Una
acelerada licuación del prestigio y del poder presidencial. Esa es la
consecuencia de los arrebatos políticos de la señora presidenta en los últimos tiempos.
El tema
no es menor ni poco grave. Justamente si había una cuestión que concitaba el
acuerdo de todos los analistas políticos sobre la gestión de Néstor Kirchner,
era su recuperación del papel y poder de la política, en general y del poder
presidencial, en particular.
Luego
del derrumbe del 2001/2002, no era poca cosa. De ahí en más, las opiniones
divergían –y divergen- sobre la valoración del primer turno kirchnerista en un gran
abanico, según la opinión que merecieran los contenidos de sus políticas
puntuales.
El
ejercicio del poder y aquel logro mostró el éxito de un orfebre. No se consigue
poder ganando una elección, ni gritando frente al micrófono. Es un arte sutil
que exige una combinación adecuada de escuchar e interpretar a la sociedad, de
saber hasta dónde se puede mandar y desde dónde se debe convencer, de saber
articular el complicado mecanismo de sectores e ideologías, de intereses y
necesidades, de tensión de cambio y respeto a las creencias mayoritarias.
Partiendo
de una desarticulación social máxima cuyas variadas causas no es el lugar de
analizar aquí, Néstor Kirchner supo continuar una tarea que –bueno es
recordarlo- había empezado Duhalde, cuya presidencia, al igual que la de
Kirchner, tuvo en el resto de los aspectos los juicios más encontrados, entre
otras cosas por haber sido uno de los responsables del derrumbe por sus
acciones previas a la crisis.
La gestión
de la señora Cristina Fernández ha recorrido el camino exactamente inverso. Al
igual que su marido, recibió una economía en recuperación, la aceptación
ciudadana del nuevo marco de poder y las bases sentadas para iniciar un proceso
de modernización y crecimiento. Su bandera central de entonces, la “calidad
institucional”, despertó esperanzas aún en los más recelosos opositores.
Sin
embargo, una fotografía de aquel lejano 2007 y una de hoy nos muestra el deterioro.
La economía se detuvo, la infraestructura se derrumbó y los recursos
estratégicos de dilapidaron alegremente. El país marcha a una anunciada
implosión cuyas consecuencias son impredecibles.
También ha desmantelado hasta los
rudimentarios avances hacia la recuperación institucional existentes en el
2007. El recuerdo de la primera “reivindicación” del relato kirchnerista por
esa época, la renovación de la Corte Suprema de Justicia, exhibe el retroceso.
Costaría trabajo imaginar, por ejemplo, a la presidenta ridiéndole un homenaje
a Balbín, como hiciera Néstor Kirchner en 2004, en La Plata, al cumplirse el
centenario de su nacimiento.
Pero no es sólo eso. El
aislamiento internacional –hace años que no visitan la Argentina mandatarios
extranjeros-, el descrédito y hasta la indiferencia con que nuestro país es
mirado en el mundo –la humillación de la Fragata embargada por deudas en puerto
africano fue apenas una muestra-, se suman a la mezcla de lástima y
conmiseración con que es mirado el país hasta por sus vecinos más entrañables.
Los reiterados ataques al estado de derecho en
el marco de arranques caprichosos que han perdido la capacidad de medir no sólo
lo que se debe y lo que no se debe hacer, sino lo que se puede lo que no se puede, han llevado a la
institución presidencial a un estado de ficción.
Su aparente poder omnímodo puede
ser cuestionado por cualquier persona o grupo de personas al que se le ocurra
violar la ley, enfrentar el capricho o esconder bajo una protección (real o
imaginada) los hechos de corrupción más conmocionantes.
Se trata de un “poder” incapaz de
resguardar las fronteras –por donde pueden pasar libremente y caminando
contrabandistas y lavadores fuera del horario de oficina (¡!), de asegurar que
quién tome un tren llegue vivo –porque tiene “plasmas” pero no freno-, o de
brindar con alguna eficacia los servicios básicos elementales, de salud,
educación, seguridad o jubilación.
Pocos –o nadie- saben muy bien
las causas del errático comportamiento presidencial, que en ocasiones roza el
grotesco. Pero aún imaginando dificultades de salud en la señora, lo que es
inexplicable es el acrítico seguidismo del aparato político oficialista, votando
en el Congreso el dislate de turno y aplaudiendo cualquier cosa en forma
autista, sin advertir el riesgo extremo del rumbo seguido.
El peligro que enfrentará el país
en el futuro próximo es ingresar en la crisis económica, nuevamente, con el
poder político licuado. No alcanzará la invocación a elecciones ganadas, ni el
respaldo de un núcleo duro pero minoritario de argentinos fanatizados, o
convencidos.
El voto cotidiano, el que se da
en las decisiones de ahorro e inversión, en las charlas en los bares y clubes, en los galpones de fábricas y en
los pasillos de las oficinas, en la improvisada conversación de una cola de
supermercado o con un compañero circunstancial de tren o colectivo, en
síntesis, lo que configura la “gobernabilidad”, ha abandonado a la
presidenta y se ha alejado del “relato”
oficial.
Sólo demora el cambio de época
otra incertidumbre: la de no detectar en el escenario una alternativa confiable
que le saque a ese cambio la idea de un salto al vacío. Tal vez esa búsqueda
pueda explicar el surgimiento de inesperadas popularidades surgidas en pocos
días, a las que posiblemente se agreguen nuevas, sin otro antecedente que algún
hecho imprevisto frente al que se oponga alguna reacción oportuna. O sea, una
licuación también de la política como actividad, reemplazada –como antes de la
modernidad- por un golpe de suerte, o del destino. Tal como en las tragedias
griegas.
La licuación de la política no es
buena, como no lo es la implosión económica. Mucho menos cuando una y otra son,
como en nuestro caso argentino, el resultado de hechos humanos. No de tsunamis,
ni guerras, ni plagas, ni sequías, ni terremotos, ni crisis internacionales.
Estamos donde estamos por propia
decisión equivocada. Por propia decisión debiéramos encontrar, en forma madura,
el camino de salida.
Ricardo Lafferriere
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