El
apoyo del gobierno norteamericano fue decisivo para obtener el acuerdo con el
Club de París.
Ese
apoyo, sin embargo, no se debió a la seducción de Obama por las bondades del “modelo”,
sino a la decisión del kirchnerismo de realizar un cambio copernicano en las decisiones
económicas.
El acuerdo con REPSOL, la
devaluación, el enfriamiento de la economía, el reconocimiento de la totalidad
de la deuda con el Club de París sin quita alguna, los salarios perdiendo
frente a la inflación, la apertura de la explotación de Vaca Muerta a los
petroleros norteamericanos y la anunciada autorización para el giro de
dividendos a bancos y empresas extranjeras conforman un paquete impensable en
tiempos en que el “modelo” pretendía negar la caprichosa “realidad”.
Recordaba en estos días Jorge
Raventos la graciosa afirmación de Néstor Kirchner al justificar ante José P. Feinman
algunas medidas enfrentadas con la ortodoxia de la izquierda-populista: “la
realidad es reaccionaria”. Hoy ha quedado demostrado una vez más que la
realidad no es reaccionaria ni progresista. Simplemente es.
El arte de la política no
consiste en negar la realidad, sino en cambiarla. Para hacerlo, debe reconocerla.
Negarla tiene como consecuencia dejarle el camino libre, renunciando a la
posibilidad de cambiar su rumbo dentro de las posibilidades limitadas de la
política, que es apenas uno de los órdenes de esa realidad. Reconocerla
pemitirá, por el contrario, advertir qué cosas es posible cambiar y a qué
ritmo, posibilidades e inexorabilidades, durezas y flexibilidades.
La política no es, además, el
campo más poderoso de la realidad. Su fuerza –cuando la tiene- se apoya en la
unidad de reflexión y acción de la mayoría ciudadana. Si se divide y polariza a
la opinión pública con discusiones que nada tienen que ver con ese cambio, se
la esteriliza y más ventaja se le da a las fuerzas más potentes de la realidad.
Eso hizo el kirchnerismo durante su gestión. Debilitó a la política.
Desguarneció a los ciudadanos. Renunció al cambio.
La realidad volvió por sus fueros
y triunfó. Del viejo “modelo” sólo quedan hilachas del “relato”, que se
revuelve en esfuerzos dialécticos para justificar “por qué nos obligan a
devaluar”, o condenar “el manejo monopólico de los precios”, como si quienes
hablan fueran oposición y no hubieran gobernado más de una década.
Sería bueno que esta nueva
experiencia sirviera para hacernos abandonar el Jardín de Infantes. Un país
cuya mayoría renuncia al pensamiento crítico, segrega al que alerta con razones
y condena al que advierte porque analiza, está condenado a recaer.
Una política que abandona la
experiencia y reniega observar –a sí misma, al entorno regional y al mundo-,
difícilmente acierte en las políticas públicas que reconociendo la realidad,
busquen su cambio progresivo hacia metas compartidas por la mayoría ciudadana.
Lo malo del kirchnerismo no han
sido sus utopías, sino su primitivo bagaje intelectual y su incapacidad de
análisis y gestión. Pero debe reconocerse que no estuvieron solos. Gran parte
de la opinión nacional no kirchnerista los acompañó en los dislates y no sólo
desde el peronismo.
Los sainetes de su “ala
intelectual”, el alineamiento grotesco de dirigentes de experiencia aplaudiendo
cualquier cosa y la connivencia de sectores opositores que renunciaron a
diseñar la alternativa dejaron al país huérfano de política. Sólo ocupó el
escenario el discurso rudimentario del “relato”, señalando al mundo con osadía
iletrada el “descubrimiento” criollo: es posible vivir sin trabajar, sin
invertir, sin pagar deudas, ahogando el capital productivo, apropiándose
impunemente de ingresos ajenos, rebajando la educación, dividiendo la sociedad,
fabricando papel-moneda sin respaldo, premiando la corrupción, castigando a la
producción, olvidando la infraestructura, consumiendo las reservas y aislándose
del mundo.
Tal vez sea injusto, sin embargo,
cargar las tintas a Néstor y Cristina. Ellos hicieron lo único que sabían sin
ocultarlo. Luego de un lustro de gobierno y dos gestiones desastrosas, la
presidenta fue elegida masivamente para su reelección. Su receta fue simple:
hacer en secreto lo malo e impostar la publicidad de lo bueno. Ignorar la
corrupción y adueñarse de la asignación universal a pesar de haber “robado” una
iniciativa opositora. Dividir a la sociedad con épicas inventadas y concentrar
la voz oficial en espacios sin posibilidades de debate. El Jardín de Infantes
hizo el resto.
Enfrente, una armada de
brancaleone prefirió el orgullo de disputar algún céntimo más en la elección y
seguir disfrutando bancas “opositoras”, en lugar de articular una alternativa
que le diera seriedad al debate público, aunque más no fuera para recuperar
algo del prestigio perdido. Desde esta misma columna insistimos hasta el último
instante, en 2011, la necesidad de unificar la oferta opositora, recibiendo la
respuesta tan infantil como grotesca de aferrarse a las “ideologías”, como si
el país viviera en el siglo XIX y el problema nacional tuviera carácter
ideológico.
Hoy están a tiempo. Tal vez lean –como
lo está haciendo la propia presidenta- a donde lleva negar la realidad. No es
gratis: deriva en dejar en sus manos su propia evolución y renunciar a la única
herramienta con que cuentan los seres humanos para tomar las riendas de los procesos
sociales, que es la política.
Sin política –es decir sin transparencia,
sin reflexión, sin diálogo entre miradas diversas, sin acuerdos amplios- el
devenir es fijado por quienes se mueven en las sombras, saben lo que quieren y
cómo lograrlo. Mostraron cómo pueden poner en jaque incluso a los países y gobiernos
más poderosos del mundo, cuando –hasta ellos…- no logran actuar en conjunto
para disciplinarlos. Y la política, en este nuevo mundo de mega-poderes
fácticos globales, es estéril e impotente si no cambia su actitud agonal por el
comportamiento cooperativo. Por más que se levante el dedito, recite el “relato”
de memoria y pretenda una infalibilidad que ya no tiene –y tampoco reclama- ni el mismo
Papa.
Ricardo Lafferriere