jueves, 10 de noviembre de 2016

Más complejo que un simple populismo

Está claro que el populismo, en momentos de estrechez económica, es un formidable catalizador electoral de los más necesitados. Al igual que el chauvinismo, moviliza los instintos más primarios y las reacciones más viscerales. En momentos como esos la historia muestra que los fenómenos se repiten como calcados.

Pero también está claro que usualmente es un relato que se usa para esconder los propósitos reales. Acá lo vimos durante más de una década: fue el cortinado tras el cual se ocultó un gigantesco plan de saqueo de las finanzas públicas.

No es probable que en el caso norteamericano el propósito sea el mismo. Más bien es posible imaginar que EEUU ha asumido la etapa global de reacomodamiento –que, desde esta columna, venimos anunciando desde hace casi una década- en la que el “hiper-imperio” que lideró la globalización hasta ahora se retraerá hacia sus fronteras para evitar la sangría económica que le implica su papel de “gendarme global”, desempeñado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Garantizado ya –como está- su autoabastecimiento energético, es imaginable que se dedique a defender sus intereses estratégicos más directos –territorio, vías comerciales y seguridad interior-. Éste es el tema central, más que la presentación guaranga y xenófoba del nuevo relato, forma compatible al fin y al cabo tanto con el libertino “liberalismo socialdemócrata” de Straus-Kahn, el autoritarismo pederasta del “revolucionario” Daniel Ortega y el repugnante machismo del derechista Trump.

En ese contexto, el resto del mundo es considerado como un terreno “bárbaro”, coexistiendo con islotes de prosperidad sobre los que se diseñará un nuevo entramado económico, probablemente alrededor de zonas portuarias en todos los continentes.

Es imaginable que el principal objetivo se concentre en preservar los lazos fundamentales de la globalización –finanzas y tecnologías, nunca mencionadas por Trump en su discurso del regreso al país “cerrado”- pero que, en una estrategia dual, retornen a los países las fábricas de bienes sobre los que el actual costo e inseguridad del transporte de larga distancia sea neutralizado con plantas locales y tecnologías modulares aprovechando la miniaturización en los equipos, las impresoras 3D y la mano de obra que la primera etapa de la globalización dejó desocupada. Consolidadas las columnas globalizadoras, los trabajos residuales –transformados y modernizados- volverán a las zonas que los perdieron.

El camino que Trump propone para el desempeño de su país en el nuevo escenario es más desmatizado y grotesco que el propuesto por Hillary, en cuyo relato persisten los ideales wilsonianos que han caracterizado a los demócratas en los últimos tiempos y ha sido la marca distintiva de Obama. Su simpleza le permitió la comprensión.

Aunque el triunfo de Trump, por lo inesperado, ayuda a descorrer el velo de la nueva realidad ante la opinión pública mundial, el papel de EEUU en el nuevo mundo no cambiaría mucho con el otro resultado. Los votantes de Clinton, no olvidemos, fueron más que los de Trump, y ni la base productiva del mundo –ni los problemas globales- cambiarán por esta elección. Fuerza es reconocer, sin embargo, que mientras Hilary imaginaba un camino prudente, Trump postula la “cirujía mayor sin anestesia”…

En otras palabras, llega un cambio de estilo denso, tal vez con episodios traumáticos y probablemente con un retroceso coyuntural planetario en la vigencia de Derechos Humanos, el multilateralismo y el propio derecho internacional, al debilitarse la organización mundial que escenificó la posguerra. La elección de Trump es un hito más, que notifica al mundo cómo actuarán los Estados Unidos en esta nueva etapa.

Este escenario tiene perdedores, no ya económicos sino políticos. Los países más débiles de las zonas sensibles –los bálticos, los balcánicos, el medio oriente, incluso el sudeste asiático- probablemente sufran la prepotencia de sus vecinos fuertes. Algo del mundo “pre-Segunda Guerra” habrá renacido, abriéndose a posibles coaliciones regionales defensivas con las que se intente establecer balances de poder más o menos equilibrados. Vuelve la “geopolítica” con sus juegos y fantasías, pero con una característica nueva: deberá coexistir con un sistema económico que ya no puede fragmentarse.

Hace diez años, en su recordada obra “Une breve Histoire de l’Avenir” Jacques Attali visionaba este escenario. El “imperio mercante” – la hegemonía norteamericana- sería reemplazado por un desorden global basado en regiones prósperas, con puertos ágiles y llanuras productivas inmediatas que las hicieran autosuficientes en alimentos, funcionando en red sobre un planeta en el que el poder, tal como lo conocemos, habría desaparecido y sería territorio sin ley.

Un mundo donde conflictos de “todos contra todos”, por los motivos más disímiles –desde agua potable hasta energía, desde alimentos hasta discusiones milenarias por límites territoriales- brotarían por doquier, al haber desaparecido las fuerzas que las contuvieron durante el último siglo. Y en el que cada uno debería valerse –y hacerse valer- por sí mismo.

Ese mundo está en las puertas. Se apoya en una base productiva que ha dado un salto gigantesco, pero raquítica en la construcción de un poder global en condiciones de disciplinar tanto al delito como a las fuertes tendencias polarizantes de la economía dejada a su libre juego.

El salto gigantesco –lo hemos repetido hasta el cansancio- ha sacado de la miseria a centenares de millones de seres humanos en pocas décadas, pero a la vez produjo una generación de poder financiero y una polarización económica irritante en el mejor de los casos y desesperante en el peor que hoy se expresa en el renacido nacionalismo populista generalizado.

La “culpa” –si puede hablarse en esos términos- de estas deformaciones la tienen los liderazgos personales y partidarios que están siendo removidos por la ola populista, que no supieron –o no quisieron, o no pudieron- encauzar adecuadamente el cambio para que al interior de las sociedades, donde manda la política, no se produjeran efectos tan negativos como los que vemos: desocupación, pobreza, deuda, migraciones, delitos, terrorismo.

El G-20 es, en este sentido, un encomiable esfuerzo de los liderazgos políticos mundiales por retomar el control, en el borde mismo de su posibilidad temporal, porque puede ser tarde. Las decisiones de Hangzhou de combatir el dinero negro, impulsar fuertemente la infraestructura, acentuar las políticas inclusivas y compartir tecnologías van en esta dirección.

¿Qué hacer por acá? La reacción instintiva es defensiva. Recrear nuestros lazos de solidaridad nacional, unir proyectos con los vecinos de la región, reconstruir el Mercosur, articularlo con la Alianza del Pacífico, la Unasur, México, incluso con los grandes espacios de prosperidad –las costas de Estados Unidos, el sudeste de Asia-Pacífico, el África del Sur-. Y un protagonismo consciente, lúcido, inteligente y matizado en el esfuerzo de construir la política global. Es la única chance de que el cambio –inexorable- duela menos y le saquemos el mayor provecho.

En ese marco, se hace apremiante el diseño y ejecución de agresivas políticas internas de integración, geográficas y sociales, aprovechando que, a diferencia de los países centrales que hoy sufren crisis, no son las regiones las que en nuestro caso más sufren, debido a la ausencia de una dominante presencia industrial tradicional devenida obsoleta.

Debiéramos hacerlo con infraestructura actualizada, tecnología avanzada y gran impulso al conocimiento, cuidando de manera especial la inclusión social que, en nuestro caso, nos lleva a focalizar en los cinturones de las grandes ciudades los esfuerzos en la provisión de bienes básicos.

Por último, es urgente reconstruir el poder de la defensa nacional, otro de los pilares de cualquier sociedad madura, que ha sido desmantelada por la acción de relatos entre infantiles y  perversos, reforzándola con alianzas regionales estratégicas.

El mundo que viene se ha instalado de pronto, mostrando todo su potencial pero también todos sus peligros. El mensaje podría sintetizarse diciendo que, por un tiempo, todo dependerá casi exclusivamente de lo que hagamos nosotros en nuestra convivencia, de los lazos que logremos establecer con los vecinos y de la inteligencia con que actuemos en el nuevo escenario global, mezcla –como nunca- de ajedrez y juegos de estrategia.


Ricardo Lafferriere

viernes, 4 de noviembre de 2016

El legado de Cambiemos

El aparente fatal dilema que ataca a Macri desde ambos flancos es el cabal reflejo del país sin diálogo.

Para unos es el monstruo neoliberal, privatizador y sin sentimientos inclusivos, sólo preocupado por la rentabilidad de las empresas, haciendo gala de un desinterés inhumano por la suerte de los más necesitados. Frente a eso, “nos pintamos de guerra”, como dijera días atrás un legislador provincial peronista de Chubut.

Para otros, Macri es apenas un “kirchnerista con buenas maneras”, indiferente ante el desequilibrio de las cuentas públicas, fogoneador de un endeudamiento irresponsable para financiar políticas populistas que desalientan cualquier posibilidad inversora. Frente a eso, reclaman el despido de un millón de empleados públicos, la paralización del plan de infraestructuras, la reducción de los impuestos y el tradicional recetario ortodoxo: educación, salud, provincias y el “gasto de la política”, convertido en el taquillero caballito de batalla de la banalidad –y no sólo de la ortodoxa-.

El gobierno, por su parte, evita esta “no win situation” y está asumiendo por sucesivas aproximaciones un programa desarrollado en grandes etapas que adelantó en los primeros días de su gestión: revertir el crecimiento inflacionario, lograr que después de cinco años estancado el país vuelva a crecer y por último atacar los desequilibrios fiscales. Y lo hace en el orden adecuado, con claridad de rumbo y prudencia en la ejecución. Ha destinado a gasto social el mayor porcentaje presupuestario de la historia argentina, respeta y refuerza el federalismo y mantiene un dialogo permanente con todos los sectores sociales, aún los más duros opositores.

¿Hay otro camino? En opinión de quien escribe, el rumbo tomado se asemeja al único posible en nuestro país, en nuestra circunstancia político-cultural y en la actual coyuntura global.

No vivimos en la Alemania de posguerra, con un pueblo dispuesto al sacrificio y un empresariado desafiado a lavar sus culpas desatando una inversión inédita. Vivimos en un país aún impregnado culturalmente de la mentalidad rentista y clientelar, un empresariado protegido acostumbrado a ganar dinero en sociedad con amigos funcionarios y estructuras políticas-gremiales aún creyentes que el Estado es un barril sin fondo, al estilo de las tierras realengas de la Colonia. Ese es el país que dejaron los años reciente y la influencia secular de la rudimentaria “intelligenza” criolla.

Imaginemos por un instante el fin del período de gobierno de Cambiemos. Para no enturbiar el ejercicio no incursionaremos en si se producirá en tres años o en siete. Sólo en los legados.

Un escenario: el país unió todas sus capitales de provincias con autopistas. Construyó un millón y medio de viviendas quedando al borde de superar su centenario déficit habitacional. Brinda agua potable a la totalidad de la población, cloacas al 80 %, gas natural a todas las ciudades, reestructuró su matriz energética con un inédito aporte de energías renovables, urbanizó todas sus antiguas “Villas de emergencia”, llevó la banda ancha inalámbrica a todo el territorio, sus puertos y aeropuertos se encuentran entre los más modernos del mundo, terminó el cruce ferroviario a Chile, agregó dos pasos cordilleranos hacia el Pacífico, reactivó la Hidrovía, logró el cambio del perfil productivo enganchándolo al desarrollo mundial con empleos de calidad e incorporación científica y técnica a las empresas nacionales más dinámicas que ya habrán logrado su consolidación en el mercado global. Está lidiando con una deuda homologable con el promedio de la deuda pública externa del mundo –o sea, porcentualmente el doble que la actual-, con un PBI que ha avanzado en forma sostenida durante todo el período y renegocia en forma inteligente y sostenible sus obligaciones financieras, discutidas en un parlamento plural e inteligente.

Otro escenario: aún contando con fuentes de financiamientos baratas y abiertas por la gran liquidez internacional, el país pone como primera meta recuperar su equilibrio fiscal a cualquier costo. Para lograrlo, sigue desatendiendo su infraestructura y su déficit de viviendas. Sigue arrastrando la deuda social en temas tan básicos como agua y desagües, pavimentos destrozados y calles pantanosas, los trenes siguen deteriorados y produciendo periódicamente accidentes fatales por su obsolescencia, las inversiones en autopistas se detienen para no engrosar el déficit, el país se encierra y envejece aislado no sólo del mundo sino de sus vecinos: no funciona la Hidrovía, se paralizó la construcción de los pasos cordilleranos, los aeropuertos son nidos de contrabandistas y traficantes en aviones “públicos”  cada vez más inseguros, las “maras” y mafias se adueñaron de villas cada vez más pobres y hacinadas, la presión fiscal sobre el campo volvió a tensionar el país como en el 2008 y se fomenta la explotación indiscriminada de bosques y recursos minerales no renovables para sostener un sistema político cada vez más clientelar, corrupto y violento. Nadie –ni por asomo- siquiera se plantea la hipótesis de invertir en una Argentina al borde de la explosión social. Pero –eso sí- las cuentas públicas son una “pinturita”, sin deuda externa y sin déficit fiscal. En la miseria, pero prolijitos.

Y un tercero: El país regresó al rumbo que llevaba hasta diciembre del 2015. No es necesario describir el resultado por ser suficientemente conocido: la Venezuela de Chávez y Maduro.

Son los finales posibles, por supueso que caricaturizados para su mejor comprensión. No imagino a Macri ni a Cambiemos en el escenario de los adoradores del Excel ni en el de empujar el país hacia su implosión final. Los veo trabajando por el primero, navegando el mar tormentoso con vientos cruzados,  incomprensiones, picardías ventajistas de poco vuelo y honestas preocupaciones por el futuro.

En el rumbo grande, el país tiene su proa hacia donde debe. Como todo gobierno, pueden existir claroscuros en sus políticas públicas desagregadas. Pueden existir aciertos y errores. Lo que, en todo caso, se extraña es una madurez mayor en el debate público, abandonando el estilo de la riña de gallos propia del “panelazgo” televisivo ansioso de peleas que estimulen el rating, aún a costa de banalizar la reflexión sobre el país.

Porque –y esto lo hemos repetido hasta el cansancio- el país somos todos. Faltarle el respeto, insultar, descalificar, agredir o destratar a cualquiera, es hacerlo con el país y no sólo con el adversario en el debate. Ninguna discusión llega a buen fin si comienza con dogmas y no está abierta a aceptar las miradas ajenas. Ese, tal vez, es el legado menos destacable de la década pasada, y el que debiera concitar nuestro esfuerzo de convivencia para volver a sentirnos orgullosos de cada compatriota y enemigo de ninguno.

Ricardo Lafferriere


lunes, 5 de septiembre de 2016

De vuelta al mundo

Es Macri, pero es la Argentina.

Es la Argentina, pero es Macri.

Las distinciones recibidas por el presidente de la República en la Cumbre del G 20 ubican nuevamente a nuestro país en una senda de respetabilidad y reconocimiento internacional singularmente prometedor.

Obama, Xi Jinping y Vladimir Putin, no se destacan, precisamente, por regalar elogios.
El primero: “Felicito al presidente Macri por el rumbo que le está dando a la economía argentina”.
El segundo: “Celebro que hayan vuelto al mundo”.

El tercero: “Estamos listos para avanzar en los acuerdos entre YPF y GASPRON”; “Sabemos que próximamente la Argentina presidirá el Mercosur y queremos avanzar con el acuerdo de cooperación comercial y económica con la Unión Económica de Eurasia”.

También las reuniones bilaterales con el presidente de la India, el jefe de gobierno español y directivos de importantes empresas chinas que anunciaron inversiones importantes en sus filiales en Argentina, señalan el espíritu positivo con que se ha recibido en los ámbitos de decisión más importantes del mundo la transformación que se está produciendo en la economía y la política argentinas.

El presidente, por su parte, ratificó la identificación de la República Argentina con las metas del G-20 –firmadas en Londres en el 2009- entre las cuales el desarrollo económico, la protección ambiental, la lucha contra el terrorismo y el trabajo conjunto por la equidad económico-social son ejes destacados. 

Ese acuerdo fue firmado por nuestro país durante la presidencia de Cristina Kirchner, quien aunque concurrió a esa reunión y no lo firmó personalmente, dio instrucciones al Canciller que así lo hiciera, luego que ella se retirara anticipándose al final de la reunión. Pequeñeces internas al margen, este nuevo papel de la Argentina profundizado por Macri puede considerarse entonces una política de Estado.

Hoy, la República Argentina tiene una voz coherente y eso es reconocido por todos.

El año próximo, la sede del G-20 será en nuestro país. Sería bueno aprovechar el escenario para profundizar la imbricación cosmopolita retomando el camino que Argentina supo desempeñar en sus tiempos de auge: respeto universal por derechos humanos, convivencia en paz, vigencia del estado de derecho en el plano internacional y solución pacífica de las controversias.

Es una nueva oportunidad de cuyo potencial debemos tomar conciencia y aprovecharlo.


Ricardo Lafferriere

domingo, 28 de agosto de 2016

Las "contradicciones" y la responsabilidad de gobernar

El método de las contradicciones es ya escasamente utilizado en los análisis sociopolíticos. La llegada de la posmodernidad, licuando las fronteras entre clases y fragmentándolas casi hasta el infinito, derrumbó epistemológicamente lo que aún podría brindar para orientar la interpretación de los problemas sociales. Sin embargo, si algo de él pudiera utilizarse para indagar los choques sociales de la Argentina actual, está muy claro que muy pocas similitudes existen, en términos de “clases” y “contradicciones” entre el país que vivimos al promediar la segunda década del siglo XXI con el que existía en 1983, en 1995 o incluso en 2002. Ni hablar de la Argentina de la primera mitad del siglo XX, con el mundo atravesando las grandes guerras o la segunda mitad, con la bipolaridad marcando las características de la dinámica global –y gran parte de la nacional-.

Hoy la realidad muestra en todo caso un gran contencioso diferente. La modernización del país no tiene como rivales a los sectores agropecuarios, al movimiento obrero,  los militares o los partidos políticos –aún el peronismo-. En estos pocos meses transcurridos con la nueva gestión, en los que se han producido cambios radicales en las bases económicas y políticas del país, estos sectores han sido protagonistas de acuerdos plurales, expresos y tácitos, que alcanzaron al gobierno, los gobernadores, los bloques legislativos –en los que la oposición tiene clara mayoría-, los sindicatos y hasta los vínculos externos dinámicos de la economía. 

No ha sido ni es de ellos desde donde ha surgido la mayor oposición al cambio. Al contrario, con una pluralidad admirable han convivido en el campo del progreso, poniendo sufridamente el hombro en la búsqueda de un país mejor. Han ayudado a aprobar leyes, a designar jueces, a arreglar los mecanismos de la deuda y hasta a trabajar para aislar a los violentos, aún a costa de precios políticos ineludibles ante el diferente ritmo entre la realidad que sale a la luz inexorable y la toma de conciencia mayoritaria sobre ella.

Es otro el campo reaccionario, y en él se notan dos grandes agregados: los que perdieron el botín y los que están perdiendo las prebendas. Sobre los primeros, avanza la justicia. Sobre los segundos, el desmantelamiento de sus prácticas oligopólicas y casi mafiosas. Ninguno de ambos está feliz y, por el contrario, dan una lucha feroz y por momentos salvaje e inmisericorde.

Junto a ellos crujen los entrelazados corporativos y delictivos que conformaron el país corrupto y estancado de la decadencia. Las redes policiales, políticas, judiciales y hasta empresariales del narcotráfico y el delito organizado, los empresarios “protegidos” que cooptaron los escalones públicos, entre los cuales las obras públicas y la Aduana son centrales, los acuerdos oligopólicos internos escondidos tras falsas banderas proteccionistas, las estructuras políticas corrompidas en simbiosis con los agentes locales de lo peor del mundo, ocultos tras los estandartes de algunos –pocos- movimientos sociales, las mafias policiales en simbiosis con el delito organizado, esos son –en la realidad- quienes buscan desesperadamente frenar el torrente del cambio.

El gobierno se encuentra hoy, por esos albures de la historia, con la responsabilidad de liderar este proceso. No debiera caer en la tentación de confundir lo grande con lo pequeño. Lo grande, lo que espera la sociedad, es consolidar el espacio del cambio, que no se agota –ni mucho menos- en Cambiemos, entendiendo la dinámica de la democracia y que ella exige tolerancia y disposición, incluso, a perder el gobierno en el momento en que los ciudadanos lo decidan. Lo pequeño sería creer que el poder es propio –al estilo K- y convertir al país en una lucha de sectas entre un oficialismo encerrado en su carozo peleando solo contra su contrapartida del pasado, que no se reduce al kirchnerismo residual en vías de desaparición sino que tiene una potencia aún considerable y no siempre “en la superficie”, porque tiene una gran capacidad para la mimetización y el “camouflage”.

Por eso es saludable el trascendido de la gran convocatoria presidencial que filtró algún diario del fin de semana. Ya llegará el momento de disputar electoralmente y seguramente ahí las novedades de la nueva política nos ofrecerán un saludable espectáculo de nuevas tecnologías y formas participativas adecuadas a los tiempos para las “luchas festivas” que son los comicios. Pero mientras tanto, hay que gobernar y para ello el gobierno tiene la responsabilidad de articular un bloque de cambio gigantesco, en condiciones de superar las anclas del atraso en todos sus frentes y proyectarse en el tiempo, continúe o no en la gestión del poder.

El piso es el estado de derecho, al que de a poco todos deben acomodarse. No sólo debe “meter la política en la Constitución”, sino que también debe hacerlo la justicia, los empresarios, los trabajadores, y, en fin, la totalidad de los ciudadanos que convivimos en este país. Esta es la etapa del “patriotismo constitucional”, que permitió a países como Alemania salir de su dura situación de posguerra y edificar una nación exitosa, solidaria, democrática, libre y hasta señera.

No más, entonces, “Federales y unitarios”, “radicales o conservadores”, “peronistas o gorilas”, “alfonsinistas o golpistas”. Son ésas las contradicciones de la historia, saldadas en su momento con mayor o menor éxito. Las del hoy y del mañana son y serán por un tiempo la del “estado de derecho, republicano y democrático o estado autoritario, anómico y excluyente”, “Justicia independiente o justicia adocenada”, “ley para todos o convivencia en la selva”. Y por debajo, estancamiento o modernidad, paz o violencia, leyes o discrecionalidad. En suma, un país de ciudadanos, cada vez más autónomos frente a las “clases” y las viejas divisas.

La Argentina está resolviendo su vieja agenda y recibiendo la nueva. Tiene frente a sí decisiones similares a las que ocupan la reflexión global: garantizar los derechos humanos antiguos y “nuevos”, proteger el ambiente, abrir a todos posibilidades similares en la lucha por la vida, establecer un piso de dignidad humana con independencia de la situación económica y social, articular la agregación tecnológica y producción automatizada con necesarios ingresos democratizados aún a pesar de la reducción del trabajo estable inherente a la modernidad, respaldar el esfuerzo personal potenciando el “emprendedurismo” como herramienta económico-social sostén de la democracia que viene, erradicar el delito organizado, anular los espacios del terrorismo y la violencia, y lograr el paso hacia el “estado de justicia”, estadio superador firmemente asentado en su cimiento ineludible, el estado de derecho.

El pueblo argentino está dando un gran ejemplo. Está acompañando. Tiene derecho a no ser tratado como menor de edad, a conocer todo lo que pasa, bueno y malo y a ser informado acabadamente de los motivos de cada decisión pública. Está sufriendo los efectos del cambio de paradigma consciente de que existen precios dolorosos, pero también sabiendo que al final del camino el país que viene será entusiasmante. 

El maremágnum ofrecido por “el escenario” no debe asustar. Decía Yrigoyen que “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba” y algo de eso hay en los estertores del viejo entramado que resiste el cambio. Muchos argentinos lo intuyen y muchos lo saben.

Se trata, ni más ni menos, que de confiar en ellos. En un mundo que no es ya el de las contradicciones ni el de los Estados todopoderosos, gobernar es informar, es transparencia, es apertura, es humildad. Al fin y al cabo, el país son sus ciudadanos, cada uno de nosotros.

Ricardo Lafferriere


martes, 16 de agosto de 2016

El botin y el ejemplo

EL BOTÍN Y EL EJEMPLO

No queremos que suban las tarifas.
No queremos que suban los impuestos.
No queremos que suba la deuda.

 Con estos “no queremos” debe lidiar el gobierno, al que a la vez se le exige que no haya cortes de luz, que no falte gas –y mucho menos agua-, que “baje el déficit fiscal” pero –eso sí- que no lo haga deteniendo la obra pública, ni despidiendo empleados, ni reduciendo salarios. Por supuesto: que ni se le ocurra tampoco reducir los fondos enviados a las provincias, a las Universidades, a las obras sociales o al sistema de seguridad social.

Ah...y además, que baje la inflación...

Ese es el cuadro. Si cualquiera de esas cosas no queridas pasa, allí están, con las piedras en la mano, los que gestionaron todo durante más de una década para traernos hasta aquí, listos para hacer tronar el escarmiento.

Puede resultar curioso, pero no extraño. Así funciona el razonamiento populista, distribuyendo los flancos de ataque según la situación. El mensaje requiere –para cerrar- un “pueblo-jardín-de-infantes”. En lo posible, con poca o nula ciudadanía, escasa capacidad de análisis y mucho menos pensamiento crítico. Es compatible con una educación mediocre, poco diálogo y mucho ruido, sin ninguna vocación nacional y una obsesión, permanente, constante, visceral: recuperar el botín.

El botín es el Estado. Se han visto en estos meses y se sigue viendo la capacidad casi infinita de proveer riqueza a quien lo detente sin escrúpulos. Han salido a la luz mecanismos que –se asegura- son sólo la punta del “iceberg”, pero que han impregnado la totalidad de la estructura pública. Estado nacional, provincias, municipios, entes autárquicos, bancos, organismos de la seguridad social, organizaciones asistenciales, justicia, seguridad… una orgía sin antecedentes en el país –y seguramente pocos en el mundo- con tal grado de angurria, por el lado de quikienes tenían el botín en sus manos, y de indiferencia por el lado de quienes –en teoría- eran los dueños, adormecidos por un relato-canción-de-cuna tipo “arroz con leche”, mientras se le vaciaba la casa.

En este escenario y este drama algunos van despertando. Otros quieren volver a adormecerse y seguir soñando (es tan lindo ignorar las cosas y –en todo caso- descargar las culpas en otros…). Y otros han asumido como su obligación personal correr los velos y mostrar las lacras, aun enfrentando la tendencia somnolienta de quienes pretenden adormecerse nuevamente porque no se sienten capaces de mirar de frente tal desquicio.

“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat. Afortunadamente estamos en la Argentina, especialista en salir de situaciones traumáticas. Pero lamentablemente estamos en Argentina, especialista en escaparle a los problemas sin solucionarlos. Esas dos características de la Argentina están jugando hoy en la escena pública, con protagonistas basculando entre la responsabilidad patriótica y la ventaja oportunista. Porque –también hay que decirlo- tantos años de jardín no fueron gratis y muchos parecieran querer seguir eternamente en la niñez.

Esperando que papá arregle todo. Enojándose con papá si no trae caramelos. Y atormentando con berrinches infantiles la convivencia hogareña.

El país maduro está cerca, pero requiere constancia en el rumbo y un singular patriotismo. En una sociedad tan afecta a los logros deportivos, tal vez hoy sea útil mirar el ejemplo de Del Potro. Hace apenas tres meses, no sabía siquiera si podría volver a las canchas. No se adormeció: con práctica, tesón, sacrificio, profesionalismo y fundamentalmente una voluntad de hierro, trae una medalla olímpica que nadie le regaló.

El otro ejemplo fue el fútbol.

Esas son las opciones para nuestras vidas individuales. También para el futuro colectivo.

Ricardo Lafferriere

lunes, 15 de agosto de 2016

Todo empieza con la violencia verbal

 Suele decirse que la violencia explotó en nuestro país en los años setenta.

Sin embargo, fue más precisamente un par de años después del golpe de 1966 que el relato guerrillero comenzó a instalarse en el debate político.

Quienes fuimos jóvenes en esos tiempos recordamos las interminables discusiones con los grupos “ultras”, que con diversos matices se desarrollaron principalmente en las Universidades.

Las causas fueron diversas y concatenadas. No hubo sólo una. La interrupción constitucional de 1966 fue, sin dudas, un hito decisivo, que dejó varios saldos. El primero fue la sensación de que un proceso democrático era endeble si no se encontraba sostenido por una fuerte base que superara las tradicionales divisiones agonales de la política argentina.

Era imposible sostener un sistema democrático si un sector importante de la política conspiraba contra él. En ese caso, fue gran parte del peronismo, con las burocracias gremiales y el propio jefe del movimiento peronista sumado a la conspiración. Tal vez era explicable: discusiones al margen sobre la situación de la democracia republicana en 1955, lo cierto es que la oposición en bloque –radicales, socialistas, comunistas, conservadores, Iglesia- se había sumado a la Revolución Libertadora que terminó con el gobierno peronista y las heridas estaban aún abiertas.

Luego de esos años de fuerte inestabilidad que transcurrieron de 1955 a 1966, quedó claro que el resentimiento y la división, fuere o no justificada, no era funcional a la reconstrucción democrática en el país. Y comenzó a gestarse en las universidades y en las calles una gran confluencia sostenida por los estudiantes reformistas en el primer caso, y por la “CGT de los argentinos” en el segundo, hasta que logró llegar a las conducciones en 1970 y desembocar en la conformación de “La Hora del Pueblo”, que juntó por primera vez en quince años a los derrocados en 1955, los derrocados en 1962 y los derrocados en 1966 en una confluencia democrática que posibilitó la salida constitucional de 1973.

El período peronista fue, sin embargo, teñido de aquellas semillas que se habían sembrado en los años anteriores. El relato violento, acicateado por el fuerte ideologismo reflejo del mundo bipolar, se instaló con fuerza agrediendo al propio gobierno democrático de Perón y su muerte precipitó la crisis.

La lucha por el poder se hizo sangrienta. La sociedad quedó en el medio de un fuego cruzado que enfrentó a la “Triple A” y el gobierno de Isabel Perón con la insurgencia armada expresada por las formaciones guerrilleras.

Todo, sin embargo, había empezado con el relato violento de años anteriores. Es que esa prédica de la muerte como consigna se instala muy fácil cuando la democracia está ausente y con más razón lo hizo al ser acicateada por fuerzas que tenían al mundo entero como teatro de batalla.

Así llegó 1976, donde todas las barreras éticas se rompieron y el país vivió la orgía de sangre cuyos coletazos aún hoy sentimos.

Muchos, en esos tiempos, nos negamos a sumarnos al jolgorio de la muerte. Seguimos levantando las banderas democráticas sin rendirnos, sufriendo el fuego cruzado junto a la mayoría de nuestro pueblo. A la dictadura le reclamábamos elecciones, y resistíamos a los grupos insurgentes en los espacios militantes en los que era posible, con diferente suerte. Es que el populismo violento es seductor, pero a la postre es impotente. Así lo demostraron los hechos.

Esa militancia fue la base que permitió a Raúl Alfonsín liderar un gigantesco proceso movilizador que expulsó a la Dictadura y aisló a la guerrilla. Fue la reacción de un pueblo en marcha, despreciando los caminos sin salida que le ofrecían los “combatientes” cuyo mensaje sólo conducía a un enfrentamiento eterno y sangriento.

El recuerdo hoy no es casual. Está renaciendo en la sociedad, alimentada por quienes pretenden utilizar el escudo protector de la ideología para defenderse de delitos vergonzosos, una prédica violenta que ya ni siquiera se esconde.

Es minoritaria, pero tiene su objetivo claro –como en los años 70-: mimetizarse con sectores del peronismo, que mayoritariamente está sumado al escenario democrático y quiere respaldarlo para disputar en su momento el gobierno, porque se siente y es un partido de poder. Como cualquier partido de poder, no le interesa que las cosas marchen mal sino lo mejor posible, para eventualmente tener una herencia positiva sobre la que continuar la marcha. Una profundización de la crisis afectaría, además, a los numerosos espacios de gestión que conserva, que la sufrirían como todo el país.

No es ese, sin embargo, el propósito del relato violento: desea acentuar la tensión, impedir el dialogo, sabotear cualquier camino superador de los lascerantes problemas que dejaron y hundir al país en una etapa de odio, enfrentamiento y, si fuera posible, nuevamente sangre en la calle.

El gobierno conforma una coalición amplia, tolerante y plural. Sin embargo, aislar a la violencia no es una tarea que pueda ni deba emprender solo. Es el peronismo maduro, el del Perón de su último tiempo, el de La Hora del Pueblo, el gran jugador de este proceso. En su seno se está instalando una tensión: la de la mirada chiquita y la acción oportunista, que confunde la lucha política con el sabotaje al gobierno para que fracase, y la de la mirada estratégica, patriótica y superior, de convertirse en el otro gran soporte –junto a Cambiemos, su “rival” pero también su “socio”- en la reconstrucción de la convivencia madura de un país lanzado, con alternancia democrática, a conquistar su futuro en paz y convivencia fructífera.

El gobierno y la oposición madura tal vez debieran profundizar sus espacios de dialogo. El mundo no es el de hace cuatro décadas, no hay más guerra fría ni escenario bipolar, ni “Tricontinental de La Habana” ni “Plan Cóndor”. Tenemos una democracia vibrante y libre, con justicia independiente, parlamento plural y una sociedad civil cada vez más sofisticada. 

Pero el mundo está muy inestable, la violencia se está extendiendo como mancha de aceite en forma anárquica –como lo vemos en el Oriente Medio, en Europa, en México, en los propios Estados Unidos- y daríamos una ingenua ventaja si dejamos espacio para que los violentos de estos pagos puedan terminar abriendo sucursales del populismo terrorista, como lo hicieron antes, abriendo una brecha de intolerancia en nuestra sana convivencia.

Afortunadamente, no tenemos aún por acá a los Trump, los “ISIS”, los Erdogan o los Maduro. No les dejemos espacios para que se acerquen.


Ricardo Lafferriere

martes, 9 de agosto de 2016

G 20, o la lucha de la política por recuperar el control

En setiembre próximo se reunirá en China el grupo que integran los países desarrollados con los que se ubican en el escalón más industrializados de los “en desarrollo”. La Argentina pertenece a ese privilegiado espacio de diseño global desde su formación, en el 2008.

Lejos ya de la posibilidad de ser expulsada del grupo –decisión que estuvo a punto de ser tomada en 2009, a raíz de las continuas provocaciones de la ex presidenta Fernández de Kirchner-, avanza la propuesta de aceptar el pedido del presidente Macri de atribuir a nuestro país la presidencia por dos años, a partir del 2018, fecha en la que está previsto que la reunión bianual se realice en Argentina.

El significado del G 20 no es menor. El enorme desequilibrio de poder que ha generado como contrapartida un creciente “desmadre” de tendencias globales decisivas, tanto en lo financiero como en los espacios cercanos a la violencia, el delito internacional y las migraciones, requiere la formación de un espacio de gobernabilidad global que lo ponga en caja.

A diferencia de las iniciativas del mundo pre-globalizado, en los que claramente existía un pequeño grupo de países con fuerte diferencia en poder –económico, militar y político- con el resto del planeta, la característica hoy es la de actores extra-estatales que han logrado una dimensión superior a muchos Estados y llegan a poner en jaque hasta a los países más importantes.

Alcanza para ejemplificar esta realidad una muy rápida observación al sector “simbólico” de las finanzas. Mientras la relación entre el Producto Global anual de todo el planeta y las operaciones financieras alcanzaba una relación de paridad hacia mediados del siglo XX, una vez lanzado el proceso globalizador desde la década de los años 70 del siglo pasado el desequilibrio ha sido constante y crecientemente acelerado.

A comienzos del siglo XXI, la relación era ya de 4 a 1. En la actualidad, frente a un estimado PB global de 70 billones de dólares, que suma todos los bienes y servicios producidos en el planeta entero durante un año completo, se encuentra un mundo de transacciones virtuales diarias que asciende a diez veces más en su valor: 700 billones, o sea una relación de 10 a 1. 

En el plano económico, el mundo ha adoptado la forma de una pirámide invertida, apoyada en una pequeña base económica-productiva que soporta un gigantesco edificio financiero, o, invirtiendo la imagen, es parecido a una enorme montaña de nieve en la que en cualquier momento un simple copo de más puede provocar una mega-avalancha de consecuencias absolutamente impredecibles.

Es un ejemplo, que sin embargo podría replicarse al campo de la seguridad –en el que billones de dólares en armamentos no pueden garantizar la vida a oficinistas en el centro de Nueva York, o a turistas en una playa francesa, o a familias destrozadas por el narcotráfico en nuestros pagos-. O en el campo ambiental, en el que el desmadre ha desatado un deterioro generalizado del aire respirable y amenaza con convertir al planeta en un páramo inhabitable en algunas décadas.

En otros tiempos, los Estados Nacionales contenían la tensión virtuosa entre las fuerzas de la economía y la racionalidad humana, que intentaba expresar la política. La globalización, inexorable e irreversible, ha superado las fronteras de los Estados, impotentes para garantizar un hábitat saludable a sus ciudadanos, pero que además ya no limitan transferencias de riquezas, ni el desplazamiento de personas, ni la organización del terrorismo, ni la persecución de la corrupción.

Hay que organizar una gobernanza planetaria en condiciones de contener las deformaciones que llegaron como consecuencias no deseadas de la globalización. Ésta sacó de la pobreza ancestral a cientos de millones de seres humanos en China, en India, en diversos países de Asia, en Brasil, y lo está haciendo en África. Fue su gran aporte positivo. Pero a la vez, fue acompañada de todos esos fenómenos que amenazan la convivencia universal y que es necesario contener.

El G 20 es el intento de construir una política planetaria. Está lejos de ser un foro para discutir el pasado: su objetivo es pararse en el presente y mirar al futuro. Alcanza para advertirlo dar una hojeada a su documento más “programático”, firmado en Londres en 2009, que constituyó un compromiso adoptado por todos sus integrantes como metas del grupo. Expresa implícitamente las miradas más avanzadas de los pensadores que conforman el “cutting edge” de la inteligencia mundial, desde neomarxistas como Ulrich Beck hasta futuristas del post-capitalismo, como Jeremy Rifkin o futuristas como Ray Kurzwail.

Una asociación que busque reconstruir una política útil, que custodie la preservación del planeta, logre la vigencia real de los derechos humanos para todos los congéneres sin dobles estándares ni conveniencias políticas, ponga en caja a las finanzas, erradique la pobreza, garantice la seguridad y consolide una convivencia en paz y libertad, es el lugar natural de los argentinos.

El camino no es lineal. Está sembrado de obstáculos montados en fuertes intereses económicos, en fuerzas terroristas, en ladrones de guante blanco, en mecanismos de lavado y corrupción, en líderes políticos de relatos y prácticas discriminantes, integristas, violentas y chauvinistas. Sin embargo, es el rumbo que la humanidad debe tomar y está tomando para hacer mejor su vida. A pesar de los Trump, los Erdogan, los ISIS, los Maduro y sus socios latioamericanos ya en desgracia, viejos rivales de otros tiempos se asocian para bucear las chances del futuro.

Para los argentinos, esta etapa en la que le tocará presidir el organismo –si los planes logran concretarse- podrá significar su reingreso a la consideración global con su imagen fundacional: la de la convocatoria “a todos los hombres del mundo” a convivir en una sociedad abierta, democrática, pujante y solidaria, ahora de dimensión planetaria.


Ricardo Lafferriere