“América First”, “América para los americanos”, “Nac & Pop”...
o
“Sea la América para la humanidad”... “los hombres sagrados para los hombres”
y “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”
Dos siglos discutiendo el destino americano. El de ellos y el nuestro.
Tal vez sea uno de los pocos hitos que unificaron nuestra visión nacional de futuro: el país cosmopolita, el país abierto al mundo, la Argentina para la humanidad.
Lo increíble no es la persistencia del debate, sino la temprana de visión de nuestros padres fundadores. En 1823, el presidente Monroe de EEUU estableció su doctrina de “América para los Americanos”. En el mismo momento, San Martín marcaba otro rumbo al proclamar en Lima que “nuestra causa es la causa del género humano” y definir en una frase la vocación cosmopolita de esa sureña revolución emancipadora que comenzara en la Plaza Mayor del Virreynato del Río de la Plata, en mayo de 1810.
No puedo saber si existe relación entre ambos pronunciamientos. Es probable que la coyuntura internacional ya estuviera tiñendo la mirada de los hombres que tenían responsabilidades y estaban al tanto de lo que ocurría en el escenario atlántico, en el cual jugaban sus piezas. Apasionante desafío para historiadores. Sea como fuera, prefiguraban ya un debate que atravesaría -y atraviesa, en pleno siglo XXI- las visiones políticas en todo el mundo occidental.
Por un lado, exaltando la pretendida superioridad de la propia “patria” por sobre las demás. La “América First” de Trump no es muy diferente de las raíces de la “nación católica” en nuestros pagos, que intelectualiza críticamente Loris Zanetta, y que se expresara tantas veces en nuestra historia desembocando en el nacionalismo cerril y en el populismo sectario que desprecia hasta la negación a cualquiera que no siga sus arcaicas consignas. Para estas miradas, la “patria” -”su” patria- es superior y trasciende a las personas, responde al ser supremo, al “caudillo”, al “jefe” o la “jefa”, que “concede” derechos y en ella deben tributar los míseros mortales del montón. Desde la “Santa Federación” y el hermético país rosista hasta los criollo-fascistas de Tacuara, triples A, “orgas” diversas, Cámporas y similares. Cerrada, intolerante, y si es necesario, hasta criminal. Violenta, sin ley.
Por el otro, la propia patria igual a la de los demás, de la igualdad esencial de todos los hombres y mujeres del mundo, la “unidad esencial del género humano”. Éstos son superiores en importancia a cualquier abstracción colectiva, sea una nación, un partido, un sindicato, una ideología o una religión. Son iguales ante la ley, sin “sumisiones ni supremacías” y su dignidad y sus derechos son sagrados y deben ser respetados, vivan donde vivan. Y entre nosotros se los garantizaríamos a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. “Los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de Yrigoyen. Reina la ley y el estado de derecho.
Para esta mirada, la patria es una aventura de hombres libres e iguales que suman sus esfuerzos solidarios al igual que otros hombres, también libres e iguales, lo hacen con las suyas. No ve a los demás como “enemigos” sino como constructores de caminos confluyentes hacia una humanidad sin divisiones, aportando todos la riqueza de su variedad que comparten con esperanza para alcanzar una sociedad plural, libre y tolerante.
No es la “América First”, ni la “nación católica”, ni el nacionalismo cerril ni mucho menos la rudimentaria cruzada populista. Es “la causa del género humano”, que proclamara San Martín al liberar el Perú, la que estampa la Constitución en su preámbulo y establece la igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros, curiosidad que muy pocos países -si alguno- tenían incorporados a sus leyes en tiempos de nuestra Constitución.
En el Congreso Panamericano de 1889, en Washington, cuando se insistió en la doctrina Monroe, le tocó a la delegación argentina encabezada por Roque Sáenz Peña pronunciar el mandato que retomaba la visión sanmartiniana: “Sea la América para la humanidad”. Y sin renunciar a la vocación de futuro de todo el continente, se negó a imaginarlo como una fortaleza excluyente recelando de los demás, sino abriendo sus puertas a la solidaridad universal. El mandato fundacional atravesaría alineamientos y conflictos intestinos: lo asumirían tanto partidos “populares” como los hombres del “régimen”. En este tema no había en la mirada de Leandro N. Alem o Juan B. Justo diferencia de utopía con la de sus duros rivales de entrecasa.
Cierto es que el debate nunca terminó de cerrarse, con sus condimentos tal vez antropológicos.
La segunda gran guerra fue una orgía de sangre desatada por estos supremacistas. Nazis, fascistas, imperialistas japoneses, racistas “puros” en los balcanes, antisemitas en toda Europa, llevaron al mundo a la mayor masacre criminal de su historia con 60 millones de muertos. Y que continuaron los supremacistas “de clase” o “ideológicos”, que hoy conforman ese espacio populista global escondido en la vieja geografía ideológica del siglo XX, en derechas y en izquierdas.
El debate existe hoy mismo en EEUU, entre la fuerza dura de los nacionalistas “trumpistas”, homogénea, blanca y protestante con las miradas plurales de la confederación de minorías que está enfrente. Es el país tradicional, que existe y teme el cambio inexorable al punto de sentir que cualquier evolución conduce a la democracia y a su país a un peligro extremo. Pero en el siglo XXI frente a la dureza conceptual conservadora, para la que hasta la democracia se ha vuelto una molestia, se levanta un colorido de reclamos más cercanos a la base de la propia democracia, el hombre común.
Al avanzar el siglo XXI esos hombres comunes se apasionan por reclamos de infinito colorido. Los unos, sienten las diferencias de género como trabas a su dignidad. Otros, reclaman con firmeza su derecho a un ambiente sano y a la protección de la casa común, nuestro planeta. Otros, piden no ser disciminados por su origen étnico o nacional, recordando que cada ser humano, nazca donde nazca, es un ser sagrado, “único e irrepetible”. Otros recuerdan al “poder” que es una excepción a la libertad natural de las personas, que no le otorga preeminencias o supremacías -como señeramente lo reclamara entre nosotros el decreto morenista de “supresión de honores”, en un tiempo global de revoluciones pero también de reyes y aristócratas-. Y muchos, muchos más. Es lo inquietante, pero a la vez emocionante de una humanidad cada vez más libre, luchando contra los bolsones autoritarios expresos o implícitos que aún existen en todo el planeta. Frente al resurgimiento de los mandones vemos la explosión de los que gritan que se acabó el tiempo de los mandones.
Esos reclamos asustan a muchos, porque también muchos de quienes lo expresan carecen de la experiencia democrática y del ejercicio de sus sabios mecanismos de tratamiento y resolución de conflictos. Son -por así llamarlos- recién llegados al debate público. Frente a esa aparente anarquía -Yrigoyen dijo alguna vez: “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”- la respuesta no puede ser la represión salvaje sino la docencia democrática, y en todo caso la firmeza para defender los mecanismos democráticos que nos costó -a los argentinos y a todos los países democráticos- tantos años, décadas y siglos conseguir y mantener.
Firmeza para respaldar y sostener la democracia, por un lado. Pero por el otro, puertas abiertas y estímulos participativos sin frenos burocráticos ni estructuras mañosas por el otro. Resistir los reclamos violentos significa repudiar la violencia pero requiere abrir a los reclamos canales responsables sin trampas ni recodos en los partidos, en los parlamentos, en los gobiernos. De lo contrario sólo sería otra forma autoritaria, escasamente democrática.
Hoy el desafío principal no parece ser de contenidos, sino de formas. Reconstruir herramientas que nos permitan resolver los conflictos de contenido -todos los conflictos- sin perder los valores más importantes, la libertad, la vida, la convivencia, la solidaridad.
No es sencillo predicar la importancia de la lucha democrática cuando cada uno -cada sector, cada persona- tiende a reaccionar por el tema puntual que lo daña, en muchos casos sin respetar las formas.
Las formas son esenciales a la democracia. La contracara de las formas es la violencia o la fuerza. El respeto a las formas se reduce también, en última instancia, al respeto al pensamiento diferente. Esto es válido en la lucha más grande, la que enfrenta proyectos, pero también en la construcción de las herramientas, las necesarias para canalizar con eficacia el debate público y la propia construcción de los agrupamientos políticos o electorales. Organización, acuerdos, programas compartidos.
Sin democracia eficaz no hay posibilidad de lograr una convivencia estable, ni en el país ni en el mundo ya que no sólo no contaremos con esas herramientas indispensables sino que abriremos espacio a quienes desde siempre cuelan las simples -y falsas y rudimentarias- consignas supremacistas del “America First” y de sus sucedáneos diversos “Nac & Pop” en diversos lugares del mundo.
Frente a ellos, la alianza plural global de la democracia debe incluir a todos, sean también de izquierdas o derechas. Así fue la forma de detener al nazismo, que también tenía su “ala izquierda” -empezando por su propio nombre-. Después, podremos seguir discutiendo matices y filigranas. Hacerlo antes, puede llevar la batalla hasta el infinito o hasta nuestra propia extinción.
Ricardo Lafferriere
Imperdible: La Argentina que fué:
PUBLICADO EN EL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA