martes, 13 de noviembre de 2018

Las opciones a CAMBIEMOS


En las últimas semanas han crecido notablemente los ataque a la administración de CAMBIEMOS, indudablemente tratando de aprovechar la sensación de debilidad oficial debido a la crisis económica, con el obvio propósito de frenar el avance inexorable de las causas por la corrupción que estrecha el cerco sobre los principales actores del país del pasado.

Es natural que los reclamos ante el derrumbe del valor de la moneda movilicen a quienes ven afectados sus ingresos, frente a quienes el propio gobierno ha abierto mesas de diálogo y propuesto salidas coyunturales para hacer el puente entre esa caída -que arrastró al salario- y el inicio de su recuperación, esperable en algunos meses, paritarias mediante.

Desde el populismo, y sea cuales fueran los motivos coyunturales, existe una impotencia intrínseca para articular una propuesta para el país “totalmente opuesta” de la actual. Las recetas que han surgido conducen a un callejón sin salida. 

Sin financiamiento externo -porque implica ruptura financiera con el mundo-, sin posibilidad de financiamiento interno -porque la presión impositiva se encuentra ya en los mismos niveles récords que los dejó la administración del peronismo-, con un gasto público congelado a la baja, las únicas propuestas posibles no podrían evitar un nuevo default, volver al encierro, a la cuotificación de las divisas con su negra experiencia de corrupción y al cierre de las fronteras económicas del país condenando a la Argentina a despegarse de la locomotora tecnológica global recomenzando la decadencia. 

Para mantener la ilusión de la prosperidad no habría otra alternativa que la emisión sin respaldo, desatando un proceso hiperinflacionario. El ejemplo del chavismo de Maduro, en Venezuela, es la mejor imagen de ese destino. Todos los reclamos escuchados sólo focalizan su respectivo problema puntual, y las recetas propuestas son intrínsecamente contradictorias, sin hacerse cargo de la compleja situación general, en una especie de pensamiento mágico aplicado a la economía.

Desde la ortodoxia, imprevistamente atacada por una curiosa belicosidad, se imputa al gobierno no haber realizado el ajuste apenas llegado al poder, en lugar de intentar el camino gradualista de cubrir el desequilibrio con deuda en la espera que la reactivación económica evite las medidas más duras. En su opinión, actuando así se hubiera podido evitar las crisis cambiaria y fiscal contra las que el país aún está luchando.

La respuesta a esta crítica no es ya económica sino política. Por supuesto que todos saben -aún en el gobierno- que dos más dos son cuatro. Pero vivimos en este país, conocemos los límites del poder, la formidable articulación histórica de la “Corporación de la Decadencia” y también su escaso apego al funcionamiento institucional. 

Ya Fernando de la Rúa trató de impulsar el “déficit cero” y la consecuencia no fue el crecimiento rápido sino la crisis social más profunda de nuestra historia reciente. Ignorar las limitaciones del poder pone en riesgo no ya la economía, sino la propia estabilidad institucional. Hacerlo cuando no se tiene poder propio, ni credibilidad internacional, ni acompañamiento social, es suicida para la democracia. 

La sociedad votó a Cambiemos mayoritariamente asqueada por la corrupción y la grotesca decadencia de los actores políticos. Esas banderas eran terminantes, pero ni siquiera los votantes de Cambiemos coincidían entonces en un claro rumbo alternativo, que sí tenía en claro su conducción. Desde la política la primera reflexión que cabe es que afortunadamente al gobierno no se le ocurrió hacerlo, porque tal vez estaríamos aún en un enfrentamiento sangriento.

La administración de CAMBIEMOS, con sus claroscuros, errores y aciertos, está llevando adelante la nave del país con una habilidad que es lo más que permite su actual correlación de fuerzas. El conmocionante derrumbe de la moneda nacional no derrumbó al gobierno, que exploró caminos de superación y está logrando retomar las riendas, ante una crisis que en cualquier país hubiera sido detonante de conmociones sistémicas. Lo que está pasando es lo que hubiera pasado -y tal vez, con más gravedad- si se hubiera intentado al inicio del gobierno, cuando hasta estuvo en duda la propia entrega del poder.

El gigantesco apoyo internacional ayudó a evitar una hiperinflación que hubiera podido desatarse en horas, ante la facilidad que los medios electrónicos otorgan a los capitales para su huida encendiendo angustia y desesperación en los ahorristas nacionales. Con el 20 % de ese apoyo, la Alianza no hubiera caído. 

El mundo comprendió luego de la crisis del 2008 que la enorme liquidez internacional junto a la fluidez en el desplazamiento de los capitales que permiten las tecnologías de comunicaciones puede poner en riesgo la estabilidad de los países, y a través del G20 desató un paquete de ayuda inmediata que superó cualquier alineamiento ideológico: desde Trump hasta Putin, desde Merkel hasta Li Jinping. Cuesta entender que ante este escenario, las dificultades aparezcan en los dirigentes criollos, los que más debieran estar dispuestos a un acuerdo amplio para enfrentar la crisis.

Que el ataque de la ortodoxia se acentúe justamente en estos momentos es curioso. El gobierno está haciendo lo que -según esa óptica- debió hacerse al comienzo. En lugar de apoyarlo, atacarlo hoy salvajemente agrega en todo caso debilidad a la posibilidad de sortear esta crisis -cuyo supuesto interno es el desequilibrio fiscal, pero cuyas causas desencadenantes son ajenas a la administración como la sequía histórica, el súbito incremento de tasas de interés en Estados Unidos, el enrarecimiento del comercio internacional y la actitud conspirativa de la propia Corporación de la Decadencia.

Ésta incluye un entramado que abarca a empresarios protegidos y rentistas, el populismo que subyace en las convicciones culturales de gran parte del país -incluso dentro de Cambiemos-, comunicadores inocentes o nada inocentes pero claramente tendenciosos y la conmoción causada por las causas de corrupción durante el gobierno anterior, que afecta tanto a tradicionales empresarios de “prestigio” descubiertos como coimeros como a mega-ladronzuelos volcados a la política-. Y hasta el narcotráfico.

La ortodoxia sabe que no hay hoy en la oposición al oficialismo ninguna alternativa política viable que lo supere hacia adelante. Lo más articulado hoy por hoy llevaría el país hacia atrás: es lo peor del populismo, que arrastra incluso a los sectores del peronismo que insinuaron hace un tiempo una apertura a la modernización pero no muestran convicciones en su duro debate interno. Eso es lo que heredaría el país si fracasa Cambiemos, no las ideas impecablemente ortodoxas que desconocen la realidad política y despojan al análisis de cualquier condimento social o solidario.

En todo caso, la gran incógnita es el grado de maduración de los argentinos. El año que viene deberemos decidir si preferimos la senda del ayer, con sus peligros y los actores que conocemos, o si continuamos el esfuerzo de cambio. 

Tal vez se trata de una reedición del dilema existencial e histórico entre una Argentina jerárquica, cerrada y arcaica, con su utopía en el pasado en una rara alianza con la “nación católica” y el anarquismo trotskista, o una democrática, abierta y lanzada con confianza hacia la construcción de su utopía de futuro con todo el pluralismo de actores multicolores e infinidad de “contradicciones secundarias” que deben resolverse con sentido común y vocación patriótica.

Será una decisión que nos definirá en qué sociedad y con que normas de convivencia deseamos seguir nuestro camino.

Ricardo Lafferriere



domingo, 4 de noviembre de 2018

Debatir es tiempo perdido


¿Debatir es tiempo perdido? ¿Cualquier debate lo es?

El desorden de los conceptos con los que se expresaba la realidad en el mundo que conocimos se patentiza al seguir por unos días los diarios internacionales.

Los tiroteos en Estados Unidos, sí. Pero también el crimen cometido en el consulado de Arabia Saudita en Estambul, en que un periodista opositor fue asesinado y su cuerpo seccionado en pedazos con una sierra, para luego diluirlo en ácido. 

Las inundaciones en España, Francia e Italia, indudable expresión del cambio climático. Se derrite el Ártico, ante el horror de los preservacionistas, pero produciendo un gran cambio geopolítico al permitir abrir una ruta marítima de verano a través del Océano Ártico, sueño de los exploradores del siglo XVI. Y potenciando la disputa por la explotación del Ártico que profundiza la depredación del planeta pero abre a Rusia una vía marítima de acceso a los mares templados, eterna ambición desde tiempos de Catalina la Grande.

La obtención de una micro teletransportación cuántica en un escenario concreto conmociona a la ciencia básica. Varios miles de centroamericanos marchan pacífica pero inexorablemente  hacia el norte, mientras el presidente norteamericano manda a la frontera a cinco mil soldados, anuncia diez mil más y emplaza un muro ¡de alambres de púas! para detener al grupo de migrantes que quiere ingresar a Estados Unidos, recuerdo del enfrentamiento bíblico de David contra Goliat. Estos centroamericanos son un recordatorio que el planeta es una originaria propiedad del género humano, y no sólo de quienes viven dentro de determinadas fronteras artificiales.

La posibilidad de utilizar células de la piel para convertirlas en pluripotentes y eventualmente producir órganos para trasplantes, evitando el rechazo, abre horizontes impensados a la vida.

China inaugura el puente más largo del mundo, sobre el Mar de la China, y continúa su esfuerzo por la conectividad global tomando las banderas del comercio libre, que abandonaron los Estados Unidos de Trump. España se ve crecientemente desorientada e impotente ante la avalancha de refugiados africanos, que ante la prohibición italiana de desembarcar en sus costas y la ingenua debilidad del gobierno español, desembarcan desde las pateras buscando no ya mejorar su vida, sino algo más elemental: sobrevivir. Mientras, su dirigencia “debate” con el tono alzado si se removerán los restos de Franco de su tumba para llevarlos a … no se sabe bien dónde; y se entretiene con una discusión propia del siglo XVIII sobre la eventual “independencia” de una de sus regiones históricas. 

Brasil -el de Lula y Dilma- elige con contundencia un liderazgo personalista, a tono con la moda de los tiempos: liberal en lo económico, autoritario en lo político, pero con la originalidad del mayoritario respaldo del pueblo brasileño hastiado de la corrupción. Venezuela sigue expulsando su mejor gente y su gobierno acentúa la represión sangrienta mientras profundiza la cleptocracia.

Japón -el gran derrotado de la 2ª. Guerra- conmueve la investigación espacial: logra hacer aterrizar una nave exploratoria en un meteorito. China -nuevamente China…- apresa a un funcionario internacional de máximo nivel y lo hace “desaparecer legalmente”, sin que el mundo se inmute, mientras aparecen restos de una persona desaparecida hace tiempo ¡en una sede eclesiástica, en Roma!

 Las dos Coreas acentúan su minué buscando las formas de articular los dos sistemas en un solo país, lo que la convertiría en la gran potencia del sudeste asiático, la única en la región en poseer bombas atómicas además de China -aporte del Norte- pero además con un avance tecnológico, comercial e industrial de vanguardia en el mundo -que es la contribución del Sur-. Y los “locos” que estuvieron a punto de una confrontación letal -a estar a sus acusaciones cruzadas hace apenas unos meses- se prodigan cotidianamente ponderaciones floridas: Trump y Kim Jong-Un ahora son amigos…

El planeta marcha impertérrito hacia su deterioro vital, de la mano de la macabra indiferencia carnavalesca de sus principales actores. Megahuracanes superdestructores no rompen la indiferencia de la carrera por los hidrocarburos que aún fogonea las decisiones políticas de los que más mandan, aún frente a los airados aullidos a la luna de los que más sufren, y de los más lúcidos. La desaparición de especies es ya una gran “Sexta Extinción Masiva”, en manos de una de ellas, la humana, que se comporta como dueña exclusiva y excluyente de lo que va quedando del planeta. Especie que mientras está a punto de “vencer la muerte” con sus avances científicos, se acerca más a su propio extermino por sus decisiones globales.

En Hawaii anuncian la desaparición de una isla, por la sucesión de terremotos, preanunciando el hundimiento de dos islas-países (Tuvalu y Vanuatu) que vienen reclamando inútilmente en los foros internacionales la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, que en pocos años las dejarán totalmente bajo las aguas del Pacífico, en ascenso inexorable.

Hasta el infinito podríamos seguir. El mundo está revuelto. Mao repetiría su apotegma confuciano “Hay un gran desorden bajo los cielos”, que nuestra Mafalda traduciría al más criollo “Paren el mundo, me quiero bajar”. Pero no hay adonde ir.  Solo tratar de entenderlo, con todas sus contradicciones, tendencias fuertes, matices y potencialidades.

Hace algún tiempo decíamos, repitiendo a los que de veras saben, que la globalización económica está convirtiendo a la humanidad progresivamente en un solo espacio y ha logrado sacar de la pobreza a cerca de mil millones de personas, ha reducido el hambre en el mundo al más bajo porcentual la historia, ha logrado avances científico-técnicos exponenciales y ha construido una economía de una dimensión y potencialidad como no se tiene memoria. Pero también que todos estos logros admirables no han sido acompañados hasta ahora por una contención política global. Decíamos que esa falencia era peligrosa y nos alegramos cuando el G20 creció en importancia, luego de su exitosa presentación en sociedad con el control de la gigantesca crisis del 2008, desatada cuando la “financiosfera” -una especie de atmósfera virtual de capital simbólico equivalente a varias veces el PBI mundial que rodea al planeta entero- se salió de cauce poniendo a la economía global en peligro explosivo.

El cambio político en el mundo tiene también sus características. Los partidos que protagonizaron el siglo XX están siendo superados, en algunos casos en sus estructuras, y en otros en sus conductas históricas, por el notable empoderamiento de los ciudadanos comunes. Liberales y socialdemócratas “ya no son lo que eran”. Se mixturan, se copian, se apropian de reclamos rivales y en cada país realizan mezclas diferentes. Están superados diariamente por la realidad, que presenta un sincretismo impensable hace pocos años. Este cambio aconsejaría “barajar y dar de nuevo”, tras un debate desapasionado sobre los graves temas de la agenda actual. Sin embargo, gran parte de los actores políticos de más experiencia se niegan a abandonar la zona de confort de sus viejas verdades, dejando el espacio reflexivo sobre lo público en manos del destino, o de la vocinglería de las redes, en la que ciudadanos nóveles en los grandes temas combaten -más que debaten- con juicios más cercanos a lo gutural que al pensamiento lógico. Como en los tiempos oscuros, la razón es reemplazada por los puros instintos. Por abajo. Porque por arriba, la “financiosfera” y los mega-actores económicos siguen actuando, sin otras reglas de juego que las propias, con la más fría lógica de la ganancia rápida.

“Murieron las ideologías”, proclaman unos, ante la indignada reacción de quienes las consideran eternas. Y más de siete mil millones de nuevas ideologías construidas por cada habitante del planeta con los fragmentos de las viejas creencias, sincretizadas como cada uno puede, protagonizan el nuevo “debate de lo público”, vocinglería interminable en la que los partidos -obviamente- no pueden participar por sus contradicciones internas debido a la desactualización de su agenda.

Como pasó en varias etapas de la historia humana, todo entró en cuestionamiento: las configuraciones político-territoriales, las jerarquías religiosas e ideológicas, los equilibrios de relaciones de poder existentes, y -obviamente- las geometrías políticas. Entre todas estas cosas, una reconfiguración del poder se gesta en forma anárquica y diacrónica, en forma diferente según cada cultura, cada realidad y cada “set de problemas” que deben enfrentarse.

Entonces… ¿sirve el debate? ¿o es tiempo perdido, que debiera dedicarse a fortalecer los propios músculos para cuando estalle de verdad todo?

La pregunta parece no tener respuesta terminante. En primera instancia, pareciera que debiera servir para limar las cuestiones secundarias entre quienes tienen intereses parecidos de cara al problema principal, la propia subsistencia.

En el plano global, debería servir para unir esfuerzos en la preservación del planeta, poner bajo control a la “financiosfera”, asegurar rápidamente un piso de dignidad a todos los seres humanos que eviten el dolor de abandonar sus terruños o morir, erradicar la delincuencia global. Se notan avances, liderados indudablemente por el G20, que ha “intervenido” de hecho a los organismos internacionales de mayor incidencia a través de sus delegados nacionales. Algunos grandes traspiés -el Brexit, la elección de Trump, el resurgimiento espasmódico del nacional-chauvinismo en Europa- lo retrasan, y es un peligro. Es una batalla abierta e inconclusa, que sin embargo nos benefició en estos días, habilitando a la Argentina con el mayor paquete de ayuda internacional recibido por un país. Con el 15 % de esa ayuda, la Alianza no hubiera caído y el país sería otro. En el medio: la crisis global del 2008 y la acción del G20.

En el plano nacional, este debate debería darse en el espacio modernizador. Lo demoran, en este caso, causas más pedestres: la coalición de gobierno no abre su diálogo interno, su fuerza hegemónica prefiere dar batallas en soledad debilitando la solidez del espacio, y la ausencia de ese debate dificulta la construcción del imaginario entusiasmante imprescindible para cualquier proceso sociopolítico. Su “utopía” se intuye, pero no se explicita. Y por fuera, la oposición conservadora, aunque desarticulada, apela no ya a la razón sino a viejas  utopías cuasi-religiosas que flotan en el pasado aprovechando que la dureza del cambio -que ayudan con tenacidad a dificultar y agravar para las personas que lo sufren- no permite respuestas mayores, simplemente porque cualquier otro atajo agravaría los problemas en lugar de solucionarlos. La une el pensamiento mágico, que oculta la insuficiencia analítica, la impotencia propositiva y la esclerosis programática.

La afirmación del título, entonces, requiere una doble respuesta. Debatir es tiempo perdido entre quienes persiguen diferentes finalidades. Lo hemos visto en las sesiones del parlamento: no son debates, son luchas. No existe entre quienes luchan ningún acuerdo básico. Los marxistas dirían que olvidaron el principio dialéctico de la “unidad de los contrarios” y sólo enfocan la dinámica de “los polos de la contradicción”. Allí sólo cabe triunfo o derrota y por ahora la lucha sigue abierta. 

El espacio conservador sólo se entusiasma con la vuelta al pasado, aunque lo sepa inviable. El modernizador, con la construcción del futuro posible, que sabe lleno de dificultades.

Pero en este espacio modernizador, el debate es más imprescindible que nunca, porque hay que diseñar caminos desconocidos para un mundo plagado de incógnitas, que no están en ningún libro. Caminos que no implican cuestionar el rumbo sino abrirlo a los matices, que son innumerables, y a la participación de los ciudadanos, fuente inagotable de ideas, entusiasmo, pasiones y creatividad.

El futuro es opaco, impredecible. No hay, como en otros tiempos, un “destino inexorable de la historia”. Hay potencialidades, posibles, enormes. Pero también peligros. Muchas sociedades se han suicidado a lo largo de la historia, plagada de naciones que ya no existen y de grupos humanos desaparecidos.

Aunque parezca un “revival” del tiempo de la Ilustración, la esperanza de que la razón ayude a enfrentar adecuadamente los complejos problemas de nuestra agenda se mantiene como la gran esperanza de llegar a buen puerto.

Ricardo Lafferriere






martes, 11 de septiembre de 2018

Como si hubiera otras alternativas...


Luego de los últimos acontecimientos cambiarios, han resurgido con diversa fuerza críticas del “día después”, sosteniendo que el gobierno de Cambiemos ha “fracasado” porque no se tomaron otros caminos. Hasta pareciera haberse vuelto un lugar común hablar del “Fracaso económico de Macri”, con indisimulada satisfacción y como si el eventual fracaso del gobierno no alcanzara más que a su propia gestión, sin afectar la vida de millones de personas y el futuro del país como conjunto.

Las críticas -se puede observar- son centralmente dos. Una proviene del kirchnerismo residual, coincidente con gran parte de la cultura política tradicional argentina que aún vive en el mundo del siglo XX, es que debió volverse a la Argentina cerrada y autónoma. Justo es reconocer que no todos se refieren a la megacorrupción, sólo defendida por el kirchnerismo duro, sino, marginada ésta de la reflexión, reclaman intentar nuevamente la estrategia de un desarrollo “hacia adentro”.

No tiene mucho sentido, a esta altura, insistir en rebatir conceptualmente la deriva inexorable de este rumbo hacia un callejón sin salida, tipo Venezuela. El mundo ya no es lo que era, y aunque los equipos del Frente Renovador insistan en él más que nada como una estrategia de acercamiento y reagrupamiento al viejo PJ, los que hablan de corrido saben que en el actual escenario global esa senda es inviable. Cerrar el acceso a mercados externos, renunciar al financiamiento internacional, condenar a nuestra producción a los límites del pequeño mercado nacional, o creer que el mundo es un camino de una sola vía -que nos permitiría venderle aunque prohibamos comprarle; aceptar sus dólares prestados, diciendo que no los devolveremos; pedirles inversiones, pero prohibirles ganancias- es ingenuo. O mentiroso.

No cabría mayor debate si no fuera porque lo que desde algún tiempo he caracterizado en mis notas como “Corporación de la Decadencia” parece retomar bríos ante los barquinazos que el país sufrió con las últimas conmociones cambiarias, cuyas causas principales, en última instancia, se derivan de vivir en este mundo, y convivir en un país que ha congelado su reflexión estratégica además de abandonar su solidaridad nacional. Las vacías invocaciones a “alternativas de crecimiento” frente al “ajuste salvaje”, o a “defender la clase media” frente a las “abruptas subas de tarifas” no son más que aullidos a la luna. En función de gobierno, no tienen consistencia. Quienes las pronuncian lo saben.

El otro reproche llega desde el ala tradicional del pensamiento económico criollo: la ortodoxia. Desde esa perspectiva, sostenida desde el primer momento del cambio de gobierno, la administración de Cambiemos falló en no expresar en plenitud la dimensión del desastre en que se encontraba el país a finales del 2015. El nuevo gobierno -sostienen- debió provocar un shock inmediato, de efectos conmocionantes al incluir la eliminación de planes sociales, el despido “de un millón de empleados públicos” y poner en práctica las tradicionales recetas ordenancistas incluyendo el arancelamiento educativo, la reducción de la coparticipación a provincias e incluso la reducción del gasto previsional que -no olvidemos- es el principal “debe” de las cuentas públicas, aún hoy.

Si la primera alternativa olvidaba el escenario global, la segunda hacía caso omiso del escenario nacional. Con una, el rumbo era llegar inexorablemente a lo que hoy sufre Venezuela. Con el otro, ignorar las limitaciones políticas e institucionales del nuevo gobierno -menos de un tercio del Congreso, apenas cinco gobernaciones y una justicia dominada por la Corporación de la Decadencia, “anque” la corrupción-. Es sencillo hablar con el diario del lunes, olvidando que el triunfo de Cambiemos fue apenas por menos de dos puntos, y que la fuerza política desalojada del poder mantenía resortes claves en sus manos, que había utilizado sin escrúpulo alguno y amenazaba con seguir haciéndolo desde la oposición. Incluso aunque hubiera tenido el poder suficiente, si existía una mínima alternativa de evitar a nuestra gente momentos de dolor y zozobra, era necesario tomarla.

Ante esas alternativas, la estrategia de Cambiemos fue clara: reordenar la relación con el mundo, resolver los gigantes desequilibrios provocados por la década kirchnerista -fundamentalmente el energético, en el que de una balanza superavitaria de 6.000 millones de dólares pasamos a un déficit de 7.000-, reconstruir la infraestructura destruida y crear nuevas vertientes de crecimiento, democratizadoras de la economía. Mientras esto se hacía -y se está haciendo- con la perspectiva de un país en pleno crecimiento antes de un lustro, se propuso financiar la transición con endeudamiento, como única forma de mantener el gasto social, sostener el sistema previsional y evitar una mayor presión fiscal que el kirchnerismo había convertido en la más alta del mundo en desarrollo.

Para ello, claro, era necesario tener quien nos preste. Caso contrario, el financiamiento no existe. Conseguir acreedores dispuestos conlleva contrapartidas no sólo económicas sino políticas. En este sentido, la existencia de un peronismo en vías de renovación, incorporado al objetivo de la modernización económica sin perjuicio de sus aspiraciones de poder, eran centrales. Los efectos del viaje a Davos en el que el “líder renovador peronista” Sergio Massa acompañaba al presidente fue una imagen excelente, contracara del comportamiento irracional de Cristina Kirchner y sus seguidores. Si cambiaba el gobierno, se respetarían los acuerdos. La Argentina se volvía confiable.

Conseguimos financiamiento. Gracias a él fue posible seguir pagando los planes, mantener en pie el sistema jubilatorio y avanzar en la reforma del Estado gradualmente, sin provocar grandes conmociones sociales e injusticia. Este proceso desembocaba en la maduración de las medidas energéticas -que incluyen una verdadera revolución en las renovables y un impulso acelerado a Vaca Muerta-, para llegar a comienzos de la década del 2020 con un claro superávit en la balanza comercial luego de haber recuperado nuestra condición exportadora, y con una economía modernizada vía turismo, economías regionales y emprendimientos reemplazando a la anterior economía rentista, estancada y obsoleta, disfuncional con las características de la economía global del siglo XXI. En síntesis, terminar con la Corporación de la Decadencia y sembrar las semillas de una Argentina exitosa en el siglo XXI. En un lustro, finalizaría la necesidad de nueva deuda y comenzaría a pagarse la existente.

Había dinero en el mundo -lo hay hoy- que permitía esa estrategia, y la novedad de un país que lograba escaparse del populismo por la vía electoral, sin el dramatismo que sufre hoy Venezuela o la impotencia de Nicaragua o la propia Cuba ayudaban e inspiraban a creer en la Argentina.

Lamentablemente, duró poco. La Corporación de la Decadencia supo rearmarse rápidamente y su meta obsesiva en estos años ha sido golpear en la línea de flotación de la transición: el financiamiento del Estado. Y a pocos meses de instalado el nuevo gobierno profundizó el ataque, siguiendo la línea que había comenzado la propia Corte el día de asunción del nuevo Presidente obligando al Estado Nacional a devolver a las provincias lo retenido durante la administración menemista -y sostenida por las que la sucedieron- para financiar el déficit previsional. Lo de la Corte pudo haber sido justo, pero agregó un componente dramático al desequilibrio fiscal, que la nueva administración salvó con artesanal habilidad.

Llegó el proyecto de reforma impositiva, impulsado por el propio Sergio Massa. Un nuevo ataque al financiamiento estatal, que golpeaba a la capacidad de repago de la deuda contraída. También pudo ser sorteado con éxito. Sin embargo, los golpes continuaron. El proyecto de reforma previsional, diseñado para cumplir con la sanción de la Corte devolviendo recursos a las provincias, encontró a la oposición peronista atacando sin cuartel al único camino posible para mantener el financiamiento estatal en niveles compatibles con el endeudamiento, devolviendo autonomía a las provincias. Esta vez fue en alianza con la izquierda populista extrema, atacando al Congreso y provocando agresiones y violencia descontrolada contra las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, el hito terminante para romper definitivamente con la credibilidad nacional fue la unión de todo el peronismo detrás de una ley que daba el golpe de gracia al programa de reordenamiento fiscal: la derogación de las actualizaciones tarifarias y vuelta a los “subsidios estatales”.

El proyecto, que el propio presidente del bloque peronista “serio” del Senado calificó duramente pero igual sostuvo, volvía al sistema kirchnerista de desfinanciar a las empresas prestadoras de servicios públicos retrotrayendo el país al tiempo de los cortes diarios de electricidad, el deterioro terminal del transporte ferroviario, la falta de agua potable en millones de hogares y la paralización de las obras de distribución de gas. Fue el golpe de gracia a la credibilidad del país ante el mundo acreedor. El financiamiento se “enrareció” y se encareció.

¿Podría decirse que Cambiemos fue el responsable? Tal vez en parte, al no haber recurrido al financiamiento público internacional (FMI) desde el comienzo, en lugar de apostar al mercado de capitales. Es otro juicio de valor fácil con el “diario del lunes”. En el país el FMI tiene mala prensa y aunque hoy funcione en forma opuesta a su historia y sea en los hechos casi un apéndice del G-20, eso no es percibido así por el gran público. Lo cierto es que ese debate no se dio y tal vez el país no estaba en condiciones de darlo en el 2015. Pero también podríamos decir, con los mismos diarios del lunes, que si la oposición no hubiera insistido en golpear una y otra vez la sustentabilidad del financiamiento estatal en estos años nada más que por finalidades políticas secundarias, otro hubiera sido el comportamiento de los acreedores en la última crisis y no hubiera sido necesario recurrir al FMI ni siquiera ahora.

Para agravar la situación, la última ofensiva desfinanciadora del Estado -la de las tarifas- llegó justo en un momento de enrarecimiento del clima internacional, la suba de tasas en EEUU., la sequía más grande del siglo -que redujo en 10.000 millones de dólares las exportaciones del país- y el fortalecimiento del dólar. Así estamos. La desaparición del financiamiento hizo estallar el gradualismo. La marcha de la transición tendrá más durezas. Habrá que acelerar la marcha para llegar a puerto más rápido.

Frente a esto, hoy renace la Corporación de la Decadencia. Ni siquiera actualiza su mirada. Vacías invocaciones al “crecimiento” y al “mercado interno”, sin decir cómo los financiará y qué grado de sustentabilidad podrían tener empresas encerradas en los límites del país en un mundo con escasísima ganancia por unidad de producto -salvo la “protección” indiscriminada, con un Secretario de Comercio estilo Moreno, explotando salvajemente a los consumidores argentinos con productos malos y precios caros-. Robando empresas, corrompiendo a todos, anestesiando a la opinión pública con un relato falsario que ya no existe en ningún lado. Y si es necesario, matando fiscales.

Es el debate del poder. En la sociedad se reciben los ecos de estas peleas, se trabaja, se sufre y se vive. Esos argentinos tendrían derecho a otra actitud de su política. No la ven. Pero intuyen la veracidad o mendacidad de los discursos, por la trayectoria de quienes los pronuncian. Les gustaría, seguramente, mayor información y claridad sobre el puerto de llegada, que intuyen pero no la ven comunicada adecuadamente desde el poder, tal vez por otra falencia importante que se ha imputado repetidas veces a Cambiemos: el reduccionismo de sus herramientas comunicacionales, limitando la voz y apagando los tradicionales espacios de esclarecimiento y debate público.

Las redes y la segmentación informativa son excelentes herramientas, pero fragmentan el entendimiento ciudadano sobre el conjunto de las políticas y el propio sentido de solidaridad nacional. Reforzar con un poco de sangre en las venas y una mejor articulación política al bloque de gobierno no sería mala idea. Tampoco que la oposición siguiera un camino parecido, para darle reales opciones a la democracia con alternativas no disruptivas sino mejoradoras, buscando la recuperación de la confianza en el país.

El viejo camino, conservador y arcaico, está agotado. Las investigaciones sobre la corrupción están mostrando la profundidad que tenían los vínculos espurios de la Corporación de la Decadencia: Presidentes, Ministros, Secretarios de Estado, empresarios -grandes, medianos y chicos-, jueces, comunicadores, gobernadores, intendentes… hasta carteles de narcotráfico, choferes, jardineros y secretarias.

Del otro lado, las semillas de la Argentina exitosa, progresista y moderna. Buscando afanosamente, aún con medidas fallidas que deben corregirse y se corrigen, que las cosas salgan bien, trabajando tenazmente desde las iniciativas particulares como en tiempos en que se hizo el progreso del país. Invirtiendo y apurando la maduración de los grandes proyectos energéticos. Modernizando aceleradamente la infraestructura social y productiva. Sosteniendo a pesar de la crisis el mayor gasto social de la historia argentina. Y mientras tanto, dialogando, aún con los más tenaces rivales.

Simplemente, porque aunque puedan existir otros equipos de gobierno u otros partidos gestionando el poder -y así debe entenderse la democracia- y aunque todas las medidas de gobierno sean mejorables -que seguramente lo son-, en el rumbo grande del país no existen otras alternativas.

Ricardo Lafferriere

lunes, 3 de septiembre de 2018

¿El único a la altura?

No había terminado de hablar el presidente. Mucho menos se había escuchado el desmenuzamiento técnico del ministro Dujovne.

Sin embargo, estalló la jauría. Sin haberse tomado siquiera cinco minutos para analizar las propuestas, y sin evaluar en lo más mínimo la corrección de las medidas.

Estallaron para disputar la primacía televisiva y comunicacional. “Es un discurso de autoayuda”, espetó un ex gobernador de Buenos Aires, ex menemista, ex duhaldista, ex kirchnerista y hasta ex macrista y hoy sumado al Club del Helicóptero.

“No estoy para nada de acuerdo” exclamó otro lanzado a la carrera presidencial, que matizó con su esperanza de que las cosas, de todas maneras, salieran bien.

“No aprobaremos ningún presupuesto. Los mercados le han cerrado las puertas al gobierno”, lanzó eufórico el inefable presidente del bloque del FPV, olvidando que la oposición, a pesar de sus enormes diferencias, jamás dejó de facilitar la aprobación de los presupuestos de Néstor y Cristina Kirchner. Y antes, de Carlos Menem. Y entre ellos, del propio Duhalde.

Abajo, las batallas seguían y siguen inmisericordes. Los tenedores de bonos en pesos, presionando para que el Banco Central vendiera los dólares necesarios -aunque fueren todos- para que el valor de sus anteriores apuestas financieras no decayera o se pusiera en riesgo. Los tenedores de deuda en dólares, exigiendo que el Banco Central no vendiera ni un dólar, aunque se fuera a las nubes, para blindar sus acreencias en divisas. Unos y otros, haciendo fuertes “lobbys” y tomando medidas financieras diversas incomprensibles para el “gran público” para presionar en uno u otro sentido.

Dirigentes políticos que mantuvieron casi una década congeladas las jubilaciones bajando su valor real a menos de la mitad y que luego expropiaron los ahorros previsionales de los argentinos, rasgándose las vestiduras porque los haberes previsionales pueden sufrir entre un cinco y un diez por ciento en este año.

Dirigentes rurales que sufrieron lo que sufrieron en la década salvaje y fueron favorecidos por políticas que aprovecharon en bien propio y del país potenciando fuertemente la producción, luego de una devaluación del 100 % en nueve meses, retacean hoy el mínimo esfuerzo que el país necesita de ellos, para evitar que la reducción de gastos sociales -único lugar que podría continuar la reducción del gasto público luego de la degradación de la mitad del gabinete, el congelamiento salarial del sector público y la reducción al mínimo de los planteles políticos en el Poder Ejecutivo- convirtiere a la Argentina en un campo de batalla.

Dirigentes que han convertido a la Cámara superior del federalismo en un aguantadero de delincuentes, han insinuado -según trascendidos periodísticos no desmentidos- que estarían dispuestos a ayudar con la condición de que “se pare la mano con los cuadernos”, o sea, que el gobierno presione a la justicia para limitar las investigaciones de corrupción de la década salvaje.

Y hasta la ex presidenta, rodeada de procesamientos por diversos jueces -nombrados por ella-, cada vez más cercada por las pruebas de su mega corrupción y de su pésima gestión de gobierno que le costó al país más de 200.000 millones de dólares, se atreve cínicamente a sugerir “que se dediquen a gobernar” en lugar de perseguirla por sus delitos. Sin sonrojarse, ni ofrecer devolver el dinero y sin “arrepentirse de nada”.

Economistas de diverso pelaje toman posiciones según las empresas que conforman su clientela, reemplazando los análisis objetivos por reclamos sesgados lanzados a voz de cuello, tras los cuales se oculta el pequeño -o gran- interés del sector o la empresa que representan, pero sin decirlo. Hablan en nombre de sus “consultoras”.

El coro comunicacional con síndrome de abstinencia de pauta, por su parte, se desloma en análisis que recuerdan a los “monos sabios” de que hablaba el recordado César Jaroslavsky, cada uno levantando el dedito acusador sin vergüenza ninguna y sin mantener la mínima coherencia entre lo sostenido por ellos mismos meses atrás, semanas atrás, días atrás u horas atrás. Gracias a Dios y al destino que en el propio seno del periodismo se está insinuando y avanza una línea ética cuya mayor expresión es hoy Diego Cabot, ejemplo de un comportamiento patriótico y democrático para todos los ciudadanos y -sería bueno- también para sus colegas.

Otros, para ser justos, en el propio espacio de gobierno, vencidos por sus egos, retacean el apoyo en un momento en que ante la lucha en soledad en que la ha dejado la oposición política, la coalición de gobierno debiera soldarse más que nunca alrededor del presidente, que en un momento de extrema sensibilidad como la que atravesamos debería contar con las manos libres para tomar las decisiones que necesita.

Frotándose las manos, el equipo del 2002 fogonea el derrumbe reclamando un “gobierno de transición”, votado por nadie. Con él, el dólar no se iría a 40 sino a 200. Suspendería las relaciones con el mundo, tal vez con un nuevo default y otra década salvaje bañada en el barro de la corrupción. Funcionarios estilo Moreno recibirían con el revólver en la mesa a los empresarios que necesitaran importar alguna máquina o insumo y no quisiera pagar coimas o regalarle su empresa. Empresarios del cartel de la obra pública volverían a asegurarse obras, compartiendo los sobreprecios con los funcionarios que se las adjudicaran. 

Los jubilados sufrirían seguramente otra década de congelamiento en sus haberes. Eso sí: los “empresarios” protegidos podrían recomenzar su importación de chucherías que, pasadas por “nacionales”, les permitirían las superganancias a costa de la explotación de los consumidores. Las provincias volverían a depender de las decisiones nacionales, sin autonomía ninguna. Volveríamos en poco tiempo a no tener más ni rutas en condiciones, ni electricidad, ni gas. Apagones, cortes eternos, y al final, algún Maduro Nac & Pop daría las puntadas finales. 

Y para coronar: terminaría la persecución sin cuartel al narcotráfico, tal vez el mayor cambio protagonizado por Cambiemos frente a las complicidades múltiples de la administración kirchnerista.

Mientras tanto, con todas las dudas que derivan de su propia condición humana, el presidente pareciera ser el único a la altura. No sé si la propuesta que hace será la adecuada pero no hay dudas que ha analizado todas las alternativas posibles, como lo han reconocido importantes analistas. Su mayor error fue creer que presidiría un país en el que era posible volver a crecer sin que los más necesitados fueran el “pato de la boda” durante la transición, con una transición gradual y sostenida por todos. 

La jauría que grita tapándose los oídos, sin ningún interés por escuchar, y a la que no le importa eso en lo más mínimo, ha emponzoñado tanto el ambiente y el debate que ya trasciende la escena nacional. En ocasiones pienso si un funcionario internacional, un inversor externo o un fondo de inversión podría estar tentado de dar una mano o venir a arriesgar en un país sin el mínimo de solidaridad nacional ni comportamiento no ya maduro, sino simplemente cuerdo. Mucho más cuando los propios argentinos han llegado a tal nivel de desconfianza sobre sí mismos que no se creen unos a otros y mucho menos a lo que debiera ser el símbolo de su identidad y soberanía: su propia moneda. La jauría forzó el fin del gradualismo, y los que sufrirán esos gritos destemplados no serán ellos, sino los compatriotas más necesitados. Tampoco les importa.

Es de esperar, con sinceridad, que las enormes reservas con sentido patriótico que tiene la Argentina, alejadas del “escenario” que grita sin escuchar, muestren al mundo que el país merece una oportunidad, pesar de los rudimentos de su gobernanza. Que es un pueblo capaz de mostrar gestas de producción, de iniciativa, de inteligencia, de solidaridad, de mano tendida. 

Y que esa mayoría de los argentinos, casi siempre callada y alejada del debate, muestre una vez más su apoyo al camino iniciado en el 2008 con las gigantescas movilizaciones republicanas que pusieron límite al autoritarismo ladrón y populista y pudo recuperar para el país la dignidad que hoy se intenta una vez más violentar.

Ricardo Lafferriere




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Notificaciones

miércoles, 25 de octubre de 2017

Después de CAMBIEMOS

(Para la reflexión y la polémica)

En los cimientos de la Argentina profunda, semiescondidas por infinidad de argumentos parciales y cosmogonías, ideologías y debates picarescos, hay dos formas de comprender la convivencia.

Lo afirmábamos ya en el 2008, cuando estas “placas tectónicas” produjeron el choque que conmovió al país con el “reclamo del campo”. Esas formas, en su núcleo más puro, giran alrededor de “ideas-fuerza” que han chocado y chocan a veces en forma subterránea y en otras eclosionan fuertemente.

Una de esas vertientes podría definirse como “autoritaria-conservadora”. Más o menos chauvinista según las épocas, cree en las potestades ilimitadas del “poder” para regular la mayor cantidad posible de relaciones humanas, relativiza la importancia de la libertad y el libre albedrío, es afecta a la fuerza y a las demostraciones de fuerza y sus utopías se ubican en el pasado. Que “siempre fue mejor”.

La otra es abierta a la modernización progresista. Se enraíza en las visiones cosmopolitas que creen en la unidad esencial del género humano, más o menos universalista según las épocas, cree que el poder debe actuar más sobre las cosas que sobre las personas, a las que les reconoce la libertad originaria. En sus visiones más modernas, cree que debe ampliarse esa libertad garantizando las posibilidades de elección de los caminos de vida de cada uno con pisos de dignidad y ciudadanía creando puntos de partida lo más equitativos posibles. Honra el pasado, pero su utopía se ubica en el futuro.

Estas formas de entender el país se concentran, sin exclusividad, en dos vertientes político-culturales. Una, organicista y jerárquica. Otra, democrática y plural.

La historia argentina ha estado motorizada siempre por el choque profundo de estas visiones, que también suelen imbricarse recíprocamente hasta perder su nitidez en la política real. Ambas han estado presentes, en mayor o menor medida, en las grandes formaciones políticas. Sin embargo, puede afirmarse que durante el siglo XX la primera construyó su “nido” en el peronismo –hoy, el kirchnerismo- y la segunda en el radicalismo –hoy, en Cambiemos-.

No son creaciones exclusivamente políticas. Responden al imaginario cultural de grandes grupos de personas. Su vestimenta formal es –casi- indiferente. Cuando el peronismo implosionó, surgió el kirchnerismo y ocupó su lugar. Cuando lo hizo el radicalismo, su espacio fue cubierto por Cambiemos, aglutinando a la mayoría de las clases medias que durante el siglo XX se expresaba en el radicalismo y aliados circunstanciales.

Desde esta perspectiva, el proceso que ha comenzado en diciembre de 2015 refleja con mayor nitidez que nunca en la historia la esencia originaria del cambio progresista. El campo conservador, golpeado por la impactante develación de la megacorrupción, se ha concentrado en el kirchnerismo residual. Los viejos actores del siglo XX, por su parte, sufren reacomodamientos identitarios profundos, engrosando las filas de una u otra de las expresiones políticas del siglo XXI, a las que llevan sus convicciones, épicas, historias y creencias. La historia no son sólo coyunturas, sino también memorias, sentimientos, experiencias, recelos y afectos y todos ellos impregnan las nuevas formaciones.

El futuro es inescrutable. Tal vez un analista de mediados del siglo XX –cuando todavía se creía que la historia tenía una dirección inexorable- sostendría que ambos campos deben reflejarse en expresiones políticas. Si así fuera, parece difícil imaginar un “tercer espacio”, entre Cambiemos y el kirchnerismo, con posibilidades de canalizar contingentes mayoritarios de ciudadanos, siempre suponiendo que ambas formaciones hicieren sus deberes. Aquellas personas que adhieren a una u otra de las grandes vertientes político-culturales mencionadas, en sus diferentes matices, tendrán allí sus referencias, cualquiera sea su lugar de origen histórico. Sin embargo, la política no suele ser lineal.

Alcanza con mirar la historia reciente: ya desde el 2008 la situación política argentina permitía construir una alternativa modernizadora. Sin embargo, la preeminencia ideologista en los análisis de la mayor fuerza alternativa de ese momento, el radicalismo, demoró este proceso casi una década, facilitando la perpetuación del experimento kirchnerista por un lado, y habilitando el crecimiento del PRO, con mayor claridad estratégica para analizar el país y las alternativas, por el otro. 

Y también lo observamos en el proceso electoral de octubre de 2017. La obsesión por la resurrección del peronismo llevó a sus sectores más modernos a un drenaje de sus adhesiones ciudadanas hacia lo que éstas percibieron como la mejor expresión de las visiones transformadoras, con independencia de su antigua simpatía partidaria histórica. Como ocurriera antes con el radicalismo, sus electores más modernos se integran en CAMBIEMOS, y los más conservadores se atrincheran en “Unidad Ciudadana”. Las situaciones residuales de Randazzo, Urtubey o Schiaretti hoy no son en esencia muy diferentes a la de Ricardo Alfonsín en 2011.

¿Significa esto que si la mayoría no se vuelca a Cambiemos la única opción política real es el kirchnerismo?

Hoy por hoy no se ve una alternativa superadora a Cambiemos en el espacio modernizador progresista, ni superadora al kirchnerismo en el campo conservador. Lo demás es apostar a la premonición. Nadie hubiera imaginado hace un par de años a Estados Unidos gobernado por Trump, ni el resurgimiento de grupos nazis en Alemania y Austria, o a Francia desplazando a sus fuerzas históricas para entronizar una experiencia joven y novedosa en la que tributan también viejos militantes de las antiguas izquierda y derecha francesa. Mucho menos a China y Rusia convertidos en los exigentes abanderados del libre mercado mientras EEUU comienza su declive, se cierra sobre sí mismo y abandona de hecho su liderazgo global en manos de sus antiguos rivales.

Si el proyecto de Cambiemos resulta exitoso  y logra instalar por fin a la Argentina en el camino de la modernidad democrática –como parece ser la chance más probable a esta altura del proceso, es decir octubre de 2017-, es más posible que de agotarse su ciclo político su herencia no llegue “desde afuera” sino de desprendimientos de esa misma fuerza. 

Es altamente improbable que la experiencia de Cambiemos prologue un regreso del campo conservador: la tendencia inexorable hacia la globalización de la economía y los mercados, impulsada por los principales actores del mundo y por la propia revolución científico-técnica anuncian un deterioro también inexorable de las alternativas conservadoras-nacionalistas, cuyas bases económicas se diluirán sin remedio, superadas por la realidad. Sin embargo, sería aventurado imaginar, con la aceleración de la historia en el país y en el mundo, cuáles serán los temas de agenda que encenderán pasiones y exigirán decisiones en ese momento y por lo tanto, adivinar los liderazgos y alineamientos que lo protagonizarán.  Una cosa es cierta: no lo serán ni las propuestas ni los liderazgos anclados en la mitad del siglo XX.

Es más: también es difícil imaginar qué pasará con la política como actividad, a estar a los cambios enormes que está teniendo la naturaleza del poder con el surgimiento de espacios transnacionales, supraestatales, subestatales y regionales que se ven hasta en las sociedades consideradas más estables, y con el avasallante protagonismo de los ciudadanos comunes, apoderados por las redes sociales. El caso de Gran Bretaña dejando la Unión Europea, el conflicto soberanista en España con el problema catalán y el resurgimiento del nacionalismo escocés no son más que algunos muy pocos ejemplos de realidades que se instalan en todo el mundo.


El planeta entero es hoy más apasionante que cualquier “reality”. Nunca ha sido tan necesaria como en estos tiempos la frescura intelectual, el desapego de los dogmas históricos y la capacidad perceptiva de las inclinaciones ciudadanas para protagonizar con éxito esa apasionante tarea que es la actividad política.

Ricardo Lafferriere

jueves, 4 de mayo de 2017

Un fallo valiente

La “escena” política parece haberse sorprendido con la sanción del fallo de la Corte Suprema que ordena la aplicación del cómputo doble a la detención sufrida en carácter de prisión preventiva, luego de haber transcurrido dos años en tal condición y sin haber recaído sentencia en una causa penal, a personas encausadas por delitos conocidos como de “lesa humanidad”.

La sanción de la Corte implica una gran valentía y un paso decisivo en la recuperación del estado de derecho.

Varios principios jurídicos de raíz constitucional y aún supraconstitucional juegan en esta decisión, que aunque tardía, viene a encarrilar situaciones de altísima injusticia que la democracia argentina no había logrado hasta ahora resolver adecuadamente. La igualdad ante la ley, la irretroactividad de las leyes, el principio de inocencia, la prohibición del abuso de la figura de la “prisión preventiva” y el principio de aplicación de la “ley más benigna” favorable al acusado.

Muchos de ellos estaban siendo violados, montados en una especie de condena extrajudicial previa, instaurada en el momento en que se comenzó a utilizar la figura de los derechos humanos para esconder tras ellos un proyecto de vaciamiento del país y apropiación delictiva de recursos públicos como no se tiene memoria en la historia argentina.

Quien esto escribe sufrió en su momento la represión del proceso. Fue detenido-desaparecido, y luego “legalizado” con la puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Conoció desde adentro la fabricación de procesos amañados por la justicia militar, y –como muchos- añora la amistad de asesinados en la flor de su vida, con quienes había compartido militancia. Esto quiere decir que peleó cuando era el momento de hacerlo, reclamando la recuperación del estado de derecho, la vigencia de la soberanía popular y por la derrota de la dictadura.

Esto fue hace cuatro décadas. El país atravesaba un baño de sangre, desatado por la insurgencia a la que el poder constitucional de entonces resolvió combatir “hasta el exterminio”, dando las órdenes pertinentes a los jefes militares y policiales, que después las profundizaron hasta el paroxismo, ya durante la dictadura.

Eso sufrimos, y con una persistente militancia por la vida, la paz y la democracia, resistimos el fuego cruzado de la insurgencia y la contrainsurgencia, en tiempos de la guerra fría y la polarización violenta, pero logramos abrir una brecha de racionalidad para reducir el espacio del terror y comenzar, con el liderazgo de Alfonsín, la construcción de la democracia argentina moderna.

La bandera era la Constitución. El rezo laico era el preámbulo. Su concreción sería el estado de derecho rigiendo de una vez en la Argentina. Nunca más la arbitrariedad, la muerte, el autoritarismo, la persecución.

No debiera ser necesario mostrar pergaminos ni recordar la historia para hablar de estas cosas, pero la tramposa recreación del clima de esa época por el matrimonio cleptómano contagió la mente de muchos compatriotas que no recuerdan o no los vivieron. Años en los que –tal vez no esté de más evocarlo- mientras algunos sufríamos cárcel, estaban exilados, eran asesinados o desaparecidos, los grandes impostores de la década pasada hacían su fortuna ejecutando jubilados con créditos impagables invocando la “Circular 1050”, dictada por Martínez de Hoz.

Esa historia falseada provocó consecuencias y convirtió al “estado de derecho” también en una impostación. La propia ex presidenta lo reconoció al sostener que “un fallo así no hubiera sido dictado durante el gobierno anterior (el suyo)”. Difícilmente sea imaginable una confesión más cínica sobre lo que fue la justicia “durante su gobierno”.

El país ha iniciado una nueva etapa de su historia, y va saldando sus deudas con el pasado. Era hora.

Desde esta página lo veníamos reclamando hace varios años. Más allá del juicio ético y personal sobre el "2 x 1" -con el que personalmente discrepo en cualquier circunstancia- fué ley vigente y no era justicia mantener a centenares de personas en el eterno limbo de la “prisión preventiva”, sin juicio condenatorio y sin presunción de inocencia, nada más que por la denuncia de dirigentes a sueldo que han bastardeado una historia épica y la han sumergido en un despreciable presente. Vergonzosamente, aún quedan muchos en esa situación, sin juicio ni condena y por lo tanto, detenidos durante años a pesar de su presunción de inocencia y quizás de su real inocencia. 

No es justo ni siquiera lo que se hizo con el propio Videla –que alguna vez firmó como presidente de facto mi detención “a disposición del PEN”, en 1976-. Dejar morir a un anciano inválido con más de ochenta años y enfermedades degenerativas en una prisión de aislamiento, sin atención médica, solo en medio de la noche, lo hubiera hecho tal vez él mismo. No podía hacerlo la democracia argentina, porque estaría cayendo en la misma inhumanidad que había demostrado el preso y por la que se lo penó.

Pero lo hizo.

Debe haber justicia. Debe actuar libremente. Deben castigarse los delitos. La impunidad es una de las principales causas del deterioro de la convivencia. Presos, los que deban que estar, luego de juicios limpios e imparciales, con acusación y defensa libres. La democracia argentina ha mostrado que puede hacerlo, abriendo juicios ejemplares como lo fue el de las Juntas Militares. Pero… con la ley en la mano. Con sus principios rigiendo sin interpretaciones caprichosas impulsadas por el “clamor popular”, inmedible en cuanto no se traduzca en leyes por los procedimientos constitucionales.

Había y hay que terminar con eso, sin perdón –si  no se pide por los que deben hacerlo y no se da por quienes podrían otorgarlo-, pero con el remedio que la civilización ha elaborado durante años de historia para terminar con la barbarie: la vigencia plena del estado de derecho. En este caso, significa acusación, principio de inocencia hasta que no se pruebe la culpabilidad, debido proceso, aplicación plena de la ley penal en forma igualitaria, jueces naturales imparciales “designados por la ley antes del hecho de la causa”, y cárceles “sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. Esto dice la Constitución a la que debemos respeto. Eso es el estado de derecho por el que luchamos y sobre el que podremos edificar nuestro futuro.

Por eso sostengo que este fallo es valiente. Se levantó contra el presunto juicio ético de una opinión pública prefabricada. Decidió que en la Argentina la ley se aplica a todos. No se atemorizó ante la segura reacción impostada de aquellos que hacen silencio cómplice con la represión sanguinaria de los parapoliciales de Maduro que prenden fuego a estudiantes que protestan y aplastan con tanquetas a ciudadanos que reclaman, pero se rasgan las vestiduras al ver que su gran impostura de la época pasada es superada por la historia.

Entristece un poco, sí, ver la confusión de algunos que –en todo su derecho, por supuesto- “condenan” el fallo. Tal vez sea confusión entre justicia y venganza, tal vez teman ser confundidos porque haya sido también confuso su papel cuando había que luchar en serio por los derechos humanos y miraban para otro lado. Tal vez estén realmente confundidos. O tal vez, simplemente, les falte la valentía democrática y republicana que mostró la Corte en este fallo. Dejo para lo último la menos agradable de las alternativas: que realmente crean que la democracia argentina debe actuar como lo ha hecho en esta última década. Con ellos me separa un abismo conceptual y de valores. El que separa el estado de derecho del autoritarismo, imposible de disimular con vestimentas ideológicas.

De todas maneras, lo que importa es que el estado de derecho se encamina a reglar nuevamente en plenitud la convivencia argentina, y eso es saludable.

Ricardo Lafferriere




martes, 28 de febrero de 2017

El despertar de la Corporación de la Decadencia

No haría bien el gobierno en desatender el despertar de la vieja corporación de la decadencia argentina, que parasitó durante más de ocho décadas la riqueza del país lastrando su desarrollo.

Tal vez por primera vez esa mega-corporación siente que está en peligro no ya la sola detentación del poder formal, sino su propia existencia.

Ésta está ligada al país encerrado en un corralito de aislamiento, en el que pueden cazar a placer a consumidores, trabajadores y productores. Un país en el que las personas comunes son condenadas a pagar los precios más caros del mundo y los impuestos más caros del mundo para recibir a cambios productos obsoletos y servicios -de educación, de salud, de infraestructura, de seguridad, de justicia, de defensa- propios de una sociedad primitiva.

Se trata de un entramado diabólico de empresarios rentistas, comunicadores vencidos por su ego o cooptados por su ambición, mafias sindicales enriquecidas por la corrupción de décadas, dirigencias políticas agrupadas fundamentalmente en el peronismo pero alimentadas por una parte no menor de la ¨izquierda¨ que en nombre de una arcaica identidad que sólo definen por su supuesto imaginado adversario (¨la derecha¨) banalizan el análisis y terminan confluyendo con el renacido chauvinismo populista de los países desarrollados. Su relato termina siendo el mismo de Trump y de Le Pen, de Farage y Putin, de Erdogan y de Nicolás Maduro.

Hay también allí sectores pequeños en número pero no tan pequeños en incidencia discursiva en el propio radicalismo. Éste tiene una pata -moderna y electoralmente mayoritaria- dentro de la coalición de gobierno, pero otra que responde a los mismos reflejos primitivos que esos exponentes de la vieja ¨izquierda¨ esclerosada. Las comillas separan a esta caricatura descolorida de la verdadera izquierda que, con frescura intelectual y valentía política, no renuncia a seguir indagando la forma de proyectar sus valores de siempre -solidaridad, justicia, equidad, inclusión social, democracia, derechos humanos- en un mundo con una agenda compleja y global, de pocos contactos con el escenario y la agenda de mediados del siglo XX.

La corporación de la decadencia no tiene escrúpulos. Lo pueden testimoniar los radicales, golpeados en 1989 y en el 2001 por su acción artera y antidemocrática. En ambos casos, golpes corporativos disfrazados de ¨golpes de mercado¨, manipulando la opinión pública en momentos políticos complicados, aprovecharon la debilidad institucional de las fuerzas modernizadoras y se apropiaron del poder.

En ambos casos los empresarios rentistas estaban en peligro. En ambos casos el ariete del desgaste fueron los aparatos gremiales corrompidos. En ambos casos la complicidad -consciente o inconsciente- del periodismo banal y de opiniones compradas junto a idiotas útiles presos de su ego, fueron su andamiaje discursivo. En ambos casos fue el ¨peronismo institucional¨ el que, haciendo un alto en su salvajismo interno, unió sus fuerzas en la operación mayor de apropiarse del poder y de la ¨caja¨ del Estado, a la que saquearon.

Un país lanzado a construir su futuro necesita empresarios con audacia y vocación de crecimiento. Necesita periodistas sofisticados en su capacidad de análisis y sin vasos comunicantes con las operaciones políticas. Necesita políticos e intelectuales con neuronas activas para desentrañar el futuro y formular proyectos con valores, más que reflejos trogloditas apoyados sólo en viejas -y respetables- épicas del pasado. Necesita dirigentes gremiales comprometidos con una sociedad que construya posibilidades para todos ampliando sus opciones de vida.

Este momento del país es promisorio como pocos. A diferencia de 1989 y 2001, hay una situación internacional compatible con una Argentina en desarrollo, hay una coalición de gobierno que comprende el rumbo -aunque no sepa aún transformarlo en un relato político- y hay millones de compatriotas que entienden la potencialidad del cambio modernizador y lo protagonizan a diario en sus emprendimientos, en sus campos, en sus comercios, en sus desafíos de vida.

Y hay también una alternativa política gobernando con profunda fe democrática, visión de futuro y compromiso con los valores de siempre -inclusivos, solidarios, equitativos- del país de todos que ya no está limitada por una agenda política excluyente de construcción democrática -como en 1983- porque ésta ya fue cumplida, ni está jaqueada por la tenaza de la deuda externa y la impostación de los reclamos intransigentes (del  FMI junto al peronismo) como en 2001.

Este escenario es promisorio, a condición de no desatender la amenaza del reverdecer de la corporación de la decadencia que se nota en estos días, fogoneada por los mismos de siempre, amplificada por los mismos de siempre, financiada por los mismos de siempre y ejecutada por los mismos de siempre.


Ricardo LafferriereEl