero no menos importante- la gigantesca discrecionalidad concentrada en el Ejecutivo unipersonal, sin contrapesos ni frenos, para decidir por sí sobre temas que afectan los fundamentos de la propia existencia nacional: su moneda, su relación internacional, la vigencia real de los derechos de las personas y hasta su capacidad de legislar, a través de una mayoría acrítica que vacía al parlamento de su adecuado papel legislador y controlador.

Aclaramos de inmediato que este “problema principal” es cualitativamente diferente al de los tiempos del proceso. Si existiera en el país ese peligro, las alianzas necesarias cambiarían y seguramente el kirchnerismo, que definimos hoy claramente en “el otro campo”, se ubicaría en el propio, sumado a la propia lucha contra el Videla o el Pinochet de turno. Probablemente.

La consecuencia de esta convicción sobre el principal problema argentino es imaginar las alianzas necesarias para superarlo. Está claro que poca relación tiene con “izquierdas” y “derechas”, o “progresismos” frente a “moderados”, rudimentarios e imaginarios agrupamientos que son impotentes para dar respuesta al problema principal. Al contrario, las alianzas necesarias para recuperar el estado de derecho en plenitud deben ser las que unifiquen en un esfuerzo conjunto a los ciudadanos que expresen convicciones similares en ese problema principal. Serán lideradas por quienes mejor interpreten el momento, las coyunturas y las posibilidades.

Alianzas que sólo busquen llegar al poder sin tener en claro el común denominador pueden ser coyunturalmente exitosas, pero están condenadas a no solucionar el problema principal. Alianzas que no tengan en claro el problema principal sino que fragmenten los esfuerzos de quienes aspiren a subir ese umbral en la convivencia argentina, son objetivamente retardatarias.

La ciencia –y el arte- de la política es agudizar el ingenio, la capacidad de análisis y como consecuencia, las propuestas, para agrupar a todo lo agrupable sin que quede nada afuera, pero también sin que la obsesión por el corto plazo lleve a cometer el error de análisis de Stalin al pactar con Hitler. Porque las consecuencias pueden ser las contrarias a lo buscado.

Una consecuencia no buscada podría ser, por ejemplo, encontrarse al día siguiente del comicio que el parlamento no sólo no cambió sus prácticas sino que reprodujo su vieja mayoría servil, tal vez hasta ampliada, alineada tras un nuevo liderazgo. O que la justicia sigue tan atacada como antes. O que los ciudadanos siguen debilitados frente al Estado, hegemonizado por un ejecutivo unipersonal rejuvenecido, con un poder ampliado y un horizonte temporal más extendido.

 Las alianzas son necesarias. Pero no cualquier alianza vale. Algunas, pueden favorecer el estado de cosas que se pretende cambiar. Y debilitar al campo propio, por la frustración que generen.


Ricardo Lafferriere

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