Hace un par de años, más precisamente en el 2011 comenzó a
profundizarse el reacomodamiento electoral de la sociedad, como grandes placas
tectónicas que se movían en lo profundo de la opinión pública. Sostuvimos entonces
que la opción “izquierda-derecha” (o si se prefiere, de “progresistas-moderados”)
no expresaba ya –si es que alguna vez lo hizo- la contradicción predominante
entre los argentinos.
Decía también que el fundamento último del juego político no es ni fue el conflicto
ideológico –que suele calificar las alternativas sólo en contadas excepciones-
sino una
pulsión antropológica. Las sociedades necesitan la existencia del “poder”
como campo ordenador de la convivencia. No existe en el mundo, ni en la
historia, ni una sola sociedad en la que el poder no exista.
Sobre estas dos afirmaciones y la observación del país
sostenía que en las sociedades democráticas, en las que el poder deriva de la
decisión ciudadana, las miradas ideológicas sólo “califican” el debate político,
el que, sin embargo, se resuelve por otras percepciones, más vinculadas a la
capacidad de gobernar que al preciosismo ideológico.
Esta cualidad, en la intuición de los votantes, es plurivalente.
Incluye la capacidad de conformar coaliciones amplias, de disciplinar a la
mayoría detrás de una gestión, de contar con un entramado de relaciones más o
menos confiables con los distintos sectores que otorguen al gobierno la
necesaria empatía ciudadana, la creencia en la existencia de equipos de
gobierno más o menos capacitados, y, en fin, las características personales de
quien ejerce el liderazgo. Ninguna de estas cualidades solas, sino la
conjunción de ellas, es lo que define la decisión final y solitaria del
ciudadano frente a la urna, que puede decidir votar una oferta con la que no
termina de identificarse, pero que siente que está en mejores condiciones para
gobernar.
Desde esa perspectiva, la Argentina ha elegido coaliciones
de gobierno “de facto” con estas características siempre. Así fue el “alfonsinismo”,
el “menemismo”, la “Alianza” y el kirchnerismo.
Desde la implosión del 2001, el espacio antropológico del
poder ha sido paulatinamente ocupado en su totalidad por la última de las coaliciones
mencionadas. Frente a ella, el error opositor fue creer que lo
adjetivo, lo “ideológico”, era lo que interesaba a los ciudadanos, y
descuidaron la formación de la coalición alternativa.
Ese papel lo había cumplido históricamente el peronismo –cuando
el radicalismo era gobierno- y el radicalismo –cuando quien gobernaba era el
peronismo-. La implosión radical, en la crisis del 2001/2002, no fue seguida de
su reconstrucción como partido de poder, sino por el vano intento de forzar a
la sociedad a una polarización ideológica que no la representa.
Decíamos entonces, ubicados en el lugar de un ciudadano
argentino preocupado: el radicalismo debe decidir si retoma su papel en el
sistema político argentino de articular una coalición alternativa de poder, con
todo lo que ello implica y demanda, o si opta por convertirse en un partido
testimonial. Ambas alternativas son posibles y respetables. Pero son
diferentes.
En el primer caso, debía “abrir sus brazos” para incluir al
gran abanico de las clases medias republicanas, rivales naturales del modelo
populista. Fue su papel tradicional, incluyendo a los más “progresistas” y los
más “moderados”, los “Yrigoyen” y los “Alvear”, en su juego interno democrático.
En términos prácticos de la política de hoy, esos pilares son, en sus flancos,
el PRO y el socialismo, que junto a los radicales expresan las tres grandes
expresiones de las clases medias argentinas no populistas.
Si elegía el segundo, se reduciría forzosamente hasta su
insignificancia. Sus restos pasarían a convertirse en el ala derecha del
socialismo y en el ala izquierda del PRO, dando riqueza de matices a proyectos
ajenos. Pero desaparecería como “partido de poder”.
Lo que debe también decirse es que si abandona el papel que
la sociedad imaginaba de él, ese papel será ocupado por otro. Los sistemas
políticos reemplazan sus eslabones faltantes. Los partidos no son eternos, sino
apenas categorías históricas que subsisten mientras son útiles para representar
su papel en el juego grande de la política.
Quienes fueron y podrían ser aún votantes radicales
mayoritariamente esperan y les gustaría que el viejo partido reasuma su papel
histórico, sirviendo de columna vertebral articuladora de la coalición
alternativa. Quienes aspiran a reemplazarlo en este papel están satisfechos con
su dureza ideológica y consecuente desgranamiento, medrando con los restos de su
viejo prestigio.
Curiosamente, muchos de sus cuadros y dirigentes nacionales
radicales parecieran preferir un presente híbrido que reduce los espacios de
justificación para actitudes contradictorias en su geografía, cargadas de un dogmatismo
esclerosado en su discurso nacional
coexistiendo con una pragmática vitalidad que se resiste a morir en los
distritos en los que conserva vocación de poder.
También decíamos entonces que al radicalismo se le abría una
oportunidad de volver a entrar en la historia, pero que la historia no se detendría
esperando al radicalismo. Tal vez todavía tenga tiempo, aunque no mucho.
Ha aparecido en el escenario una fuerza que pareciera
recorrer el camino inverso: desde su originaria identidad testimonial como
heredero del antiguo pensamiento liberal ha ampliado sus límites hacia una
fuerza de gobierno con vocación de poder, incluyendo en su seno testimonios del
arco de pensamiento democrático republicano que antes canalizaba el radicalismo,
sin los “límites” marcados por la adjetivación ideológica. Es decir, con una
potencialidad de desarrollo más eficaz, desde la perspectiva de la
funcionalidad de la democracia de alternancia.
Sin embargo, es probable que no alcance, salvo el dramatismo
de situaciones traumáticas. Hacen falta todos. Una construcción que no abarque
esa amplitud abre la seria chance de que la alternativa a la actual gestión
termine desplazada al interior del propio bloque populista, del que la sociedad
presume que, pasado el chisporroteo electoral, volverán al mismo cauce
sosteniendo al gobierno que resulte elegido. Como en 1989 y en 2003. Una vez
más los ciudadanos habrán elegido a quien puede gobernar, desechando a quienes
ven la política como mero un testimonio.
Ricardo Lafferriere