No enunciaríamos una novedad si reafirmamos desde esta
columna la convicción que la actual gestión ha sido la que mayor daño ha
causado al país desde la recuperación democrática.
Se suele mencionar en este campo la multiplicidad de daños provocados
durante la década en el plano económico –desinterés por la infraestructura,
endeudamiento interno, inflación creciente, liquidación de reservas, crisis
energética, estancamiento, pérdida de posiciones en todos los indicadores
frente a todos los países de la región, etc. etc. etc.-
Sin embargo, el mayor daño ha sido causado a la convivencia
nacional y a la vigencia institucional.
Los tres grandes equilibrios diseñados hace más de un siglo
y medio para reglar nuestra convivencia se han destrozado, en un proceso que
lleva décadas pero que nunca tuvo un ritmo y un agravamiento como en la última
década.
El primer equilibrio es el que se refiere a las personas
frente al poder. Los derechos de los ciudadanos, que la Constitución consideró
los más importantes al punto de
enunciarlos en su primera parte, perdieron posiciones en forma sistemática ante
las decisiones del gobierno. El derecho a la vida, al libre tránsito, a la disposición
de sus bienes, a su intimidad, a un ambiente sano, y en muchos casos a un
juicio imparcial, han retrocedido ante la discrecionalidad de funcionarios que,
desde la administración fiscal hasta la previsional, desde la hipócrita
impostación de los derechos humanos hasta el espionaje de su vida privada o las
decenas de muertes sin investigación entre las que se destacan las de diciembre
de 2013 cambiaron totalmente el rumbo iniciado en 1983. La invocada “inclusión
social” ha tenido como contracara el clientelismo más humillante, y tiene su límite
en el deterioro económico que la está dejando progresivamente sin
sustentabilidad.
El segundo equilibrio perdido es el que la Constitución
establece entre el gobierno nacional y las provincias. El país federal ha sido
reemplazado por una concentración de poder fiscal, financiero y administrativo
en el Estado Nacional. Las provincias y municipios son meras reparticiones
simbólicas, sin recursos para responder en forma autónoma a sus propias
decisiones de gobierno. Esto ha reforzado la concentración poblacional,
económica y financiera en el conurbano capitalino, sede de mafias y redes de
narcotráfico cada vez más imbricadas con el poder.
El tercer equilibrio es el de los tres poderes del Estado
entre sí. El poder ejecutivo se ha adueñado de facultades establecidas por la
Constitución como privativas del Congreso, y el propio Congreso ha cedido
facultades en abierta violación de la Constitución. No puede ignorarse que gran
parte de esta deformación responde a la existencia de mayorías absolutas que no
responden a una equivalente mayoría electoral, pero que permiten distorsionar
la marcha del sistema por el simple capricho del jefe del ejecutivo cuando
cuenta con una fuerza partidaria adocenada, acrítica y desinteresada en la
limpieza institucional y en sus responsabilidades de gestión. La corrupción se
agiganta asentada en la ausencia de control y su justificación en el relato
oficial.
De ahí que hemos sostenido que el principal problema
argentino, el que se encuentra en la base de todos los demás, es la recuperación
de la vigencia institucional. No tiene que ver con “izquierdas” frente a
“derechas”, ni a “progresistas” frente a “moderados”. Se trata de decidir si la
Argentina reasume su condición de país democrático-republicano, o persiste en
la decadencia mediante la profundización del populismo organicista y
autoritario.
Un país con otra fuerte deformación, la personalista, obliga
a las dirigencias políticas a articular coaliciones exitosas, amplias y
pre-electorales. No es posible entre nosotros –como ocurre, por ejemplo, en
Alemania- conformar esas coaliciones en el seno del parlamento, porque el
parlamento no es la fuente de poder sino el propio voto popular eligiendo
presidente.
La recuperación institucional en el país viene de la mano de la
formación de una gran coalición que le dispute al populismo la mayoría
electoral, elija un presidente con vocación democrática y republicana y avance
en la reconstrucción de un sistema que ha sido persistentemente carcomido por
la vocación autoritaria y patrimonialista.
La tarea no es sencilla, porque la política es un “puzzle”
que demanda reflexión, inteligencia, paciencia y patriotismo. Pero la recíproca
es válida: si la razón principal que anima las decisiones políticas prioriza la
lucha por el posicionamiento de proyectos partidistas, personales o de simbólicas
posiciones parlamentarias, difícilmente pueda lograrse el cambio de orientación
que detenga la decadencia y comience la reconstrucción.
De cualquier forma, si un logro aún no ha sido revertido de
este proceso que lleva más de tres décadas es la convicción de que la
legitimidad la otorga el voto ciudadano. Aquí afortunadamente aún coinciden
populistas y demócratas. Cabe siempre la esperanza que lo que no logren
articular las dirigencias en el escenario lo realicen los ciudadanos en las
urnas.
Puede argumentarse que en la agenda ciudadana estos
problemas no interesan, y que son desplazados por las urgencias que aparecen en
las encuestas de opinión –seguridad, inflación, desocupación, educación-. Sin
embargo, las grandes marchas del 2012 y 2013 parecen indicar lo contrario,
mostrando que las amplias clases medias argentinas que fueron las principales
protagonistas de esas gigantescas movilizaciones vincularon claramente esos
problemas a la vigencia real del estado de derecho. En ellas confluyeron
progresistas y moderados, socialdemócratas y liberales, independientes y
simpatizantes de las diferentes fuerzas políticas.
Siempre será mejor que el proceso de recuperación
democrática sea canalizado en forma inteligente y racional por las conducciones
que, al fin y al cabo, se justifican si cumplen con su función dando madurez al
juego político. Pero si ello no ocurre, las opciones parecen claras: la
decadencia continuará, mediante un nuevo turno populista o los ciudadanos
pasarán por encima de las conducciones que no adviertan sus demandas.
Ello significaría abrir un nuevo ciclo político en el que
los antiguos alineamientos y divisas serán superados por nuevas alternativas
que sepan interpretar los temas de la nueva agenda, los que requieren para
tener una respuesta eficaz que el país vuelva al cauce de sus instituciones,
recuerde y respete a los derechos ciudadanos y reconstruya el Estado sobre los
cimientos de una democracia representativa, republicana y federal.
Ricardo Lafferriere