martes, 3 de septiembre de 2013

Obsesivo arcaísmo

                Han vuelto a aparecer por estos días –en analistas políticos de los medios más que tradicionales, en algunos dirigentes partidarios y hasta en intelectuales setentistas tardíos- la pretensión de encuadrar la compleja realidad de estos años en las categorías de moda hace medio siglo, de “izquierdas” y “derechas”, o “progresistas” frente a “moderados”.

                Alguno –incluso- ha anunciado la formación de dos “bloques” en el país que, uno en el “centroizquierda” más “pro-Estado” y otro en el “centro-derecha” más “pro-mercado”, “ambos democráticos y republicanos", le den equilibrio a la democracia.

La posición es tentadora. Fue señalada como un objetivo ya por Néstor Kirchner –y, proyectándonos más en el tiempo, la de los propios militares brasileños, cuando organizaron para su sucesión dos partidos que imaginaban en ambos flancos del espectro ideológico de entonces-.

La realidad se impuso. El oficialismo brasileño hoy se estructura alrededor del Partido de los Trabajadores. La oposición, alrededor del Partido Movimiento Democrático Brasileño y del Partido socialdemócrata brasileño. Los tres tienen izquierdas y derechas.

En la propia Venezuela, donde el “socialismo bolivariano” pretende encarnarse como la revolución del siglo XXI, los hechos lo han llevado a expresar las políticas más conservadoras ante una oposición que ha generado un liderazgo, el de Enrique Capriles, nacido en posiciones históricamente progresistas, liderando un frente alternativo con un abanico de matices.

Desde esta columna hemos advertido repetidas veces sobre el arcaísmo que conlleva, a este punto de la evolución humana, pretender encasillar la política en categorías propias de la primera mitad del siglo XX.
Cierto es que la democracia necesita dos grandes coaliciones de gobierno, que le den equilibrio al funcionamiento político y eviten el desborde del poder. Estas grandes coaliciones se dan en las democracias exitosas.

No es tan cierto que respondan a contextos ideológicos cristalizados. Su efectividad, por el contrario, depende de su capacidad para organizar propuestas que hagan sintonía con las necesidades de cada momento, en el marco de las posibilidades que permite el escenario de la realidad, global y local.

Miremos Estados Unidos. ¿Son los demócratas la “izquierda progresistas” y los republicanos la “derecha conservadora”? Tal vez hoy así parezca. Sin embargo, los demócratas fueron los más fervientes sostenedores de la esclavitud –primero- y la segregación racial –luego-, ante los republicanos (el “gran viejo partido”) que lideraron el ingreso norteamericano a la modernidad, antiesclavista y proteccionista para impulsar su desarrollo industrial. Los republicanos fueron “la izquierda” de entonces, frente a “la derecha” cerril de las plantaciones sureñas. La historia invertiría los términos varias veces, hasta hoy.

Al enfrentarse con problemas parecidos, la respuesta del demócrata Obama no puede ser muy diferente de la del republicano George Bush, matices al margen.

El Partido Colorado, hoy visto como “la derecha” uruguaya, fue el partido de la modernidad, el que construyó el estado laico, la educación igualitaria, los derechos obreros y el incipiente desarrollo industrial. Se oponía al Partido Blanco, antes conservador y estanciero, reflejo del Uruguay rural. Los tiempos de la dictadura los encontraron invertidos, con Wilson Ferrayra Aldunate apareciendo como el líder del “progresismo” ante la “moderación” de Sanguinetti y los colorados. El Frente Amplio uruguayo, por su parte, conformó una fórmula exitosa de un ex Tupamaro con un economista que muchos frenteamplistas califican de “neo liberal”.

Entre nosotros, ¿podríamos encontrar una línea ideológica –en los términos que hablamos- que le de coherencia a las posiciones de Yrigoyen, Alvear, Frondizi, Illia, Alfonsín y de la Rúa, los presidentes radicales? ¿podríamos encontrar una línea de coherencia ideológica entre Perón, Cámpora, Isabel, Menem y Kirchner, los presidentes peronistas? ¿Tenía “coherencia ideológica” la excelente fórmula radical en 1983, que unía a un histórico renovador de Buenos Aires con un prestigioso representante de la sociedad cordobesa más tradicional?

Nuestra lectura no pretende alzarse contra la historia sino más bien interpretarla. Ella nos dice que las dos grandes coaliciones “político-culturales” de la Argentina no son ni de centroizquierda ni de centroderecha. Son estructuras cuya función es ejercer el poder articulando a la sociedad de la forma que mejor responda a las cambiantes realidades históricas.

Si algún común denominador debiera buscarse, éste estaría ajeno a lo ideológico. Es más lábil y se percibe como una forma de ejercer el poder más que por los objetivos también generales en los que pareciera no haber discrepancias profundas.

Ambas son coaliciones “inclusivas”. Esta característica parece ser una demanda de la mayoría de la sociedad, cualquiera sea su posición ideológica. Expresan la búsqueda de una sociedad más equitativa, sin grandes polarizaciones sociales, que aplaude la búsqueda de la igualdad –política, económica, social- y que reconocen la identidad nacional sobre la base de un piso apoyado en la educación popular que han sostenido conservadores, radicales y peronistas.

La diferencia, si hay que expresar alguna, se relaciona más bien con las formas de ejercicio del poder y en la relación del poder con los ciudadanos. Mayor apego a la ley, una. Más centrada en el ejercicio del poder discrecional, la otra. Más intransigente en la prolijidad ética, una. Más tolerante con la corrupción administrativa, la otra. Más confiada en el Estado, una. Más respetuosa de la libertad e iniciativa de los ciudadanos, la otra.

Sin embargo, son diferencias que no trazan líneas de división tajante. Hay innumerables peronistas honestos y radicales que han mostrado un excelente manejo del poder. Hay radicales que cuando han visto la conveniencia de una acción estatal no han dudado en hacerlo, y peronistas que cuando lo han considerado sido necesario, han descansado en lo privado.

La democracia necesita dos grandes coaliciones. Pretender darle a esas coaliciones una identidad ideológica permanente agrega una demanda “contra natura”, con una consecuencia: la fragmentación. Evita la conformación de una confluencia plural frente a otra confluencia plural. Otorga ventajas a la coalición que entiende con más inteligencia cómo funciona la etología de la política, la más básica, la relacionada con la antropología en su relación con el poder.

En términos prácticos, este obsesivo arcaísmo ideologicista garantiza a la coalición que sí entiende cómo funciona la sociedad su permanencia indefinida en el poder. El costo es hacer tenue el límite democrático y hasta le permita sucederse a sí misma, con la formación no ya de una coalición alternativa sino de una sucesoria.

Ricardo Lafferriere


martes, 27 de agosto de 2013

Default y buitres

Un default no es un festejo. Es trampear una deuda.

Es cierto que hay ocasiones en que no hay soluciones más accesibles. Así pasó en el 2002, cuando hizo crisis el mega-endeudamiento contraído en los 90.

No es un hecho para enorgullecerse, sino para avergonzarse. La responsabilidad de caer en él es de quien pide prestado y no paga, porque no sacó bien sus cuentas, porque gastó más de lo que podía, o porque simplemente las cosas vinieron mal.

Ser un deudor fallido implica perder prestigio, dejar de ser merecedor de la confianza para nuevos préstamos. Y por sobre todo, obliga a empezar a hacer las cosas bien, para no caer en la misma trampa y demostrar a los demás que se ha aprendido del error.

El pago ofrecido en su momento por el gobierno a los deudores que aceptaran una quita –sustancial- fue un primer paso. Muchos aceptaron y fue un éxito. Pero otros no. Quedaron afuera. Prefirieron esperar.
Estaban en su derecho. La prudencia hubiera aconsejado comenzar conversaciones con ellos para incorporarlos a la normalización de los pagos, máxime cuando la economía nacional comenzó a funcionar aceptablemente bien y permitía ese camino.

Igual procedimiento debió seguirse con el Club de París, acreedores públicos europeos con el que hubo hasta un anuncio presidencial que abrió esa expectativa (¡un anuncio presidencial!...)

La irresponsabilidad prefirió el camino de convertir la trampa en una épica, y muchos compatriotas se sumaron alegremente al “paga Dios”,  como si se tratara de una revolución emancipadora. Y hasta se bautizó a los acreedores como “buitres”, por tener el atrevimiento de pretender cobrar la deuda.

Por supuesto, los acreedores siguieron los juicios. Era previsible. Y lograron convertir al país en un paria internacional, como los deudores crónicos que tienen que cambiar de vereda cuando transitan por la calle, para evitar los reclamos.

La presidenta no puede salir en un avión del Estado, porque se lo pueden embargar. Las transferencias de dinero público necesitan inventar mecanismos especiales, para evitar ser trabadas. Hasta la Fragata Libertad debió sufrir la humillación de ser detenida por deudas en un puerto africano, y su tripulación –incluyendo los oficiales invitados de Marinas hermanas- debiendo regresar a sus países hasta solucionar el entuerto. 

Y no hay créditos para obras de infraestructura que el país necesita urgentemente, mientras se debe reconocer al audaz que le preste a la Argentina un interés que multiplica por cinco o por seis lo que se le cobra a Uruguay o Bolivia.

Demasiados avisos. Hasta el fallo de diciembre de 2012 del Juez Griesa, en cuya jurisdicción litiga el Estado Nacional, por su propia decisión al momento de emitir los bonos ejecutados y no porque lo decida “el imperio”.

En ese momento no sólo nosotros sino la mayoría de los que saben de estos temas alertamos sobre el plazo adicional que se abría para intentar un arreglo con los acreedores “hold out”. Pero se prefirió insistir en el discurso de la épica de utilería. La que ahora nos pone al borde del abismo, “retrotrayéndonos al 2001”, como dice su Ministro de Economía. Tal parece que la solución tantos años proclamada del “problema de la deuda” no era tal, sino que estaba apoyada en cimientos de barro.

Ahora ha sido la Cámara de Apelaciones de Nueva York la que confirmó el fallo, llegando a calificar a la Argentina de “deudor pertinaz”. Y lo confirmará –porque jurídicamente no hay otra alternativa- la propia Corte Suprema. Los voceros oficiosos de la presidencia argentina –dicen los diarios- ahora imputan también a la justicia norteamericana conspirar para trabar la reforma judicial argentina. No hay límites para el grotesco.

Sin embargo, parece que, a pesar de la histeria, “no come vidrio”. La señora ha anunciado que abrirá una nueva etapa negociadora, la que tantas veces negó de plano. Sería bueno que se aproveche, por el bien de un país que su incapacidad ha vaciado a un límite que quedará al descubierto apenas se libere la economía y las cosas tomen su real valor.

Ha dicho también que el fallo de la justicia norteamericana “es injusto”. Olvidó lo que se enseña en la Facultad en la que estudió derecho: “dura lex, sed lex” (“La ley es dura, pero es la ley”). El mismo principio que ella aplicó, en sus tiempos de abogada exitosa a los deudores fundidos por la Circular 1050 de la Dictadura, cuando ellos les decían que era “injusto” tener que entregar sus viviendas por una deuda hipotecaria.

Seguramente es injusto. Tan injusto, que debió preverlo cuando decidió insultar a todos para alimentar su ego de cartón en lugar de trabajar en silencio para evitar la injusticia con el objetivo que indica, simplemente, el sentido común: pagar lo menos posible dentro del marco de la ley y sin romper relaciones con nadie.

Ningún análisis estratégico. Ningún debate colectivo. Llegamos a esto sólo por la histeria y la impostación ideológica fuera de época, prefiriendo jugar con arcaicos símbolos movilizadores y decirle discursos al espejo.

Las consecuencias las pagaremos todos los argentinos, no sólo el 54 % que la votó.

Ésta es la primera muestra. Dolorosa, indignante. Verdaderamente injusta. No por culpa de la “justicia del imperio” sino por la impericia de un gobierno que, en lugar de esforzarse para recuperar el prestigio de la Nación, ha decidido convertirla en un “deudor pertinaz”.

Convertido, a pesar de ello y según sus propias palabras, en caprichoso “pagador serial” aún de lo que no se debe –como el pago anticipado al FMI- sobre el sufrimiento de su gente y sus posibilidades de futuro.


Ricardo Lafferriere


Siria: armas químicas y derecho internacional

El año próximo se celebrará el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Fue el primer gran conflicto en el que se pusieron en uso armas químicas y gases venenosos. El horror generado por su utilización fue tal que en el propio Tratado de Versailles, que le puso fin, se dejó establecida su prohibición.

Fueron luego objeto de una nueva convención, el Protocolo de Ginebra, acordado en 1928, que Estados Unidos no ratificó hasta 1974. En el ínterin, varios ensayos más limitados mostraron el horror de un arma que no diferencia entre civiles y militares, entre combatientes y mujeres, ancianos o niños.

Ya en tiempos más cercanos, Saddam Hussein lo usó contra los kurdos y en la guerra contra Irán, pero debe reconocerse que ha existido un acuerdo general en su condena y un aceptable consenso internacional sobre su erradicación.

Por ese motivo, la comprobada utilización de armas químicas en el conflicto interno de Siria ha conmovido especialmente a la opinión pública mundial, volviendo a instalar la demanda de la intervención de los grandes países en condiciones de utilizar fuerza militar en la zona.

El presidente Obama manifestó, a mediados de 2012, cuando se conocieron las primeras informaciones sobre su utilización en el conflicto sirio por parte del régimen de Al  Assad, que esa sería una “línea roja” que no toleraría. De ahí que el –ahora- comprobado lanzamiento de gases sobre poblaciones civiles cercanas a Damasco lo ubica en un singular dilema.

Efectivamente: si actúa, involucrará a su país en un nuevo conflicto sin intereses nacionales directos comprometidos. Si no lo hace, su prestigio internacional se verá afectado fuertemente no sólo como superpotencia residual sino deteriorando su credibilidad más allá del límite. Irán, Corea del Norte y cualquier nueva amenaza de proliferación de armas de destrucción masiva sabrán que enfrente hay sólo un “tigre de papel”.

Por eso la reticencia es mayor que nunca. Erradicadas ya las motivaciones –reales o imaginadas- económicas y geopolíticas a raíz de la creciente independencia occidental de las fuentes petroleras del oriente medio, la opinión pública norteamericana, aunque afectada, no desea involucrarse en otro conflicto exterior de los que luego les resulta difícil escapar –como Irak o Afghanistan-. 

Europa, por su parte, reclama intervención –como lo ha hecho Francia a través de su presidente Hollande- pero no con tropas propias sino incitando a Estados Unidos a hacerlo, como en Kosovo.

Y para coronar la complicación política, los “beneficiados” –si es que pudiera usarse este término- de un eventual uso de la fuerza contra el gobierno sirio serían grupos irregulares que ningún lazo político o ideológico tienen con el mundo occidental. Entre ellos, formaciones claramente vinculadas a Al Qaeda.

El régimen sirio, por su parte, alineado firmemente con Rusia que lo protege y defiende por razones geopolíticas, justifica su duro accionar invocando su condición de resistente frente al terrorismo y al fundamentalismo islámico.

Las poblaciones civiles de las zonas en conflicto, mientras tanto y como ocurrió en la Primera Guerra Mundial, son las principales afectadas. Los horrorosos testimonios gráficos de los últimos días, con cadáveres de niños y mujeres muertos por efectos del gas, así como los testimonios de los sobrevivientes que lograron exilarse, son un fuerte llamado a la conciencia de la humanidad, que ha reflejado en su conmovedor llamado nuestro compatriota, el papa Francisco.

No parece justificado que a esta altura de la evolución humana no se encuentre otra forma de resolver un conflicto que recurriendo a armas de alcance masivo, que debieran ser erradicadas al igual que toda forma de violencia colectiva.

El principio de la soberanía nacional es aún clave, a pesar de su vetustez, para la relación entre los Estados. Pero cede su prioridad ante uno preferente: la vigencia de los derechos humanos, superior a cualquier otra consideración o abstracción política.

Un Estado que ataque a sus ciudadanos no merece consideración alguna por parte de la comunidad internacional, que debe arbitrar los medios a su alcance, como lo ordena su Carta Fundamental, para defender los derechos de todas las personas que viven en el planeta.

La crisis en Siria pone en escena una vez más la insuficiencia de la actual organización internacional y la necesidad de institucionalizar un poder supraestatal en condiciones de disciplinar a los poderes nacionales, con procedimientos preestablecidos, institucionalizados y transparentes, en casos de violaciones flagrantes a los derechos humanos.

Es la ONU –más que los países individuales- quien deberían estar en condiciones de decidir cómo obrar, rápida y eficazmente, evitando contaminar su acción con motivaciones geopolíticas sino centrando su reflexión en las personas afectadas al margen de cualquier sospecha o interés económico, religioso o geopolítico.


Ricardo Lafferriere

viernes, 23 de agosto de 2013

El árbitro y los dueños de la pelota

La convocatoria de la presidenta en Santa Cruz a quienes considera “los dueños de la pelota” (sic) para acompañarla en la homologación una mega-irregularidad más de su gestión al oficializar un proceso licitatorio amañado no puede leerse en otra clave que la del intento de consolidación del modelo rentista vigente desde 2002/2003.

Si la sola presencia de los grandes contratistas del Estado y la industria protegida ya es sospechosa, la ausencia de los sectores más dinámicos proveedores de divisas del país, los agropecuarios, no puede leerse en otra clave que en la de considerarlos nuevamente los grandes perdedores.

También estuvieron ausentes los trabajadores. Y las clases medias. Y los pasivos. El 75 %, que no apoyó el “modelo”. Ya presienten la estampida de la inflación que disuelve sus sueldos y sufren la creciente mordida de sus haberes por el “impuesto a las ganancias” con sus mínimos exentos congelados.

Los dueños de la pelota que “han ganado mucha plata” –como lo señaló la presidenta- se encuentran frente al dilema de seguir sosteniendo una expresión política a la que los ciudadanos le han dado la espalda, o mostrar su paulatino “pase” a la nueva expresión del viejo modelo, electoralmente novedosa y de fuerte potencial, para incidir en ella y evitar su toma de conciencia sobre los límites inexorables de la vieja economía que defienden.

Los productores, por su parte, protestan. Son los grandes aportantes involuntarios mediante confiscatorias retenciones, asfixiantes regulaciones, ilegales apropiaciones de sus ingresos y una maraña impositiva que les quita casi todo lo que producen.

Ellos presienten tiempos difíciles. Y se preparan, porque saben que del acuerdo de los “dueños de la pelota” con el “árbitro” para intentar romper sus límites no puede salir otra cosa que el intento de quedarse también con el campo de juego.

El país opositor –peronista y no peronista- deberá también tomar conciencia de esos límites. Hasta hoy no lo ha hecho y varias de sus conducciones parecen coincidir tácitamente en una especie de “kirchnerismo prolijo” que haría recuperar al país su dinámica económica. Y aunque es cierto que traería una saludable tranquilidad coyuntural por el cambio de clima, creer que con eso alcanza es errar profundamente el diagnóstico. No sería más que un cambio gatopardista, cualquiera fuere su signo electoral.

Ni el populismo ni los actuales dueños de la pelota pueden ser protagonistas de una nueva etapa virtuosa, porque los límites del modelo son sus propios límites. Seguir su juego de un estado populista elefantiásico incapaz para solucionar problemas ciudadanos pero útil como distribuidor cuasi delictivo de rentas confiscadas es soñar con una inviable economía aislada y “autárquica” que atrasa medio siglo, impotente para crecer en el mundo actual.

El camino virtuoso no es el acuerdo espurio entre el árbitro y los dueños de la pelota. Es respetar el reglamento. Es  reconocer la soberanía del pueblo, los derechos de los ciudadanos, la expresión de mayorías y minorías, la independencia del parlamento y de la justicia y la libertad de prensa.

Y por sobre todo, es recordar que el poder no tiene más facultades sobre los ciudadanos que las que le otorga la Constitución Nacional. Aunque acuerden otra cosa el árbitro con los dueños de la pelota.


Ricardo Lafferriere

martes, 13 de agosto de 2013

PASO

                A los argentinos nos gustan las novedades.

                Las PASO arrastran esa característica y está claro que convocan a la participación ciudadana. Dan la impresión que actúan como un instrumento ordenador. En todo caso, el gran tema es pasar en limpio qué es lo que ordenan.

                Los medios capitalinos han coincidido en saludarlas como las grandes herramientas con que los ciudadanos conforman las listas electorales. En este sentido se afirma que “al fin”  hay una forma que les quita a los “dedos” el ordenamiento de las candidaturas.

                Una lectura más atenta pone en perspectiva esta afirmación.

                Por lo pronto, la primer realidad que surge a la vista es que como norma general las fuerzas de gobierno o cercanas a ocuparlo no han competido –salvo excepciones mínimas- por ordenar sus listas. No lo ha hecho el gobierno nacional, ni el PRO, ni la Alianza Progresista santafecina.

                Tampoco han recurrido al expediente ordenador de las PASO las fuerzas con posibilidades de gobierno cercano: el radicalismo santacruceño, el riojano, el jujeño. O el propio “Frente Renovador”, gran triunfador en la provincia de Buenos Aires.

Han existido, sí, expresiones testimoniales mínimas –el caso del oficialismo entrerriano es un ejemplo- que no invalidan la norma. O los propios radicalismos mendocino y cordobés.

                La segunda observación es la curiosidad capitalina. Los medios han insistido en destacar que el “progresismo” –Lanata incluso lo calificaba de “progresismo real”- ha dado el ejemplo. En este caso, las PASO más que seleccionar candidatos han servido como una construcción de contención de listas diferentes –hecho positivo- que, sin embargo, deja en el aire interrogantes claves a la hora de imaginar las características de una fuerza así convertida en gobierno.

                La observación de las posiciones sobre temas claves en el pasado inmediato es inquietante. Por ejemplo: Pino Solanas y Prat Gay en la estatización de YPF, o Victoria Donda y Gil Lavedra en la ley de medios audiovisuales o en la confiscación de ahorros previsionales –en este caso, con la curiosidad de coincidir en una de las listas propuestas-.

Pero tal vez el caso más notable sea el de la lista de Diputados Nacionales de UNEN. Todos recordarán el liderazgo activo y contundente de Elisa Carrió durante la batalla del campo (con el que, digresiones aparte, coincidimos totalmente desde esta columna). Esa batalla tuvo como objeto central detener la aplicación de una resolución confiscatoria, la 125 del Ministerio de Economía, elaborada… ¡por Lousteau!, su actual segundo en la lista de la UNEN.

                ¿Progresismo? ¿Populismo? ¿Juntos? La democracia es –afortunadamente- un espacio de debate. Las fuerzas políticas ordenan el debate. Si Carrió y Lousteau pertenecieran a la misma fuerza política y discreparan por su ubicación en una lista, las PASO serían una gran herramienta. No cambiarían las ideas, apenas quiénes las expresan.

Pero no es así. Cada uno sigue sosteniendo lo que cree, no se incluye en la sofisticada construcción de una fuerza partidaria y tan sólo han utilizado las PASO como un sello contenedor que les permita una mejor presentación de “marqueting” electoral.

Desde esta columna, defendemos las confluencias de fuerzas políticas según las características de cada etapa. Somos entusiastas partidarios de los acuerdos. Pero con igual contundencia también decimos que las elecciones deben ser la culminación de un proceso de debate y elaboración de programas comunes y compromisos de acuerdos.

El ordenamiento de las candidaturas debe ser la “frutilla del postre”, que consoliden un análisis transparente realizado de cara a la sociedad, la elaboración de una propuesta común acotada a la etapa de que se trate y el compromiso de trabajo conjunto, sea legislativo o ejecutivo, según los mecanismos que se decidan.

En este caso, han sido varios los casos en que los debates previos entre los participantes gastaron más tiempo en amañar reglamentaciones proscriptivas de postulaciones indeseables que en elaborar programas de trabajo.

De esta forma, pueden ser peligrosas, juntando el “agua con el aceite” y provocando más daño que el beneficio que traen al confundir a la ciudadanía y potenciar los personalismos.

Los partidos políticos son la contracara de los personalismos. Deben contenerlos, encauzarlos, pulirlos. En todo caso, subordinarlos a un proyecto compartido y acompañarlos de equipos capacitados que sean capaces de la ejecución de un programa. No pueden suplirse con la ilusión de una etiqueta electoral sin historia, compromisos ni imaginario de un futuro compartido.

En síntesis, vemos dos debilidades en las PASO. La primera, la de los partidos que gobiernan o están cerca de hacerlo, que nos las usan para ordenar candidaturas. La segunda, la de quienes tienen escaso interés en gobernar, que las usen para amuchar proyectos personales sin el compromiso ni las garantías de permanencia que son propios de los partidos o coaliciones estables.

El paso adelante que indudablemente significan debería continuar corrigiendo ambos defectos. Mejorarían la democracia y ayudarían a la recuperación del prestigio de la política, como actividad clave en una sociedad exitosa.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de agosto de 2013

Estado, mercado... ¿discusión sin fin?

Ventana reflexiva
“…es noventista y promercado…”
Estado, mercado… ¿discusión sin fin?

El Estado y el mercado suelen ser presentados como los extremos de una contradicción. Sin embargo, el Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.

El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, como responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar bienes y servicios.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en  el mercado y los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, cada vez cuesta más identificar al Estado con la democracia y a las corporaciones con el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, están los ciudadanos. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses. Democracia y mercado no nacieron rivales, sino socios. La novedad es que quienes hoy los invocan –Estado y corporaciones- suelen ser los verdaderos socios en su negación y comportamientos viciosos.

Los ciudadanos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas y directorios, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Éstos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generación de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores o valores.

La imbricación entre ambas concentraciones de poder conforma, por último, un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos porque la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances-  medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos y del control estatal. 

Esa asociación –y no el “mercado”- fue la característica de “los noventa” que en varios aspectos se proyecta hasta hoy: corporaciones escapando al mercado, Estado escapando al control ciudadano, Estado y corporaciones socios en el poder y los negocios.

Sin embargo, Estado y corporaciones son necesarios. Es tan inimaginable una sociedad sin orden político como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. Los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o las comunicaciones –que proveen las corporaciones- son bienes tan necesarios como la acción estatal contra la inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social. Sonaría tan fuera de época pretender que Samsung no fabricara más celulares o Bagó medicamentos como que el Estado se desentendiera de la inclusión social o de la educación.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los principios que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. No todo lo que hace el Estado es democrático, ni todo lo que hacen las corporaciones responde a las necesidades del “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en “poner las cosas en su lugar”, para no errar en el diagnóstico ni en las soluciones. Confundir “mercado” con corporaciones es igual que confundir “democracia” con “Estado”. Un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle debe ser el límite de ambos.

El activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos. Las ligas de consumidores existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos. La novedad es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la complejidad social, la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la superexplotación de recursos naturales, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la anulación de la privacidad, la corrupción pública-privada, la especulación financiera desenfrenada, la agresión al ambiente, la manipulación de la opinión pública y la colusión viciosa de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso se exige al Estado más transparencia, a las corporaciones mayor cuidado ambiental y nada de comportamientos monopólicos y a ambos que no tengan una recíproca relación mañosa.

La política y los partidos políticos son vínculos necesarios entre el poder y los ciudadanos, aunque no tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el Estado no es ya el impoluto representante de la democracia sino que ha sido objeto de una cooptación sistemática, usualmente oculta, por parte del poder corporativo.

La acción partidaria debe impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación respetuosa con la militancia social y estimular el debate abierto, fiscalizador del Estado y de las corporaciones.

El nuevo individualismo militante que llega de la mano del creciente poder ciudadano no niega el derecho a las ideologías. De hecho, defiende el derecho de cada uno a tenerla libremente. Lo que resiste es la ideología impuesta, y con más razón cuando intenta serlo desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada, entre otras formas, por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar arbitrariamente sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- o mantenerlo en la extrema pobreza, limitación suprema de cualquier autonomía personal.

Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán crecientemente- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que creen, sea que llegue la amenaza desde el poder político o desde el económico.

Han advertido los peligros y se auto-organizan para evitarlos. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos  relacionados con la agenda concreta. Eso significa más democracia.

 Es la buena noticia que llegó con este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario que está sin dudas destinado a ser característica permanente y saludable de los años que vienen.

El olvidado tercer actor se suma al debate. Son los ciudadanos.


Ricardo Lafferriere

sábado, 3 de agosto de 2013

El gran rumbo

                Los procesos electorales concentran debates. En ese “maremágnum” los ciudadanos deben encontrar un rumbo que defina su voto.

                Temas coyunturales, pasiones, recelos, ilusiones, estrategias, tácticas, amistades, simpatías, lealtades, agradecimientos, revanchas, son, entre otros, los componentes de una gran ecuación realizada por cada ciudadano. Sin embargo, al final, todo se define en una sola acción: elegir una boleta e ingresarla en la urna.

                La democracia, punto de llegada de la evolución política de las sociedades civilizadas, se asienta en este enigmático conjunto de motivos diversos que los aspirantes a representantes se esfuerzan en alinear para llegar a los números “mágicos” que se elaboran en cada batalla.

                “Más del 30”; “no menos del 15”; “una ventaja de 10”; “el 5, para entrar en el reparto” “mayoría absoluta”; terminan operando como cifras fantásticas que otorgan triunfos, mantienen en carrera, habilitan negociaciones, alientan futuras ilusiones y sirven de base para las nuevas construcciones conceptuales y alquimias de poder.

                ¿Hay algún componente más importante que otros? Pareciera que varían. Cada ciudadano define su decisión según su propia tabla de valores, que cambia según cada circunstancia histórica.

                Quienes optan por la militancia política, participan en los debates internos de una fuerza con cuyas conclusiones deben alinearse, al saldarse esos debates. Esa actitud es tan necesaria para la democracia como la que adoptan los ciudadanos que prefieren mantener su libertad absoluta de reflexión y opinión.

Los partidos administran el poder en las coyunturas y ese papel es inherente a la esencia de la política como función constitutiva de la sociedad. Es el “componente agonal”, que necesariamente debe contar con una dosis de “encuadramiento”, “disciplina” y "espíritu de cuerpo".

Pero los debates abiertos incentivan levantar la mirada al horizonte, estimulan la reflexión creativa, generan trascendencia. Sin ellos, la lucha por el poder corre el riesgo de agotarse en el puro poder, perdiendo su legitimidad ética.

Una democracia sin partidos es imposible –lo estamos viendo-. Nada menos que el partido del gobierno ha estado al borde de su desaparición jurídica, por no cumplir con una vida interna ni siquiera latente. Ello repercute en un sistema político escaso de ideas y en un gobierno cada vez más aislado y débil.

Pero una democracia sin ciudadanos librepensadores también es imposible. La reducción del debate nacional al cruce de consignas propio de la lucha política agonal o a la repetición nostálgica de banderas de otros tiempos han raquitizado la reflexión estratégica. El país no sabe a dónde va. Nadie se anima a decirlo, y tal vez, nadie lo sabe.

El ejercicio de la ciudadanía analizando y participando del debate público “al margen” de la lucha por el poder enriquece las opciones, permite a los ciudadanos una visión de largo plazo y ayuda a orientar a quienes están en las trincheras de la coyuntura con reflexiones que, tal vez, no tienen cabida en su lucha cotidiana.

Miremos, por ejemplo, “Vaca Muerta”. Es comprensible la duda del ambiente político: miles de millones de dólares potenciales podrían ayudar –cualquiera sea el color del gobierno- a aliviar la gran dificultad de la política: obtener recursos de los ciudadanos para reorientarlos de acuerdo a sus programas y prioridades. Porque gastar es “lindo”, pero cobrar impuestos no lo es tanto.

El atajo de conseguir recursos del subsuelo es muy atractivo. Son fondos que no se le sacan a nadie –vivo-. Su efecto negativo se verá a largo plazo –cuando las personas y los políticos sean otros-. Y sus consecuencias ambientales directas afectan a un número ínfimo de votantes, comparándolo con el grupo al que habría que cobrarle impuestos.

Y una ventaja adicional: los recursos serían enormes. Como una lotería, ganada además, sin comprar billete.

Lo muestra la complejidad del debate neuquino. Obras públicas que difícilmente podrían realizarse en un plazo rápido, enriquecimiento económico, sensación de prosperidad… ¿cómo podría su gobernador oponerse? ¿Cómo resistir la tentación de “venderle el alma al diablo”, aunque signifique contaminar napas, agregar más polución al envenenamiento del agua potable, romper el subsuelo y sumarse a los odiosos mega-contaminadores globales causantes del cambio climático?

No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.

Difícilmente pueda surgir desde la política una voz que alerte sobre los riesgos y, a la vez, conserve su chance de ser exitosa en su obligación primaria de llegar al poder. Pero alguien debe hacerlo, y es la función principal de los ciudadanos, intelectuales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.

Esa función fiscalizará tanto la tendencia cortoplacista de la política agonal como las tentaciones de ganancia rápida de las corporaciones y preparará la conciencia ciudadana para hacer más fácil la tarea de la propia política al definir políticas públicas.

Definir el gran rumbo. Esa es la mirada estratégica. La gran ausente de nuestra convivencia, pero la que debemos hacer renacer con un comportamiento diferente en el seno de la sociedad civil, ya que es tan difícil hacerlo en el campo político por las características competitivas que le son propias.

Pero si no lo hacemos, el riesgo es seguir marchando en círculos, esterilizando esfuerzos, frustrando ilusiones y agravando esta gris decadencia que ya lleva más de ocho décadas.



Ricardo Lafferriere