Corría octubre de 2010.
El dólar oficial se cotizaba a cuatro pesos y no había
ninguna diferencia significativa con el precio de la divisa “blue” que, para el
gran público, no existía.
Sin embargo, el gobierno ya había comenzado su política de
forzar la demanda por encima de la capacidad de la economía, por medios
artificiales.
Durante 2010, más de 30.000 millones de pesos fueron el
equivalente del “impuesto inflacionario”, original pero descriptiva
denominación de los recursos retraídos a la economía por el Estado, debido a la
caída del valor de la moneda nacional que él mismo produce.
El gobierno decidió gastar sin recaudar previamente, sino
fabricando papel moneda. Hoy, ante los casi 100.000 millones anuales de emisión
sin respaldo, parecería poco. Sin embargo, marcaba la tendencia, ante la
concesiva parsimonia de gran parte del “establishment” bancario, pero también
académico y político.
El problema con ese mecanismo es que el “papel moneda”
emitido es cada vez más papel y menos moneda. Cada día que pasa vale menos y
aunque los precios internos son un buen indicador de este deterioro, la
comparación con las divisas lo muestra con más claridad. La forma más directa y
llana, aunque no sea del todo perfecta, es seguir la evolución del “valor del
dólar” en el mercado libre.
Pues bien. En aquel momento una nota de esta columna,
publicada en NOTIAR el 5 de octubre del 2010 y titulada “los ceros de la moneda”,
se atrevía a un pronóstico: que tres años después, el valor del dólar llegaría
a los diez pesos. O, para ser más exactos, que el peso argentino sólo valdría
diez centavos de dólar.
El párrafo decía simplemente: “Con las perspectivas de
inflación –o sea, de deterioro de valor del peso- en la que coinciden los
economistas privados, en un momento entre mediados del 2012 y mediados del
2013, el valor del dólar llegará a los diez pesos. O sea, el peso argentino
valdrá la décima parte de lo que valía en el 2001, equivaldría a lo que en ese
tiempo valía una moneda de diez centavos. Los años "K" le habrán
agregado otro cero, en la mejor demostración de haber regresado a las andanzas
que comenzaron cuando comenzó el estancamiento y la decadencia, por 1930. Ya no
serán trece ceros, sino catorce.”
Muchos precios ya alcanzaron ese nivel equivalente, hace
meses. Muchos otros –entre ellos, los salarios- se mantienen atados al valor
decidido por la presidenta, de algunos centavos más de cinco pesos. El dólar no
controlado “araña” ya los diez pesos. El peso valdrá en poco tiempo apenas diez centavos de dólar. La diferencia refleja la percepción
que tienen las personas sobre la dimensión del desequilibrio de los precios
relativos y genera actitudes que aceleran el abismo.
La contracara del capricho presidencial es la liquidación de
los activos del país, sus ahorros previsionales de largo plazo, sus reservas en
divisas, su descomunal endeudamiento interno –que se saldará con inflación-, el
retraso en el pago de la deuda externa –que nos aísla del mundo- y la
distorsión de las estadísticas, que cuando se normalicen dejarán a la luz
deudas descomunales, de diverso tipo, que tendremos que enfrentar al llegar la
crisis. Todo esto para fogonear artificialmente el consumo provocando la
sensación de prosperidad que acompañó al kirchnerismo durante gran parte de su
gestión, que alguna vez calificamos como “la gran mentira”.
¿Cómo pudimos prever, hace tres años, que la divisa llegaría
a este nivel? ¿Brujería?
Nada de eso. Simplemente observamos el comportamiento
irresponsable y corrupto del poder, lo proyectamos en el tiempo e imaginamos
sus consecuencias en la economía real. No es tan difícil. Más bien, es fácil. Alcanza
con no comprarse los dislates, escaparle a las afirmaciones voluntaristas y
mirar la economía con un mínimo siquiera de sentido común.
Dijimos además que una vez que se agotaran los recursos
fáciles –retenciones, ANSES, ahorristas previsionales, BCRA, emisión de papel
moneda sin respaldo- avanzarían sobre el estado de derecho. También lo están
haciendo. Si no hay nada enfrente, seguirán avanzando.
A pesar del acierto, no nos alegramos. No podríamos, porque
sentimos el país en las entrañas y nos entristece ver que fueron demasiados los
que siguieron el cínico consejo de “Las cuarenta”, el recordado tango de Andrés
Cepeda: “Cuando la murga se ríe, uno se debe reír”.
No nos reímos entonces. Tampoco lo hacemos ahora. Seguimos
predicando la necesidad de una confluencia del sentido común democrático y
republicano que ponga fin a estos dislates y a este ciclo que será considerado
en la historia como uno de los más negativos y retardatarios de la historia
nacional. Por culpa del kirchnerismo, por cierto. Pero también de aquellos que
prefirieron seguirle el juego a la murga, por no animarse a hablar con la
verdad.
Ricardo Lafferriere