¿Dónde se ubica la Argentina en el escenario global?
El interrogante no genera demasiada inquietud a los
principales protagonistas, para los que nuestro país, lamentablemente para
nosotros, ha entrado en un cono de verdadera indiferencia.
Debiera ser preocupación de los propios argentinos, que en
última instancia son y serán los que disfruten o sufran las consecuencias de
las decisiones que se toman.
No somos un país cuya conducta haya ganado previsibilidad –y,
consecuentemente, confianza- por parte de la comunidad internacional. Firmemente
alineado con “Occidente” en tiempos de la dictadura militar, el acercamiento a
los No Alineados –durante el mismo proceso militar, a raíz del conflicto de
Malvinas- fue seguido del sobreactuado retiro de la organización con la llegada
del presidente Menen, que levantó la –también sobreactuada- bandera de las “relaciones
carnales”.
Luego, fue Duhalde –primero- y Kichner –luego, seguido de su
esposa- los que dieron el otro volantazo, impostando un alineamiento “bolivariano”
al que le sacaron provecho mientras podían llegar de Venezuela fondos de origen
petrolero, durante el auge del chavismo. El giro fue rubricado con la tosca
actitud durante la Cumbre de Mar del Plata organizando una “contracumbre”
antinorteamericana en momentos en que el propio presidente de ese país se
encontraba visitando la Argentina. El caricaturesco embargo del avión
estadounidense portador de ayuda por los acuerdos de colaboración en la lucha
contra el narcotráfico con la argumentación de “espionaje” simbolizó otra
escena de sainete, con consecuencias que llegan hasta hoy.
Sin embargo, este minué llegaba de la mano del propósito de
la señora de ser recibida por Obama en la Casa Blanca, por supuesto, sin
resultados. No se trata de un país que defina sus pasos internacionales por influencia del sistema
hormonal de su presidente sino por fríos cálculos de costo-beneficio, como
cualquier país que se precie de serlo, sea grande, mediano o chico.
¿Es importante para el país tener buenas relaciones con los
demás? La respuesta puede matizarse, pero en realidad no difiere mucho de la
vida personal. El prestigio y el respeto que se genere, la transparencia con
que se actúe, la previsibilidad en las decisiones, son componentes de la
credibilidad que sus posiciones tengan en el escenario global, y de ello
dependerán las inversiones que se reciban, los créditos que se otorguen, la
disposición para la ampliación de relaciones económicas –que repercuten internamente
en mayores empleos, mejores sueldos y menores tasas de interés para sus
empresarios, o sea menores costos-, la disposición para el apoyo ante situaciones
críticas, etc.
¿Eso es “entregarse al imperio”? Salvo Corea del Norte, y en
menor medida Cuba, en el mundo no hay extremos. Todo el abanico de grises está
presente en países que definen con mayor o menor autonomía cuál será su perfil
en ese mundo plural y diverso. Ese perfil dependerá del interés que se persiga,
y de lo que se elija también surgirán consecuencias.
En un entremo: si se decide tratar mal a todo el mundo, ser
conflictivo con los vecinos, desafiar las reglas de juego vigentes en forma
estentórea, actuar con displicencia ante las obligaciones propias, pues…hay que
saber que será más difícil conseguir inversiones, abrir mercados, recibir
apoyos reales, contar con la disposición favorable de países importantes.
En el otro: si lo que se busca es imbricarse con el mundo,
tener las puertas abiertas para momentos difíciles, contar con la solidaridad
de los vecinos, esperar la buena voluntad de los países que deciden, pues la actitud
deberá ser respetar la cortesía, estar dispuesto siempre a buscar soluciones
recíprocamente beneficiosas, priorizar las buenas relaciones, respetar las
reglas de juego y si interesa cambiarlas actuar por los mecanismos existentes, y
tener absoluta claridad estratégica sobre los puntos fuertes y débiles,
intereses y objetivos propios y de cada país con el que se deba interactuar.
Los diplomáticos tienen una norma: las posiciones más firmes
deben ser presentadas con la mayor corrección en las formas. El mejor
diplomático será el que obtenga los propósitos de máxima sin perder amigos ni
levantar la voz. El peor, el que se la pasa gritando y pierde siempre.
La conducción internacional del kirchnerismo ha sido funesta. Ningún vecino nos mira con
simpatía, aunque en la superficie se realicen inocuas solidaridades formales.
Hemos tomado distancia con países tradicionalmente amigos –como España- por
caprichos que a la postre han acarreado perjuicios históricos. Tenemos
congeladas las relaciones con el Uruguay por la incapacidad de gestión y el
populismo, antes de Néstor y luego de Cristina Kirchner.
El “issue” de la
exclusión de Argentina del G-20 renace periódicamente, por la incoherencia
constante entre la palabra presidencial y las decisiones de gobierno. Tenemos
una relación desarticulada con Brasil, que es nuestro principal mercado
industrial. El Mercosur, experiencia que hasta que llegó el kirchnerismo era un
eje de la política exterior del país, es hoy una herramienta ideologizada
inútil para los propósitos de integración que lo inspiraron.
El país es mirado con recelo y hastío por todos los pueblos
latinoamericanos, por su petulancia y soberbia. Estados Unidos ha ubicado su
relación con Argentina en un status de estabilidad de mínimos, aburrido de los
cambios de posición, las agresiones verbales y los humillantes pedidos de apoyo
para los temas más esperpénticos –como que presione a un Juez americano para
ayudar al país a no pagar una deuda que cuenta con sentencia firme-.
Mientras, se exhibe con un desparpajo grosero la violación
de las normas mínimas de educación y respeto protocolares, desde la no
recepción presidencial a los Embajadores extranjeros –que se mantuvo durante
casi una década- hasta la vulgar falta de respeto a funcionarios de países con los que
mantenemos relaciones diplomáticas.
Y se sigue jugando con la Argentina. No otra cosa es
presentar como alternativa novedosa el alineamiento con un espacio en el que no
hemos sido invitados (los “Brics”), el apoyo a una potencia en decadencia con
poses de matón de barrio y los acuerdos de nueva dependencia con un país estrella
del escenario global cuya conducta reproduce los peores vicios del colonialismo
del siglo XIX.
Costará remontar este desastre, que no representa a la mayoría
del pueblo argentino y mucho menos al cuerpo profesional del Servicio Exterior,
sin dudas el más capacitado del Estado. Pero refleja instintos subyacentes en
el imaginario de muchos. El kirchnerismo alimentó desde su inicio los peores instintos
primarios del “patrioterismo bribón” y hacia ellos dirigió su política
exterior, aunque su consecuencia fuera el daño profundo y anti-patriótico a los
verdaderos intereses nacionales, que se relacionan con la mejor calidad de vida
y prosperidad de su pueblo más que por un patrioterismo de utilería, un
consignismo vacío que atrasa medio siglo o los berrinches caprichosos de adolescente
malcriado.
Ricardo Lafferriere
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