No puede afirmarse que sea un fenómeno exclusivamente argentino. En mi extenso paso por la política, he podido observar que las actitudes de los políticos hacia la política permiten observar tres grandes
grupos de personas, por encima de los partidos y las autodefiniciones
ideológicas.
Están los realistas, agrego yo “de puro realismo”. Sus movimientos se limitan al campo de lo político, al que consideran el único tablero
de ajedrez de sus competencias. Se asumen como un pequeño sector de lo social, al
que consideran principalmente como insumos para sus movimientos sin plantearse sobre él grandes cambios. Su “zona de
confort” es lograr acuerdos con las "callosidades corporativas" que existen en la sociedad para poder ocupar la mayor cantidad de espacios en ese tablero, que les
permita seguir jugando, comiendo jugadores a los adversarios y engordando a los
propios. Sus objetivos, los que exhiben y predican ante la sociedad -cuando lo hacen-, sólo son
aspiraciones que están lejos de ser considerados como centrales. Si bien afirman
defender de esta forma el interés general, este interés lo conciben sólo como
la ausencia de conflictos desatados, sin otro objetivo de lograr lo central
para ellos: ocupar espacios de poder y, desde allí, arbitrar conflictos,
obtener beneficios de más poder para la próxima batalla, diluir
enfrentamientos, en síntesis, escapar o ignorar las luchas producidas en el maremágnum
de “lo social”. Son conservadores y le escapan a las luchas, que se les antojan desestabilizantes. Sin embargo, por la positiva, tienen conciencia de los límites impuestos al
poder por la Constitución y el orden legal, al que respetan.
Están los realistas con una dosis de idealismo y vocación de
cambio. Sin abandonar el tablero del juego político, sus motivaciones se
vinculan más a las insatisfacciones de la sociedad y a la imagen finalista de
una mejor convivencia. Son proactivos: pretenden realizar o impulsar cambios, cada uno en la dirección de sus convicciones. Entienden las complicaciones de su tarea y conciben la
ocupación del poder como una herramienta de cambio, más que como una
satisfacción o beneficio propios. Asumen que para lograr esa sociedad mejor deben realizar
cambios que implican luchas, en ocasiones duras, con las callosidades corporativas
que se han imbricado con la sociedad e impiden su mejoramiento, callosidades
que han logrado un altísimo grado de “naturalización”, no sólo por sus beneficiarios
sino hasta por la propia sociedad, a la que han convencido de que sus privilegios
son tan naturales como el agua y el aire, inmutables a la baja pero insaciables
al alza. Estos políticos consideran también al campo político como el tablero
principal de sus movimientos, pero se imbrican y comprometen con la sociedad “extra-política”
considerada como la totalidad de los ciudadanos, que en última instancia son
los titulares de los derechos que han delegado en el campo de la política a
través de la Constitución. En su convicción, nada justifica la creación del
poder si no responde a las necesidades de los ciudadanos y al bienestar general,
por lo que no creen en los acuerdos con las callosidades corporativas -gremios, entidades empresariales, mafias diversas, narcos- para mantener el “statu
quo”, sino en los derechos -y obligaciones- de los ciudadanos, para defender los cuales en la mayoría de los casos es necesario enfrentarse a las "corporaciones" existentes.
Unos y otros tienen argumentos válidos para defender éticamente
sus convicciones. En el contencioso que hoy enfrenta la oposición en la
Argentina están representados, a grandes rasgos, estas miradas.
Pero hay un tercero: el de los anómicos. Juega en el tablero
de la política, pero también en el social. Sin embargo, sus propósitos no
muestran la utopía de la sociedad buscada, que es siempre una incógnita.
A diferencia del primer grupo, el de los “realistas”, con el que tiene grandes
coincidencias en el espacio "populista", subordina sus
movimientos a la consecución del poder. Pero a diferencia de éste, no se siente obligado a respetar las reglas de juego constitucionales, legales ni mucho menos éticas. Desinteresado de los derechos de los “ciudadanos”,
no acepta límites tanto en el aspecto agonal
-para llegar al poder y conservarlo- como para su administración. Su trato con
la sociedad, tanto con las callosidades corporativas como los ciudadanos, no se basa en un
diálogo transparente y sincero, sino en la construcción de sofismas repetidos
con el propósito de la desaparición del análisis crítico y el debate sincero. Le
molestan los ciudadanos instruidos y aborrece a la educación. Es esencialmente
patrimonialista, retornando a la idea de la naturaleza del poder anterior a las
revoluciones liberales: para ellos, el poder es una propiedad que le pertenece,
sin límites entre lo privado y lo público. Analizado con sus propios cánones,
son un equipo a la búsqueda de oportunidades patrimonialistas con indiferencia
de sus socios. Analizado con los cánones de la modernidad, son simplemente una
banda delictiva. No se sienten obligados con sus propias palabras. Pueden ser profundamente estatistas, o profundamente
liberales. Parcialmente estatistas, o parcialmente liberales. Lo que sirva para
su propósito final -conservar el poder y usarlo en su beneficio- lo entienden
permitido, porque -al igual que las monarquías absolutas- se consideran a sí
mismos como los justicieros ejecutores de indefinidos fines superiores, sin
límites impuestos por la Constitución y las leyes y sin aceptar los límites que
le pueda imponer tanto los sectores no colonizados del poder, como la propia
sociedad.
Los dos primeros grupos existen en todas las democracias y me atrevería a decir que son consustanciales a ella. El
tercero, parece ser una excepcionalidad argentina con pocos casos similares en
el mundo.
Ricardo
Emilio Lafferriere
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