Su diagnóstico,
señora, puede ser correcto o no. La verdad, a pocos le interesa y a
nadie importa.
El país
no la tiene como presidenta para escuchar su análisis
autoexculpatorio sino para que tome decisiones correctas. Su gestión -continuación de la de su extinto esposo, que usted mismo sostiene como una
unidad- enfrenta el problema del aislamiento externo desde el comienzo. De
hecho, era el principal problema de la agenda argentina al comenzar el período kirchnerista, allá por el 2003.
Cuando su marido y usted decidieron
postularse, conocían eso. Y eligieron el peor de los caminos.
Pretender descargar su incapacidad de gestión imputando los problemas a los gobiernos anteriores, a esta
altura y luego de haber pasado más de una década con la mayor concentración
de poder en la figura presidencial de toda nuestra historia y haber disfrutado
de las mejores condiciones internacionales de las que se tenga memoria, resulta
agraviante para la inteligencia de los argentinos.
¿Que el mundo es injusto? ¡Aleluya!
¿Que existen poderes concentrados que detentan una hegemonía endiablada? ¡Descubrió
la pólvora! ¿Es la presidenta argentina la que va a cambiar estas reglas de
juego del mundo, que no han podido cambiar hasta ahora los países más desarrollados de la tierra? Sólo
imaginarlo causa risa.
No son diagnósticos
lo que se espera de su palabra, sino gestión.
Y en el tema de la vinculación con el mundo luego de la declaración
de default en la crisis de cambio de siglo su gestión
ha sido patética. Sólo falta que culpe de su incapacidad a Rivadavia por haber contraído el préstamo con la Baring Brothers, en 1824.
El horizonte próximo
ha agregado una fortísima dosis de incertidumbre a la que ya teníamos como consecuencia de las irresponsables decisiones impulsadas
desde el 2005. El ahogo externo se acentuará,
lo que incrementará
el precio de la divisa, reducirá el salario, profundizará la recesión, aumentará
la desocupación
y hará
más vulnerable al país y a su economía.
Todo eso no es responsabilidad de Alfonsín, de Menem, o de De la Rúa,
sino de la gestión que hace más de una década tiene las riendas exclusivas y totales del Estado. El país es uno, como lo es su historia, y a quienes les toca enfrentar
los problemas de cada momento se les exige que los resuelvan, no que se
entretengan elaborando relatos calenturientos sobre lo que hicieron quienes les
tocó
antes, mientras los problemas se agigantan. Como
ahora.
Desde esta columna hemos dicho, no ahora
sino ya desde el 2005, que el país debía normalizar su situación externa
totalmente y que no podía seguir por el mundo esquivando acreedores, trampeando deudas o
victimizándose como los estafadores seriales cuando quienes nos prestaron
fondos en su momento pretenden cobrarlos. El tiempo de culpar al
"imperialismo" de la incapacidad propia pertenece a la historia, y
hoy sólo un par de países en el mundo actúan con este nivel
de irresponsabilidad.
También
dijimos que era altamente improbable que los jueces norteamericanos resolvieran
no aplicar la ley vigente, a la que la Argentina se sometió expresamente y que era mejor realizar un arreglo, el mejor que
fuera posible, antes que enfrentar el inexorable camino hacia un nuevo default.
Pero privó
el capricho. Hoy estamos en el peor escenario.
La verdad, y como también lo hemos sostenido, ésto no tiene
remedio con esta gestión. Las cosas no pueden mejorar, sólo
empeorarse. Aún sabiendo que no es políticamente
correcto pedir una renuncia, cada vez está más claro que sólo un cambio total del equipo de gestión,
incluyendo la presidenta, puede cambiar la historia sin hundirnos aún más en un pantano del que resultará también cada vez más difícil salir.
Ricardo Lafferriere