Hace unos días reflexionamos sobre el “poder” y lo que
significaba, en la dinámica política argentina, la imposibilidad material de
los sectores no-peronistas de articular una alternativa de relevo. Ante esa
impotencia, el peronismo puede resultar nuevamente, decíamos, el ámbito
responsable de organizar el próximo turno.
Desde esta columna hemos insistido durante una década en las
características cortoplacistas y esencialmente conservadoras del diseño
económico kirchnerista. Sin embargo, sería errado afirmar que ese diseño es
exclusivo del régimen gobernante. En lo profundo y desprolijidades aparte, el
diagnóstico ha perdurado durante décadas porque subyace en el diagnóstico de la
mayoría de políticos argentinos, tanto oficialistas como opositores.
Por supuesto, hay excepciones. Sin embargo, la predominancia
del “estado cultural” de la sociedad, los comunicadores y la opinión académica
sobre el tema no dejó espacio para que esas diferencias se expresaran. El temor
a la descalificación desmatizada dejó esas voces en silencio y al país con una
aproximación parcial al análisis de su propia realidad.
Nuestra tesis central es que el kirchnerismo inició su
gestión en una realidad crítica, en la que sin embargo lo principal de la
Argentina productiva estaba intacto. Era una crisis de deuda, financiera y de “papeles”,
generada centralmente por el gigantesco endeudamiento durante la década del
peronismo-menemista.
Un rebote se avizoraba como inexorable, porque el campo, aún
sin sembrar, estaba en plena capacidad productiva, las industrias estaban
paradas pero modernizadas y la infraestructura desarrollada en los demonizados
años 90 estaba subutilizada, pero allí estaba.
La economía se movía con un ritmo extremadamente ralentizado,
pero para que volviera a andar no eran necesarias medidas geniales ni capitales
adicionales.
No es el lugar de analizar esa dramática situación del 2001,
que requería sin dudas una actitud política fuera del alcance del escenario
nacional de entonces, oficialista y opositor.
La solución la impuso la propia realidad: dejar de pagar la
deuda y volcar esos recursos al consumo debería producir necesariamente la
reactivación, aún en la forma imperfecta en que se dio.
El kirchnerismo sólo continuó el rumbo señalado por Duhalde.
A tal punto fue así que ni siquiera cambió el Ministro de Economía.
Pero… de no existir medidas transformadoras, el límite lo
daba lo existente. Creer que se podía seguir canalizando indefinidamente
ingresos a la demanda convirtiendo en permanentes las políticas de excepción comenzó
a conspirar contra el futuro, cada vez más fuerte, porque esos ingresos no eran
inagotables.
Kirchner no lo entendió así y su mirada comenzó a volverse sobre
el país productivo y los ahorros estratégicos.
Esquilmar aún más al campo –motor de la acumulación
económica y financiador natural de cualquier crecimiento- significó poner un
freno al desarrollo posible de un país integrado. El sector real y
potencialmente más competitivo fue privado de su reconversión y forzado a su
retroceso por la irracionalidad de la apropiación de sus ingresos, vía
retenciones y demás impuestos.
Se liquidaron las existencias ganaderas y se confiscó el
excedente agropecuario que en lugar de financiar nuevas inversiones fue volcado
al clientelismo y a la corrupción llegándose al punto inimaginable de no contar
ya ni siquiera con trigo para el fluido autoabastecimiento de pan.
Luego se confiscaron los ahorros previsionales, haciendo
inviable al sistema para los próximos años, financiando con ese ahorro
estratégico los caprichos más escatológicos de la conducción política. Hoy, el
grueso de las reservas previsionales están constituidas por bonos de un Estado
insolvente.
Se agotaron las reservas de hidrocarburos tras la
desinversión forzada por la corrupción, presentada como “argentinización” de
YPF, que en los hechos privó a la principal empresa petrolera de fondos para
invertir en exploración y desarrollo al forzarla a destinar sus beneficios a la
auto-compra del empresariado “especialista en mercados regulados”, socios del
poder y la familia presidencial.
Para coronar el dislate, se confiscó la empresa con el
argumento de su falta de inversión, que había sido causada por la propia
presión oficial. Eso aisló aún más al país de la comunidad inversora
internacional.
Se echó mano a las reservas en divisas, debilitando la
moneda y la credibilidad, lo que reinstaló en la sociedad la “fiebre del dólar”,
como única reserva de valor alejado de los arrebatos oficialistas.
Se abandonó la infraestructura, no ya de nuevas inversiones
sino de la propia amortización del capital existente, llevando los servicios
públicos a un grado de deterioro sin antecedentes. Trenes, rutas, energía,
comunicaciones, puertos, son un testimonio de ese vaciamiento.
Los recursos volcados a la educación lo fueron con tal
ineficiencia que el nivel educativo de los jóvenes ha retrocedido casi a
tiempos presarmientinos. Y la calidad del funcionamiento institucional ha
llegado a estadios preconstituyentes, con el poder utilizado como herramienta
de represión de la disidencia, limitando el debate, concentrando el discurso en
grotescos extremos desmatizados y pretendiendo re-escribir la historia con la
profundidad dialéctica de un jardín de infantes.
Por último, se desmanteló la defensa nacional. Argentina es
hoy un país indefenso, agravado por su aislamiento. Hazmerreír del mundo y
objetivo de las redes más perversas de delito global.
Ese es el saldo.
¿Es capaz una alternativa peronista de revertir estas líneas
de gobierno?
La respuesta a esta pregunta concita debate. Quienes afirman
que no, creen que las ataduras dialécticas y políticas del kirchnerismo tienen
tanta profundidad que es imposible volver sobre los pasos. Los que invocan ser
alternativa –dicen- han impregnado su currículum de errores de diagnóstico que
aún arrastran, como sostener que varias de los dislates de estos años fueron
positivos. Y –concluyen- ese diagnóstico hace inviable una salida razonable.
Los antecedentes parecen dar la razón. Massa fue un
funcionario tan central en el kirchnerismo como Scioli, y nunca marcaron una
diferencia estratégica. Tampoco los “gobernadores” que aspiran a la sucesión.
Quien no lo fuera –de Narváez- fue desnaturalizado por su alianza con el propio
Scioli, que destrozó su credibilidad.
La integración de las listas del Frente Renovador y su
discurso insinúan esa interpretación. De Mendiguren no nace de un repollo.
Gustozzi reiterando su kirchnerismo en cada paso anticipa esa limitación. Parecieran
sostener la tesis que un cambio es posible dentro de la visión reaccionaria del
kirchnerismo, sólo escapando a los grotescos y desbordes del estilo
presidencial. Tesis infantil, errada y –en última instancia- inviable.
Otros sostienen lo contrario. El peronismo –afirman- no es
una ideología, sino una estructura de poder. La “ideología” es siempre
coyuntural y escasamente obligante. Lo que lo legitima es su capacidad de
articular frentes sociales mayoritarios, siguiendo el estado cultural de la
mayoría y las necesidades de cada coyuntura.
No hay ningún impedimento de fondo en que vuelvan a adoptar
rumbos noventistas, tal vez matizados con la experiencia del mundo y del país
en estos años, pero amigables con las inversiones, aparentemente más
respetuosos de las normas, tolerante con las miradas opositoras y compatibles
con una ubicación internacional más
plural. En este marco –sugieren- podrían gestionar una salida hacia otra dirección.
Esta chance –dicen- se refuerza ante la desorientación y
fragmentación opositora, cuyas críticas a Massa parecen serlo sólo a su pasado
kirchnerista, que sospechan que puede ser también un presente concesivo al continuismo
de la actual estructura de poder. Pero no a su propuesta, que parecen
considerar también un “kirchnerismo sano” con el que en el fondo, tienden a
coincidir, ignorando su inviabilidad.
¿Quién tiene razón?
Lo dirán los hechos.
Desde esta columna venimos sosteniendo a partir del 2011 que
si la oposición es impotente para articular una alternativa capaz de: 1)
conformar un frente político-social amplio, inclusivo y plural sobre la base de
un acuerdo programático para la etapa; 2) acordar la participación en el
eventual gobierno de todos sus integrantes según su representatividad y 3)
elegir los candidatos en una gran “PASO” que incluya a todo el colorido no
kirchnerista; si no es capaz de esto –decía-, lo más probable es que la
sociedad vuelva a buscar en el peronismo quién lo haga.
Y que si ello ocurre,
el peronismo ha demostrado tener la flexibilidad para acomodar su discurso a
las necesidades de los dos grandes desafíos de la política: llegar al poder y
ejercerlo.
Eso es lo más básico que exigirán los argentinos a los
aspirantes a gobernarlos.
Lo otro, tampoco es menor: animarse a cambiar la matriz pendular-viciosa
de un país macrocefálico y corrupto, que construye poder y clientelismo sobre
la base de la expoliación de sus zonas productoras, de sus empresarios y de sus
trabajadores, condenándolo a una perenne y decadente grisitud.
Pero eso sería
aspirar a un milagro, por ahora tan lejano del gobierno como de Massa y –a pesar
de sus avances- de la mayoría de la propia oposición.
Ricardo Lafferriere