sábado, 17 de diciembre de 2022

Las distintas dimensiones de la integración al mundo



El proceso de globalización acelerado protagonizado a partir de la octava década del siglo XX se ha desdoblado. Sigue potente en lo económico, alimentado por la instalación altamente irreversible de las cadenas de producción y la internacionalización financiera, pero ha tomado en lo político la característica de un enfrentamiento -a veces abierto, a veces larvado- entre dos formas, con sus matices, de entender la organización social: la democrática liberal y la populista autoritaria.

Ello agrega complejidad a la política exterior de los Estados. Éstos deben encontrar la convivencia virtuosa para sus intereses entre la necesidad de participar del mundo económico global -donde se produce la “realización de la ganancia” de cualquier actividad económica- en forma pautada para potenciar al máximo los beneficios y neutralizar los peligros, pero a la vez la necesidad de precisar los niveles de acuerdos, solidaridades y alineamientos que sean posibles en el plano político.

En lo primero, manda la economía y sus reglas. Muy pocos -si alguno- se alza contra ellas. Desde China a USA, desde India a la Unión Europea, desde Brasil hasta los países árabes, todos participan en el juego según las reglas también por todos aceptadas, aún por aquellos que aspiran a cambios parciales de algunos de sus aspectos.

Esas reglas no son muy complicadas: mercados abiertos, honrar las deudas, respetar la propiedad y, en general, actuar en un espacio global en el que lo normal es cumplir lo pactado. El realismo más rancio reina en un campo en el que las interferencias de lo público sobre los mercados son mínimos, y en todo caso se centran en evitar los posibles males que la libertad absoluta de los mercados puede provocar en los países o las personas. Los sucesivos documentos del G20, con participación de todos, muestra esta realidad -por encima de la vigencia del propio G20-.

Distinto es el campo político. El contencioso aquí debe articular el realismo con los principios y valores que cada sociedad ha elegido para sí, lo que además no es un tema sencillo para aquellas que no han terminado de definir con claridad a los que adhiere.

Sobre estas condiciones debe elaborarse una política exterior creíble y posible, sensata, respetable y armónica con los principios culturales, políticos y sociales del país, que aconsejarán la cercanía o lejanía -en términos políticos- con los diferentes protagonistas globales y regionales.

La adecuada integración del país al mundo requiere concentrar los campos de reflexión y acción en dimensiones diferentes, cada una con sus propias reglas.

La primera dimensión es, claramente, la regional. Ser amigo de los vecinos, planificar y ejecutar una sólida unión con aquellos que conforman el primer círculo de interés para el crecimiento económico, profundizar la seguridad común, desarrollar una potente infraestructura de vínculos que permitan a la región ampliar sus mercados nacionales y avanzar hacia la construcción de un espacio de confianza y acción conjunta de defensa y promoción de nuestros países. Zona de paz, libre circulación de personas y productos, desarrollo de grandes obras de infraestructura y hasta defensa común.

La segunda dimensión es la económica. No existen en el mundo economías exitosas desde el aislamiento. La vinculación a las corrientes de comercio, inversiones, financiamiento, tecnologías y flujos turísticos, entre otras cosas, demanda una acción inteligente de promoción pública-privada para facilitar la inserción del país en el mundo económico global. Éste tiene sus reglas, expresadas en organismos multilaterales de comercio, de finanzas, de trabajo, de comunicaciones, reglas cuya negación no es impune y cuyo respeto genera confianza y respetabilidad internacional. Cuidar y profundizar los vínculos con quienes nos compran, quienes nos venden y quienes nos financian. Un ejemplo claro lo da -en un extremo- el propio sistema financiero. Japón debe dos veces y medio su PBI -que es treinta veces mayor que el argentino- pero su tasa de riesgo apenas supera los 34 puntos. La Argentina, sin embargo, con una deuda treinta veces menor, tiene un riesgo país 75 veces la de Japón. En lugar de prestarnos al 0,34 % anual, nos prestan al 20 % anual. No hay en esto ningún secreto: Mientras el Japón jamás ha “defolteado” su deuda, la Argentina lo ha hecho más de diez veces. Nadie duda en prestarle a Japón lo que necesite. Prestarle a la Argentina, por el contrario, se ha convertido en una actividad reservada a aventureros y especuladores, que salvo el FMI -que maneja dinero público-, cobran por ello lo que cobran.

La última integración es tal vez la más delicada: el alineamiento político. No se trata de hacer pactos militares con nadie, pero sí de tener bien en claro a quienes nos acercamos en la forma de valorar la vida, los derechos humanos, la convivencia, el sistema político, el respeto a la soberanía y la integridad territorial de los países y la solución pacífica de las controversias.

En nuestro caso, esos principios están definidos muy claramente en el Preámbulo de nuestra Constitución. No descubrimos la pólvora si afirmamos que su fundamento básico es la libertad, la convicción que la soberanía reside en el pueblo -en cada ciudadano- y que el Estado se concibe como una necesidad para la convivencia sana, sin detentar ninguna potestad que los ciudadanos no le hayan delegado por el pacto constituyente.

Nuestro lugar de pertenencia es el mundo occidental, aún calificando esa pertenencia a la parte del mundo occidental, la del sur, que tiene aún mucho camino que recorrer para sentirse satisfecha con sus logros. Claramente, la Argentina no se define a sí misma como un país populista, autoritario, tolerante con las discriminaciones, subordinada al poder que no surja de la voluntad libre de los ciudadanos a través del sufragio. No se formó por herencia de reyes, zares o emperadores, sino por la decisión de “Nos, los representantes del pueblo de la nación”... y su causa fundacional la expresó San Martín en Lima con su clara vocación cosmopolita, al definir a nuestra revolución emancipadora como “la causa del género humano”.

Esta tercera “dimensión de la integración”, la que nos dice con quiénes nos sentimos más afines, nos servirá de guía de acción en los temas políticos globales e incluso de defensa estratégica. Su claridad nos permitirá recuperar respeto y confiabilidad internacional y nos orientará para marchar en el mundo globalizado con tranquilidad de conciencia, con la obvia prudencia que nos aconseje nuestra fuerza relativa y nuestra situación interna.

Estas tres dimensiones deben confluir en una ecuación flexible que aconsejará en cada momento, ante cada decisión y cada situación, el grado posible y conveniente de compromiso. Sin embargo, conforman una guía estratégica que debería recordarse con arte y madurez de estadistas por quienes conducen el país y definen su política exterior.

Ninguna de estas tres “dimensiones de integración” ha sido honrada en los últimos años. Recelados por los vecinos con quienes debiéramos tener una gran actitud de apertura y respeto, parias internacionales por la costumbre que ya caracteriza a nuestro país de violar las normas comerciales y financieras mientras cierra su economía y actúa al margen de la ley con  ciudadanos y empresas, y un acercamiento internacional al bloque del cual no podemos estar más alejados en principios y valores, los argentinos hemos dejado de ser mirados con respeto para convertirnos poco menos que en una curiosidad étnica, desde el presidente hasta empresarios, obreros y políticos.

Estamos a tiempo. El sol sale todos los días. Sin embargo, de no reaccionar pronto, los peligros que se ciernen sobre la Argentina pueden ser muchísimo más graves y llegar a rozar la propia existencia nacional. Lo que hubiera parecido imposible hace apenas pocos años, hoy es una posibilidad cada vez más cercana: la implosión del país, convertido en un “estado fallido”.

No nos merecemos eso.

RICARDO LAFFERRIERE

viernes, 2 de diciembre de 2022

Gobierno K: ¿errores o aciertos?

 Gobierno K: ¿errores o aciertos?

Hace tiempo comenzó a tomar fuerza la idea que el problema dramático que sufre la economía argentina se debe a “errores” de la gestión de gobierno, que “no ha acertado” con las medidas que requiere el país para normalizar o arreglar sus problemas. De acuerdo a esta idea, un buen economista podría arreglar lo que está mal y corregir los errores.

Sin embargo, las evidencias muestran que el problema argentino está alejado de la intención de normalización en esos términos por parte del gobierno y también de la intención del bloque social que me he permitido llamar la “coalición de la decadencia”, del que el kirchnerismo es su expresión extrema.

Cualquier cambio que permita a los argentinos decidir libremente su accionar contradice en forma directa la intención -que no es un efecto no deseado sino una consecuencia coherentemente perseguida por el kirchnerismo- de hacer desaparecer a los sectores medios y generar un empobrecimiento general que permita la clientelización de toda o la mayor parte de la sociedad. Esa dirección es la seguida en Venezuela, señeros maestros de las miradas K, pero es también la realidad del proceso cubano, pioneros en este modelo de organización y funcionamiento social.

Las políticas alcanzan a todos: autónomos, profesionales, productores, empresas chicas, medianas y hasta grandes. Subsistirán quienes acepten depender de decisiones de precios, importación, exportación y financiamiento decididos por el gobierno. Ninguno más.

Ni siquiera hago un juicio de valor sobre la conducta oficial. Tienen derecho a querer eso para el país, tanto como muchos otros de oponernos. Sin embargo, debemos tener en claro la diferencia, porque ignorarla ha llevado a demasiados actores no kirchneristas a pensar que estamos frente a sólo errores de política económica, de la que “no comprenden” las contradicciones intrínsecas que presentan y se arreglaría con un economista “que sepa”.

Con este otro enfoque se comprenderá que las medidas de política económica iniciada en diciembre de 2019 no son errores sino profundos aciertos: la consecuencia está siendo la que buscan y que fue preanunciada por muchos, entre otros por quien esto escribe en un análisis publicado en marzo de 2020 (“Argentina: país que se disuelve”, enero de 2021 - https://ricardo-lafferriere.blogspot.com/2021/01/argentina-un-pais-que-se-disuelve.html).

La política económica ha sido una herramienta coherente con el desmantelamiento institucional, el ataque a la independencia judicial, la implantación de la mendacidad en el discurso público, la creación de una historia nacional ficticia, la ruptura con las líneas maestras de la organización constitucional y el reemplazo de los valores sobre los que el país edificó su convivencia durante dos siglos, no por otros valores superiores en ética o solidaridad sino arcaicos y premodernos. Sin educación, sin pensamiento crítico y con pensamiento único.

No sólo han profundizado la clientelización los pobres de extrema pobreza, sino que lo han logrado con gran parte del empresariado, sectores de partidos políticos opositores y el aplauso simplón de “intelectuales” y “artistas”. El bloque de poder se completa con los estrechos vínculos con el narcotráfico ya adueñado de gran parte del país y el alineamiento internacional con lo peor del planeta, lo menos democrático, lo menos abierto, lo menos moderno, lo más autoritario. Y el indisimulado apoyo del “pobrismo” de importantes sectores de la Iglesia, funcional en cuanto enaltece la pobreza y demoniza la prosperidad.

No hay, entonces, ningún error. Todo el plan es maquiavélicamente coherente, incluye todos los frentes y su objetivo es indisimulable: la desaparición del país que conocimos reemplazándolo por una gran toldería con millones de seres sin derechos dependiendo de la voluntad de un grupo mafioso sin escrúpulos.

La política, en cuanto expresión de la voluntad ciudadana, no debe confundir en su análisis la naturaleza del régimen. Va en ello no ya la prosperidad sino la propia existencia del país -a ese extremo hemos llegado-. No lo ven quienes no quieren verlo. Sí lo ve la gran mayoría de la población democrática.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Populismo, progresismo, liberales, libertarios

¿Cuándo el término “progresista” comenzó a ser usado en forma despectiva? ¿Y cuándo el de “liberales” comenzó a identificarse con una extrema minoría?

Las calificaciones mencionadas, así como las de “izquierda” y “derecha” ocultan más que lo que definen. Son categorías estratégicas o tácticas más que ideológicas, destinadas a aprovechar la coyuntural simpatía -o antipatía- de moda en algún momento del devenir político, pero sin ningún común denominador que permita una definición de éstas de alcance general.

De ahí, justamente, el peligro de su uso en el debate político democrático.

Populistas son Trump y Cristina Kirchner, Orbán y el comandante Ortega, Maduro y Bolsonaro. Si una línea -sutil, ya que no sólida- unifica a todos es su cuestionamiento -o débil adhesión- al estado democrático de derecho. En el contenido de sus políticas caben relatos revolucionarios y conservadores, represores y autócratas, estatistas y liberales a ultranza.

Tal vez pocos ejemplos son más claros que la trayectoria del peronismo en la Argentina: estatista con Perón, liberales con Menem, ultraestatistas con los Kirchner, pero todos montados en el común denominador de reducir al mínimo posible los límites del estado de derecho y ampliar al máximo la discrecionalidad del poder y la vulnerabilidad ciudadana.

“Progresistas” es otra cosa. Nació el término en España en la segunda mitad del siglo XIX, en la lucha contra la monarquía absoluta, vehiculizada por el Partido Progresista de Espartero y luego el general Prim, protagonistas de la revolución de 1868 que puso fin a la monarquía absoluta de Isabel II. Fue -si no yerro en mi información- la primera utilización del término en español, derivados de los “reformistas” que tomaron distancia de los “revolucionarios” de la mitad del siglo XIX en Francia e Inglaterra.

En el pensamiento político fue un componente fundamental del centro político que protagonizaría en el siglo XX la gran fuerza constructora del mundo de posguerra. Ese “centro” se conformó como resultado de la confluencia dialéctica entre los socialdemócratas -socialistas que valoraban ciertamente la democracia- con los liberales que valoraban políticas inclusivas rechazando las democracias limitadas sólo a sectores sociales poderosos. Los primeros, se alejaron de los revolucionarios. Los segundos, de los conservadores ultramontanos.

Esa “izquierda del centro”, en Europa se llamó “socialdemocracia” (y en la Argentina “democracia social”) y la flanquearon por la izquierda, sus antiguos socios revolucionarios derivados hacia el comunismo estalinista. La “derecha del centro” fue flanqueada por sus antiguos socios conservadores, derivados hacia los fascismos de entreguerras y los fundamentalismos “de mercado”.

Ese “centro” compuesto de “centroizquierdas” y “centroderechas” construyó las economías avanzadas, los estados de bienestar, las democracias inclusivas, los derechos sociales, las grandes instituciones modernas de la salud y la educación pública, el reconocimiento legal de los sindicatos obreros y las instituciones de previsión. Imbricaron virtuosamente sus principios al punto que en ocasiones era difícil distinguirlos en las coyunturas sin bucear en sus orígenes históricos.

Sus nuevos rivales fueron en la primera mitad siglo XX los autoritarismos, que no atacaban ya las reformas sociales sino la vigencia democrática. El fascismo -por derecha- y el comunismo stalinista -por izquierda- negaron la supremacía del orden legal democrático por sobre el puro poder. Al contrario, el poder pasó a ser considerado como superior a cualquier límite democrático y el orden legal comenzó a ser considerado y usado como un instrumento de las ideologías totalizadoras abandonando su neutralidad. Era una herramienta para construir la “sociedad sin clases” o para defender la “soberanía del Estado”. El ciudadano, base de toda la construcción democrática social, desaparecía como protagonista de la sociedad política.

La democracia triunfó y, con sus más y sus menos, construyó el mundo occidental de post-segunda guerra mundial. Tuvo sus matices expresados por el colorido de sus partidos en juego virtuoso: los “populares” y “demócratas cristianos”, más centrados en el desarrollo económico, los “socialdemócratas”, más centrados en los derechos sociales, los “liberales”, recelosos de las grandes empresas y de los Estados fuertes y aferrados a los derechos de las personas, confluyeron en un mundo crecientemente desarrollado, cada vez más libre, más igualitario, más inclusivo.

Estos valores fueron aceptados por todas las fuerzas en juego a pesar del mayor o menor peso específico que cada una concibiera como predominante en cada momento del proceso económico y social. La “izquierda” y la “derecha” se volcaron, por su parte, a los extremos de la intolerancia recíproca, acercándose a las posiciones ultras en los extremos del arco político.

Los últimos cambios de paradigma mundial trajeron nuevos fenómenos. Surgieron los reclamos de época, como las políticas de género, la defensa del ambiente, la ampliación de los derechos de las personas y las nuevas concepciones de derechos humanos. El impresionante crecimiento de la economía mundial desplazó el eje del debate social y político global hacia las nuevas demandas, sustancialmente más complejas, y comenzaron a aparecer las opciones populistas con simplificaciones de rápida llegada al gran público, pero inútiles para solucionar problemas. “Retro-progresistas” por un lado (añorando la épica revolucionaria), “libertarios” por otro (extrañando al mundo ultraconservador) y “populistas puros” (usando en forma utilitaria parches de uno u otro origen útiles para sus reales metas: la conservación del poder a cualquier precio) configuraron los nuevos extremos.

Si de algo deben considerarse herederas estas opciones es del pensamiento antidemocrático de los antiguos fascismos, estalinismos y conservadores ultramontanos. Están tan alejadas del progresismo como de la democracia, la economía moderna y la inclusión social. Confundirlos es errar peligrosamente en el diagnóstico y a partir de allí, abrir el peligro de una división en la solidez del “centro” para sostener la estructura económica, social y política de una sociedad moderna y para luchar políticamente contra el populismo.

Progresistas contemporáneos son -y han sido- Obama y Fernando Enrique Cardoso, Felipe González, Bachelet y Raúl Alfonsín. Liberales de estos tiempos son -y han sido- Kohl, Merkel, Sarkozy, Sanguinetti, Macron y el propio Macri. Ninguno de ellos tendría punto alguno de contacto con el populismo autoritario y cleptocrático del kirchnerismo ni con los ultraconservadores antidemocráticos o las dictaduras de Cuba, Nicaragua, Corea del Norte o la propia China. Y tampoco caería en error de atacar al progresismo como tal porque alguien que se autocalifique de esa forma cometa los latrocinios injustificables que se han sufrido en la Argentina en los años K contra el estado de derecho, el estado de bienestar, el crecimiento económico, la libertad de los ciudadanos y su pretensión de regimentar la totalidad de la vida de las personas. Tampoco cuestionarían al liberalismo por su prédica constante por una economía sana, el respeto al derecho de propiedad, un Estado limitado y eficiente y su reclamo de los espacios de libertad para los ciudadanos en la construcción de su vida ni la defensa de las empresas en una sociedad libre de mercado.

Tengamos cuidado, entonces, con las calificaciones y las descalificaciones que puedan abrir nuevas brechas montadas en afectos y épicas de una realidad que ya no existe. La Argentina -y el mundo- necesitan construir una férrea muralla contra el populismo que libere la potencialidad económica de los ciudadanos y que también canalice sus mejores sentimientos solidarios, expresados tanto en la vida cotidiana como en la política.

Una sociedad estable necesita una economía sólida y en crecimiento, el respeto de los derechos, la vigencia de la ley, la justicia independiente y un Estado neutral promotor de una sociedad libre y equitativa. Esas son banderas de los verdaderos progresistas, y también de los liberales contemporáneos, enemigos ambos del populismo y naturales protagonistas en la creación de esa sociedad deseada.

Todas esas banderas se expresan con nitidez en la Constitución Nacional, el gran “centro” que construyó el país moderno, el que el populismo -no el progresismo ni el liberalismo- está destrozando.

Ricardo Lafferriere

 

viernes, 14 de octubre de 2022

¿Tipos de cambio o lucha por el botín?




No existe país en el mundo en el que el valor de la moneda nacional (por estos pagos llamado “tipo de cambio”) se manipule con tal desparpajo para transferir ingresos.

No se puede pretender, en pleno siglo XXI, que se aplique la norma de la Constitución Nacional que establece que es el Congreso Nacional -representación del pueblo- el que debe determinar el valor de la moneda, reserva de valor de los habitantes del país. Hoy parece ser aceptado que ese valor debe ser determinado por complejas elaboraciones econométricas a cargo de organismos alejados de las turbulencias políticas, ya que de él depende, entre otras cosas, el valor del patrimonio de los ciudadanos, custodiados por otra norma constitucional, el artículo 14, 14 bis, y correlativos de la Constitución, que disponen que cada uno puede disponer de su propiedad, la que es “inviolable”, extendiendo  propiedad no sólo los bienes físicos o financieros, sino el propio salario y pasividades, los grandes dañados por las políticas monetarias y cambiarias.

La moneda se convirtió en el siglo XX en el símbolo de la soberanía y la identidad de los países. Dejaron de emitirla los bancos -como en el siglo XIX y comienzos del XX- y se concentró su emisión en los Estados, a través de los Bancos Centrales.

Pero ... esta facultad “expropiada” a los bancos en favor de los Estados -representación de los ciudadanos y de la nación- comenzó a ser bastardeada con las “políticas monetarias”. En lugar de determinarse la paridad de las divisas teniendo como finalidad la defensa de la moneda nacional, se trasladó esa facultad al juego de la política, cuya última motivación es, en el fondo, la lucha por el ingreso.

La utilización de las “políticas monetarias” para transferir ingresos entre sectores de la población fue el resultado del auge de los “estados fuertes”. El argumento del origen “democrático” de los gobiernos parecía justificar cualquier medida, aún las crudamente violatorias de otras normas constitucionales que establecen los derechos y garantías de los ciudadanos, entre los cuales la vida, la libertad, el libre tránsito, la igualdad ante la ley y la propiedad son los pilares que justifican todo el edificio constitucional y legal.

La manipulación del tipo de cambio a través de las políticas monetarias y cambiarias sin control legal, político ni administrativo alguno, dejó los derechos económicos de las personas en la discrecionalidad de quien detente el poder ejecutivo. Debemos decir que también los parlamentos y la justicia apoyaron esta delegación inconstitucional de facultades, con argumentos presentados siempre como alternativa al “caos”.

Sin embargo, en ningún país del mundo se ha llegado a la orgía de manipulaciones como la que muestra el gobierno argentino en estos momentos. Por supuesto que los argumentos se fundarán siempre en el “interés general”. No es nuevo en la Coalición de la Decadencia, que fija -en forma directa, cuando gobierna como ahora, o en forma indirecta cuando presiona a gobiernos que se le resisten- las principales políticas cambiarias y monetarias.

Éstas, en consecuencia, se han transformado en herramientas de lucha por la apropiación del ingreso, o dicho en forma más directa, en la pelea por el botín. El botín es lo arrebatado a quienes generan riqueza, a quienes nos prestan o a quienes no tienen suficiente poder como para participar en forma exitosa en el jubileo, esta gran feria en que ha convertido la administración del Estado en la Argentina.

Quienes tienen menos poder, son los que “ponen” (o a los que les sacan). Los productores agropecuarios, los jubilados y pensionados, los que producen riqueza real invirtiendo o exportando productos industriales o servicios de calidad, son los más débiles y más explotados. Quienes tienen más poder, son los que “sacan”: los bancos, las organizaciones sindicales y piqueteras, los “industriales argentinos” que “fabrican” para un mercado que consideran de su exclusiva propiedad ofreciendo bienes de escaso valor y calidad pero venden a precios de oro prohibiendo a los consumidores a comprar cualquier otra cosa que ellos no ofrezcan.

Pero ésto no sería posible sin estructuras políticas funcionales a esas apropiaciones, integrantes necesarias de la Coalición de la Decadencia como vehículos de ocupación del Estado y difusoras de sus consignas de mediados del siglo XX, totalmente inaplicables al mundo actual pero rodeadas de un aura justiciera ingenuamente adoptadas por  una gran parte de la opinión pública y “publicada”, cada vez menos ilustrada, mal informada y engañada con falsos silogismos sedicentemente “progresistas”.

Lucha por el botín. Eso -y nada más que eso- es hoy la política oficial en la Argentina. En el camino queda un país que alguna vez fue señero pero hoy se encuentra en caída libre hacia la insignificancia, con muchos de sus ciudadanos esperando lucidez y patriotismo en los liderazgos que se resisten a la cooptación por la Coalición de la Decadencia, aún a riesgo de descréditos, ataques descalificantes, insultos y operaciones mediáticas -cuando no delictuales- por quienes defienden su “derecho” a decidir quién gana y quien pierde y a determinar cuándo todo lo que se hace tiene como justificación algún indefinido “interés nacional”, inexistente.

Ricardo Lafferriere

 

 

martes, 27 de septiembre de 2022

PUTIN Y EL LIMITE DE LA AMENAZA NUCLEAR

En un discurso televisado el 22 de setiembre, Putin amenaza con usar armas nucleares

¿Cuál es el límite del chantaje nuclear? ¿Existe alguno? ¿O ya debemos asumir que quien tiene una bomba nuclear y amenaza a usarla si no se aceptan sus berrinches será dueño total de conductas, libertades, vidas y muertes de todos los seres humanos sobre la tierra?

Pareciera que éste es el gran interrogante de esta guerra vergonzosa, indignante, criminal.

Las ayudas a Ucrania llegan... desde lejos. Y el temor de los países -y no digo los gobiernos, digo claramente los países, los ciudadanos, los pueblos- que son sus vecinos y amigos, especialmente en Europa, parecen aconsejar una prudente distancia del conflicto, ante la atemorizante amenaza de los criminales de guerra.

Sin embargo, esta guerra deberá hacernos asumir, a todos, que hemos entrado nuevamente en un período negro de la historia que llevará al límite la propia existencia humana. Rusia -dicen los realistas, con razón- está dispuesta a todo, aún a usar armas nucleares, si considera que existe un riesgo para su seguridad. Este riesgo lo define como un ataque a su propio territorio.

En una actitud plena de cinismo ha fraguado consultas populares amañadas en un territorio que ocupó militarmente y que desea incorporar, a fin de que pueda considerarse un ataque a su país la defensa que el legítimo titular de esos territorios robados pueda hacer de ellos. En una actitud de matón de barrio, ha notificado al mundo que usará armas nucleares para hacerse de lo que unilateralmente considere que pueda ser peligroso para su seguridad. Lo ha declarado Mendevev, expresidente ruso y el propio Putin. En esa categoría coloca a la OTAN. Sin embargo, no existe ni un solo país al que la OTAN, alianza esencialmente defensiva, haya incorporado por la fuerza, ni siquiera amenazado o insinuado una amenaza en caso de no hacerlo, a ningún país. Y vista la actitud de Rusia, menos mal que la OTAN existe.

Por el contrario, ha sido Rusia, exclusivamente, la que ha decidido que su limítrofe Ucrania podría ser un riesgo para su existencia, a pesar de su compromiso, en 1994 por el Protocolo de Budapest, de garantizar la independencia y soberanía de Ucrania dentro de los límites que entonces tenía, que incluía no sólo a los territorios que ahora desea, sino la propia Crimea, que incorporó por la fuerza en 2014 robándosela a Ucrania, país cuyos límites y soberanía estaba comprometida formalmente a defender.

Les toca hoy a los ucranianos sufrir un martirologio que entrará en la historia. Pero es un anticipo de decisiones que tarde o temprano deberemos asumir todos. Si a Putin le sale bien su chantaje, no se detendrá aquí. Y el mundo deberá decidir si acepta en nombre del realismo que un chantaje nuclear debe aceptarse sin límites y, en todo caso, si un mundo así vale la pena ser vivido. Debe decidir, en síntesis, cuál es el límite del realismo aceptado y cuál es el riesgo que está dispuesto a asumir para vivir en un mundo digno de la condición humana.

Leí de un renombrado intelectual ucraniano que su país está cumpliendo el papel de las nuevas Termópilas. El sacrificio de Leónidas y sus 300 espartanos permitió ganar el tiempo necesario para que las ciudades griegas depusieran sus litigios y recelos y se unieran para enfrentar al invasor persa conducido por Jerjes. Era, para ellos, también una opción de subordinación o desaparición. Ha habido momentos en la historia que los pueblos han debido enfrentar esa opción.

Sin Termópilas no hubieran existido Salamina ni Platea y tal vez no hubiera existido el imperio romano ni occidente tal como lo conocemos. Sin Termópilas quizás el mundo estaría gobernado hoy por los Ayatollahs asesinos de mujeres y hablaríamos persa en todo el mundo. No hubiera existido la democracia clásica ni sus herederas. Ni el arte, los valores, el derecho, la justicia, ni mucho menos los derechos humanos ni la democracia. No existiría nuestra propia historia.

 Ese proceso se ha iniciado ya, con una actitud más unida y firme de Europa, que sin embargo no alcanza para detener la agresión inhumana del criminal de guerra. Y todo indica que si se da una duda o debilidad de Europa y el mundo democrático en general en el momento que pueden ayudar -nada más que enviando armas, aviones, tanques- la suerte de estos héroes ucranianos estaría echada.

El nuevo Jerjes se encuentra frente a la insólita novedad de que sus atacados le rememoran otro sitio feroz e inhumano: el de los nazis a Stalingrado, que él conoce bien como conocedor que es de la historia de Rusia. La otra novedad, correlativa, es que ahora el émulo de Hitler es él y los héroes que emulan la resistencia del pueblo ruso frente a la invasión nazi son los ucranianos. Zelenski, el Leónidas del siglo XXI, se está inmolando al frente de su pueblo, para que todos tengamos tiempo de organizarnos, armarnos para la defensa y superar nimiedades.

En nada nos consuela, sin embargo, esta convicción. La masacre se está desarrollando ahora, los héroes están muriendo ahora, la bestia está asesinando ahora. No ha respetado el derecho internacional, ni los principios de las Naciones Unidas a los que se obligó con su firma, ni siquiera los principios elementales de moralidad humana. Es ahora que el mundo democrático no puede ni debe ceder, por encima de las filigranas filosóficas. Enfrente no existe un razonamiento compartido, como no lo existía con Hitler y como no lo existe en los países en los que el populismo utiliza la mendacidad en las conversaciones y los acuerdos, aún en el plano de las políticas internas. Así como Hitler fue mendaz en Múnich. Así como lo ha sido Rusia con su compromiso de garantizar la independencia y seguridad de Ucrania en los protocolos de Budapest de 1994. Así como lo son el comandante Ortega, Maduro, los Castro y otros latinoamericanos que bien conocemos.

Mentir y matar, esa es la consigna. Combatientes o no, hombres y mujeres, viejos y niños. Mentir con hipocresía. Matar a distancia, para no correr riesgos. Misiles, bombardeos aéreos, bombas racimo y hasta bombas termobáricas, ese nuevo artefacto infernal que disuelve los cuerpos en un radio de un kilómetro. Si nada de eso conmueve a los vecinos ni a los congéneres, si triunfan el miedo, la hipocresía y el cinismo, sería -obviamente- el fin de Ucrania, pero también el fin del mundo con libertad. Sin perjuicio de tener abiertas siempre las puertas de la diplomacia no pueden dejarlo triunfar ni retroceder ante el chantaje.

Terrible momento, que pone a prueba valores, racionalidad y sentimientos de la humanidad entera.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 24 de agosto de 2022

LA DEFENSA DE CFK

 



Muy poco se puede agregar a lo ya dicho con respecto al juicio contra la ex presidenta CFK y un grupo de funcionarios y allegados.

La reflexión que sigue está abierta, porque confieso no haber podido comprender la congruencia de los dichos de la Vicepresidenta con los principios que sostiene el estado de derecho. La resistencia de un personaje importante a someterse a la ley y la justicia da por tierra con las construcciones teóricas sobre la naturaleza del poder democrático, la pirámide jurídica y la vigencia de la ley como marco supremo de convivencia en paz.

Es obvio que no se trata de esperar la actitud de Sócrates bebiendo la cicuta aun estando convencido de la injusticia de la sanción, que por cierto no es este caso. La auto eximición es impune, aún en nuestro Código Penal. Nadie puede saber lo que habita en lo profundo de pensamiento y sentimiento de otra persona. Cada delincuente tiene sus motivos, que desde su valores justifican su accionar delictivo. CKF puede estar íntimamente convencida que hizo el bien actuando como actuó y eso es comprensible y hasta respetable.

El problema surge cuando esa convicción choca duramente con lo que la sociedad considera compatible con un comportamiento valioso y, al contrario, opina que esa conducta -autojustificada, como lo son todas las conductas en la convicción de cada delincuente- es perjudicial para la convivencia y debe ser evitada y sancionada.

Las leyes penales -que son islotes de excepción en el principio de la libertad de las personas, definiendo las conductas que no son toleradas por el conjunto- tienen esa misión: hacer posible la convivencia en cualquier orden social.

Hay entonces tres conceptos en juego. El primero es la clara determinación del conjunto social que, a través de las leyes sancionadas por los representantes de los ciudadanos y por el procedimiento que éstas establecen para garantizar los derechos fundamentales de todos, delincuentes o no, define qué actitudes considera disvaliosas y en consecuencia no las tolera y las sanciona.

Cada persona puede considerar a cada ley como injusta y proponer cambiarla -tampoco es este el caso-, pero mientras esté vigente es obligación respetarla si se desea convivir con los demás. De nuevo: Sócrates bebió voluntariamente la cicuta que lo mató, aún a conciencia que su sentencia a muerte era injusta, porque el respeto a las leyes era más importante que su creencia o convicción.

El segundo es el principio de la democracia. Tampoco es un armado rígido y eterno. Las distintas formas que ha adoptado la democracia a través de historia y geografía indica que es nada más que un mecanismo instrumental para definir cómo se ejerce el poder, cuáles son sus límites, cómo se sancionan las normas, cómo se las ejecuta y cómo se las aplica. El valioso diseño de los tres poderes logra este equilibrio para que el sentir y deseo de la mayoría de los ciudadanos defina qué es permitido y qué no lo es, y las formas de sancionar a quienes cometan los hechos que la sociedad no tolera.

El tercero es el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, principio éste que se abrió camino luego de luchas de diversa intensidad hasta nuestros días, en los que su perfeccionamiento motoriza reclamos y afortunadamente ha logrado resultados impensables hasta hace no muchos años: el sufragio libre igualitario, los derechos civiles y luego políticos de la mujer, la prohibición de la discriminación, la igualdad de trato a los diversos géneros, y otras aspiraciones que marchan en el mismo sentido. En su forma más básica, prístina y contundente, está grabado en el art. 16 de nuestra Constitución: en la Nación Argentina “todos sus habitantes son iguales ante la ley”. Y en las estrofas que entonamos desde niños: “Ved el trono a la noble igualdad”.

Los ciudadanos argentinos han sancionado y jurado su Constitución Nacional. Ella determina como son elegidos sus representantes para dictar las leyes, cómo un presidente para que las haga cumplir y cómo a jueces para que sancionen los incumplimientos.

Entre esas leyes están las normas penales, las que ha sido probado en forma pública y contundente haber sido violadas por los imputados.

Los imputados, a su vez, han sido tratados con muchísima más enjundia y cuidadoso cumplimiento de las formalidades legales que a cualquier ciudadano de a pie  y le han sido garantizados sus derechos inalienables, entre los cuales está la presunción de inocencia, el debido proceso, su derecho de defensa y la vigencia de las reglas procesales sancionadas por los  legisladores para que el proceso penal garantice no sólo las aspiraciones de la sociedad a que sus normas sean cumplidas sino también los derechos constitucionales de los imputados.

En consecuencia, la actitud de la imputada CFK está fuera del orden constitucional, fuera de la ley penal y fuera de la ley procesal. La actitud de los magistrados, por el contrario, ha sido impecable, tolerando mucho más de lo que se le hubiera tolerado a cualquier argentino con acusaciones y pruebas parecidas.

Pero aún presumiendo una alteración cognitiva en la principal imputada, tanto o más grave es el comportamiento de otros actores: legisladores, dirigentes, gremialistas e incluso ciudadanos que la han votado y la siguen apoyando. No estamos en la primera mitad del siglo XX, cuando masas irracionales seguían a sus líderes aún a las atrocidades más repudiables. Estamos en el siglo del conocimiento, de la interacción general por las redes sociales, en la reafirmación de la conciencia y la responsabilidad individual y en la reivindicación de los derechos ciudadanos, aún los tradicionalmente negados tras el velo de costumbres ancestrales.

 En este proceso no se discuten ideologías políticas sino comisión de delitos. Las ideologías se discuten en los procesos electorales. En los juicios penales el debate versa sobre hechos delictivos, sus autores y sus eventuales sanciones. No son los dirigentes, ni los gremialistas, ni los ciudadanos de a pie los que participan ni deben participar de estos debates. Es misión de los jueces.

Son campos diversos, que no pueden superponerse so pena de retrotraer la convivencia a tiempos pre-constituyentes, cuando los caudillos con poder decidían sobre vida, muerte y patrimonio de las personas y cuando esos mismos caudillos confundían lo público con lo privado y el presupuesto público con su propio patrimonio.

No queremos volver a eso. Al contrario, queremos avanzar hacia una sociedad más fuerte, con leyes cumplidas por todos, sin privilegios de ninguna índole, en la que rija en plenitud el pacto constituyente y las leyes que se dicten en su ámbito. Y también suturar la profunda herida que sufre el país.

El requisito hacia la oposición es separar “la paja del trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan la convivencia. El país requiere reconstruir espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas reprimidas de la Argentina.

RICARDO LAFFERRIERE

 

jueves, 11 de agosto de 2022

El dólar, curioso símbolo de la impotencia y de la sensatez de los argentinos

 



Desde la perspectiva de las personas comunes, en una economía crecientemente globalizada y con productos fabricados en cadenas globales o que llegan a esos mercados, las tasas de cambio deberían tener un alto grado de estabilidad en el corto plazo como condición para la estabilidad política.

El dinero, en su carácter de reserva de valor, no debería tener oscilaciones que generen incertidumbres en los millones de actores económicos que conforman el gran “mercado”, que son los ciudadanos. Una alteración brusca o una incertidumbre mayor sobre su evolución implica privar a la moneda de su condición de reserva confiable de valor, la que naturalmente será buscada en el bien que sí lo haga. La alternativa que en la concepción de las personas ofrece más esa cualidad es la divisa de mayor transabilidad y percibida como de mayor fortaleza, la que en la Argentina es el dólar americano.

De esta afirmación, confirmada por la realidad, se desprende una consecuencia que obliga a una profunda reflexión sobre los mecanismos tradicionales con que la política económica valoraba el tipo de cambio. En efecto, éste ya no es sólo “uno más de los precios de la economía”.  Tampoco es sólo una moneda de transacciones internacionales, sea para comprar o vender bienes con producción final fuera del país, sea para operaciones financieras que atraviesen las fronteras. Por el contrario, ante una extrema volatilidad del valor de la moneda nacional, despojada ya de su credibilidad y condición de reserva de valor, las personas acuden al mecanismo que más cerca tienen para preservar sus ingresos. Compran dólares. Personalmente he sido testigo de jubilados con la mínima, frente al cajero de un banco al momento de cobrar su jubilación, pidiéndole comprar 10 dólares -que era su ahorro mensual- con los ínfimos pesos que calculaba ahorrar.

¿Es especulación? ¿Es de los grandes, los medianos, los chicos? Tiendo a pensar que es una medida defensiva, y que la efectúan todos. Y que es lógica y defendible, porque defienden su dinero, que es el fruto de su esfuerzo. Otra cosa es convertir la inestabilidad en un arma política, desgraciada práctica que también puede darse cuando quien tiene recursos disponibles en momentos especialmente sensibles del mercado, realiza operaciones desvinculadas de la marcha de la economía, con fines políticos o especulativos. No es imposible. Hasta una moneda tan fuerte como la libra esterlina pudo ser atacada, en un determinado momento, por la decisión de un inversor particular, George Soros, provocando su imprevista devaluación.

Pero el gran público no conoce -ni tiene por qué conocer- las complejas filigranas de los grandes mercados. Simplemente busca preservar su pequeña o gran riqueza, sea su sueldo, su capital transaccional de trabajo, o su ahorro con algún grado de liquidez. De ahí que uno de los principios fundamentales que aplica el “saber ortodoxo” sobre este tema, la “libertad cambiaria total”, es incompatible con el estado de desconfianza que, coyuntural o estructuralmente, sea atribuida a una moneda nacional.

Defender la moneda es entonces una responsabilidad pública central e irrenunciable, porque es defender a cada ciudadano. No sería buena idea aferrarse dogmáticamente a la “flotación libre”, obsesión de los economistas del FMI, como tampoco a la ficción de un valor de la divisa sólo al alcance de quienes el poder decida, ya que una u otra actitud generan distorsiones que termina pagando toda la economía y todos los argentinos. Tanto la discrecionalidad del poder como la volatilidad extrema de la moneda la convierte en inexistente de cara a su función de preservación de valor de la riqueza de los particulares, y por lo tanto no puede dejarse a la deriva de especuladores o de inescrupulosos combatientes por el poder.

Cierto es que cuando hay déficit y deudas contraídas con el mercado global -ahí estamos, por decisión propia y beneficios estratégicos- las reglas de juego no las fija el deudor a su gusto, sino que éste debe cumplir las existentes. Lo cierto es que la última renegociación con el FMI encontró en el organismo internacional una disposición al acuerdo imprevista según sus antecedentes. Las laxas metas son muchísimo más flexibles que cualquiera otorgada a ningún país con anterioridad, y la incapacidad de cumplirlas sería una terrible noticia, no ya para el gobierno sino para la Argentina, con este gobierno o con los que le sigan.

La Constitución Nacional -mediados del siglo XIX- atribuyó al Congreso la potestad de fijar el valor de la moneda, tan importante era como demostración del respeto a la propiedad privada, garantizada en los artículos 17, 14 y otros de su articulado. La norma ha quedado “demodé”, aunque sus resabios aún vigentes siguen manteniéndose simbólicamente en un poder que también se ha ido convirtiendo en cada vez más simbólico, el parlamento. En los hechos, hoy el valor de la moneda es el resultado de muchas variables que no pasan por decisiones directas del poder público y ni siquiera es definida por actores del país.

Hoy se juntan en la Argentina varias vertientes de inestabilidad, pero dos principales. La vertiente global, que a su vez tiene fuerzas “negativas” -la huida de capitales volátiles que ven más seguridad en economías más estables para realizar ganancias de corto plazo-, y positivas: el acceso a un mercado gigante para nuestros productos y la propia acción de la política económica global, que ha tendido una mano de ayuda sustancialmente mayor a la que negó en la crisis del 2001, cuando nos empujó al abismo;  y la vertiente local, que muestra a los argentinos con la necesidad de preservar sus ingresos, ahorros o capitales en un mecanismo de reserva de valor más consistente que su moneda.

Sin embargo, también en este campo hay dos fuerzas opuestas: quienes desean poner en caja las finanzas públicas como forma de defender la moneda nacional ante el ataque y la desconfianza, curiosamente mayoritarios en la oposición, y quienes al contrario desean mantener la inestabilidad y la desconfianza, sea por razones políticas -como el conmocionante episodio de las coimas que avanza judicialmente en forma inexorable hacia su máxima responsable, acercándose ya también a actores institucionales del sector financiero, y la aproximación de las elecciones- o por razones económicas: maximizar las ganancias especulativas aprovechando el río revuelto. La otra curiosidad es que éstos están más cerca del gobierno. Pero también están los miles de compatriotas honestos, gente común que sólo buscan -como está dicho- no ser “licuados” por la lucha entre titanes. Y aunque sea, sobrevivir.

¿Qué puede hacer el país ante esta situación?

Para no buscar inventar la pólvora, tal vez convenga echar una mirada al mundo. No estamos atados -como Grecia- a una moneda internacional que no se devalúe, ni tampoco integramos una economía sólida, como la europea. No tenemos poder para imponer respeto tácita o expresamente respaldado por la fuerza militar, como EEUU. Tenemos un fuerte orgullo nacional, pero ahorramos en la divisa norteamericana, país del que sin embargo somos recelosos por razones culturales. Nuestra experiencia dolarizadora de los 90 no tuvo un final exitoso, al resultar incompatible con el desequilibrio creciente de las finanzas públicas y mantener una extrema rigidez sin válvulas de escape ante la valorización de la moneda americana en esos años, lo que agregó el componente terminal del desequilibrio comercial. El entorno regional nos muestra ejemplos diferentes, con sociedades que no funcionan -ni reaccionan- igual que la nuestra. No somos Chile, ni Brasil, ni Uruguay, ni Paraguay, ni Bolivia, cuyas economías, a pesar del abanico “ideológico” de sus gobiernos, han asumido la importancia estratégica de la ortodoxia fiscal y defensa de su moneda.

En lo profundo de la inestabilidad está la concepción del Estado como botín de guerra e instrumento de lucha política, liberado de molestos controles legales y al acceso de bandas de amigos, esos que tantas veces hemos definido como la “Coalición de la Decadencia”.

El camino que quizás más pueda iluminarnos es buscar una salida hacia un funcionamiento económico bimonetario permitiendo la utilización indistinta de la moneda propia y de la divisa en las transacciones internas, con una equivalencia tranquila asegurada por el equilibrio fiscal y una macroeconomía consistente. Tal vez habría que reflexionar sobre esa alternativa, recordando que la cantidad de activos en dólares en manos de argentinos es hoy más de cuatro veces el equivalente en moneda nacional, permaneciendo inmovilizado o subutilizado. Esos recursos volcados a la dinámica económica productiva nos permitirían dar un gran salto adelante. El desafío es generarle a sus titulares la confianza absoluta que no serán robados.

El peso en Argentina ha quedado reducido a una moneda transaccional, convertido en un campo de batalla de especuladores de ganancia fácil arbitrando entre tasas, bonos y divisa, en el que siempre pierde el salario. Para ahorro, inversión y reserva de valor, los argentinos utilizan abrumadoramente el dólar, en gran medida productivamente inmovilizado. Alcanza con observar el movimiento del mercado inmobiliario, para confirmarlo. No existen valores en otra moneda que el dólar. De cualquier manera, para éste u otro camino, la solvencia fiscal y externa son requisitos ineludibles sobre los cuales construir la confianza que permitirá tomar decisiones de ahorro, inversión y endeudamiento a tasas razonables. Y es justamente la solvencia fiscal la “parte dura” del camino. Para lograrla se requiere profesionalidad en los actores, pero también decisión para poner en caja a quienes reciben los recursos fáciles en todos los escalones sociales: banqueros, empresarios paniaguados, organizaciones piqueteras, planeros y aún las clases medias.

La sociedad necesita también creer en su sistema institucional, que hoy no transmite convicción de solidez, especialmente en la persistencia de la impunidad por gran parte del saqueo. Podría responderse que éste no es un tema económico. Sin embargo, lo es. Quienes compran dólares “minoristas” por incertidumbre sobre lo que puede pasar, moderarían su actitud si se sintieran viviendo en un país en el que los delincuentes fueran tratados como tales -en lugar de protegerse en fueros especiales o someterse a privilegios procesales que terminan cubriendo su impunidad-. Invertirían con mayor entusiasmo y confiarían en su emprendimiento, no sólo los argentinos sino el mundo. Tampoco esto es sencillo. Numerosos políticos, empresarios, gremialistas, comunicadores y hasta jueces que aún forman parte del Poder Judicial y están protegidos por su estabilidad constitucional formaron -o forman aún…- parte de ese entramado mafioso cuya extensión y profundidad no tiene parangón en las sociedades modernas.

El camino no sería tan complicado en una sociedad política con diálogo. La moneda es un campo que en sociedades maduras concita la coincidencia de sus fuerzas políticas más importantes y no un territorio de disputa constante. En nuestro país, aunque el diálogo existe, está contaminado por los coletazos de la gigantesca corrupción, que condiciona la posibilidad de acuerdos entre los sectores más lúcidos de la política, los que se encuentran en una dinámica turbulenta cada uno en su propio espacio limitante de su capacidad de aporte.

Sin embargo, hay aún reservas de patriotismo en todos lados. Son mayoría, especialmente entre las nuevas generaciones, los periodistas, políticos, gremialistas, empresarios y jueces que no tienen complicidad con el pasado que nos avergüenza y quieren comenzar a vivir en un país sano. Por eso, aunque todo parezca complicado, la peor actitud sería la de no conversar entre nosotros, resignarnos o aislarnos.

El requisito hacia la oposición es separar “la paja del trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan el diálogo, imposible si la intolerancia tiene un real fundamento ético. Pero todo lo demás debe encontrar espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas productivas de la Argentina.

No estamos “condenados al éxito”, pero tenemos todas las posibilidades de lograrlo si enfrentamos la realidad, nos proponemos una meta y ponemos en ella pasión nacional.

Ricardo Lafferriere