Está claro que el populismo, en momentos de estrechez
económica, es un formidable catalizador electoral de los más necesitados. Al
igual que el chauvinismo, moviliza los instintos más primarios y las reacciones
más viscerales. En momentos como esos la historia muestra que los fenómenos se
repiten como calcados.
Pero también está claro que usualmente es un relato que se
usa para esconder los propósitos reales. Acá lo vimos durante más de una
década: fue el cortinado tras el cual se ocultó un gigantesco plan de saqueo de
las finanzas públicas.
No es probable que en el caso norteamericano el propósito
sea el mismo. Más bien es posible imaginar que EEUU ha asumido la etapa global
de reacomodamiento –que, desde esta columna, venimos anunciando desde hace casi
una década- en la que el “hiper-imperio” que lideró la globalización hasta
ahora se retraerá hacia sus fronteras para evitar la sangría económica que le implica
su papel de “gendarme global”, desempeñado desde el fin de la Segunda Guerra
Mundial.
Garantizado ya –como está- su autoabastecimiento energético,
es imaginable que se dedique a defender sus intereses estratégicos más directos
–territorio, vías comerciales y seguridad interior-. Éste es el tema central,
más que la presentación guaranga y xenófoba del nuevo relato, forma compatible al
fin y al cabo tanto con el libertino “liberalismo socialdemócrata” de
Straus-Kahn, el autoritarismo pederasta del “revolucionario” Daniel Ortega y el
repugnante machismo del derechista Trump.
En ese contexto, el resto del mundo es considerado como un terreno “bárbaro”, coexistiendo con islotes de prosperidad
sobre los que se diseñará un nuevo entramado económico, probablemente alrededor
de zonas portuarias en todos los continentes.
Es imaginable que el principal objetivo se concentre en
preservar los lazos fundamentales de la globalización –finanzas y tecnologías,
nunca mencionadas por Trump en su discurso del regreso al país “cerrado”- pero
que, en una estrategia dual, retornen a los países las fábricas de bienes sobre
los que el actual costo e inseguridad del transporte de larga distancia sea
neutralizado con plantas locales y tecnologías modulares aprovechando la
miniaturización en los equipos, las impresoras 3D y la mano de obra que la
primera etapa de la globalización dejó desocupada. Consolidadas las columnas
globalizadoras, los trabajos residuales –transformados y modernizados- volverán
a las zonas que los perdieron.
El camino que Trump propone para el desempeño de su país en
el nuevo escenario es más desmatizado y grotesco que el propuesto por Hillary,
en cuyo relato persisten los ideales wilsonianos que han caracterizado a los
demócratas en los últimos tiempos y ha sido la marca distintiva de Obama. Su
simpleza le permitió la comprensión.
Aunque el triunfo de Trump, por lo inesperado, ayuda a descorrer
el velo de la nueva realidad ante la opinión pública mundial, el papel de EEUU
en el nuevo mundo no cambiaría mucho con el otro resultado. Los votantes de
Clinton, no olvidemos, fueron más que los de Trump, y ni la base productiva del
mundo –ni los problemas globales- cambiarán por esta elección. Fuerza es
reconocer, sin embargo, que mientras Hilary imaginaba un camino prudente, Trump
postula la “cirujía mayor sin anestesia”…
En otras palabras, llega un cambio de estilo denso, tal vez
con episodios traumáticos y probablemente con un retroceso coyuntural
planetario en la vigencia de Derechos Humanos, el multilateralismo y el propio
derecho internacional, al debilitarse la organización mundial que escenificó la
posguerra. La elección de Trump es un hito más, que notifica al mundo cómo
actuarán los Estados Unidos en esta nueva etapa.
Este escenario tiene perdedores, no ya económicos sino
políticos. Los países más débiles de las zonas sensibles –los bálticos, los
balcánicos, el medio oriente, incluso el sudeste asiático- probablemente sufran
la prepotencia de sus vecinos fuertes. Algo del mundo “pre-Segunda Guerra” habrá
renacido, abriéndose a posibles coaliciones regionales defensivas con las que
se intente establecer balances de poder más o menos equilibrados. Vuelve la
“geopolítica” con sus juegos y fantasías, pero con una característica nueva: deberá
coexistir con un sistema económico que ya no puede fragmentarse.
Hace diez años, en su recordada obra “Une breve Histoire de
l’Avenir” Jacques Attali visionaba este escenario. El “imperio mercante” – la
hegemonía norteamericana- sería reemplazado por un desorden global basado en
regiones prósperas, con puertos ágiles y llanuras productivas inmediatas que
las hicieran autosuficientes en alimentos, funcionando en red sobre un planeta
en el que el poder, tal como lo conocemos, habría desaparecido y sería
territorio sin ley.
Un mundo donde conflictos de “todos contra todos”, por los
motivos más disímiles –desde agua potable hasta energía, desde alimentos hasta
discusiones milenarias por límites territoriales- brotarían por doquier, al
haber desaparecido las fuerzas que las contuvieron durante el último siglo. Y
en el que cada uno debería valerse –y hacerse valer- por sí mismo.
Ese mundo está en las puertas. Se apoya en una base
productiva que ha dado un salto gigantesco, pero raquítica en la construcción
de un poder global en condiciones de disciplinar tanto al delito como a las
fuertes tendencias polarizantes de la economía dejada a su libre juego.
El salto gigantesco –lo hemos repetido hasta el cansancio-
ha sacado de la miseria a centenares de millones de seres humanos en pocas
décadas, pero a la vez produjo una generación de poder financiero y una
polarización económica irritante en el mejor de los casos y desesperante en el
peor que hoy se expresa en el renacido nacionalismo populista generalizado.
La “culpa” –si puede hablarse en esos términos- de estas
deformaciones la tienen los liderazgos personales y partidarios que están
siendo removidos por la ola populista, que no supieron –o no quisieron, o no
pudieron- encauzar adecuadamente el cambio para que al interior de las
sociedades, donde manda la política, no se produjeran efectos tan negativos
como los que vemos: desocupación, pobreza, deuda, migraciones, delitos,
terrorismo.
El G-20 es, en este sentido, un encomiable esfuerzo de los
liderazgos políticos mundiales por retomar el control, en el borde mismo de su
posibilidad temporal, porque puede ser tarde. Las decisiones de Hangzhou de
combatir el dinero negro, impulsar fuertemente la infraestructura, acentuar las
políticas inclusivas y compartir tecnologías van en esta dirección.
¿Qué hacer por acá? La reacción instintiva es defensiva.
Recrear nuestros lazos de solidaridad nacional, unir proyectos con los vecinos
de la región, reconstruir el Mercosur, articularlo con la Alianza del Pacífico,
la Unasur, México, incluso con los grandes espacios de prosperidad –las costas
de Estados Unidos, el sudeste de Asia-Pacífico, el África del Sur-. Y un
protagonismo consciente, lúcido, inteligente y matizado en el esfuerzo de
construir la política global. Es la única chance de que el cambio –inexorable- duela
menos y le saquemos el mayor provecho.
En ese marco, se hace apremiante el diseño y ejecución de
agresivas políticas internas de integración, geográficas y sociales,
aprovechando que, a diferencia de los países centrales que hoy sufren crisis,
no son las regiones las que en nuestro caso más sufren, debido a la ausencia de
una dominante presencia industrial tradicional devenida obsoleta.
Debiéramos hacerlo con infraestructura actualizada,
tecnología avanzada y gran impulso al conocimiento, cuidando de manera especial
la inclusión social que, en nuestro caso, nos lleva a focalizar en los
cinturones de las grandes ciudades los esfuerzos en la provisión de bienes
básicos.
Por último, es urgente reconstruir el poder de la defensa
nacional, otro de los pilares de cualquier sociedad madura, que ha sido
desmantelada por la acción de relatos entre infantiles y perversos, reforzándola con alianzas
regionales estratégicas.
El mundo que viene se ha instalado de pronto, mostrando todo
su potencial pero también todos sus peligros. El mensaje podría sintetizarse
diciendo que, por un tiempo, todo dependerá casi exclusivamente de lo que
hagamos nosotros en nuestra convivencia, de los lazos que logremos establecer
con los vecinos y de la inteligencia con que actuemos en el nuevo escenario
global, mezcla –como nunca- de ajedrez y juegos de estrategia.
Ricardo Lafferriere