El 27 de agosto del 2006, la Corte Suprema de Justicia de la
Nación dictó una sentencia que puso fin al contencioso generado a raíz de las
medidas de la “pesificación asimétrica”, dictadas por el Estado Nacional
durante la presidencia de Eduardo Duhalde. Pasó a la historia como “caso
Massa”.
En aquel momento, el Estado había decidido “pesificar” los
depósitos en dólares realizados durante la vigencia de la Ley de
Convertibilidad que establecía la paridad peso-dólar, disponiendo que los
Bancos debían devolver esos fondos a sus depositantes a una tasa de $ 1,40 por
dólar. La discusión generó innumerables situaciones irregulares, que en
definitiva se reducían a la facultad –o no- del Estado Nacional de alterar una
relación jurídica entre particulares por su propio imperio.
Hubo particulares que aceptaron esa normativa y recuperaron
sus depósitos reducidos en la forma dispuesta por el Estado. Pero los hubo
también que no, invocando la vigencia del artículo 14 de la Constitución
Nacional, que garantiza a los habitantes de la Nación el uso y goce pleno de su
propiedad, la que se veía afectada por la medida estatal en una forma que no
guardaba relación con la única excepción aceptada por la Constitución: la
expropiación por causa de utilidad pública, la que debe ser “calificada por ley
y previamente indemnizada”, lo que obviamente no era el caso.
La Corte –nuestra Corte, no el Juez Griesa, ni la Corte
norteamericana- determinó la fórmula que reconocía al reclamante la vigencia plena de su propiedad, al
disponer que el monto a cobrar se actualizara por el “Coeficiente de
Estabilización de Referencia” más el 4 % anual. De esta forma, el ahorrista
obtenía su monto depositado, actualizado en pesos de una forma que le permitía
recuperar el 100 % del dinero depositado en dólares –en ese momento, ya con una
cotización de $ 3,08 por unidad, accesible en un mercado libre-. El Estado
podía dictar medidas excepcionales, pero en definitiva no podía afectar el
derecho de propiedad de los particulares.
La reflexión viene a cuento de la situación planteada por el
litigio que el Estado Nacional mantiene con los acreedores titulares de bonos
de la deuda que no aceptaron ingresar en las ofertas de reestructuración
realizadas en el 2005 y en el 2010. En aquellos procedimientos, los acreedores
que aceptaron las ofertas cobraron en la forma ofrecida. Los que no aceptaron,
ejercieron un derecho que no sólo les garantiza “el juez Griesa” y “la ley del
imperio”, sino nuestra propia ley, y cuyo espíritu ha guiado la solución de
contenciosos similares dentro de nuestro propio ordenamiento jurídico.
Los “hold-outs”, “buitres” o como se le ocurra bautizar a
cualquiera han reclamado ese derecho, han ganado el juicio en el tribunal y
bajo la ley a la que Argentina voluntariamente se sometió cuando emitió los
títulos renunciando, además, a su inmunidad soberana. Y al final, luego de
pasados diez años en los que el deudor –nuestro país- atravesó “la mejor etapa
económica de su historia” –Cristina “dixit”- quieren cobrar.
Tienen mucha más razón que los ingleses en el diferendo por
Malvinas y la Argentina mucha menos. Luego de un fallo adverso, confirmado por
la Cámara de Apelaciones y por la Suprema Corte de Estados Unidos –es decir,
lejos de ser el capricho de un magistrado obsesivo, es la aplicación correcta
de la legislación aplicable- el perdidoso inventa un impedimento tras otro
negándose a una negociación para efectuar un pago al que está obligado por una
sentencia firme.
Nada tiene que ver en el caso la famosa “cláusula RUFO”, que
es bueno recordar fue inventada por el propio kirchnerismo para las
reestructuraciones posteriores y no puede ser invocada ante quienes ganaron el
juicio, ajenos por completo a esa disposición contractual posterior entre
terceros. Los romanos dirían “res inter
alios acta” (los contratos rigen sólo para las partes, o en palabras del
vulgo, “los de afuera son de palo”). Sería bueno que además del consejo de la
abogada exitosa, el Ministro Kicillof consultara por las dudas a abogados que
le explicaran la diferencia jurídica entre una cláusula contractual voluntaria
y una decisión jurisdiccional obligante.
Quienes estamos ya grandes para sumarnos a la picardía
tramposa envolviéndonos en la bandera nacional no podemos caer de nuevo en ese
fraude. No lo hizo Alfonsín en 1982, cuando ante la vocinglería patriotera de
todo un país se negó a apoyar la aventura de Malvinas que mandaría a la muerte
a cientos de jóvenes y de subir al avión oficial fletado a Puerto Argentino por
el gobierno militar, rodeado del circunstancial calor popular, ni don Arturo
Illia, que con prudencia, prefirió en ese momento seguir recorriendo la
Patagonia con su prédica democrática.
Como dijera alguna vez Johnson Samuel, el patrioterismo es
“el último recurso del bribón”, que luego suele desentenderse de las
consecuencias de sus actos. Lo que están haciendo no es defender al país. Sus
consecuencias serán otras: profundizar la recesión, provocar despidos, detener
la actividad económica, aislarlo del mundo, espantar capitales productivos,
provocar la parálisis de proyectos de inversión, acelerar la inflación que
disuelve salarios y ahorros. Y tal vez –Dios no lo quiera- hasta generar
conmociones sociales similares a las que hemos visto hace pocos meses de
compatriotas desesperados al ser sumergidos en la marginalidad.
Esto no es nacional ni popular sino dañar a conciencia al
país y a nuestra gente. Una canallada, que no haría ningún dirigente con
dignidad y mucho menos en nombre de la bandera.
Ricardo Lafferriere
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