Si hay un interrogante que ha atravesado el análisis
político a través de los siglos, es éste. Desde que los conflictos existen –o sea,
desde que la humanidad abandonó su estadio de cazador-recolector y se asentó en un territorio fijando los límites
frente a terceros- el conflicto entre humanos parece haber sido una constante.
Conflictos hacia afuera, excluyendo a quienes no pertenecían
al grupo. Y conflictos hacia adentro, para obtener mejores posiciones dentro del
grupo, con la secuela triunfadores y derrotados.
Las alianzas fueron constantes para reforzar las
posibilidades propias. Definirlas originó las primeras reflexiones
estratégicas, subiendo un escalón civilizatorio a la pura lucha descarnada de
personas contra personas, familias contra familias, clanes contra clanes, o
tribus contra tribus.
En las modernas democracias las cosas son más sofisticadas,
pero conservan su pulsión ancestral. El mundo parece estar avanzando hacia una
convivencia universal, mostrando en la transición innumerables conflictos
heredados, externos e internos, que se niegan a morir. La marcha, sin embargo,
tiene un rumbo predominante determinada por el avance científico técnico, las
fuerzas productivas globalizadas, la inviabilidad de proyectos nacionales autárquicos
y la creciente toma de conciencia de riesgos globales cuya evitación es
imposible sin la acción colectiva, como los climáticos, la dispersión de la
violencia cotidiana o la aparición de epidemias altamente peligrosas de las
cuales estamos viendo en estos días una.
En la acción política, entonces, ¿vale cualquier alianza?
En la década de los años 40 del siglo pasado, la reflexión
política se conmocionó con la impensada confluencia de rusos y alemanes,
comunistas y nazis, mediante el pacto Ribertropp-Molotov. Un año después, ante
la invasión alemana a Rusia, otra alianza conmocionó –y tranquilizó- al mundo
occidental: la alianza de las grandes democracias (Estados Unidos y Gran
Bretaña) con la Rusia atacada. En todos los países la lucha anti-fascista se
convirtió en una constante que entusiasmó a los luchadores democráticos,
incluyendo a simpatizantes de todo el arco ideológico que reconocía sus raíces
en las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX.
La guerra mostraba ejemplos extremos, condicionados por
realidades locales. Unió a laboristas con conservadores en Gran Bretaña y a
republicanos con demócratas en Estados Unidos. Pero mostró curiosidades tales
como a los socialdemócratas austríacos apoyando la incorporación de su país a
la Alemania Nazi, y hasta a líderes socialdemócratas nórdicos tomando partido
por el bando de los invasores. En el resto de Europa, la alianza entre
liberales, socialcristianos, socialdemócratas y comunistas desarrolló redes de
combatientes que, sin perder su identidad, unían sus fuerzas para la liberación
de sus países y la construcción de estados democráticos.
De hecho, la posguerra fue testigo de nuevas alianzas. Bajo
la conducción de los partidos demócratas cristianos en Alemania, Italia y la
Europa nórdica junto al nacionalismo democrático “de derecha” en Francia,
Europa edificó la mayor experiencia de estado de bienestar en toda su historia.
Externamente, sus principales lazos eran con Estados Unidos, y su principal
adversario, los partidos comunistas y la Unión Soviética. Tiempos de la Guerra
Fría.
Las alianzas pueden ser, entonces, diversas y variables. Sin
embargo, tienen siempre una línea de interpretación: determinar los objetivos
estratégicos más importantes en cada momento y lugar. Esta afirmación vale
tanto para la política internacional como para la interna.
Rusia se alió con Alemania por un análisis equivocado: temía
que, de no ser así, las “potencias capitalistas” Alemania y Gran Bretaña se
aliaran contra ella (curiosamente, Hitler lo hizo por el mismo temor: ver a
Rusia aliada a sus enemigos y esa desconfianza lo llevó luego a atacar a Rusia
a pesar del pacto). Luego se alió con los grandes actores democráticos porque
de esa forma debilitaba al enemigo que la agredía. Los países democráticos se
aliaron con Rusia porque el peligro del fascismo haciéndose dueño de Europa y
Rusia era el principal peligro para sus intereses y convicciones. Acertaron en
su análisis, como lo mostró el resultado.
Ya en la post-guerra, los demócratas cristianos, liberales,
nacionalistas democráticos y socialdemócratas unieron sus fuerzas con los
Estados Unidos porque el principal peligro que percibían era el Ejército Rojo
en las puertas de sus países, y Estados Unidos lo hizo por el riesgo que veía
en una Europa potencialmente dominada por la Unión Soviética. Cambiadas las
circunstancias, cambiaban los aliados.
¿Qué determina la corrección de las alianzas? En tiempos de
la simplificación en los análisis se decía que esa respuesta surgía de la
correcta lectura del problema principal, que en el lenguaje universitario de
izquierda de hace algunas décadas se denominaba “contradicción fundamental”.
Ese análisis llevó, por ejemplo, a impulsar en nuestro país la conformación de
la Multipartidaria para luchar contra la dictadura y lograr la instauración
democrática. Viejos rivales –radicales, peronistas, desarrollistas,
conservadores, liberales, comunistas- unieron fuerzas y lograron sentar las
bases de la recuperación de la soberanía popular, fundamento último de la
democracia. Todavía disfrutamos del éxito de esa correcta estrategia.
Claro que a medida que la realidad se hace más sofisticada,
también es menos claro definir las alianzas. Una cosa, sin embargo, permanece
constante: cuál es el principal problema y cuál es el objetivo frente a él. El
principal problema en los 70 era la dictadura. El objetivo, la democracia. Las
fuerzas de la multipartidaria tenían esa convicción filosófica común, no
compartida por quienes –en el otro “bando”- creían que el principal enemigo era
“el comunismo internacional y la subversión”-. Saber desde dónde se habla es,
entonces, también central para definir aliados.
El principal problema argentino de hoy cambia según el
posicionamiento desde el que se realice el análisis. Desde la perspectiva de
esta columna, que habla desde la democracia, nuestra convicción es que el
principal problema argentino, “la contradicción fundamental”, es el
desmantelamiento institucional y la creciente labilidad del estado de derecho,
expresado en la ruptura de los tres grandes
equilibrios constitucionales: 1) entre los ciudadanos y el Estado, en
favor del Estado. 2) entre el Estado Nacional y las provincias, en favor del
Estado Nacional, y 3) entre los tres poderes del Estado, en favor del Poder
Ejecutivo unipersonal, por la colonización de la justicia y el vaciamiento de
poder parlamentario.
La ruptura de estos tres grandes equilibrios produce todas
las consecuencias negativas que conocemos: la ausencia de inversión por falta
de seguridad jurídica, el estancamiento económico, la clientelización de la
sociedad diluyendo la condición ciudadana, la colonización de la justicia, la
permisividad a la mega-corrupción que alienta el delito en los escalones
inferiores al actuar como contra-ejemplo, la ausencia de premios al esfuerzo al
reemplazarlos por la subordinación al poder, el vaciamiento democrático al
instalar una política apoyada en prebendas y proyectos personales y por último –pero
no menos importante- la gigantesca discrecionalidad concentrada en el Ejecutivo
unipersonal, sin contrapesos ni frenos, para decidir por sí sobre temas que
afectan los fundamentos de la propia existencia nacional: su moneda, su
relación internacional, la vigencia real de los derechos de las personas y
hasta su capacidad de legislar, a través de una mayoría acrítica que vacía al
parlamento de su adecuado papel legislador y controlador.
Aclaramos de inmediato que este “problema principal” es
cualitativamente diferente al de los tiempos del proceso. Si existiera en el
país ese peligro, las alianzas necesarias cambiarían y seguramente el
kirchnerismo, que definimos hoy claramente en “el otro campo”, se ubicaría en
el propio, sumado a la propia lucha contra el Videla o el Pinochet de turno.
Probablemente.
La consecuencia de esta convicción sobre el principal
problema argentino es imaginar las alianzas necesarias para superarlo. Está
claro que poca relación tiene con “izquierdas” y “derechas”, o “progresismos”
frente a “moderados”, rudimentarios e imaginarios agrupamientos que son
impotentes para dar respuesta al problema principal. Al contrario, las alianzas
necesarias para recuperar el estado de derecho en plenitud deben ser las que
unifiquen en un esfuerzo conjunto a los ciudadanos que expresen convicciones
similares en ese problema principal. Serán lideradas por quienes mejor
interpreten el momento, las coyunturas y las posibilidades.
Alianzas que sólo busquen llegar al poder sin tener en claro
el común denominador pueden ser coyunturalmente exitosas, pero están condenadas
a no solucionar el problema principal. Alianzas que no tengan en claro el
problema principal sino que fragmenten los esfuerzos de quienes aspiren a subir
ese umbral en la convivencia argentina, son objetivamente retardatarias.
La ciencia –y el arte- de la política es agudizar el
ingenio, la capacidad de análisis y como consecuencia, las propuestas, para
agrupar a todo lo agrupable sin que quede nada afuera, pero también sin que la
obsesión por el corto plazo lleve a cometer el error de análisis de Stalin al
pactar con Hitler. Porque las consecuencias pueden ser las contrarias a lo
buscado.
Una consecuencia no buscada podría ser, por ejemplo, encontrarse
al día siguiente del comicio que el parlamento no sólo no cambió sus prácticas
sino que reprodujo su vieja mayoría servil, tal vez hasta ampliada, alineada
tras un nuevo liderazgo. O que la justicia sigue tan atacada como antes. O que
los ciudadanos siguen debilitados frente al Estado, hegemonizado por un
ejecutivo unipersonal rejuvenecido, con un poder ampliado y un horizonte
temporal más extendido.
Las alianzas son
necesarias. Pero no cualquier alianza vale. Algunas, pueden favorecer el estado
de cosas que se pretende cambiar. Y debilitar al campo propio, por la
frustración que generen.
Ricardo Lafferriere