La crisis de los refugiados que golpea a Europa, al poner en
escena un drama que con diversos protagonistas tiene ya varios años, ha
desatado opiniones que buscan encuadrarla en interpretaciones más amplias,
históricas, sociológicas o económico-políticas de los caracteres más diversos.
Las redes sociales son el vehículo facilitador de miradas
románticas, nacionalistas, chauvinistas y también solidarias que invocan la
representación del conjunto europeo, en la mayoría de las veces asumiendo una
mirada homogénea que dista de ser representativa de las más de cuatrocientas
millones de personas que integran el conglomerado multinacional abarcados por
el sustantivo “Europa”.
Entre ellas se ha hecho lugar en estos días la nota de
Pérez-Reverte, cuyo núcleo argumental consiste en interpretar el actual proceso
emparentándolo con lo ocurrido hace mil quinientos años, en ocasión del
derrumbe del Imperio Romano de Occidente.
Los “godos” serían, en su mirada, los actuales migrantes
sirios que estarían llegando a un imperio en decadencia –Europa-, no sólo débil
sino también incapaz de mantener mínimos estándares de autodefensa ante una
invasión que estaría buscando cambiarle su alma.
Es cierto que la historia tiende a mostrar procesos
similares. Mirar hacia atrás buscando similitudes facilita la comprensión
banal, en tanto la mente humana se conforma con encontrar patrones con
resonancias conocidas para interpretar los fenómenos que no llega a comprender
de una mirada rápida. Sin embargo, también suele ser engañoso. No hay procesos
iguales. Todos son diferentes en su morfología más profunda, aunque muestren
similitudes en su dinámica.
Nada hay más diferente que la Europa de hoy con el Imperio
Romano de ayer. Nada hay más diferente que los emigrados sirios con las tribus
germanas, organizadas, con jefes guerreros, que aunque eran empujadas por los
invasores “hunos”, conformaban sociedades estructuradas que emigraban en grupo,
con lo que significa como sujetos portadores de conciencia, voluntad y hasta
proyectos compartidos. Y que, en última instancia, querían parecerse lo más
posible al imperio que conquistaban.
Europa es el espacio del confort y la seguridad, que enmarcó
el “aburguesamiento” de sus ciudadanos, parece decir con algo de resignación y
molestia Pérez Reverte. Estaría, en su visión, condenada al derrumbe ante los “nuevos
bárbaros”, que, ignorantes de sus valores y sofistificación, la someterían a
una tensión cuyo resultado sería la desaparición de su alma democrática,
solidaria, pacífica.
Sin embargo, Europa es también el continente de las guerras
y las intolerancias. Los dos mayores conflictos de la historia de la humanidad,
que cobraron entre ambos más de setenta millones de muertos, se produjo por
intemperancia entre europeos. Europea fue la Inquisición. Europeo fue Hitler.
Europeo fueron los nazis y los fascistas. Europeos fueron Mussolini y Franco,
Oliveira Zalazar, los coroneles griegos y Milosevich. Europeos fueron los que traicionaron
en Srebrenica y los que, aprovechando la traición -¡de las Naciones Unidas!-
masacraron a cientos de inocentes.
Tampoco los “godos” terminaron siendo tan malos. Los reinos
godos originaron los países europeos modernos –entre ellos, España-. Fueron el
vehículo de transmisión del cristianismo, y también los que detuvieron la
invasión musulmana en el siglo VIII. No sería errado afirmar que sin los “godos”
no existiría Europa, tal como la conocimos y la conocemos.
Digresión al margen: los países en los que la influencia de
los “godos” persistió con más fuerza son los que hoy muestran no sólo mayor
desarrollo económico sino mayor calidad institucional, mayor acumulación de
conocimientos científicos y mayor equidad en su convivencia. Cuanto más hacia
el norte fijemos la mirada, más observaremos este fenómeno. Los países más
cercanos a la herencia del viejo imperio romano –los mediterráneos, tan
cercanos a nuestros afectos- son los menos consolidados, aún con sus intensas
contradicciones a las que no son ajenas sus condiciones fronterizas con el otro
gran espacio civilizatorio, el del Islam.
No pareciera entonces correcto cargar las tintas forzando
identificaciones en un momento tan delicado para la convivencia del mundo
cercano. Los que están llegando a Europa pidiendo refugio no son las “hordas
godas”. Son personas equiparables a un
ciudadano medio europeo, que vivían con la relativa tranquilidad que podían
lograr en sociedades sometidas a dictaduras feudales o patrimonialistas, a las
que les llegó el horror de la guerra político-religiosa terminando con su
normalidad.
Los refugiados de hoy no están llevando a cabo ninguna
invasión, sino que escapan de la muerte, con la desesperación que esta angustia
conlleva. Si hubiera que buscar similitudes, tal vez serían más equiparables a
la angustiosa huida de los judíos que buscaban escapar de las persecuciones
nazis –tan europeas, ellas…-, o de los “pogromos” polacos, húngaros, rusos o
ucranianos, que no eran precisamente musulmanes.
Y tampoco Europa es el carcomido imperio romano del siglo V,
centralizado en un imperio personalizado y absolutista a pesar de la “modernidad”
que había desparramado por la vieja Europa de los pueblos celtas, a cuyas
poblaciones llegó con Villas y Baños, foros y acueductos, caminos y ley. La
Europa de hoy tiene innumerables problemas, pero también es el espacio en el que
la humanidad ha logrado mayores niveles de perfección política, económica y
social.
Es injusto –y peligroso- atacar a Europa por lo de bueno que
tiene –el estado de derecho, el repudio a la violencia, los espacios de equidad
y humanismo, su disposición a recibir emigrados y tender una mano- uniendo esa
crítica a la que le realizan los que desean volver a la fuerza de los Estados
fascistas, a la intolerancia de la Inquisición y a desinteresarse por la
situación de los perdedores en la lucha por la vida que, aun así, son seres
humanos, “únicos e irrepetibles” como lo dijera hace algunos años un líder
religioso de la Europa buena.
No es defendiendo “los centuriones” que custodian “las
fronteras del imperio”, que “son unos hijos de puta, pero nuestros hijos de
puta” como debe actuar una sociedad que en las últimas décadas ha marcado el
rumbo de desarrollo solidario, democrático y tolerante. Más bien parece que si
así lo hiciera, añorando a Kadafi, respaldando a Al Assad y aplaudiendo la
represión de los policías húngaros sobre niños de cinco años, sería ella misma
la que se habría condenado a dejar de ser lo que es, lo que la ennoblece, lo
que la hace valiosa y envidiable. Muy poco respetable terminaría siendo si hace
depender su futuro de los mercenarios que la cuidan, mientras ella mira para
otro lado para no enterarse.
Más que repetirse, la historia avanza. Los problemas de nuestros
hijos –a los que, coincidiendo en esto con Pérez-Reverte, debemos darle las
herramientas del conocimiento, la reflexión y la disposición a la autodefensa-
serán diferentes a los actuales. Los europeos de hoy son así porque son los
hijos de las guerras que destrozaron el continente. Por eso abrieron sus
puertas a los perseguidos políticos, a los sociales, a los económicos. Miles de
compatriotas y latinoamericanos están vivos por la mano que les tendió España,
Suecia, Alemania, Francia, Italia.
El hecho maldito que esta situación se
produzca justo en el momento en que el sistema económico global enfrenta un
ajuste del tremendo disloque que le generó su globalización des-normatizada no
puede conducirnos a olvidar la esencia del alma humana, europea y también
nuestra en muchos valores compartidos.
Los problemas deben enfrentarse. La política debe hacerlo,
teniendo en cuenta todos sus matices, sus particularidades, sus consecuencias.
Una sociedad desarrollada, con cuatrocientos millones de habitantes, no puede
poner el grito en el cielo porque medio millón o un millón de personas golpeen
sus puertas, con desesperación, pidiendo ayuda no por un resfrío, sino porque
los matan. Y tampoco puede asustarse.
Ricardo Lafferriere