Razón y sentimientos
La reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y
Estados Unidos ha conmocionado no sólo el escenario político internacional,
sino –para quienes seguimos el proceso político- viejos sentimientos forjados
durante cinco décadas en varias generaciones de latinoamericanos.
Es, también, un hecho de significación histórica. Quien haya
seguido los pronunciamientos virtualmente unánimes de los países
latinoamericanos en las últimas décadas recordará lo difícil que es encontrar una
reunión continental o regional en la que no se hubiera exhortado al
levantamiento del bloqueo.
Cierto es que éste aún no se ha levantado. Pero también lo
es que la reanudación de relaciones diplomáticas no deja otro camino que llegar
a ese punto.
La mayoría de los latinoamericanos ha visto este paso con
satisfacción, con mayor o menor alegría, pero con la sensación de terminar con
un “peso” que enrarecía la política continental.
Pero la política internacional –en realidad, la política…-
no es sólo sentimientos, aunque éstos formen parte del razonamiento operativo
del poder. Ocurre en este campo algo similar al juicio sobre una obra de
teatro, o una película. Una cosa es si gusta o no. Otra es el análisis de cada
uno de los aspectos que, unidos, terminan configurando la obra: el guión, las
actuaciones, la puesta, la música, la fotografía, incluso el momento en que es puesta en cartel.
Ésto ha gustado. Pero no se produjo sólo porque “guste”.
Ningún paso de la política internacional se produce sólo por el gusto. Siempre
hay razones, intereses, prospectiva, estrategia, objetivos. La decisión
presente no es una excepción.
Hay razones que tal vez nunca se conozcan. Otras, es posible
deducirlas de acuerdo a los beneficios que obtienen las partes. Aquí son tres:
EEUU, Cuba y el Papa.
Estados Unidos –como país, más que uno u otro de sus actores
políticos, entre los que los hay fuertemente opuestos, la mayoría de ellos en
el ala más dura del partido Republicano- ha dado un paso estratégico que pone
en valor, en el momento oportuno, su clara ofensiva global.
El principal “rival” norteamericano es, hoy, el crecimiento
chino. Lejos de caracterizarse por la tensión abierta de la guerra fría, este
contencioso se da en diversos escenarios “blandos”, en los que predominan el
acceso a recursos naturales, el acceso a mercados, el acceso a financiamiento y
el posicionamiento internacional de cara a los diferentes campos en los que se
está diseñando el entramado legal de la globalización y la gobernabilidad
mundial –OMC, ONU, Consejo de Seguridad, Alianza del Pacífico, OTAN- y, entre
los “issues” que preocupan en el nuevo rompecabezas mundial, la presencia política,
económica y militar en las regiones.
Para EEUU, ésto estaba claro con la URSS a partir de Yalta,
acuerdo que con la sonada excepción –a medias- de Cuba, fue respetado por ambas
superpotencias: América Latina era una región que caía en la “zona de interés”
natural de Estados Unidos. Podía haber incursiones solapadas, influencias
indirectas, escarceos diplomáticos o comerciales, pero, en última instancia,
quien definía políticamente los conflictos en la región era EEUU. El espejo del
otro bloque lo configuraba Europa del Este, bajo la “zona de interés” soviética,
según los terminantes acuerdos de la inmediata posguerra.
La ruptura del mundo bipolar y el “nuevo orden mundial”
desembocaron en un gigantesco desorden. La implosión soviética primero y el surgimiento
chino luego convirtieron al mundo en un escenario de influencias cruzadas, que
se ha acentuado con la decidida expansión china. Ha tomado la delantera en
África, con la diplomacia de las grandes obras públicas y las inversiones en
recursos naturales, desplazando a las antiguas potencias coloniales y a la
influencia norteamericana.
Ha avanzado en América Latina, también con inversiones. En
nuestro país hemos observado en los últimos tiempos, aprovechando las
necesidades angustiosas de divisas del populismo kirchnerista, lograr hasta una
base satelital virtualmente soberana en territorio argentino cedido por el
gobierno kirchnerista, que ha renunciado hasta a la aplicación de su
legislación nacional. Pero también inversiones, comercio y créditos blandos
-pero "coloniales", es decir, atados- en Perú, Bolivia, Ecuador,
Venezuela, Colombia, Costa Rica, Brasil, Chile y otros países.
China está efectuando una fuerte “diplomacia ferroviaria”
con centro en Pekín, diseñando un abanico de trenes de alta velocidad en Asia
Central, llegando hasta Turquía, Alemania y la zona oriental de Rusia. Hasta se
encuentra en proyecto un tren de alta velocidad Pekín-Washington, que
atravesaría Rusia y la tunelización del Estrecho de Behring, atravesando Rusia
en Asia y Canadá en América.
Para Estados Unidos, en sus relaciones con América Latina el
problema cubano ha sido en los últimos años una “piedra en el zapato” que
obstaculizaba permanentemente sus intentos de acercamiento a la región, en la
que su influencia podría comenzar a peligrar porque no hay ya un acuerdo
vigente que lo vedara, como durante la guerra fría, con el principal rival.
En efecto: el bloqueo golpeaba el sentimiento de todos los
pueblos, condicionaba a los gobiernos, y generó durante todo el último medio
siglo una cínica ventaja argumental para la dictadura cubana montada sobre el
tradicional sentimiento antiimperialista de América Latina. Conformaba, sin
embargo, una antigualla sin justificación alguna en el actual escenario
internacional, en el que EEUU tiene relaciones con Corea del Norte, está
discutiendo un tratado de desnuclearización con Irán y está desplazando en el
tema árabe-israelí su tajante alineamiento de posguerra por una posición más
matizada, propugnando un acuerdo sobre la base de dos Estados soberanos.
Para Estados Unidos, el bloqueo era entonces muy costoso
políticamente y su solo planteo tenía el mismo sabor arcaico que el “relato
antiimperialista” del gobierno cubano. Ambos, típicos exponentes de tiempos de
la guerra fría, que el mundo superó hace más de tres décadas.
China, con su activa política de inversiones, recorre
América Latina pero también se acercándo a Cuba, donde, dicho sea de paso, el
fracaso estrepitoso de la gestión de la “revolución” se ha vuelto un activo, ya
que todo está por hacer. No tiene energía, ni puertos, ni servicios públicos,
ni carreteras, ni comunicaciones, ni servicios modernos. Y nada moviliza más
“los principios” que las conveniencias económicas.
Los empresarios americanos –y los propios cubanos de Miami-,
que cuentan con tecnologías, financiamiento y capitales, sólo necesitan una
ventana legal y política para volcarse a la Isla, que seguramente de no ser así
dependería en última instancia de las inversiones chinas, escenario nada
atractivo para el posicionamiento global de los Estados Unidos.
Para Cuba, el acuerdo es agua para un sediento. El derrumbe
del precio del petróleo reducirá sustancialmente la capacidad venezolana de
seguir subsidiando su energía, sin lo cual la posibilidad de regresar a la
miseria absoluta del “período especial” está a la vuelta de la esquina.
En un mundo competitivo y lanzado a la construcción de la
economía global, ya no hay quien pague cuentas ajenas. La propia Rusia está
luchando para atravesar una etapa de fuerte ajuste, seguramente recordando que
una caída similar provocó, a fines de los 80, la implosión del estado soviético
y la caída del muro de Berlín y de la “cortina”, abriendo caminos
independientes a países de su “área de interés”.
El beneficio para Estados Unidos, entonces, está claro:
remover un fuerte obstáculo para su relación con América Latina y abrir un
capítulo muy importante de posibilidades de negocios en diversas áreas que ya
se están delineando: energías renovables, turismo, construcción,
comunicaciones, infraestructura. El mismo que para Cuba, cuyo pueblo se
encuentra cada vez más cansado de la verborragia “revolucionaria” que lo ha condenado
a cincuenta años de miseria.
Las condiciones objetivas indicaban la conveniencia para
ambos países. Sólo faltaba el disparador, que resultó ser nuestro compatriota
el Papa Francisco. A él –bueno es también recordarlo- aparecer como actor
decisivo en un acercamiento caro a los sentimientos de la mayoría de los
latinoamericanos le implica un agregado de prestigio concreto en el escenario
internacional. El reino del espíritu y de los afectos, en el que se mueve la
religión, sintonizó la misma frecuencia que la realidad terrenal. Fue uno de
esos momentos especiales en los que la “alineación de los planetas” produce
acontecimientos trascendentes.
Se ratifica en este acuerdo una verdad cada vez más
inexorable: la globalización impone sus reglas.
Se la puede conducir, pero no detener. No hay chances para permanecer aislados. La virtud de una gestión
política exitosa es “surfear” las grandes tendencias, aprovechándolas sin
enfrentarlas.
Quedarán, como pasa siempre, tareas por hacer y personas disconformes.
Los duros republicanos y los más intransigentes anticastristas reclamarán más,
ignorando los matices y la real capacidad de acción de la política y de los
liderazgos. El Príncipe –decía Macchiavello- no hace lo que desea, sino lo que
puede.
La realidad existente permite a la política dar este paso,
que no es menor y que abre nuevos caminos. Recorrer esos caminos, que serán
sinuosos y nada lineales, impondrá otras batallas, que deberán dar otros
actores: los ciudadanos cubanos, los empresarios norteamericanos, la diplomacia
continental, e incluso los demás actores del mundo.
Quedan tramas abiertas, pero la obra satisface. La mayoría
de los latinoamericanos a los que les interesa el tema dormirán un poco menos
angustiados. Los ideólogos podrán reelaborar sus relatos para adecuarlos al
nuevo escenario. Por casa, ya hemos leído un adelanto…
Las limitaciones que impone la realidad reducirá los
espacios más extremos y abrirá un cauce cada vez más amplio para las
iniciativas ciudadanas. Hacia más libertad, más iniciativa individual, más
crecimiento, más horizontes de esperanza. En fin, la lucha de siempre, que no
regalará nada sino que será el resultado de la acción, concreta y objetiva, de
los ciudadanos.
Ricardo Lafferriere