En el 2008, una tempestad financiera amenazaba con hacer
estallar las economías de todo el planeta.
El crecimiento sin límites del capital financiero y el
derrumbe del valor “físico” sobre el que se asentaba -el precio de las
viviendas hipotecadas en Estados Unidos- comenzó un dominó que contagió
rápidamente a los sistemas bancarios de todo el mundo. Ningún país podía hacer
nada solo, porque la caída actuaba en cadena y arrastraba a todos. El “capital
simbólico” multiplicaba ya por varias veces el valor de la economía real en la
que se apoyaba.
Fue en ese momento en que las autoridades norteamericanas
-primero, Bush y luego Obama- decidieron recurrir a ese germen de acuerdo
global que conformaba el G 20, hasta entonces jurisdicción casi exclusiva de
los responsables económicos de las principales economías del planeta. La crisis
pudo revertirse, mostrando que una acción estatal combinada era la única forma
de poner en caja a las fuerzas financieras.
Algo más importante aún: renacía el papel de la política,
esta vez en la escala global que requería un fenómeno económico, también
global.
A partir de allí, las reuniones anuales de presidentes fueron
edificando una práctica que comenzó a abrirse hacia los temas de agenda
planetarios más urgentes. Regulación y supervisión financieras, reformas
financieras, cambio climático, migraciones, equidad de género, inclusión, combate
al delito global, al terrorismo, al lavado de dinero, a la corrupción, al
narcotráfico, por la democratización del conocimiento científico, la difusión
de la tecnología de comunicaciones, la apertura del mercado laboral a las
mujeres y jóvenes, y muchos otros temas que fueron formando parte de los
sucesivos encuentros.
¿Tuvieron algún efecto? Vaya si lo tuvieron. Vaya si lo
sabremos los argentinos. Aún recordamos los dramáticos sucesos del 2001, cuando
ante un desequilibrio fiscal y financiero muy inferior al actual, el país
golpeó inútilmente las puertas del Fondo Monetario para atravesar la crisis
coyuntural mientras arreglaba sus cuentas, recibiendo respuestas agraviantes de
los mandamases de entonces, encerrados en una ortodoxia cerril. A raíz de esa
actitud, perdimos más de una década de nuestra historia y el país sufrió lo que
sufrió. Con menos del 20 % de la ayuda que recibimos este año, la Argentina no
hubiera sufrido lo que sufrió en la crisis de cambio de siglo.
Hoy, el mundo es diferente. No fueron necesarias horas de
humillantes antesalas ante burócratas desinteresados del FMI. Una fluida
relación política y comunicaciones telefónicas entre los presidentes -de EEUU,
de Rusia, de China, de Alemania, del Reino Unido, de Japón, entre otros- logró
en pocas horas que el FMI respondiera con el mayor paquete de apoyo del que se
tenga memoria en el país. Y eso es, en gran medida, resultado del G 20, que ha “intervenido”
virtualmente a todos los organismos internacionales, a través de sus
respectivos representantes nacionales.
Cierto, el G20 es un “grupo” sin organigrama propio. Sin
embargo, es de una altísima efectividad porque “pone en valor” a los organismos
internacionales existentes por encima de sus burocracias. Un estudio realizado
por la Universidad de Toronto, en 2016, donde se encuentra la base de datos del
G 20, publicó un informe sobre el cumplimiento de las decisiones de las
reuniones anuales del grupo, agrupándolas por temas. La primera conclusión es
que año a año, el porcentual de cumplimiento ha sido inexorablemente superior
al anterior. A 2016 en algunos campos el cumplimiento de los acuerdos rozó el
90 %, en ningún caso bajó del 55 % y en todos los casos el rumbo de reformas
coincidió con lo firmado. Es la contracara de las naturales dificultades en
elaborar los documentos, porque lo que se firma, se debe cumplir. Y
-obviamente- cada país tiene sus particularidades cuyos negociadores deben
tener en cuenta, tanto en contenido como en ritmo.
No son campos menores. La decisión global de luchar contra
la corrupción, por ejemplo, ha achicado el espacio de este flagelo en todo el
mundo, al subordinar al sistema financiero a un sistema de alertas tempranas,
fiscalización permanente, reducción del espacio de los “paraísos fiscales” y
judicialización inmediata de los hechos que se detecten con el compromiso de la
colaboración judicial internacional. En el mundo ya no son comunes esas noticias
y en nuestro país -firmante y cumplidor- vemos cómo se ha roto con la tradición
de impunidad y más de dos docenas de ex encumbrados funcionarios se encuentran
en prisión, mientras importantísimos empresarios merodean los juzgados con
procesamientos que no respetan investiduras. Y ni hablar de lo que está
ocurriendo en Brasil.
La persecución del lavado de dinero fue otro beneficio: en
2016 más de 120.000 millones de dólares de riqueza de argentinos que estaban “en
negro” ingresaron al control fiscal, facilitando reformas internas que han
permitido que prácticamente se terminara con el déficit crónico de las finanzas
provinciales. Blanquearon, porque no podrían ocultar más los bienes por los
compromisos globales del G 20.
Hay claroscuros. Tal vez el de más dificultoso avance sea el
control del cambio climático, en el que el principal emisor de GEI -EEUU- se
resiste, y más desde la asunción del presidente Trump, a incorporarse al Acuerdo
de París, aunque es necesario reconocer que los principales Estados de la Unión
están tomando medidas regulatorias -comenzando con California, que por sí sola
conforma al 8ª economía del mundo- de rígidos controles anti contaminantes y
promoción de energías renovables. También es necesario decir que esa reticencia
no es acompañada por nadie -mejor dicho, casi nadie, porque mantiene como
partner a Arabia Saudita-.
El listado de temas se trabaja en reuniones sectoriales
permanentes de los responsables de las políticas específicas, siendo la reunión
de presidentes el hecho formal que pasa revista de lo logrado y define las
líneas de acción del año siguiente.
Atacar al G 20 es conspirar contra la reconstrucción de la
política y reconocer a las fuerzas de hecho -grandes corporaciones,
concentraciones financieras, terrorismo, delincuencia internacional y
depredadores de diverso género- libertad para moverse en un mundo sin reglas.
Una gran selva, donde los grandes perdedores son siempre los más débiles.
Obviamente, lo que no puede hacer el G 20 es intervenir en
los países. Se basa en el consenso. Los problemas y el ordenamiento de cada país
dependen de sí mismo. Su secreto es el logro de acuerdos que pasen por encima
de las diferencias políticas, y eso permite que coincidan en él desde Trump
hasta Putin y Xi Jinping, Merkel, May y Abe, Macri, López Obrador y Mori, el príncipe
saudí y el presidente turco. No es un foro de votaciones y, aún actuando con
debates, éstos están dirigidos a solucionar problemas, no a causarlos.
Es, sin embargo, un germen de gobernanza global con el cual
la política, como actividad consciente de los seres humanos, intenta recuperar
las riendas del destino planetario ante el escenario de una humanidad que
imbrica inexorablemente su economía y se enfrenta a problemas -algunos, de vida
o muerte, o de supervivencia o extinción- que ponen en escena para resolverlos
un mecanismo más importante que la lucha: la cooperación.
Ricardo Lafferriere