El aparente fatal dilema que ataca a Macri desde ambos
flancos es el cabal reflejo del país sin diálogo.
Para unos es el monstruo neoliberal, privatizador y sin
sentimientos inclusivos, sólo preocupado por la rentabilidad de las empresas,
haciendo gala de un desinterés inhumano por la suerte de los más necesitados.
Frente a eso, “nos pintamos de guerra”, como dijera días atrás un legislador
provincial peronista de Chubut.
Para otros, Macri es apenas un “kirchnerista con buenas maneras”,
indiferente ante el desequilibrio de las cuentas públicas, fogoneador de un
endeudamiento irresponsable para financiar políticas populistas que desalientan
cualquier posibilidad inversora. Frente a eso, reclaman el despido de un millón
de empleados públicos, la paralización del plan de infraestructuras, la
reducción de los impuestos y el tradicional recetario ortodoxo: educación,
salud, provincias y el “gasto de la política”, convertido en el taquillero
caballito de batalla de la banalidad –y no sólo de la ortodoxa-.
El gobierno, por su parte, evita esta “no win situation” y está
asumiendo por sucesivas aproximaciones un programa desarrollado en grandes
etapas que adelantó en los primeros días de su gestión: revertir el crecimiento
inflacionario, lograr que después de cinco años estancado el país vuelva a
crecer y por último atacar los desequilibrios fiscales. Y lo hace en el orden
adecuado, con claridad de rumbo y prudencia en la ejecución. Ha destinado a
gasto social el mayor porcentaje presupuestario de la historia argentina,
respeta y refuerza el federalismo y mantiene un dialogo permanente con todos
los sectores sociales, aún los más duros opositores.
¿Hay otro camino? En opinión de quien escribe, el rumbo
tomado se asemeja al único posible en nuestro país, en nuestra circunstancia
político-cultural y en la actual coyuntura global.
No vivimos en la Alemania de posguerra, con un pueblo
dispuesto al sacrificio y un empresariado desafiado a lavar sus culpas
desatando una inversión inédita. Vivimos en un país aún impregnado
culturalmente de la mentalidad rentista y clientelar, un empresariado protegido
acostumbrado a ganar dinero en sociedad con amigos funcionarios y estructuras
políticas-gremiales aún creyentes que el Estado es un barril sin fondo, al
estilo de las tierras realengas de la Colonia. Ese es el país que dejaron los
años reciente y la influencia secular de la rudimentaria “intelligenza”
criolla.
Imaginemos por un instante el fin del período de gobierno de
Cambiemos. Para no enturbiar el ejercicio no incursionaremos en si se producirá
en tres años o en siete. Sólo en los legados.
Un escenario: el país unió todas sus capitales de provincias
con autopistas. Construyó un millón y medio de viviendas quedando al borde de
superar su centenario déficit habitacional. Brinda agua potable a la totalidad
de la población, cloacas al 80 %, gas natural a todas las ciudades, reestructuró
su matriz energética con un inédito aporte de energías renovables, urbanizó
todas sus antiguas “Villas de emergencia”, llevó la banda ancha inalámbrica a
todo el territorio, sus puertos y aeropuertos se encuentran entre los más
modernos del mundo, terminó el cruce ferroviario a Chile, agregó dos pasos
cordilleranos hacia el Pacífico, reactivó la Hidrovía, logró el cambio del
perfil productivo enganchándolo al desarrollo mundial con empleos de calidad e
incorporación científica y técnica a las empresas nacionales más dinámicas que
ya habrán logrado su consolidación en el mercado global. Está lidiando con una deuda
homologable con el promedio de la deuda pública externa del mundo –o sea, porcentualmente
el doble que la actual-, con un PBI que ha avanzado en forma sostenida durante
todo el período y renegocia en forma inteligente y sostenible sus obligaciones
financieras, discutidas en un parlamento plural e inteligente.
Otro escenario: aún contando con fuentes de financiamientos baratas y abiertas por la gran liquidez internacional, el país pone como primera meta recuperar su equilibrio fiscal a cualquier costo. Para lograrlo, sigue desatendiendo su
infraestructura y su déficit de viviendas. Sigue arrastrando la deuda social en
temas tan básicos como agua y desagües, pavimentos destrozados y calles pantanosas,
los trenes siguen deteriorados y produciendo periódicamente accidentes fatales
por su obsolescencia, las inversiones en autopistas se detienen para no
engrosar el déficit, el país se encierra y envejece aislado no sólo del mundo
sino de sus vecinos: no funciona la Hidrovía, se paralizó la construcción de
los pasos cordilleranos, los aeropuertos son nidos de contrabandistas y
traficantes en aviones “públicos” cada
vez más inseguros, las “maras” y mafias se adueñaron de villas cada vez más
pobres y hacinadas, la presión fiscal sobre el campo volvió a tensionar el país
como en el 2008 y se fomenta la explotación indiscriminada de bosques y
recursos minerales no renovables para sostener un sistema político cada vez más
clientelar, corrupto y violento. Nadie –ni por asomo- siquiera se plantea la
hipótesis de invertir en una Argentina al borde de la explosión social. Pero
–eso sí- las cuentas públicas son una “pinturita”, sin deuda externa y sin
déficit fiscal. En la miseria, pero prolijitos.
Y un tercero: El país regresó al rumbo que llevaba hasta
diciembre del 2015. No es necesario describir el resultado por ser suficientemente
conocido: la Venezuela de Chávez y Maduro.
Son los finales posibles, por supueso que caricaturizados para su mejor comprensión. No imagino a Macri ni a Cambiemos
en el escenario de los adoradores del Excel ni en el de empujar el país hacia su implosión final. Los veo trabajando por el primero,
navegando el mar tormentoso con vientos cruzados, incomprensiones, picardías ventajistas de poco vuelo y
honestas preocupaciones por el futuro.
En el rumbo grande, el país tiene su proa hacia donde debe.
Como todo gobierno, pueden existir claroscuros en sus políticas públicas
desagregadas. Pueden existir aciertos y errores. Lo que, en todo caso, se
extraña es una madurez mayor en el debate público, abandonando el estilo de la
riña de gallos propia del “panelazgo” televisivo ansioso de peleas que
estimulen el rating, aún a costa de banalizar la reflexión sobre el país.
Porque –y esto lo hemos repetido hasta el cansancio- el país
somos todos. Faltarle el respeto, insultar, descalificar, agredir o destratar a
cualquiera, es hacerlo con el país y no sólo con el adversario en el debate.
Ninguna discusión llega a buen fin si comienza con dogmas y no está abierta a
aceptar las miradas ajenas. Ese, tal vez, es el legado menos destacable de la
década pasada, y el que debiera concitar nuestro esfuerzo de convivencia para
volver a sentirnos orgullosos de cada compatriota y enemigo de ninguno.
Ricardo Lafferriere