Hace pocas semanas expresábamos nuestra preocupación por el
hecho de que la discusión que ocupa el escenario político se concentre en forma
casi excluyente en la corrupción. Obviamente, no lo hacíamos porque nos parezca
mal que se investiguen los latrocinios de la década pasada, y se sancione a los
culpables.
Nuestro punto iba dirigido a hacer notar que ese “maremágnum”
estaba ocultando la verdadera opción que debemos enfrentar los argentinos en
estos tiempos, que se refiere a si nos decidimos cambiar el sistema de política
económica dirigido al país “autárquico”, que impregnó a todas las fuerzas
políticas –civiles y militares- desde 1930, o si tomábamos nota de las fuerzas
de vanguardia en el nuevo paradigma global, fuertemente cosmopolitizado, y a
ocupar un espacio dinámico en las fuertes transformaciones que está
protagonizando el mundo en forma acelerada.
Este enfoque no rehúye la crítica y la autocrítica sobre el
pasado, que seguramente deberemos enfrentar todos con frescura intelectual y
vocación de síntesis. Las recetas que hemos defendido con mayor o menor
enjundia durante décadas pueden haber contenido aciertos y errores. Lo que está
claro es que se referían a un mundo que ya no existe, con otros problemas, otro
escenario internacional, otra dinámica global, otra realidad tecnológica y
metas acordes con ese paradigma superado. Son más propias de la historia –y los
historiadores- que de la política y los políticos.
No es por capricho que insistimos en el tema. Ignorar el
cambio de escenario global, la diferente estructura de las fuerzas productivas
más dinámicas, la transformación de la política en un mundo en el que los
problemas parecen cada vez más de “política interior” que de “relaciones
internacionales” y la portentosa y crecientemente acelerada revolución
científico-técnica lleva a que cada día que perdemos en debatir la imagen del
espejo retrovisor, es un día que perdemos en nuestras posibilidades de arrancar
un nuevo ciclo de crecimiento en la nueva realidad.
El debate es necesario, porque también es cierto que los
argentinos merecen mucho más que la riña de gallos en que parece insistir el
debate institucional. Es imprescindible afinar los objetivos de
infraestructura, la política poblacional, la forma en que encararemos la
explotación de nuestros recursos naturales no renovables, el nivel del “piso de
dignidad” que estamos dispuestos a garantizar a cada compatriota por el sólo
hecho de serlo, el marco y grados de libertad económica que también
garantizaremos al que arriesgue capital, esfuerzo y tiempo, y el definitivo
marco fiscal que los sustente, las características de los bienes públicos y
entre ellos en forma decisiva la capacitación que necesita el nuevo gran salto
adelante, y los grados de tolerancia a las conductas delictivas que en
definitiva estamos dispuestos a tolerar a quienes no acepten vivir en las
condiciones que el sistema democrático y sus normas establezcan en forma
general.
Por ahora, sólo se escucha incursionar en el futuro al
presidente, incluso más que a su gobierno. No lo hace ciertamente la oposición,
cerrilmente aferrada al retrovisor, y tampoco las instituciones del país del
pasado, gremiales o empresarias. Los grandes desafíos que nos llegan del debate
planetario –inteligencia artificial, revolución de la nano-genética, economía
virtual, seguridad frente al terrorismo, contención de las finanzas desbordadas
hacia mecanismos especulativos globales, protección de la “casa común”, e
incluso la urgentemente necesaria formulación y fortalecimiento de instancias
políticas colectivas de acción global brillan por su ausencia en las
reflexiones de la política y de la academia.
El pasado, obsesivamente, insiste en anclar la inteligencia
argentina. Y eso no es bueno, porque cuando los seres humanos no ponemos
nuestras inteligencias en cadena y nuestra capacidad de acción en cooperación,
la anarquía de la realidad se encarga de definir los rumbos. Allí se abren las
grietas por donde pueden colarse los demonios del ayer, intentando adueñarse
nuevamente de la agenda falsaria, pero congruente con privilegios corporativos,
prepotencias violentas e instintos cleptómanos primitivos cuya consecuencia
puede ser una sociedad sin cambios, crecientemente violenta, injusta, inestable
y anómica.
Estamos en una bisagra. No alcanza con reclamar por la falta
de empleo o con el consignismo inconsistente como si los números no existieran
y todo fuera posible, y del otro lado tampoco con pedir “más despidos en el
Estado” y “más ajuste rápido” como si el país fuera una tabla de cálculo y las
personas fueran números.
La puerta del futuro exige otra visión, más dirigida al
horizonte donde debe encontrarse el puerto para el barco común. Un puerto que
no está en lo que ya hicimos –unos y otros- en nuestro pasado, sino en lo que
podemos hacer para definir en conjunto el puerto al que debemos poner la proa
del barco en el que estamos todos.
Ese puerto está en un mundo que no espera.
Ricardo Lafferriere