Entre los varios méritos de la última obra de Henry
Kissinger titulada “World Order” debe destacarse, por su rigurosa actualidad,
la reflexión sobre la visión propia de
los actores destacados en la turbulenta crisis que agobia al espacio “medio-oriental” y a partir de él, al resto del planeta.
Aunque son verdades conocidas desde
siempre, su puesta en foco actual ayuda a comprender una realidad que tiende a
escaparse de la lógica con la que se acostumbra interpretar el mundo.
En efecto: el desarrollo tecnológico, la globalización y las
armas de alcance catastrófico convierten en universales conflictos que tal vez
en otro momento podrían ser imaginados en el marco localizado del mundo
musulmán, en sus luchas internas y en sus cosmovisiones místicas.
El orden global, luego de las dos grandes guerras del siglo
XX, se edificó al fin sobre las vigas maestras formuladas en la Paz de
Westfalia –en el siglo XVII-. En ella se reconocieron un conjunto
de principios sobre los cuales se limitaron los alcances de las guerras
interminables por razones religiosas de la baja edad media europea, adoptados
luego en forma universal.
Fue a partir de Westfalia que el poder dejó de tener
pretensiones totalizadoras y reconoció la autonomía de cada marco estatal.
Dentro de cada Estado, regirían sus leyes. Fuera de sus límites, se respetaría
el poder del respectivo soberano. El poder no sería ya más un derivado de una
fuente superior (Emperador o Papa) sino el resultado del equilibrio de
soberanos terrenales, en cuya inteligencia y capacidad de alianzas quedaba la
responsabilidad de mantener la paz.
Las guerras, cuando las hubiere, quedarían acotadas a los
contendientes y se reducirían a los ejércitos de los respectivos soberanos, sin
afectar más de lo imprescindible a sus poblaciones civiles. Fueron pocos
principios, esenciales para posibilitar la convivencia internacional. Incluían
la igualdad jurídica de los Estados –que se institucionalizaron, abandonando
las formas feudales privadas-, se fijaron las normas de la diplomacia y se
instauró el respeto al equilibrio.
Entre esos principios se destaca la idea de la “nación-Estado”
y de su atributo principal, la “soberanía”. Reconocidos estos conceptos, la
religión –que atravesaba hasta entonces geografías y poblaciones, etnias y lenguajes-
pudo “ponerse en caja” limitando definitivamente la pretensión de hegemonía con
la actualización del viejo precepto cristiano que separaba las competencias del
César y de Dios. La organización internacional de la segunda mitad del siglo XX
creció sobre estos cimientos enriquecidos por la incorporación de un acuerdo
aún más importante: la vigencia universal de los derechos humanos y la
democracia como forma legitimante del poder.
Con sus más y sus menos, el mundo convivió con esas normas y
así llegó hasta hoy. Sin embargo, esa visión “laica” de la evolución occidental
no es la que subyacía en espacios imperiales previos al mundo “westfaliano”. El
Imperio Chino, el Imperio Otomano, el Imperio Persa, fueron organizaciones
políticas que se consideraban a sí mismas el centro superior del orden global,
por diferentes razones. Así se había considerado en su tiempo el Imperio
Romano, su sucesor el Sacro Imperio Romano Germánico y, como autoridad
delegante en nombre de Dios, el Papa, que coronaba a los sucesivos emperadores
y daba legitimidad a los poderes temporales.
La respectiva legimidad religiosa del poder subyacía en todos
ellos. El mundo occidental y el cristianismo evolucionaron luego de centurias
de luchas sangrientas hasta el descripto acuerdo que llegó con la modernidad y
encontró la base ideológica en la naciente ilustración. El resto y especialmente
el mundo musulmán siguió –y sigue- entendiendo al mundo como una unidad
religiosa, con vocación proselitista y excluyente. Tiene sus visiones diversas
en su interior -entre ellas, la que enfrenta sunitas y shiítas es sólo la más
importante-, acepta con flexibilidad acuerdos temporales con el mundo
occidental y entre sus propias facciones, pero aún hoy –y especialmente hoy-
mantiene en importantes actores –tal vez los más dinámicos- una convicción
trascendente incompatible en el largo plazo con el mundo westfaliano.
La consecuencia de esa diferente perspectiva dificulta el
análisis y el tratamiento de los conflictos en un escenario mundial
crecientemente globalizado. Lo que para el razonamiento occidental son acuerdos
permanentes de convivencia, para la mirada religiosa musulmana son
transacciones circunstanciales dictadas por su debilidad coyuntural, pero que
no obligan a sus firmantes ya que su finalidad es sólo ganar tiempo para
adquirir fuerzas y retomar la lucha. Ésta finalizará cuando todo el mundo viva
en acuerdo con las normas del Corán respetando la palabra de Alah.
Son dos enfoques diferentes, pero el mundo es uno. La
economía es crecientemente una, con un paradigma dominante que requiere la
necesidad de funcionar sin fronteras infranqueables. La revolución tecnológica
supera los límites nacionales con una capacidad destructiva que ha saltado ya
el cerco del mundo westfaliano y crece en actores integristas. El planeta es
uno, y peligra.
La sensación de poder creciente diluye los límites que la
diferencia de poder relativo imponía a la visión integrista con pretensiones de
hegemonía, haciéndole accesible el desarrollo de armas cuya proliferación puede
poner literalmente en riesgo la vida humana en todo el globo.
La repentina conciencia de ese poder estimula los conflictos
internos del espacio musulmán, superponiendo intereses económicos, políticos,
ideológicos, religiosos y territoriales difundidos al escenario mundial por los
intereses también cruzados de la economía globalizada, un poder político sin
centro hegemónico indiscutible e intereses nacionales acostumbrados a razonar
en clave westfaliana pero que choca con realidades que ésta ya no abarca.
Para la visión religiosa de la que hablamos, los límites
nacionales son una ficción y los Estados son meras creaciones artificiales que
no tienen atributos intrínsecos ni derechos inalienables. Se pueden usar, si
resultan útiles, o se pueden ignorar si así conviene.
La declaración de
instauración del desafiante “Califato” en territorios de Irak, Siria y el
Líbano con pretensión de poder universal es tan demostrativo como Irán negociando
un acuerdo con el “Gran Satán” (EEUU) y el grupo “5+1”, mientras su líder
espiritual Khamenei declaraba al Consejo de Guardianes de Irán (setiembre de
2013) que “cuando un guerrero está luchando con un oponente y muestra
flexibilidad por razones técnicas, no le dejemos olvidar quién es su oponente”
Y cuando se firmó el acuerdo para comenzar negociaciones sobre su compromiso de
desarme nuclear (enero de 2014) expresó nuevamente que “Irán no violará lo que
acuerde. Pero los americanos son enemigos de la Revolución Islámica, ellos son
enemigos de la República Islámica, ellos son enemigos de esta bandera que
ustedes han enarbolado”.
Frente a estas voces integristas han existido y existen saludables
y actualizados dirigentes musulmanes, en los países de la región y en la
diáspora.
Las numerosas voces de condena a los abominables crímenes del ISIS y otras organizaciones terroristas que han realizado comunidades musulmanas de diversas partes del mundo permiten abrir una ventana de esperanza, pero sería necio negar que la desconfianza se ha acrecentado, y que esta desconfianza alimenta a los “halcones” de todos los bandos.
Serán los hechos quienes dirán si logran sobreponerse a los
sentimientos e interpretaciones extremistas del Corán que animan a sus
Mujaidines de la Jidah, a los terroristas de Al Qaeda y a los infames
criminales del ISIS.
Si logran prevalecer con una interpretación de su religión
más adecuada a los tiempos que corren en el tercer milenio, ello permitirá al
resto del planeta considerar con tranquilidad y confianza a los actores del
mundo musulmán en la comunidad internacional con el carácter que habían logrado
luego de la Segunda Guerra Mundial: países con los que se podía coincidir o
discrepar, acordar o guerrear, pero que aceptaban y se integraban en la
comunidad de naciones aceptando los límites que el mundo occidental ya
incorporó a su visión de la convivencia desde hace cuatro siglos y han sido
adoptados por el resto de la humanidad.
Derechos humanos y democracia. Soberanía propia y ajena.
Solidaridad en la preservación de la casa común planetaria. Construcción en
armonía de una convivencia basada en la ley acordada entre las partes. Respeto
a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias religiosas propias y
extrañas. Y búsqueda de la paz y el derecho como forma de solución de
conflictos.
No son principios tan extraños. Sin embargo, son los que
permitirían comenzar esta nueva etapa de la humanidad –global, planetaria, tecnológica,
inundada de riesgos globales cada vez más imbricados- con alguna esperanza de
supervivencia. Y convivir en paz, a pesar de las diferencias.
Ricardo Lafferriere